Medio año más tarde, Víctor puso el nombre de Escipión en su letrero, aunque con una letra más pequeña que el suyo.
Próspero no le preguntó ni una sola vez a Escipión si se arrepentía de haber montado en el tiovivo, pero quizá su nuevo nombre, el que había escogido y aparecía en el cartel de Víctor, era la respuesta: Escipión Fortunato, el Afortunado.
Escribía una carta a su padre de vez en cuando, tal y como había acordado con Víctor. El signor Massimo no sospechó jamás que su hijo vivía sólo a un par de calles de él, en un piso que era poco más grande que su despacho, y en el que era mucho más feliz de lo que había sido nunca en Casa Massimo. También iba a visitar a Riccio y Mosca a su escondite de Castello. La mayoría de veces les daba algo de dinero, aunque parecía que se las arreglaban muy bien. Nunca le dijeron cuánto dinero falso les quedaba. «Al fin y al cabo, ahora eres detective», le dijo Riccio. Mosca había encontrado trabajo con un pescador de la laguna, pero Riccio… Escipión suponía que se dedicaba a robar de nuevo.
A Avispa, Próspero y Bo los veía más a menudo. Como mínimo iba con Víctor a visitarlos a ellos y a Ida dos veces a la semana.
Una noche, al otoño siguiente, Escipión y Próspero decidieron regresar a la Isola Segreta. Ida les dejó su lancha y esta vez no se perdieron en la laguna. La isla estaba igual. Los ángeles seguían en el muro, pero no había ninguna barca en el embarcadero, y cuando Próspero y Escipión saltaron el portal, no ladró ningún perro. Buscaron a Renzo y Morosina por la casa y los establos. Parecía que incluso las palomas se habían ido y cuando por fin consiguieron atravesar el laberinto y llegaron al claro, sólo encontraron un león de piedra pequeño, que las hojas del otoño habían tapado casi por completo.
Próspero y Escipión nunca averiguaron si Renzo y su hermana desaparecieron en la noche en que Barbarossa rompió el tiovivo. Durante el año siguiente se preguntaron si Renzo había encontrado una manera de arreglar el tiovivo, si el león, el tritón, la sirena, el caballo con escamas y el unicornio volvían al girar en algún lugar…
¿Algo más? Ah, sí. Barbarossa…
Durante un tiempo, Esther lo tuvo por el niño más maravilloso que jamás había conocido. Hasta que un día lo pilló metiéndose sus pendientes más valiosos en los bolsillos del pantalón y descubrió en su cuarto una colección de cosas muy caras y que habían desaparecido de manera misteriosa. A causa de esto, y después de mucho llorar, lo envió a un internado de lujo en el que Ernesto se convirtió en la pesadilla de sus compañeros y todos sus profesores. Se contaban cosas muy malas sobre él: que obligaba a los otros niños a hacerle los deberes y a limpiarle los zapatos, que los incitaba a robar y que se había dado un nombre con el que deberían dirigirse a él: Ernesto Barbarossa se hacía llamar el «Señor de los Ladrones».