Escipión estaba en lo cierto, los demás estaban preocupados por Próspero, muy preocupados.

Todos se acordaban de la cara de desesperación que tenía la última vez que cenaron juntos. Y de que Avispa no pudo consolarlo. Cuando estaba Bo delante disimulaban lo preocupados que estaban y Avispa intentaba convencerlo de que era mejor que se quedara con Lucía y los gatos, en vez de salir a buscar a su hermano. Pero el pequeño negaba siempre con la cabeza, se aferraba a la mano de Víctor y lo acompañaba a todas partes.

Al principio lo intentaron en el Sandwirth, luego preguntaron a los carabinieri, en los hospitales y orfanatos. Giaco fue con la lancha por todos los canales y enseñó la foto de Próspero a todos los gondolieri mientras Mosca y Riccio preguntaron en los vaporetti por él. Pero cuando llegó la lluvia y el cielo oscureció, como si el sol mismo hubiese ido a buscar un lugar seco para resguardarse, seguían sin tener ni una pista sobre Próspero.

Ida y Avispa fueron las primeras en volver a casa, ya no sabían por dónde seguir buscando. En Campo Santa Margherita encontraron a Víctor, con Bo cargado a la espalda, dormido y calado hasta los huesos. Ida sólo necesitó mirar al detective a la cara para darse cuenta de que había tenido tan poco éxito como ellos.

—¿Dónde puede haberse metido ese niño? —suspiró mientras abría la puerta de la casa—. Lucía ha vuelto a ir al cine, estará a punto de llegar.

Avispa estaba tan cansada que apoyó la cabeza contra la espalda de Ida.

—Quizá se ha colado en un barco —murmuró— y hace tiempo que está muy, muy lejos…

Pero Víctor negó con la cabeza.

—No lo creo —dijo—. Voy a poner a Bo en la cama, comeré algo, tomaré un vaso del Oporto de Ida y luego iré a ver al dottor Massimo. Quizás Escipión sabe algo de él. He llamado cientos de veces, pero nadie coge el teléfono.

Ida abrió la puerta de un empujón.

—Sí, podría ser una posibilidad —dijo, y se quedó bajo el umbral.

—¿Qué ocurre? —preguntó Víctor. Y también lo oyó. Unas voces resonaban en la cocina, en el piso de abajo.

—¿Giaco? —preguntó Víctor, pero Ida negó con la cabeza.

—Se ha ido a Murano.

—Podría ir a espiar —susurró Avispa.

—¡No, no lo permitiré! —murmuró Víctor, y dejó a Bo con mucho cuidado en un sillón junto a la puerta de la casa—. Vosotras dos quedaos aquí con Bo, mientras yo voy a ver quiénes son nuestros visitantes. Si hay problemas —le dio a Ida su móvil—, llamad a la policía.

Pero Ida se lo dio a Avispa.

—Yo voy contigo —dijo en voz baja—. Al fin y al cabo, están sentados en mi cocina.

Víctor suspiró, pero no intentó hacerla cambiar de opinión. Avispa los miró a los dos preocupada cuando empezaron a bajar por el pasillo oscuro.

La puerta de la cocina estaba abierta y en la gran mesa, en la que Lucía extendía su masa para la pasta, había sentados dos chicos y un hombre alto que, para sorpresa de Víctor, se parecía al honorable dottor Massimo, pero en joven. El más pequeño de los dos niños tenía la misma edad que Bo, más o menos, y unos rizos pelirrojos. Intentó coger la botella de Oporto medio vacía que había entre los tres, pero el otro niño se la quitó. Estaba sentado de espaldas a la puerta. Cuando volvió la cabeza hacia un lado, Ida dejó escapar un suspiro de alivio, que hizo que aquel niño se volviera hacia ellos dos, asustado.

—¡Maldita sea, Próspero! —exclamó Víctor—. ¿Tienes idea de cuánto tiempo hace que te estamos buscando?

—Hola, Víctor. —Próspero echó su silla hacia atrás y puso cara de arrepentimiento. Llevaba el brazo izquierdo en cabestrillo.

Los otros dos dejaron rápidamente sus vasos sobre la mesa, como si fueran dos niños a los que habían pillado haciendo algo malo. El hombre joven intentó esconder el suyo bajo la mesa y se echó el vino de Oporto sobre sus pantalones oscuros.

—¿Cómo habéis entrado aquí? —le preguntó Ida a Próspero, sin quitarles el ojo de encima a sus compañeros.

—Lucía me dijo dónde guardaba su llave de repuesto —respondió Próspero, avergonzado.

—Vaya, vaya, entonces decides traer aún a más gente a la casa de Ida. —Víctor miró con desconfianza al hombre joven—. Me apuesto a que usted se apellida Massimo —gruñó—. ¿Y qué hay del enano? ¿Es que no había suficientes niños ya en la casa?

El pequeño pelirrojo se puso en pie rápidamente, miró a Víctor de la cabeza a sus zapatos desgastados y balbuceó:

—¿Enano? Soy Ernesto Barbarossa, soy un hombre muy importante de esta ciudad. ¡Pero qué diantres! ¿Quién es usted, si se me permite preguntar?

Víctor se quedó boquiabierto, pero antes de que pudiera decir algo, el hombre joven hizo sentar al niño en su silla.

—Cállate, Barbarino —dijo—. Si no sabes comportarte, ya sabes dónde está la puerta. Éste es Víctor, un amigo nuestro. Y la que está junto a él es Ida Spavento. Esta casa es suya y está claro que has bebido demasiado Oporto, que también es suyo.

Víctor e Ida se miraron asombrados.

—Perdonad por haber traído al barbirrojo —farfulló Próspero—. Y siento también que se haya bebido tu Oporto, Ida, pero no quería quedarse solo en su tienda. Es sólo por esta noche…

—¿En su tienda? —preguntó Víctor—. Maldita sea, Próspero, ¿puedes contarnos de una vez por todas qué es lo que ha ocurrido?

—Hemos dado nuestra palabra de honor de que no hablaríamos de ello —respondió mientras se ponía bien el pañuelo que le aguantaba el brazo.

—Sí, claro, lo sentimos mucho, Víctor —dijo el hombre joven. El detective no recordaba haber visto sonreír nunca a un adulto de manera tan impertinente—. Pero quizá tienes ganas de adivinar a quién tienes delante de ti. Lo de mi apellido no ha estado mal.

Víctor se ahorró la respuesta. Alguien le tiró de la manga y cuando miró por encima del hombro, Avispa estaba detrás de él.

—¿Qué pasa aquí? —preguntó en voz baja, e intentó mirar en la cocina. Cuando vio a Próspero pasó rápidamente entre Víctor e Ida. No se molestó en mirar al niño de los rizos pelirrojos ni al hombre desconocido que estaba apoyado en la mesa de Ida. Sólo se fijaba en el brazo dañado de Próspero.

—¿Dónde estabas? —le preguntó con una mezcla de enfado y alivio—. ¿Dónde demonios te habías metido? ¿Sabes lo preocupados que estábamos? Desapareces en mitad de la noche… —se le llenaron los ojos de lágrimas.

Próspero abrió la boca para decir algo, pero Avispa no le dejó hablar.

—Hemos buscado por toda la ciudad. ¡Mosca y Riccio aún no han vuelto! —gritó—. Lucía y Giaco tampoco. ¡Y Bo se ha pegado unos hartones de llorar que ni te cuento! Víctor no lo ha podido consolar ni una sola vez…

—¿Bo? —Próspero se había mostrado avergonzado, pero ahora la miraba con incredulidad, como si no hubiera oído bien—. ¿Bo? —balbuceó—. Bo está con Esther.

—¡No está con ella! —exclamó Avispa—. ¿Pero cómo quieres saberlo si desapareciste? ¿Qué te ha pasado en el brazo?

Próspero no respondió. Se quedó mirando a Víctor.

—Sí, no pongas esa cara. Tu hermanito se escapó de Esther —dijo el detective—. Antes de huir se portó tan mal que tu tía ya no lo considera un ángel. No quiere volver a verlo nunca, nunca más. Éstas fueron sus propias palabras. Ni a él ni a ti. Me dijo que os buscara un buen orfanato italiano en caso de que aparecierais de nuevo. Pero no quiere tener nada que ver con vosotros.

Próspero sacudió la cabeza.

—¡Imposible! —susurró.

—Encontré a tu hermano en el cine —dijo Víctor—. Pensaba que cuando volviera aquí te me echarías encima de la alegría. Pero no estabas.

Próspero volvió a sacudir la cabeza, como si no pudiera creer lo que le estaba contando Víctor.

—¿Has oído, Escipión? —susurró.

—Esto sí que es un buen motivo para hacer una fiesta —dijo el joven signor Massimo, y le puso un brazo a Próspero sobre los hombros—. Quizá deberíamos gastarnos uno de nuestros fajos de dinero falso.

—¿Quién demonios es, Próspero? —gruñó Víctor.

—Escipión, ¿quién va a ser? ¡Y ahora dime dónde está Bo, por favor!

Pero el detective se había quedado sin habla. Abría la boca y la volvía a cerrar, pero no pronunciaba ninguna palabra. Entonces Ida cogió a Próspero de la mano.

—Ven —le dijo, y lo llevó al piso de arriba.

Bo seguía durmiendo en el sillón en que lo había dejado Víctor. Se había acurrucado como uno de sus gatitos, bajo el jersey con que lo había tapado Avispa. Tenía el pelo mojado a causa de la lluvia y los ojos rojos de tanto llorar. Próspero se inclinó sobre él y lo tapó hasta la nariz.

—Sí, Bo ha solucionado el problema —dijo Ida en voz baja—, mientras su hermano se iba a la Isola Segreta.

Próspero la miró con cara de sorpresa.

—No puedo contar nada —dijo—. Es el secreto de otra persona. Y…

—… la Isola Segreta guardará su secreto —Ida acabó la frase por él y se sentó en el brazo del sillón—. Sea como sea, mi ala ha vuelto al lugar que le corresponde. Bo se alegrará de que no hayas montado en aquello de lo que no podemos hablar.

—Sí. Yo también lo creo. —Próspero se levantó—. ¿Qué le hizo a Esther?

—Han echado a tu tía del hotel —respondió Ida—. Y recuerdo algo sobre un incidente con un plato de pasta y salsa de tomate.

Próspero sonrió.

—Era muy bonito, tal y como tú nos contaste —dijo de repente—. Pero se ha roto por culpa de Barbarossa y creo que no volverá a funcionar nunca más.

Ida calló. Se inclinó sobre Bo mientras pensaba y le acarició un mechón de pelo húmedo.

—Deberías despertar a tu hermano pequeño —dijo—. Y luego le echaré un vistazo al brazo.

—Ah, no es nada grave —respondió Próspero—. Pero, a lo mejor, conoces a algún veterinario que se atreva a ir a la Isola Segreta para ver a dos perros.

—Claro —respondió Ida, y volvió a la cocina.

Y Próspero despertó a Bo.