Próspero notó que Escipión temblaba de lo impaciente que estaba, mientras seguían a Renzo a través de la portalada, hacia fuera. El mismo no sabía si estaba nervioso. Todo le parecía muy extraño e irreal desde que habían llegado a la isla. Tenía la sensación de estar soñando. Y no sabía si se trataba de un sueño o de una pesadilla.

Morosina no los acompañó. Se quedó arriba entre las columnas y los vio marchar con los perros a su lado.

Renzo fue con los dos hasta una pérgola que había detrás de la casa, de cuyos puntales de madera colgaban hojas de otoño congeladas. El camino llevaba a un pequeño laberinto, en cuyos caminos sinuosos debieron de pasar el rato los Vallaresso en el pasado. Ahora los setos estaban sin cuidar y el laberinto se había convertido casi en una especie de jungla inmensa impenetrable. Aun así Renzo dudó poco mientras guiaba a Próspero y Escipión. Pero de repente se detuvo para escuchar.

—¿Qué pasa? —preguntó Escipión.

Se oyó el tañido de una campana transportado por el aire frío. Parecía que la estaban haciendo sonar de manera repetida e impaciente.

—Es la campana de la puerta —dijo Renzo—. ¿Quién puede ser? Barbarossa no quería venir hasta mañana. —Parecía preocupado.

—¿Barbarossa? —Próspero lo miró sorprendido.

Renzo asintió.

—Ya os he dicho que fue idea suya pagaros con dinero falso. También se ocupó él de conseguirlo. Pero, naturalmente, el barbirrojo cobra por estos servicios. Mañana quería pasar a buscar su recompensa. El juguete antiguo. Hacía tiempo que le tenía echado el ojo.

—¡Qué cabrón! —murmuró Próspero—. Entonces sabía desde el principio que íbamos a recibir dinero falso.

—¡No le deis tanta importancia! Barbarossa engaña a todo el mundo —dijo Renzo, y escuchó de nuevo, pero la campana enmudeció. Sólo ladraban los perros—. Probablemente es un barco de turistas —murmuró—•. Morosina siempre cuenta historias horribles sobre la isla cuando está en la ciudad y aun así, de vez en cuando siempre se acerca algún barco. Pero los dogos sólo tienen que asustar a los más curiosos.

Próspero y Escipión se miraron mutuamente. No se lo podían imaginar.

—Hace tiempo que hago negocios con el barbirrojo —contó Renzo, mientras se abría paso entre la maleza—. Es el único anticuario que no hace muchas preguntas. Y es el único al que Morosina y yo hemos dejado venir a la isla. Cree que trata con el conte Vallaresso de verdad, que es muy pobre, y de vez en cuando le compra algo de los tesoros familiares. Hace tiempo que mi hermana y yo vivimos de lo que dejaron los Vallaresso. Pero cuando venga mañana para recoger el juguete nadie le abrirá la puerta. El conte ha desaparecido para siempre.

—Barbarossa siempre hizo como si no supiera lo que íbamos a robar para el conte —dijo Próspero.

—Yo no se lo he contado —respondió Renzo.

—¿Sabe que existe el tiovivo? —preguntó Escipión.

Renzo rió.

—No, Dios no lo quiera, el barbirrojo sería la última persona a quien se lo enseñaría. Sería capaz de vender entradas a quinientos euros cada una para que la gente lo viera. No, no lo ha descubierto nunca. Porque por suerte —Renzo desenredó un par de zarzas— está muy, muy bien escondido.

Pasó entre dos arbustos y desapareció. Próspero y Escipión se arañaron la cara con unas zarzas mientras lo seguían, pero de repente se encontraban en un claro, rodeados de arbustos y árboles, que tenían las ramas enredadas, como si quisieran esconder lo que tenían ante sí, que estaba cubierto de musgo.

El tiovivo era tal y como Ida lo había descrito. Quizá Próspero se lo había imaginado algo más espléndido y con más colorido. La madera se había descolorido y desgastado a causa del viento, la lluvia y la sal del aire, pero el tiempo no había conseguido dañar la gracia de las figuras.

Las cinco estaban ahí: el unicornio, la sirena, el tritón, el caballo de mar y el león, con ambas alas extendidas, como si nunca le hubiera faltado una. Estaban sujetos con un palo, bajo un baldaquín de madera, para que pareciera que flotaban. El tritón llevaba un tridente en el puño de madera. La sirena miraba con ojos verde pálido a lo lejos, como si soñara con el agua y el mar lejano. Y el caballo era tan bonito con su cola de pez, que al verlo uno casi olvidaba que también había caballos con patas.

—¿Ha estado siempre aquí? —preguntó Escipión, que se acercó al tiovivo para mirarlo atentamente y acarició la melena del león.

—Desde que tengo uso de razón —respondió Renzo—. Morosina y yo éramos muy pequeños cuando nuestra madre vino a la isla, porque los Vallaresso buscaban a una cocinera. Nadie nos habló del tiovivo, se guardaba con gran secreto, pero aun así lo descubrimos. Por aquel entonces ya estaba aquí tras el laberinto y a veces venía a ver cómo montaban en él los niños ricos. Me escondía tras los arbustos con Morosina y soñábamos con poder subirnos en él ni que fuera una vez. Hasta que nos descubrían y nos mandaban de vuelta a trabajar. Pasaron los años, y nuestra infancia también, nuestra madre se murió, nos hicimos mayores, los Vallaresso perdieron su fortuna y se marcharon de la isla y Morosina y yo nos fuimos a buscar trabajo a la ciudad. Entonces, un día oí en un bar la historia del tiovivo de las hermanas de la caridad. Inmediatamente supe que tenía que ser el que había en la isla. De repente entendí por qué los Vallaresso lo habían mantenido en secreto. No pude quitarme la historia de la cabeza, soñaba con encontrar la verdadera ala del león, con poder despertar la magia del tiovivo y montarme en él con mi hermana. Morosina se rió de mí, pero me acompañó cuando decidí volver a la isla. El tiovivo seguía en su lugar y decidí buscar el ala. No me preguntéis cuántos años me ha costado descubrir dónde estaba. —Renzo subió al tiovivo y se inclinó sobre el unicornio—. Ha valido la pena —dijo, y le acarició la espalda—. Vosotros conseguisteis el ala y Morosina y yo montamos en el tiovivo.

—¿Da igual en qué figura se monta? —Escipión subió a la plataforma y se montó sobre la espalda del león.

—No. —Durante un momento Renzo se quedó tan inclinado como el viejo que había sido—. A mí me correspondía el león. Tú y tu amigo tenéis que montaros en uno de los seres de agua.

—¡Venga, Pro! —dijo Escipión, y le hizo un gesto para que subiera—. Escoge una figura. ¿Cuál quieres, el caballo de mar o el tritón? —Próspero dudó y se acercó un poco. Oía ladrar a los perros a lo lejos.

También Renzo los había oído, pero frunció el ceño y se acercó al borde de la plataforma.

—Subid —le dijo a Escipión—. Creo que tengo que volver a la casa para ver a Morosina…

Escipión ya había bajado de la espalda del león y había montado en el caballo de mar.

—¿A qué esperas, Próspero? —le dijo impaciente al ver que aún no se había subido a la plataforma.

Pero Próspero no se movió. No podía. Simplemente no podía. Se imaginó que era mayor, que entraba en el Gabrielli Sandwirth, que apartaba a un lado a Esther y a su tío y se iba con Bo de la mano. Pero de repente no podía subir al tiovivo.

—¿Has cambiado de idea? —preguntó Renzo, que lo miraba con nerviosismo.

Próspero no respondió. Miró el unicornio, el tritón con su cara gris pálido y el león, el león alado.

—Monta tú primero, Escipión —le dijo.

La sorpresa le cayó como un jarro de agua fría.

—Como quieras —dijo, y se volvió hacia Renzo—. Ya lo has oído. En marcha.

—¡Vale, vale, cuánta prisa tienes! —Renzo se sacó un fardo de debajo de su capa antigua y lo lanzó a Escipión—. Si no quieres romperte los pantalones es mejor que te cambies antes. Es ropa vieja mía o, mejor dicho, del conte.

Escipión bajó de mala gana del caballo de mar. Cuando se hubo puesto la ropa de Renzo, Próspero tuvo que contener las risas.

—¡No te rías! —gruñó Escipión, y le lanzó sus cosas. Luego se subió las mangas, que le venían grandísimas, se arremangó los pantalones a la altura de la rodilla y montó de nuevo en el caballo de mar—. ¡Los zapatos me saldrán volando! —se quejó.

—Mientras no te caigas tú… —Renzo se acercó a él y puso la mano sobre la espalda del caballo de mar—. Agárrate fuerte. Con un pequeño empujón se pondrá en marcha e irá cada vez más rápido hasta que saltes de él. Aún estás a tiempo de cambiar de opinión.

Escipión se abrochó la chaqueta, que también le venía grande.

—También tengo que saltar —dijo—. No es que piense hacerlo, pero… ¿se puede volver atrás?

Renzo se encogió de hombros.

—Como ves, no lo he probado.

Escipión asintió y miró a Próspero, que había dado un par de pasos hacia atrás. Las sombras de los árboles casi se lo habían tragado.

—¡Sube también, Pro!

Le suplicó de manera tan insistente que Próspero no sabía adónde mirar. Aun así negó con la cabeza.

—¡Bueno, tú mismo! —Escipión se sentó tieso como un palo. Las mangas de la chaqueta le tapaban las manos—. ¡En marcha! —gritó—. ¡Y juro que no saltaré hasta que tenga que afeitarme!

Renzo empujó el caballo de mar.

El tiovivo se puso en marcha lentamente. La vieja madera crujió y chirrió. Renzo fue junto a Próspero.

—¡Yujuuu! —le oyó gritar Próspero a Escipión. Vio cómo se inclinaba sobre el caballo con cola de pez. Las figuras giraban cada vez más rápido, como si el tiempo las empujara con una mano invisible. Próspero se mareó al intentar seguir a su amigo con la vista. Lo oyó reír y de repente notó que crecía en su interior una extraña sensación de felicidad. El corazón le latía alegremente mientras las figuras giraban ante él, con una alegría que hacía mucho que no sentía. Cerró los ojos y se sintió como si se hubiera transformado en el león alado. Estiró las alas y echó a volar. Alto. Más alto.

La voz de Renzo lo hizo volver a la tierra.

—¡Salta! —le oyó decir.

Abrió los ojos asustado. El tiovivo daba vueltas más despacio. Volvió a ver el tritón, con el tridente en la mano, la sirena y el león, pasó el unicornio, muy lentamente… y llegó el caballo de mar. El tiovivo se detuvo y no había nadie montado en él.

—¿Escipión? —gritó Próspero, echando a correr alrededor de aquel artefacto.

Renzo lo siguió.

El otro lado estaba a oscuras. Era un lugar donde crecían unos árboles altos, perennes, cuyas ramas tapaban el claro. Se movían agitadamente por el viento. Bajo su sombra se movió algo. Se levantó una persona, alta y delgada. Próspero se quedó petrificado.

—Ha faltado poco —dijo una voz desconocida. Próspero retrocedió sin querer.

—No me mires así. —El desconocido sonrió. Bueno, no le resultaba tan desconocido. Parecía el padre de Escipión, pero de joven. Sólo la risa era distinta, muy distinta. Escipión estiró los brazos. ¡Qué largos eran! Y abrazó con fuerza a Próspero.

—¡Ha funcionado, Pro! —exclamó—. Mira. Mírame. —Lo soltó y se pasó la mano por la barbilla—. ¡Tengo barba! Es increíble. ¿Quieres tocarla?

Se puso a dar vueltas sobre sí mismo, riendo y con los brazos estirados. Cogió a Renzo, que protestó, y lo levantó por los aires.

—¡Fuerte como Hércules! —exclamó, y volvió a dejarlo en el suelo. Luego se palpó la cara, se tocó la nariz, las cejas—. ¡Ojalá tuviera un espejo! —dijo—. ¿Qué aspecto tengo, Pro? ¿Muy diferente?

Como tu padre, quiso decir, pero se tragó las palabras.

—Pareces mayor —respondió Renzo en su lugar.

—¡Mayor! —murmuró Escipión y se miró las manos—. Sí, mayor. ¿Tú qué opinas, Pro, soy más grande que mi padre? Un poco más, ¿no? —Miró a su alrededor en busca de algo—. Por aquí tiene que haber una fuente o un estanque en el que pueda ver mi reflejo.

—En casa hay un espejo —respondió Renzo, que se echó a reír—. Vamos, tengo que volver. —Pero se quedó quieto en mitad del claro. Oyó un ruido en medio de los arbustos, como si un animal grande anduviera entre la maleza.

—¿Adónde me llevas, pequeña bestia? —oyeron exclamar a una voz—. Tengo más espinas clavadas que un cactus.

—Éste es el camino. ¡Ya hemos llegado! —respondió Morosina. Renzo miró asustado a Próspero y Escipión. Quiso echar a correr en la dirección de donde venían las voces, pero Escipión lo agarró y se escondió con ellos detrás del tiovivo.

—¡Agachaos! —les susurró a Próspero y Renzo, y se agazapó con ellos tras la plataforma.

—¡Se arrepentirá de esto! —exclamó Morosina con su voz aguda—. No tiene derecho a venir a husmear aquí. Cuando se entere el conte

—¡Qué me importa el conte! —dijo una voz en tono burlón, que le resultó familiar a Próspero—. Hoy no está aquí. Me lo dijo él mismo. ¡No, estás tú sola, quienquiera que seas! ¿Por qué crees que Ernesto Barbarossa ha venido de visita a esta maldita isla precisamente hoy?

Renzo se asustó.

—¡Barbarossa! —murmuró.

Intentó saltar, pero Escipión lo agarró con fuerza. Los tres asomaron la cabeza con cuidado y miraron por encima del borde de la plataforma.

—¿Crees que he escalado el maldito muro para nada? —dijo el anticuario con la respiración entrecortada—. Quiero saber a qué viene todo este secretismo. ¡Y como no lo averigüe, puedo ser muy desagradable!

Las ramas crujieron de nuevo y acto seguido apareció Barbarossa en el claro, jadeando. Detrás de sí llevaba a Morosina cogida de la trenza, como si fuera la cadena de un perro.

—Demonios, ¿qué es esto? —exclamó el barbirrojo cuando vio el tiovivo—. ¿Te estás burlando de mí? Estoy buscando algo con diamantes, con diamantes enormes y perlas. Sabía que me ibas a tomar el pelo. ¡Ahora volvamos a la casa y cuidadito con no enseñarme lo que busco!

—¡Próspero! —susurró Escipión en voz tan baja que su amigo apenas lo oyó—. ¿Me parezco a mi padre? Dime.

Próspero dudó y asintió con la cabeza.

—Bien. Muy bien. —Se alisó la chaqueta y suavemente se lamió los labios como un gato que espera expectante a su presa—. Esperad aquí —susurró—. Creo que esto va a ser muy divertido.

Pasó agachado junto a Renzo y Próspero, los miró otra vez y se puso en pie.

Era un par de centímetros más alto que su padre. Sacó la barbilla, tal y como le gustaba hacer al dottor Massimo, y se dirigió hacia Barbarossa.

El anticuario lo miró boquiabierto sin soltar la trenza de Morosina.

Dottore… ¡Dottor Massimo! —exclamó sorprendido—. ¿Qué… qué hace usted aquí?

—Eso quería preguntarle yo, signor Barbarossa —respondió Escipión. Próspero se quedó sorprendido al oír lo bien que podía imitar el tono despectivo de su padre—. Y por el amor de Dios, ¿qué le está haciendo a la contessa?

Barbarossa soltó la trenza de Morosina tan asustado como si se hubiera quemado.

¿Contessa? ¿Vallaresso?

—Por supuesto, la contessa viene a visitar a su abuelo a menudo. ¿No es cierto, Morosina? —Escipión le sonrió—. ¿Pero qué le trae a esta isla, signor Barbarossa? ¿Negocios?

—¿Cómo? Sí, sí —el anticuario asintió pasmado—. Negocios. —Se quedó mucho más perplejo al darse cuenta de que la niña miraba a Escipión igual de sorprendida que él.

—Bueno. A mí me ha hecho venir el conte para examinar este tiovivo. —Escipión le dio la espalda a Barbarossa y se rascó el lóbulo de la oreja, tal y como tenía por costumbre hacer su padre—. Es posible que la ciudad quiera comprarlo, pero me temo que se encuentra en un estado lamentable. Supongo que lo reconocerá, ¿no es así?

—¿Reconocer? —Barbarossa se puso junto a él desconcertado y lo miró—. ¡Por supuesto! El unicornio, la sirena, el león, el tritón —se dio un golpe en la frente, como si quisiera que su cabeza pensara más rápido— y ahí está el caballo de mar. ¡El tiovivo de las hermanas de la caridad! ¡Increíble! —Bajó la voz y lanzó una mirada de complicidad a Escipión—. ¿Qué hay de la historia? ¿Las historias que cuentan sobre él?

Escipión se encogió de hombros.

—¿Quiere probarlo? —preguntó con una sonrisa que no se parecía en nada a la del dottor Massimo, pero Barbarossa no se dio cuenta.

—¿Sabe cómo se pone en movimiento? —preguntó, y subió a la plataforma lentamente, observándolo todo.

—Oh, tengo dos ayudantes —dijo Escipión—. Están escondidos por ahí, seguro que quieren escaquearse del trabajo. —Hizo una seña a Próspero y Renzo para que salieran de detrás del tiovivo—. Salid de ahí, vosotros dos. El signor Barbarossa quiere montar en él.

El anticuario aguzó los ojos cuando vio a Próspero.

—¿Qué hace éste aquí? —gruñó, mirándolo con desconfianza—. Conozco a este chico. Trabaja para…

—Ahora trabajo para el dottor Massimo —lo interrumpió Próspero, que se puso al lado de Escipión. Morosina fue corriendo junto a su hermano y le susurró algo al oído. Renzo se puso pálido.

—¡Les ha dado carne envenenada a los perros! —gritó, y se subió a la plataforma, pero Barbarossa lo hizo bajar de un empujón.

—¿Y qué? ¡Sobrevivirán! ¿Tenía que dejar que me devoraran esas bestias? ¡Ya me habían dado más de un susto de muerte!

—¡Ve a darles bejuquillo! —le dijo Renzo a Morosina sin quitarle la vista de encima al barbirrojo—. Queda un poco en el establo.

Morosina se fue corriendo. Barbarossa la miró con cara de satisfacción.

—Esos monstruos se lo merecían, créame, dottore —le dijo a Escipión—. ¿Sabe si hay que sentarse en alguna figura en especial?

—¡Siéntate en el león, barbirrojo! —dijo Renzo, y miró al anticuario con hostilidad—. Es el único que aguantará tu peso.

Barbarossa lo miró con desprecio, pero se montó en el león. Cuando dejó caer su gordo cuerpo, crujió la madera como si el león hubiese cobrado vida.

—¡Fabuloso! —exclamo alegremente Barbarossa, y miró a los otros como si fuera un rey montado en su corcel de batalla—. Por mí, puede empezar el viaje de prueba.

Escipión asintió y puso las manos en los hombros de Renzo y Próspero.

—Ya sabéis lo que tenéis que hacer. Dadle al signor Barbarossa el viaje que se ha ganado.

—¡Pero sólo una vuelta! —Barbarossa se inclinó hacia delante todo nervioso y se agarró con sus dedos gordos al palo—. Nunca se sabe. Quizá la historia es cierta y no quiero —señaló con desdén a Renzo— convertirme en un renacuajo como él. Pero un par de años —rió y se pasó la mano por la calva—, ¿a quién no le gustaría quitárselos de encima, verdad, dottore?

Escipión respondió con una sonrisa.

—¡Renzo, Próspero, un empujón bien fuerte para el signor Barbarossa! —ordenó.

Los dos chicos se dirigieron hacia el tiovivo. Renzo se apoyó en la espalda del tritón y Próspero en el unicornio.

—¡Agárrate fuerte, barbirrojo! —gritó Renzo—. ¡Vas a dar el viaje de tu vida!

El tiovivo se puso en marcha con tanta fuerza que pareció que el unicornio saltaba sobre la nuca del león. Barbarossa se agarró asustado al palo.

—¡Cuidado! ¡No tan fuerte! —gritó, pero el tiovivo giraba cada vez más rápido—. ¡Basta! —chilló—. ¡Basta! ¡Me mareo!

Pero las figuras giraban en círculos, una vuelta y luego otra.

—¡Maldito tiovivo del demonio! —gritó—. A Próspero le pareció que su voz sonaba cada vez más aguda.

—¡Salta, barbirrojo! —le gritó Renzo—. ¡Salta si te atreves!

Pero Barbarossa no saltó. Chillaba, maldecía, sacudía el palo, le daba patadas al león, como si de esa manera pudiera detener el frenético viaje. Y de repente ocurrió.

En su desesperada lucha por detenerlo, Barbarossa dio una patada al ala del león. Escipión, Renzo, Próspero, los tres oyeron cómo se rompió el ala de madera. Hizo un ruido horrible, casi como si se hubiera roto algo vivo.

—¡No! —oyó gritar Próspero a Renzo, pero ya no se podía hacer nada.

El ala salió volando por el aire, pegó en el pecho verde del tritón y fue a parar con estrépito sobre la plataforma de madera. Salió volando de ahí, le dio a Próspero en el brazo con tanta fuerza que gritó, y desapareció entre los arbustos.

El tiovivo dio una última vuelta lentamente. Se empezaron a ver otra vez las figuras. Y dejaron de moverse.

Madonna! —oyó Próspero que se quejaba una voz—. ¿Qué ha sido eso? ¡Maldito viaje del demonio!

De la espalda del león alado, bajó un niño al que le temblaban las piernas. Gimiendo, se tambaleó hasta el borde de la plataforma de madera, tropezó con las perneras de su pantalón y se miró sorprendido los dedos: unos dedos cortos y gordos, con unas uñas rosadas.