Era más de medianoche cuando Víctor oyó sonar el teléfono. Se puso la manta sobre la cabeza, pero sonó y sonó hasta que el detective salió de la cama calentita refunfuñando y fue hasta la oficina, donde tropezó con la caja de las tortugas en medio de la oscuridad.
—¿Quién demonios es? —gruñó tras coger el auricular, mientras se frotaba el dedo del pie que le dolía, donde se había dado el golpe.
—¡Ha vuelto a escaparse! —A Esther Hartlieb le costaba tanto respirar, que al principio no la entendía—. ¡Pero le digo una cosa, esta vez no nos lo llevamos de vuelta a casa con nosotros! No. Ese pequeño demonio ha tirado el mantel del restaurante más elegante de la ciudad y nos ha echado toda la pasta por encima. Y mientras estábamos sentados, ¡se ha ido corriendo! —Víctor oyó cómo sollozaba la mujer—. ¡Mi marido siempre había dicho que este niño no nos convenía, que era como mi hermana, pero como tenía una cara de angelito! ¡Nos han echado del hotel porque ha gritado tanto que le gente ha creído que le estábamos pegando! ¿Se lo imagina? Al principio no decía nada y luego le ha dado un ataque de rabia, sólo porque he intentado ponerle calcetines limpios. ¡Ha mordido a mi marido! Ha hecho agujeros en las cortinas con su navaja, ha echado café por el balcón… —Se detuvo un instante para tomar aire—. Mi marido y yo volvemos el lunes a casa, tal y como estaba planeado. Si la policía atrapa a mi sobrino, ordéneles en nuestro nombre que lo lleven al orfanato. Creo que hay uno bueno en esta ciudad. ¿Me ha oído, signor Getz? Signor Getz…
Víctor estaba haciendo marcas sobre la mesa con el abrecartas.
—¿Cuánto tiempo hace que el chico anda solo por la ciudad? —preguntó—. ¿Cuándo se ha escapado?
—Hace unas horas. Es que primero tuvimos que pagar los desperfectos del restaurante y luego encontrar un hotel nuevo. Con todo el equipaje a cuestas. Los más decentes estaban todos llenos y al final hemos acabado en un hotel primitivo, junto al puente de Rialto.
Unas horas. Víctor se pasó la mano por su cara cansada y miró hacia fuera. Una noche negra y gélida acechaba la ciudad y devoraba al pequeño.
—¿Han informado a la policía? —preguntó Víctor—. ¿Está buscando alguien a Bo, su marido, por ejemplo?
—¿A qué se refiere? —chilló Esther—. ¿Cree que uno de nosotros va a salir a recorrer estas calles oscuras? ¿Después de lo que nos ha hecho esta noche? No. Se nos ha acabado la paciencia, no quiero volver a oír jamás su nombre. Yo…
Víctor colgó el teléfono. Así de sencillo. ¡Hacía unas horas! Se vistió medio dormido.
Cuando abrió la puerta de su casa sintió una ráfaga de viento tan frío que le secó las lágrimas de los ojos. «Bueno, siempre es mejor esto a que llueva a cántaros», pensó Víctor, que se caló bien el sombrero y echó a caminar. Durante el último invierno, subió tanto el nivel del agua en la ciudad que podría haber arrastrado a un chico como Bo. La laguna inundaba cada vez más a menudo Venecia, mientras que en el pasado ocurría como mucho cada cinco años. Pero Víctor no quería pensar en ello en aquel momento. Ya se encontraba lo bastante triste.
Los pies le pesaban como el plomo por culpa del cansancio mientras recorría las calles poco iluminadas, sobre unas piedras que parecían de plata debido a la fina capa de hielo que las cubría. Bo sólo había podido ir a esconderse a un lugar. No sabía que Próspero y sus amigos se habían refugiado en casa de Ida Spavento. Víctor se sorbió los mocos y se secó la nariz helada con la manga. No sabía nada, el pobre.
El escondite de los chicos estaba bastante lejos del piso de Víctor. Cuando por fin llegó al cine estaba helado hasta los huesos. «Tengo que comprarme un abrigo que dé más calor», pensó mientras buscaba la ganzúa adecuada. Por suerte, el dottor Massimo no había cambiado la cerradura aún. El vestíbulo seguía lleno de trastos también, como si no hubiera ocurrido nada desde la noche en que los niños lo atraparon. Pero cuando entró en la oscura sala de cine, oyó a alguien que lloraba.
—¿Bo? Bo, soy yo. Víctor. Sal. ¿O quieres jugar al escondite de nuevo?
—¡No pienso volver! —dijo una voz llorosa en medio de la oscuridad—. No me lo creo. Sólo quiero estar con Próspero.
—No tienes que volver. —Víctor enfocó las hileras de asientos con su linterna, hasta que encontró una cabellera rubia. Bo se agachó entre las butacas, como si estuviera buscando algo.
—¡Han desaparecido, Víctor! —sollozó—. Han desaparecido.
—¿Quiénes? —Víctor se acercó a Bo, que volvió su cara llena de lágrimas hacia él.
—Mis gatos —se sorbió los mocos—. Y Avispa.
—Nadie ha desaparecido —murmuró Victor, que cogió al pequeño en brazos y le secó las lágrimas de los mofletes—. Están todos en casa de Ida Spavento: Avispa, Próspero, Riccio, Mosca y tus gatos. —Se sentó en una butaca y puso a Bo en su falda—. He oído algunas cosas sobre ti, querido —dijo—. Manteles rasgados, gritos, huidas. ¿Sabes que han echado a tu tía y a tu tío de su lujoso hotel por tu culpa?
—¿De verdad? —Bo se sorbió los mocos y apoyó la cara sobre el abrigo de Víctor—. Estaba tan enfadado —murmuró—. Esther no me quería decir dónde estaba Próspero.
—Vaya, vaya. —Víctor le puso un pañuelo entre sus dedos sucios—. Toma. Suénate la nariz. Próspero está bien. Está en una cama blandita y sueña con su hermano.
—Quería peinarme con raya —murmuró Bo, y se pasó la mano por su pelo alborotado como si quisiera asegurarse de que los esfuerzos de Esther no habían servido de nada—. Y no podía saltar en la cama. Y quería tirar el jersey que me regaló Avispa. Y no veas cómo me riñó por una manchita como ésta… —Bo señaló el tamaño con los dedos—. Y no paraba de limpiarme la cara. Y de decir cosas malas sobre Próspero.
—¡Hay que ver! —Víctor movió la cabeza para mostrar compasión.
Bo se frotó los ojos y bostezó.
—Tengo frío —murmuró—. ¿Me llevas con Próspero, Víctor?
El detective asintió.
—Sí, ahora mismo —dijo. Pero cuando iba a levantar a Bo, éste se agachó.
—¡Hay alguien ahí! —susurró.
Víctor se volvió.
En la puerta del vestíbulo había un hombre que iluminó la sala con una linterna grande.
—¿Qué hace usted aquí? —dijo con voz áspera cuando lo enfocó.
Víctor se levantó y puso un brazo sobre el hombro del pequeño.
—Ah, se le ha escapado su gato —dijo impasible, como si fuera la cosa más normal del mundo estar en un cine cerrado en mitad de la noche—. Pensaba que había entrado aquí, por la salida de emergencia. El cine ya no funciona, ¿verdad?
—No, pero el dottor Massimo, el propietario, me ha pedido que le echara un vistazo desde que cogieron aquí a dos niños huérfanos. El que está detrás de usted… —el hombre movió la linterna— es un niño.
—¡Muy agudo! —Víctor acarició el pelo húmedo de Bo—. Pero tiene padres. Es mi hijo. Como le he dicho, sólo buscaba a su gato. —Víctor miró a su alrededor—. Es un cine bonito. ¿Por qué está cerrado?
El hombre se encogió de hombros.
—Después de todos los problemas que ha habido, el dottor Massimo quiere convertirlo en un supermercado. Y ahora váyanse. Aquí no hay gatos, y si los hubiera, hace tiempo que estarían muertos. He echado veneno para ratas.
—¡Ahora mismo nos vamos! —Víctor empujó a Bo para ir hacia la salida de emergencia, pero el niño se quedó donde estaba. Al final también había oído lo que había dicho el hombre: el escondite de las estrellas se iba a convertir en un supermercado.
—La cortina —dijo de repente—. Mira, Víctor, la han arrancado.
La tela estaba sobre el suelo, toda sucia y arrugada.
—¿Qué piensan hacer con la cortina? —preguntó Víctor al vigilante, que ya se dirigía hacia el vestíbulo y se volvió de mala gana.
—¡Escúcheme, es tarde! —gritó—. Hagan el favor de marcharse y si quieren la cortina, llévensela.
—¿Ah, sí? ¿Y cómo vamos a hacerlo? —murmuró Víctor—. Vaya idiota.
Entonces sacó la navaja que llevaba en el bolsillo del abrigo y cortó un trozo grande de la tela bordada.
—Toma —dijo, y se lo puso a Bo en la mano—. Para que tengas un pequeño recuerdo.
—¿Escipión también está en casa de Ida? —preguntó cuando salían por la puerta de emergencia.
—No —respondió el detective, que lo envolvió en la manta que había traído por si acaso y lo cogió en brazos—. Ha regresado a su casa. Creo que tus amigos no quieren volver a hablar con él.
—Pero su padre es horrible —murmuró Bo a pesar de que ya no podía aguantar los ojos abiertos—. Tú eres mucho más simpático.
Se cogió al cuello de Víctor y apoyó la cara contra su hombro. Cuando llegaron al puente de la Accademia ya dormía profundamente. Y Víctor lo llevó a través de las calles tranquilas y vacías hasta la casa de Ida Spavento.