Volvieron a Venecia a primera hora de la tarde. El cielo estaba cubierto de unos nubarrones tan negros que Próspero creyó por un momento que estaba anocheciendo.

Había perdido el sentido del tiempo. Tenía la sensación de que hacía meses que Escipión y él habían partido de noche hacia la Isola Segreta, como si fuera un turista que volvía de países muy, muy lejanos. Cuando llegaron al Canal Grande con el barco del padre de Escipión empezó a llover. El viento les mojó la cara con las gotas frías y parecía que los palacios de la orilla estaban llorando.

—¿Cuánto tiempo voy a tener que quedarme en este agujero? —Próspero oyó cómo se quejaba Barbarossa.

Escipión lo había encerrado en el camarote, para asegurarse de que no maquinara ningún plan malvado. Renzo los siguió con la barca de Barbarossa, una chalana con la que el barbirrojo pretendía huir de la isla. A pesar de que lo negaba tajantemente. Morosina se había quedado en la Isola Segreta para cuidar de los perros. Movieron tanto la cola cuando Renzo se despidió de ellos, que subió a la barca de Barbarossa todo preocupado.

—¿Cómo volverás luego a la isla? —le preguntó Escipión cuando amarraron las barcas en un muelle algo apartado.

—Oh, tomaré prestada la del signor Barbarossa durante unos días —respondió Renzo—. Es mucho más práctica que mi velero y, además, la próxima vez no me dará ninguna sorpresa.

Barbarossa murmuró algo muy desagradable y empezó a andar con cara de malhumor. Escipión le había prestado su ropa de niño, pero aun así le iba demasiado grande. Se le salía un zapato a cada dos pasos, la gente se volvía al verlo y se reía de él cuando intentaba poner cara de dignidad.

La estatura de Escipión también atrajo miradas curiosas. Renzo le había regalado una capa oscura que él mismo había llevado; parecía salido de un cuadro antiguo. Próspero andaba avergonzado a su lado, echaba de menos la cara familiar de Escipión. Con la máscara no le habría resultado tan extraño. De vez en cuando su amigo le sonreía, quizá notaba la timidez de Próspero y quería ayudarlo, pero no lo consiguió del todo.

La lluvia caía cada vez con más fuerza sobre los adoquines y cuando por fin llegaron a la tienda de Barbarossa, apenas se veía un alma en la calle.

Con el rostro serio, el anticuario abrió la puerta y encendió la luz. Dejó colgado el cartel de «Chiuso» que había al otro lado de la puerta y la cerró por precaución cuando habían entrado todos.

—Tenéis que dejarme un tercio —se quejó mientras los conducía a su oficina—. ¡Como mínimo! ¿De qué voy a vivir si no? ¿Queréis que me muera de hambre?

Pequeño como era ahora, le resultó más fácil encontrar un camino en la tienda llena de objetos, pero a pesar de su nueva estatura, Barbarossa intentaba darse los mismos aires de importancia que antes. Era algo tan raro que Escipión lo imitó a sus espaldas.

—¿A qué vienen todas esas risitas? —preguntó Barbarossa cuando oyó reír a Próspero y Renzo. Puso cara de ofendido y desapareció tras la cortina de perlas de su oficina. Los demás lo siguieron.

—¡Fuera de aquí! —gritó Barbarossa—. ¡Os daré el dinero, pero no quiero que veáis la combinación de la caja fuerte!

—Cerraremos los ojos —dijo Próspero, y puso una silla bajo el póster del museo de la Accademia que estaba colgado tras el escritorio del anticuario.

—¡Habéis espiado! —gruñó Barbarossa, mientras se subía a la silla con grandes esfuerzos—. Tú y tu amigo del pelo pincho. ¿Desde cuándo sabéis que la caja fuerte está detrás del póster?

Próspero se encogió de hombros.

—No lo sabíamos —respondió—. Pero Riccio lo ha sospechado siempre.

—¡Banda de granujas! —exclamó Barbarossa, y descolgó el póster de la pared con sumo cuidado—. Robar a un pobre niño. ¡Diantre! Pero cuando vuelva a recuperar un tamaño decente…

—Eso no ocurrirá hasta dentro de muchos años —lo interrumpió Renzo, impaciente—. ¡Acaba de una vez! Tengo que ir a buscar un veterinario, seguro que te acuerdas del motivo… Cuando pienso en ello, aún has tenido suerte.

Barbarossa miró la caja fuerte.

—¡Me he olvidado de la combinación! —dijo, pero Renzo lo miró con tan mala cara que la recordó.

—¿Esto es todo? —exclamó Renzo cuando el anticuario le dio dos fajos de billetes—. ¿Tanto quejarse por esto? No nos llega ni para pagar al veterinario. —Sin decir una palabra más se volvió y regresó a la tienda.

—¿Qué piensa hacer? —Barbarossa saltó de la silla y salió corriendo tras él—. Tienes tu dinero. No toques nada, ¿de acuerdo?

Renzo estaba en mitad de la tienda, debajo del candelabro de flores de cristal de varios colores, y miró a su alrededor.

—¿Vosotros qué cogeríais? —preguntó—. ¿Cómo me puede compensar después de haberme roto el ala del león?

Escipión abrió una vitrina y sacó algo.

—¿Qué te parece esto? —preguntó, y le puso en la mano las pinzas para el azúcar que él mismo había robado de la casa de su padre.

Barbarossa adoptó un aire indignado.

—¡Te las he pagado, Señor de los Ladrones! —gritó con el tono agudo de un niño—. Pregúntaselo a tu representante. Os di más que suficiente.

Escipión se acercó todo enfadado al anticuario, que le llegaba a la altura de la cintura.

—La cantidad que pone en la etiqueta, es casi diez veces más de lo que le pagaste a Próspero —dijo—. Durante mucho tiempo hemos jugado con tus reglas, pero ahora te toca jugar un rato con las nuestras.

—¡No pienso hacerlo! —Furioso, Barbarossa puso los brazos en jarra, pero Escipión se limitó a darle la espalda y a mirar los objetos que había en las vitrinas.

Renzo se guardó los dos fajos de billetes de la caja fuerte en la chaqueta, las pinzas para el azúcar en un bolsillo del pantalón, y se volvió.

—Te deseo suerte, Señor de los Ladrones —dijo, y abrió la puerta de la tienda. La lluvia le mojó la cara—. Si nos quieres visitar otra vez, toca la campana de la puerta. Si estoy en casa, te abriré.

—Y cada vez que pase por la Basílica San Marco pensaré en el conte —dijo Escipión.

Renzo asintió.

—¡Barbarossa! —dijo antes de salir a la calle—. Es mejor que en el futuro no te acerques a la Isola Segreta. Nuestros perros no olvidarán nunca tu olor.

El anticuario lo miró con desprecio.

—¿Y qué? Esas bestias no van a vivir para siempre —le oyó murmurar Próspero, pero Renzo ya se había vuelto y estaba en la calle. Llovía como si el cielo le hubiese prometido al mar que inundaría la ciudad.

Escipión se acercó a la ventana y miró a Renzo hasta que se metió por una calle, entre dos casas.

—Pro, es mejor que vuelvas a casa de Ida Spavento —elijo sin volverse—. Yo te llevo, ¿de acuerdo?

—Claro. Puedes dormir en nuestra habitación, como mínimo esta noche —dijo Próspero, pero Escipión negó con la cabeza.

—No —respondió mientras seguía mirando la lluvia—. Esta noche tengo que estar solo. Aún me queda un poco de dinero, alquilaré una habitación de hotel, con un gran espejo para irme acostumbrando a mi cara nueva. Quizá le pida a Mosca que me dé un poco del dinero falso. Para casos de emergencia. ¿En qué hotel está tu tía?

—En el Gabrielli Sandwirth —respondió Próspero, y pensó que quizá sería mejor que fuese primero allí.

—Vamos a casa de Ida, seguro que los otros están preocupados por ti porque no saben dónde te has metido —dijo Escipión como si le hubiese leído la mente.

—¿Y qué pasa conmigo? —Barbarossa se puso entre los dos.

Próspero y Escipión se habían olvidado del barbirrojo. Parecía tan pequeño entre todas las cosas valiosas y sin valor que había acumulado. El mostrador le llegaba a la altura de los hombros.

—Podéis dormir en mi piso —dijo—. Es muy, muy grande y está justo encima de la tienda.

—No, gracias —respondió Escipión, y se puso bien la capa sobre los hombros—. Venga, Pro, vámonos.

—¡Un momento, no os vayáis tan rápido! ¡Esperad! —El anticuario los adelantó y les cerró el paso—. ¡Iré con vosotros! —dijo—. No pienso quedarme aquí y ya está. Mañana lo veré todo de otra forma, pero ahora… —Miró preocupado afuera a través del cristal mojado—. Dentro de poco será oscuro, o sea, ya está todo horriblemente oscuro, parece que la lluvia quiere tragarse la ciudad y no llego a la nevera ni a mi cafetera. Basta! —Apartó la mano de Escipión cuando iba a coger el picaporte—. Voy con vosotros. Sólo hasta mañana, como he dicho.

Los dos amigos se miraron uno al otro sin saber qué hacer. Al final, Próspero se encogió de hombros.

—Puede dormir en la cama de Bo —dijo—. Si sólo es una noche, no creo que a Ida le importe.

Una expresión de alivio se dibujó en la cara redonda, pero sin barba, de Barbarossa.

—¡Vuelvo ahora! —dijo, y cogió un enorme paraguas. Los tres se resguardaron del agua bajo él y emprendieron el largo camino que había hasta Campo Santa Margherita.

Escipión dejó el barco de su padre donde lo había amarrado. Dos días más tarde, llamó la atención de la policía marítima e informaron al dottor Massimo de que el barco, cuyo robo había denunciado, había aparecido. Sin embargo, no tenían ninguna pista del hijo del dottore, de quien también había denunciado su desaparición.