Esther Hartlieb no volvió a casa al cabo de dos días. Su marido subió solo al avión, mientras ella visitaba el Palacio Ducal con Barbarossa. Al día siguiente fue a buscar a Ernesto de nuevo, para ir a ver a los vidrieros de Murano, pero antes volvieron a ir de compras y cuando Barbarossa volvió por la noche a la Casa Spavento, llevaba la ropa más cara para un niño de su edad que se podía comprar en Venecia.

Andaba por el salotto como si fuera un pequeño pavo real, mientras los otros estaban sentados en la alfombra, jugando a cartas con Ida.

—No entiendo cómo podéis ser tan burros —les dijo a Próspero y Bo, que seguían llevando su ropa vieja, aunque Lucía la había lavado a fondo—. El Destino os regala a una tía como ésta y vosotros huís de ella como si os estuviera persiguiendo el diablo en persona. Tenéis un cerebro del tamaño de un huevo.

—Y tú, Ernesto —le replicó Ida—, en lugar de corazón debes de tener un monedero.

Barbarossa se encogió de hombros aburrido y empezó a rebuscar en la chaqueta que le había comprado Esther.

—Hablando de monederos —dijo, sacando uno lleno del bolsillo—. Me gustaría pedir a alguno de los aquí presentes, que durante los próximos meses pasen a echar un vistazo por mi tienda. A cambio de cierta cantidad de dinero, por supuesto. Para ver cómo andan las cosas, limpiar un poco, bueno, ya sabéis. Además, hay que encontrar urgentemente a una vendedora que domine su profesión y no meta la mano constantemente en la caja. Será difícil, pero confío plenamente en vosotros.

Todos lo miraron sorprendidos.

—¿Es que ahora nos tomas por tus criados? —preguntó Riccio de mala manera—. ¿Por qué no lo haces tú?

Barbarossa torció la boca y puso un gesto de desdén.

—Porque, para que lo sepas, estúpido pelo pincho, mañana voy a subir en un avión con la signora Hartlieb —le replicó— y a partir de entonces viviré en el extranjero. Esta noche, mi futura tutora llamará a la hermana Ida para pedirle el permiso de adopción. También ha llamado a un abogado que se encargará de solucionar todos los problemas legales. Mis futuros padres no saben nada de mi tienda, y así deben seguir las cosas. Intentaré abrir una cuenta bancaria para que me podáis enviar los ingresos. En el futuro no tengo pensado vivir de la paga que me den mis padres adoptivos.

Riccio se quedó tan sorprendido que dejó caer sus cartas. Mosca no dejó escapar la ocasión y se las miró rápidamente.

—Felicidades, Barbarino —dijo Avispa—. Te espera una gran vida, ¿no?

Barbarossa se encogió de hombros y dijo con desprecio:

—Bueno —miró el salotto de Ida como si se estuviera burlando de él—, seguro que será más cómoda que la vuestra. —Luego dio media vuelta y se fue. Bo le sacó la lengua cuando estaba de espaldas. Los demás miraban pensativos sus cartas.

—Ida —dijo Mosca—, Riccio y yo también queremos irnos. Al final de la semana o así. Riccio ha encontrado un almacén abandonado en Castello. Enfrente del agua. También tiene muelle para mi barca.

Ida jugueteaba con sus pendientes. Hoy eran unos peces diminutos de oro, con los ojos de cristal rojo.

—¿Cómo os las vais a apañar? —preguntó—. La vida en Venecia es cara. El Señor de los Ladrones ha crecido y ya no se preocupará por vosotros. ¿Queréis empezar a robar otra vez?

Riccio jugaba con sus cartas, como si no hubiera oído la pregunta de Ida, pero Mosca negó con la cabeza.

—Qué va. Para las primeras semanas nos queda bastante dinero del último negocio que hicimos con Barbarossa. Si no es falso también.

Ida asintió y miró a los otros tres: Próspero, Bo y Avispa, uno detrás de otro.

—¿Y vosotros qué pensáis hacer? —preguntó—. No me vais a dejar todos a la vez, ¿verdad? ¿Quién se va a comer todo lo que hemos comprado? ¿Quién se peleará con los perros de Lucía, quién leerá mis libros, quién jugará conmigo a las cartas?

Avispa se echó a reír, pero Bo se levantó y se sentó al lado de Ida.

—Nos quedaremos contigo —dijo, y le puso uno de sus gatitos en el regazo—. Avispa ha dicho que le gustaría muchísimo vivir aquí.

—¡Bo! —Avispa se puso roja de vergüenza.

Pero Ida lanzó un profundo suspiro.

—Bueno, qué alivio —dijo. Luego se inclinó hacia Bo y le susurró al oído—: ¿Y qué piensa tu hermano mayor?

Próspero los miró a los dos avergonzado.

—También quiere quedarse aquí —murmuró Bo—. Pero no se atreve a preguntártelo.

Próspero se quejó y se tapó la cara con las manos.

—Bueno, menos mal que tiene un hermano que hace este tipo de preguntas —dijo Ida. Ordenó sus cartas y las cogió de manera que Bo no pudiera verlas—. Ida y Avispa, Próspero y Bo. ¡Esto hace cuatro! —dijo—. Un buen número, sobre todo para jugar a cartas. Pero creo que tendríamos que explicarle otra vez a Bo que no puede inventarse reglas todo el rato.

Al día siguiente, Barbarossa subió al avión con Esther Hartlieb, tal y como había anunciado. Naturalmente, Ida dio su consentimiento para la adopción y lo demás lo solucionó el abogado de la tía de Próspero y Bo.

Durante el viaje al aeropuerto en el acuataxi, Barbarossa no dijo nada y, cuando vio desaparecer Venecia en el horizonte, suspiró. Pero cuando Esther le preguntó preocupada qué le ocurría, él negó con la cabeza y dijo que no le sentaba muy bien ir en barco. Sí, así se despidió Barbarossa de Venecia, pero en el fondo de su codicioso corazón se prometió que volvería. En algún momento de su flamante vida nueva.

Dos días y dos noches más tarde, cuando el sol se escondía tras los tejados de la ciudad, Riccio y Mosca ponían las pocas pertenencias que habían salvado del escondite de las estrellas en su barca. Se despidieron de Próspero, Bo y Avispa, de Ida y de Lucía, que les dio dos bolsas de plástico llenas de comida, y empezaron a remar en dirección a Castello, la zona más pobre de Venecia, tras prometerles que los avisarían en cuanto hubieran encontrado un alojamiento fijo.

Los otros tres los echaron de menos, sobre todo Bo lloró mucho, pero Avispa lo consoló diciéndole que, al fin y al cabo, Riccio y Mosca se quedaban en la ciudad. Y Víctor fue a dar de comer a las palomas de la Plaza de San Marcos con él para distraerlo. Ida le enserió a Avispa la escuela a la que irían ella y Próspero cuando llegara la primavera. Y Próspero miraba todas las noches por la ventana antes de irse a dormir, preguntándose qué estaría haciendo Escipión.

Pero no fue él, sino Víctor, el primero que volvió a ver al Señor de los Ladrones. Una noche, cuando el detective regresaba a su casa después de vigilar a una persona, se acercó a la tienda de Barbarossa para colgar en la puerta un cartel que había escrito Ida:

«Se busca vendedor o vendedora, a ser posible con experiencia. Interesados escriban a: Ida Spavento, Campo Santa Margherita 423».

El celo se le quedó pegado en la uña del pulgar y Víctor soltó un taco en voz baja cuando, de repente, apareció una persona alta a su lado.

—Hola, Víctor —dijo el desconocido—. ¿Qué tal te va? ¿Y a los demás?

El detective lo miró sorprendido.

—Por Dios, Escipión, ¿tienes que acercarte sin hacer ruido? —exclamó—. Has aparecido aquí como si fueras un fantasma que sale de la oscuridad. Casi no te reconozco con el sombrero.

Escipión ya no llevaba la capa del conte, sino un abrigo oscuro.

—Sí, el sombrero fue lo primero que me compré —dijo, y se lo quitó—. Si no lo llevo puesto, me saludan tres veces al día como «Dottor Massimo».

—Ida le ha enviado una tarjeta a tu padre. —Víctor intentó colgar el cartel en la puerta de nuevo. Esta vez lo consiguió—. Le ha dicho que te va bien y que de momento no quieres volver a casa. ¿Has visto el anuncio del periódico?

Escipión asintió con la cabeza.

—Sí, sí —murmuró—. Tener un hijo así es muy pesado. Ahora él también ha desaparecido. Ayer estuve en casa. Fui a buscar mi gato. Pero por suerte no me vio nadie.

Los dos se quedaron callados durante un rato, de pie, mirando la luna. Luego dijo el detective:

—Tu idea… ya sabes, la de Barbarossa, ha funcionado.

—¿De verdad? —Escipión volvió a ponerse el sombrero y se tapó la cara con él—. Bueno, sabía que era genial. ¿Qué tal les va a los otros? ¿Aún están en casa de Ida?

—Próspero, Avispa y Bo sí. Mosca y Riccio se han ido a vivir a un almacén abandonado de Castello. ¿Pero cómo te van a ti las cosas?

Miró a Escipión con curiosidad. El Señor de los Ladrones no parecía muy feliz, por lo poco que podía ver Víctor en la oscuridad. Más bien un poco cansado.

—Si no tienes nada mejor que hacer —dijo el detective cuando vio que Escipión no respondía—, acompañante un poco más y de camino me cuentas lo que has hecho hasta ahora. Hace demasiado frío para estar aquí parados y me muero de ganas de llegar a casa, porque he estado todo el día de pie y tengo un hambre que no me aguanto.

Escipión se encogió de hombros.

—No tenía ningún plan especial —respondió—. Y la habitación de hotel que he alquilado no es tan agradable como para echarla de menos.

Así que se pusieron los dos en marcha hacia el piso de Víctor. Caminaron un rato uno junto al otro en silencio. En la calle que había entre la Plaza de San Marcos y el Canal Grande aún había bastante gente, porque el aire no era tan frío como el de la noche anterior y el cielo estaba lleno de estrellas.

Escipión no rompió su silencio hasta que llegaron al puente de Rialto.

—En realidad, no he hecho nada en especial —dijo mientras subían los escalones.

Miles de luces se reflejaban en el agua, las luces de los restaurantes de la orilla, las luces de las góndolas, de los vaporetti, que se balanceaban bien iluminados por todo el canal. La luz relucía en el agua negra, era transportada por las olas entre las barcas y batía contra la orilla de piedra. Era una luz nadadora y resultaba difícil apartar la vista de ella. Víctor se inclinó sobre la barandilla. Escipión escupió al canal.

—¿Qué hacen los adultos todo el día, Víctor? —preguntó.

—Trabajar. Comer, comprar, pagar facturas, llamar por teléfono, leer el periódico, beber café, dormir.

Escipión suspiró.

—No es muy emocionante —dijo, y apoyó los brazos en la barandilla.

—Pse —murmuró Víctor. No se le ocurrió otra cosa.

Siguieron andando lentamente, bajaron el puente y regresaron al laberinto de callejones en el que todos los turistas se pierden como mínimo una vez.

—Ya se me ocurrirá otra cosa —dijo Escipión. Por su tono de voz, supo que seguía siendo tan tozudo como siempre—. Alguna locura, llena de aventuras. Quizá debería ir al aeropuerto y subirme en cualquier avión, o puedo hacerme buscador de tesoros, una vez leí sobre ello. También podría aprender a bucear…

Víctor sonrió y Escipión se dio cuenta.

—Te estás riendo de mí —dijo enfadado.

—¡Qué va! —respondió Víctor. Buscador de tesoros, buceador, él nunca había querido ser nada de eso.

—¡Tienes que admitir que a ti también te gustan las aventuras! —dijo Escipión—. Al fin y al cabo, eres detective.

Víctor no dijo nada. Le dolían los pies, estaba cansado y preferiría estar sentado en el sofá de casa de Ida. ¿Por qué demonios no lo hacía? En vez de ello andaba dando vueltas por la ciudad de noche.

—Deberías pasar a ver a tus viejos amigos —dijo mientras cruzaban el puente que se veía desde su balcón—. ¿O te molesta que ahora sean dos cabezas más pequeños que tú? Creo que se preguntan muy a menudo dónde estás.

—Lo haré, lo haré —dijo Escipión con un tono despreocupado, como si tuviera la cabeza en otro lugar. De repente se detuvo en seco—. ¡Víctor! Creo que se me ha vuelto a ocurrir una idea genial.

—¡Jesús! —murmuró Víctor mientras se dirigía cansado hacia la puerta de su casa—. Me lo cuentas mañana, ¿vale? Podrías venir a desayunar a casa de Ida. También estaré yo, voy casi todos los días.

—¡No, no! —Escipión negó con la cabeza tajantemente—. Te lo cuento ahora.

Respiró profundamente y, por un instante, se pareció de nuevo al chico que había sido hasta hace poco.

—Ten cuidado. Ya no eres tan joven…

—¿Qué significa eso? —Víctor se volvió hacia él enfadado—. Si con eso quieres decir que ya no soy un niño metido en el cuerpo de un adulto, entonces tienes razón…

—¡No, tonterías! —Escipión negó con la cabeza—. Pero ya hace muchos años que trabajas de detective. ¿No te duelen los pies cuando sigues a alguien durante muchas horas? Acuérdate de lo cansado que era seguirnos…

Víctor lo miró con recelo.

—No quiero ni pensar en ello —gruñó, y abrió la puerta.

—Sí, sí, vale. —Escipión entró detrás de él—. Pero imagínate… —Subió las escaleras tan rápido que el detective empezó a jadear mientras intentaba seguirlo—. Imagínate que todas las palizas que te das, cuando sigues a alguien de noche, todo lo que hace que te duelan los pies, imagínate que lo hiciera otra persona. Alguien… —Escipión se detuvo ante la puerta del piso de Víctor y estiró los brazos—. ¡Alguien como yo!

—¿Qué? —El detective se quedó delante de él sin poder casi ni respirar—. ¿A qué te refieres? ¿Quieres trabajar para mí?

—Claro. ¿No es una idea fantástica? —Escipión señaló el cartel de Víctor, que necesitaba que le pasaran un paño con urgencia—. Getz seguiría yendo en primer lugar, pero debajo podrías poner mi nombre…

Víctor intentó responderle, pero de repente se abrió la puerta de su vecina. La vieja signora Grimani sacó la cabeza.

Signor Getz —susurró, y miró de reojo a Escipión—, me alegro de encontrarlo. ¿Sería tan amable de comprarme el pan mañana temprano cuando vaya a la panadería? Ya sabe que me cuesta mucho subir las escaleras cuando hay tanta humedad.

—Por supuesto, signora Grimani —respondió el detective, y limpió el letrero con la manga de la chaqueta—. ¿Quiere que le traiga algo más?

—¡No, no! —la signora Grimani negó con la cabeza y miró a Escipión de la manera en que se mira a alguien cuyo nombre se ha olvidado.

—¡Dottor Massimo! —exclamó de repente, y se agarró al picaporte—. He visto su fotografía en el periódico y también una vez en la televisión. Siento mucho lo de su hijo. ¿Ha aparecido ya?

—Por desgracia no, signora —respondió Escipión con el rostro serio—. Por eso estoy aquí. El signor Getz me ayudará a buscarlo.

—¡Ah, qué bien! Benissimo! ¡El signor Víctor es el mejor detective de la ciudad! ¡Ya lo verá! —La signora Grimani miró sonriendo a Víctor, como si le hubieran salido un par de alas de ángel blancas como la nieve.

Buonanotte, signora Grimani! —gruñó Víctor, y metió a Escipión en su piso antes de que hiciera correr más rumores.

—¡Fantástico! —gritó mientras se peleaba consigo mismo para quitarse el abrigo—. Ahora toda Venecia sabrá que Víctor Getz está buscando al hijo del dottor Massimo. ¿En qué demonios pensabas?

—Sólo ha sido una idea. —Escipión colgó su sombrero en el perchero de Víctor y miró a su alrededor—. Un poco estrecho —comentó.

—Bueno, no todo el mundo tiene fuentes y techos que son casi tan altos como el Palacio Ducal —exclamó—. Pero a mí y a mis tortugas bien nos llega.

—Tus tortugas, ah, sí. —Escipión paseó por la oficina de Víctor y se sentó en una de las sillas para los clientes. El detective fue a la cocina a buscar lechuga para las tortugas.

—¿No te has preguntado cómo he aparecido de repente en la tienda de Barbarossa? —le preguntó el Señor de los Ladrones—. Has pasado a mi lado en el puente de la Accademia, pero como ibas pensando en tus cosas no me has visto. Así que he decidido seguirte. Esto demuestra que sería un detective de primera.

—Esto no demuestra nada —gruñó Víctor, y se sentó junto a la caja de las tortugas—. Esto sólo demuestra que crees que el trabajo de detective es extraordinario y emocionante. Pero la mayoría de veces es aburrido.

Víctor le echó la lechuga a Lando y Paula y se levantó.

—Además, no puedo pagarte demasiado.

—Da igual. No necesito mucho.

—Te aburrirás.

—Ya lo veremos.

El detective suspiró y se dejó caer en la silla de su escritorio.

—No pondré tu nombre en mi letrero.

Escipión se encogió de hombros.

—De todas maneras necesito uno nuevo. ¿O crees que voy a seguir paseándome por Venecia como Escipión Massimo?

—Bueno, entonces ésta es la última condición. —Víctor cogió un caramelo del cajón de su escritorio y se lo metió en la boca—: Tienes que escribirle a tu padre.

Escipión se puso serio.

—¿Para qué quieres que le escriba?

Víctor se encogió de hombros.

—Para decirle que estás bien. Que quieres irte a América. Que quizá volverás dentro de diez años. Ya se te ocurrirá algo.

—¡Maldita sea! —murmuró Escipión—. De acuerdo, lo haré. Si me enseñas a ser un detective.

Víctor suspiró y se puso las manos detrás de la cabeza.

—¿No preferirías encargarte de la tienda de Barbarossa? —preguntó esperanzado—. Ida y yo estamos buscando a alguien. Te quedarías con la mitad de los ingresos. La otra tendrías que enviársela al barbilampiño a su nuevo hogar. Así lo acordamos con él.

Pero Escipión arrugó la nariz.

—¿Pasarme todo el día en una tienda vendiendo los trastos de Barbarossa? No, gracias. Me gusta mucho más mi idea. Me convertiré en detective, en un detective famoso, y tú me ayudarás.

¿Qué podía decir Víctor?

—De acuerdo, entonces empezarás mañana temprano. Y yo iré a desayunar a casa de Ida.