—¡Lo ha roto! —gritó Renzo. Saltó a la plataforma, apartó al pequeño Barbarossa a un lado con tanta fuerza que casi lo tiró y se inclinó sobre el león. El ala de Ida seguía en su lugar, pero de la derecha sólo quedaba un trozo. Miró desesperado a Próspero y Escipión. Luego, como si de repente se hubiera dado cuenta de quién era el culpable de aquella desgracia, se abalanzó sobre Barbarossa, que seguía mirándose los dedos como si no acabara de creérselo.
—¡Maldito estúpido! —Renzo y le pegó un empujón en el pecho que lo hizo retroceder y tropezar con el caballo de mar—. ¡Entras sin permiso en mi isla, envenenas a mis perros, amenazas a mi hermana y ahora has destrozado aquello a lo que he dedicado la mitad de mi vida!
—¡No se ha detenido! —gritó Barbarossa, y se tapó la cabeza con el brazo, pero Renzo le golpeó cegado por la rabia hasta que Próspero subió a la plataforma y lo sujetó con una mano. El otro brazo aún le dolía del golpe del ala. Renzo bajó los puños sin oponer resistencia y miró el león mutilado.
Escipión también se había quedado como petrificado. Tras algunos titubeos, como si tuviera miedo de lo que podía encontrar, se acercó a los arbustos adonde había ido a parar el ala y la cogió entre las ramas.
—¡Encargaremos que nos hagan una nueva, Renzo! —dijo mientras acariciaba la madera astillada.
Renzo le dio una patada al león y apoyó la cara contra la melena de madera.
—No —dijo—. ¿Por qué creéis que hacía tanto tiempo que buscaba la segunda ala? El conte Vallaresso mandó hacer más de treinta después de que los ladrones la perdieran. Pero sin la de verdad, no es más que un tiovivo.
—¡No digas tonterías, las otras figuras están bien! —gritó Barbarossa—. ¿A qué vienen estas caras largas? —Estaba descalzo porque se le habían caído los zapatos y los calcetines durante su viaje fantástico y las mangas del abrigo le llegaban hasta el suelo. Era más pequeño que Bo.
Como nadie le respondió, se quitó el abrigo de los hombros, los pantalones que le venían tan grandes y se acercó a trompicones hasta el tritón. Cuando se dio cuenta de que era incapaz de montar en él, lo intentó con el caballo de mar. Pero de repente las figuras eran enormes, demasiado altas para un niño pequeño y gordo que siempre había sido un poco torpe.
—Ahórrate el esfuerzo, Barbarossa —dijo Próspero, y se sentó al borde de la plataforma—. Ya has oído lo que ha dicho Renzo. No funcionará nunca más.
—¡Imposible! —le gritó Barbarossa—. ¡Empujad otra vez! ¡Dottor Massimo! —Corrió hasta el borde de la plataforma y se puso a saltar sobre sí mismo del frío que tenía—. ¡Por favor, dottore! ¡Acabe con estas travesuras de niños de una vez! Míreme. Soy un hombre importante, toda la ciudad me conoce. ¡Hombres de todo el mundo vienen a mi tienda! ¿Quiere que me acerque a ellos con esta forma absurda que tengo ahora?
Escipión seguía mirando el ala astillada.
—Ah, déjame en paz, Barbarossa —dijo sin levantar la cabeza—. No entiendes nada. ¿A qué venías aquí? Lo has estropeado todo.
—¡Pero dottore! —gritó el anticuario.
—¡No soy el dottor Massimo! —le espetó Escipión—. Soy el Señor de los Ladrones. —Cansado, dejó el ala rota sobre la plataforma del tiovivo—. Y ahora también soy un adulto. Pero en cierto sentido has echado a perder toda mi alegría. Maldita sea, tengo que reflexionar.
Barbarossa miró a Escipión como si se le hubiera aparecido el diablo en persona.
—¿El Señor de los Ladrones? —susurró—. ¿El Señor de los Ladrones es el honorable dottor Massimo? Vaya sorpresa. —Puso un tono de voz amenazador, algo que no surte demasiado efecto cuando lo hace un niño de cinco años—: ¡Ponlo en marcha! —Cerró los puños—. ¡Ahora mismo! Si no, le contaré a la policía quiénes sois.
Escipión se rió al oírlo.
—¡Oh, sí, hazlo! Cuéntales que el dottor Massimo es el Señor de los Ladrones. Es una pena que ahora no seas más que un renacuajo y que no te creerán.
Barbarossa se quedó sin habla. Desamparado, lleno de rabia, con los puños aún cerrados, mirándose los pies fríos y desnudos.
—Serás caradura, ¿cómo te atreves a hacer chantaje a alguien? —le preguntó Renzo—. Ahora voy a ir a ver a mis perros. Y como les hayas hecho daño igual que a mi tiovivo, desearás no haber venido nunca a la Isola Segreta. ¿Entendido?
—Tú… —Barbarossa se volvió asombrado hacia él—. Te atreves a amenazarme, mocoso…
—¡Soy el conte, Barbarossa! —lo interrumpió él tajantemente—. Y como nadie te ha invitado a venir a mi isla, desde este instante eres mi prisionero.
Saltó del tiovivo y miró a Próspero y Escipión.
—¿Lo vigiláis? Tengo que ir a ver qué tal están los perros y Morosina.
Próspero asintió. Seguía sujetándose el brazo.
—¿Qué te pasa? —le preguntó Escipión, preocupado, cuando vio la cara de dolor que ponía.
Pero Próspero sólo negó con la cabeza.
—Me ha dado el ala, pero no es nada.
—Morosina te mirará el brazo —dijo Renzo—. Traed al pelirrojo a casa. —Entonces desapareció entre los arbustos.
Barbarossa lo miró asombrado.
—¡Será arrogante e impertinente…! —exclamó, y puso sus cortos brazos en jarra—. Es el conte. ¿Y qué? Tampoco me gustaba cuando era viejo y tenía el pelo gris. Su isla. Bah. Volveré a casa y hablaré con el mejor carpintero de la ciudad. Conseguirá que este tiovivo del demonio vuelva a funcionar de nuevo.
—No harás nada. —Escipión se puso delante de él. A pesar de que Barbarossa seguía sobre la plataforma, era más alto que él—. ¿Aún están vivos tus padres? —le preguntó.
Barbarossa se encogió de hombros. Tiritaba de frío porque no tenía puesto el abrigo.
—No. ¿A qué demonios viene esta pregunta?
Próspero y Escipión se miraron mutuamente.
—Entonces, tendremos que proponerle a Renzo la posibilidad de llevarlo al orfanato de las hermanas de la caridad —dijo Próspero.
—¿Qué? —Barbarossa retrocedió horrorizado—. ¡No os atreveréis! ¡No os atreveréis!
Escipión saltó al tiovivo y cogió al mocoso, que no paraba de patalear entre las figuras.
—El tiovivo no volverá a girar nunca más, barbilampiño. Ahora que no tienes barba ya no te podemos llamar «barbirrojo» —dijo el Señor de los Ladrones—. Tú lo has roto y por eso no puedes volver solo a la ciudad. Nunca se sabe qué desgracia te podría ocurrir. Ya has oído lo que ha dicho Renzo: ahora eres su prisionero. Y no me gustaría, si quieres que sea sincero, estar en tu pellejo, porque les has ciado motivos de sobra a él y a su hermana para que estén enfadados contigo.
Barbarossa le dio patadas, puñetazos, pero Escipión se lo echó sobre el hombro como si fuera un saco para llevarlo de vuelta a casa.
Nunca habrían conseguido salir solos del laberinto, pero las huellas de Renzo les indicaron el camino que debían seguir. Mientras Barbarossa no paraba de maldecir, de escupir y de pegarle puñetazos en la espalda, Escipión no dijo nada. De vez en cuando miraba hacia el cielo o a los árboles y los observaba como si fueran nuevos y raros, igual que su nuevo cuerpo de adulto. Era como si no oyera los gritos de Barbarossa, como si estuviera sordo. Daba unos pasos tan largos que a Próspero le costaba bastante seguirlo.
Cuando llegaron a la casa, Escipión se volvió a Próspero, dejó a Barbarossa, que no había parado de gritar, en el suelo, y dijo:
—Se ha encogido todo, Pro. De repente el mundo es muy pequeño. Es casi como si yo no cupiera en él.
Se agachó junto a Barbarossa.
—Seguro que tú lo ves de una manera muy distinta, barbilampiño, ¿no? —le preguntó en tono burlón—. ¿Qué tal se ve todo desde ahí abajo?
Barbarossa no le hizo caso. Miraba a su alrededor con cara de mal humor, como si fuera un animal enjaulado que busca un lugar por donde huir. Se resistió con fuerza a que Escipión lo hiciera subir por las escaleras.
—¡Suéltame! —gritó. Se le había puesto la cara roja de lo enfadado que estaba—. ¡Este chico… el conte, me matará! ¡Tenéis que dejarme huir, al fin y al cabo somos socios! ¡Os daré dinero, mi barca está en la puerta, podéis decir que me he escapado!
—¿Dinero? Tenemos una bolsa llena de dinero falso —respondió Próspero—. Que nos diste tú.
Durante un instante Barbarossa se quedó mudo.
—¿Qué dinero falso? No sé nada de dinero falso —dijo, pero evitó mirar a ambos.
—Oh, sí que lo sabes —dijo Escipión, y subió las escaleras. Barbarossa lo siguió de mala gana. Y se quedó tieso cuando apareció Renzo arriba, entre las columnas.
—¡Ah! ¡Mirad lo furioso que está! —susurró y se aferró al brazo de Próspero—. Tenéis que protegerme de él.
En ese instante aparecieron los dogos detrás de Renzo. Tenían los ojos tristes, pero se aguantaban en pie. Morosina estaba entre ellos y miró a Barbarossa mordiéndose los labios.
—¡Has tenido suerte, envenenador miserable! —gritó Renzo, y bajó lentamente los escalones.
—Sí, están vivos —dijo cuando vio la mirada de alivio del anticuario—. Creo que aún podrían tomar un aperitivo. Morosina ha propuesto que como castigo eches una carrera con ellos, a ver quién corre más, y que la meta sea tu barca, por ejemplo…
Barbarossa se puso pálido.
Renzo se detuvo dos escalones por encima de él y lo miró desde arriba.
—Yo tengo otra propuesta —dijo—. Naturalmente, tienes que pagar por todo lo que has hecho, pero no con tu vida ni de la manera con que le hemos pagado nosotros al Señor de los Ladrones.
—¿Entonces, cómo? —Barbarossa lo miró con recelo.
—Gracias a ti, Morosina y yo no podemos deshacer lo que hemos empezado —dijo Renzo—. Igual que el Señor de los Ladrones o tú mismo. Te he vendido casi todo lo que había de valor en esta isla, sólo queda el juguete viejo. Y mi hermana y yo estamos solos. Por eso te dejaré libre si me das el dinero que tienes en tu tienda, pero no el de la caja registradora, sino el de la caja fuerte.
Barbarossa retrocedió tan asombrado que casi cayó por las escaleras. Próspero lo agarró por la cintura del pantalón, pero el anticuario le pegó un manotazo en cuanto recuperó el equilibrio.
—¿Te has vuelto loco? —le espetó a Renzo—. ¿Y de qué voy a vivir luego? Apenas me llega la cabeza al mostrador. ¿Tengo la culpa de que se haya roto esta ala podrida?
—¿Que si tienes la culpa? —Escipión suspiró, se agachó y miró a Barbarossa con una sonrisa burlona en la cara—. ¿Acaso tienes la culpa de haber entrado en esta isla con un paquete de carne envenenada y de haber arrastrado a Morosina de los pelos?
Barbarossa abrió la boca, pero Renzo no le dejó decir nada.
—Iremos juntos a la ciudad —dijo— y me darás el dinero. A cambio no me vengaré de ti, ni por lo del tiovivo, ni por lo de los perros, ni tampoco por lo que le has hecho a mi hermana. Y créeme que podríamos hacerlo. Podríamos avisar a los carabinieri y decirles que hemos encontrado a un niño huérfano, que se imagina que es Ernesto Barbarossa, o pedirles a Escipión y Próspero que te llevaran al orfanato de las hermanas de la caridad. Depende de ti. Puedes pagar tu rescate.
Barbarossa se acarició la barbilla y dejó caer la mano, enfadado, cuando se dio cuenta de que estaba medio desnudo y no tenía barba.
—Chantaje —gruñó.
—Llámalo como quieras —respondió Renzo—. A mí también se me ocurren un par de palabras poco delicadas para lo que has hecho en mi isla.
Barbarossa lo miró tan enfadado que Próspero se rió.
—Yo aceptaría la oferta, barbilampiño —dijo—. Si no, Morosina te dará de comer a los dogos.
Barbarossa cerró sus pequeños puños de impotencia.
—De acuerdo, acepto —dijo, y miró a los perros, que estaban en el primer escalón—. Pero es y será un chantaje.