Aquella noche Avispa puso diez platos en la mesa del comedor. Cuando Ida le dijo a Lucía que el niño pelirrojo y el hombre joven también se quedarían a comer, el ama de llaves sacudió la cabeza y murmuró que tantas bocas acabarían comiéndosele hasta los platos y la cubertería. Pero luego desapareció en la cocina y preparó grandes cantidades de pasta. Cuando trajo las fuentes de comida recién hecha se sentaron casi todos a la mesa. Sólo faltaban Ida y Barbarossa.

Próspero se dio cuenta de que Mosca, Riccio y Avispa miraban disimuladamente a Escipión que, con sus largas piernas, se había sentado al final de la gran mesa. Probablemente buscaban algún rasgo familiar, pero no lo encontraron. De vez en cuando Escipión se pasaba la mano por el pelo, tal y como hacía antes, y seguía levantando las cejas de la misma manera, pero incluso a Próspero le resultaba un extraño. Parecía que él también lo notaba a pesar de que sonreía cuando se daba cuenta de la mirada insegura de sus amigos.

—Bueno, signor Massimo, ¿cuándo piensas pasar por casa de tus padres? —preguntó Victor, después de que Lucía se sentara a la mesa con un gran suspiro—. ¿Hoy?

—¿Por qué iba a hacerlo? —respondió Escipión, y pasó los dedos sobre los dientes del cuchillo—. No me habrán echado demasiado de menos. Como mucho, iré para ver cómo están mis gatos.

—Pero tienes que contarles lo que ha ocurrido —dijo Víctor, y volvió a servirse más pasta, a pesar de que Lucía frunció el ceño para mostrar su desacuerdo—. Da igual lo que opines de tu padre, no puedes dejarlo vivir eternamente con la preocupación de que su hijo haya caído en un canal o sido secuestrado.

Escipión se puso a jugar con el cuchillo sobre el mantel y no respondió.

—¡Si él no quiere, Víctor! —dijo Bo—. Además, ahora ya es un adulto.

Escipión le sonrió.

—Adulto. ¿Y qué?

Al detective le entraron ganas de decir lo que pensaba de Escipión, cuando de repente se abrió la puerta y entró Ida. Llevaba a Barbarossa de la mano, que miró al techo con cara de mal humor cuando todos se volvieron hacia él.

—A partir de ahora mismo, vuestro amigo no puede moverse por mi casa solo —dijo Ida enfadada—. ¡Ha entrado en mi laboratorio, me ha revuelto los cajones y se ha comido mis pralinés!

Barbarossa se puso rojo como un tomate.

—¡Tenía hambre! —le dijo a Ida—. Le compraré unos mejores en cuanto vuelva a tener un poco de dinero. ¿Cuántas veces tengo que decir que perdí mi cartera en la maldita isla? Mañana, en cuanto abran los bancos, iré a sacar dinero, le pagaré los pralinés y me vestiré como es debido. Para un hombre como yo es una vergüenza ir… —señaló con desprecio el jersey que le había prestado Bo— con esta ropa de niño.

—Bueno, fantástico. —Ida lo sentó bruscamente en la única silla que quedaba vacía, entre Riccio y Bo, y ella se sentó en un taburete junto a Víctor.

—Creo que les has pedido a Próspero y a Escipión que te trajeran aquí, ¿no? —le preguntó Avispa—. Entonces compórtate como es debido, ¿vale?

—Este enano no roba sólo pralinés —dijo Lucía, furiosa—. Lo he pescado con nuestras últimas cucharas de plata. Y también se ha metido una cámara fotográfica bajo la chaqueta.

Riccio se rió y Próspero lo sorprendió lanzándole una mirada de admiración. Pero Bo se levantó con su plato y se sentó en la alfombra de Ida, lejos de la mesa.

—No quiero sentarme a su lado —dijo—, si no me robará mi pasta. —Barbarossa le lanzó una oliva, lo que le valió una bofetada de Avispa.

—¡Basta ya! —gritó Víctor—. ¿Qué está pasando aquí? No dejéis que el enano os vuelva a todos locos.

Lucía suspiró profundamente y se levantó.

Signora, me voy a casa —dijo, y dobló su servilleta—. Quizá debería encerrar al pequeño en el cuarto de la limpieza si tiene que pasar aquí la noche.

—Otra de las tuyas, Barbarino —dijo Escipión cuando Lucía cerró la puerta tras de sí—, y dormirás detrás del mostrador de tu tienda. Seguro que es muy cómodo. Fuera, están las calles a oscuras, la lluvia bate contra las ventanas y a nuestro querido Barbarino, solo como la una, le castañearán de miedo toda la noche los dientes.

Barbarossa se mordió los labios y miró su plato. Avispa, Mosca, Riccio, Próspero, todos lo observaban con mala cara. Ida cuchicheaba con Víctor y no lo miraba.

—Quizá deberíamos poner un anuncio para ti, Barbarino. —Escipión se reclinó en su silla y estiró sus largos brazos—. «Mocoso insoportable, de cuatro o cinco años, busca madre». ¿O piensas apañártelas tú solo? No creo que Ida esté dispuesta a hacer de madre sustituta para ti.

—No, en absoluto —dijo la fotógrafa, que se comió una oliva—. Pero podría conseguir una cama en el orfanato de las hermanas de la caridad para un hombre tan importante.

—¡No, gracias! —Barbarossa arrugó la nariz—. No se moleste. Y si me viera forzado a buscarme una madre, no escogería a una mujer que regala la cubertería de plata a niños huérfanos y que va siempre despeinada.

Ida respiró hondo.

—¡Parece que sabes muy bien lo que quieres, barbilampiño! —gruñó Víctor—. De momento apenas te llegan los ojos a la altura del mostrador. ¡Pero no te preocupes, las monjas del orfanato siempre van peinadas de manera impecable!

Riccio se rió hasta que Barbarossa le arreó una patada tan fuerte en la tibia que le hizo saltar las lágrimas.

—Me las arreglaré —respondió el barbirrojo—. En el banco tengo dinero de sobra.

—¿Ah, sí? —Víctor sonrió y miró a Ida—. ¿Y crees que el banco le dará el dinero de Ernesto Barbarossa a un niño de cinco años?

Barbarossa se sirvió otro vaso de vino con cara seria.

—Cuando vuelva a ser grande —murmuró, y lanzó una mirada amenazadora a Escipión y Próspero—, me vengaré de los que no me impidieron subir al maldito tiovivo. Me…

—¡Cierra la boca, Barbarino! —le interrumpió Próspero—. ¡Has dado tu palabra de honor, al igual que nosotros, de que no hablarías del tema! Además, conozco dos perros que están esperando a que vayas de visita por su isla otra vez.

—Bah, no le escuches, Pro —dijo Escipión, y cruzó sus largas piernas—. No le interesa a nadie lo que pueda decir este renacuajo. Nadie le hará caso por muchas historias que cuente.

Los demás levantaron la cabeza. Durante un rato nadie dijo nada, como si estuvieran esperando a que les contaran algo sobre la experiencia secreta que habían vivido Próspero y Escipión. Pero los dos chicos se miraron y callaron.

—Bueno, Barbarino —dijo Riccio, y le dio una palmada en el hombro a Barbarossa—. Bienvenido al reino de los enanos.

—¡Quita la mano de ahí! —gruñó el anticuario—. ¿Qué te has creído? No te tomes muchas confianzas, mocoso. ¿Y tú? —Barbarossa se dirigió a Bo, que seguía en la alfombra—. ¿Por qué me miras así todo el rato?

Bo no respondió. Estaba tumbado boca abajo, con la barbilla apoyada en las manos, y observaba a Barbarossa como si fuera un animal raro que hubiera salido de un canal y hubiese entrado en casa de Ida.

—Por la forma en que habla, le gustaría a Esther, ¿no crees, Pro? —dijo Bo—. Habla de manera más distinguida que Escipión, pero es más pequeño que yo. Seguramente las palabrotas no le gustarían tanto.

—¿Pequeño? ¡No soy más pequeño, pedo de alfombra! —gruñó Barbarossa—. Vivimos en mundos distintos, ¿entendido? Yo soy culto, he estudiado y tú no has ido ni a la guardería.

Aburrido, Bo se puso boca arriba.

—Tampoco se mancha cuando come —añadió—. Creo que eso es lo que más le gustaría a Esther, ¿verdad, Pro?

Próspero dejó el tenedor y miró a Barbarossa.

—Es verdad —dijo—. No tiene ni una mancha. Esto la dejaría boquiabierta. Y mira con qué cuidado se ha cepillado el pelo. ¿O has sido tú, Ida?

La fotógrafa negó con la cabeza.

—Ya lo has oído, no me peino ni a mí misma. ¿Y tú qué dices, Víctor? ¿Has peinado al pelirrojo?

—Inocente —murmuró el detective.

—¿Quién es la Esther de la que hablan estos dos tontos? —Barbarossa se volvió hacia Riccio.

—La tía de Próspero y Bo —respondió con la boca llena—. Antes estaba loca por el pequeño, pero ahora no quiere saber nada de él.

—Qué decisión tan inteligente. —Barbarossa se acarició sus rizos gruesos. Parecía que su nueva melena le compensaba la falta de barba.

Escipión lo miró pensativamente.

—¿Sabéis qué? Se me ha ocurrido una idea loca —dijo lentamente—. Aún no lo tengo todo muy claro, pero es genial…

—¿Genial? —Barbarossa intentó coger de nuevo la botella de vino, pero Víctor se la quitó y la puso junto a su plato.

El anticuario lo miró con mala cara.

—Señor de los Ladrones —gruñó en dirección a Escipión—, no se te pueden ocurrir ideas geniales, ¡porque no eres más que una mala copia de tu padre!

Escipión se levantó como si le hubiera mordido algo.

—Dilo otra vez, pigmeo…

Avispa y Próspero impidieron que se abalanzara sobre el anticuario, no sin gran esfuerzo.

—¡No dejes que esa rata te provoque, Escipión! —le susurró Avispa al oído, mientras Barbarossa se observaba las uñas rosadas, con una sonrisa de satisfacción.

Escipión se sentó de nuevo en la silla.

—De acuerdo —murmuró sin quitarle los ojos de encima al anticuario—. Me controlaré. Y le enviaré una postal al signor Barbarossa al orfanato, ya que ahí es donde acabará sin duda, si no se muere de hambre miserablemente en su tienda. Sí, eso es lo que les ocurre a los más pobres, pero a mí me da igual. No malgastaré una idea más en ello, y menos aún una idea genial. —Se levantó con cara de aburrimiento, se acercó a la ventana y miró hacia la noche.

Riccio y Mosca se pegaron con el codo mutuamente. Y Próspero no pudo disimular una sonrisa. Sí, Escipión seguía siendo Escipión, aún le gustaba hacer mucho teatro.

Y Barbarossa picó el cebo.

—De acuerdo, de acuerdo —dijo refunfuñando—. ¿Qué idea genial se te ha ocurrido? Venga, dínoslo, Señor de los Ladrones. Ahora resultará que es más delicado que una flor de cristal.

Pero Escipión seguía de espaldas. Como si estuviera solo, permanecía de pie ante la ventana y observaba Campo Santa Margherita, que estaba oscuro.

—¡Dilo de una vez, demonios! —gritó Barbarossa mientras los demás empezaban a reírse. Pero Escipión ni se movió.

El anticuario se bebió las últimas gotas de vino que le quedaban en el vaso y lo puso con tanta fuerza sobre la mesa que se rompió.

—¿Quieres que me ponga de rodillas?

—La tía de Próspero y Bo —dijo Escipión sin volverse— está buscando a un niño pequeño y mono que tenga buenos modales en la mesa y se comporte como un adulto. Y tú necesitas un refugio, una casa para los próximos años, a alguien que te haga la comida y duerma en la habitación de al lado cuando se haga oscuro…

Barbarossa enarcó las cejas.

—¿Tiene dinero? —preguntó, y se apartó un rizo de la frente.

—Oh, sí —respondió Escipión—. ¿No es cierto, Pro?

El hermano de Bo asintió.

—Es una idea completamente loca, Escipión —dijo—. Que no funcionará nunca.