Era una noche oscura. La luna estaba tapada gran parte del tiempo por las nubes. Aunque Escipión le había robado a su padre un mapa marítimo, gracias al cual se orientaron, en dos ocasiones se salieron de la ruta. En la primera, volvieron al curso correcto al ver la isla cementerio. Y la segunda vez supieron que se habían desviado demasiado hacia el oeste cuando apareció Murano en mitad de la noche. Entonces, cuando ya estaban tan congelados que apenas se notaban los dedos, apareció el muro de la Isola Segreta, de color gris pálido, iluminado por la luz de la linterna. Los ángeles de piedra los miraban como si los hubieran estado esperando.

Escipión apagó el motor. La barca del conte se mecía con la vela arriada junto al embarcadero y Próspero oyó ladrar a los perros.

—¿Ahora qué? —le susurró a Escipión—. ¿Qué piensas hacer con los dogos?

—¿Crees que estoy tan loco como para escalar por el portal? —respondió en voz baja—. Intentaremos entrar por la parte trasera.

Próspero creyó que era un plan inteligente, pero no dijo nada. Probablemente no les quedaba otra opción si querían entrar en la isla.

El ladrido de los perros se apagó cuando dejaron tras de sí la luz de los faroles. Escipión condujo la barca a lo largo de la orilla, en busca de algún escondrijo en el muro. En algunos sitios sobresalía directamente en el agua, en otros se levantaba sobre las cañas y el barro, pero parecía que rodeaba toda la isla. Al final, a Escipión se le acabó la paciencia.

—¡Ya basta! ¡Escalaremos! —murmuró, apagó el motor y echó el ancla al agua.

—¿Y cómo llegaremos a la orilla? —Próspero miraba con preocupación hacia la oscuridad. Aún había unos cuantos metros de agua entre la barca y la isla—. ¿Quieres nadar?

—No digas tonterías. Ayúdame. —Escipión abrió una trampilla bajo el timón y sacó dos remos y un bote neumático. Próspero se quedó sorprendido de lo mucho que podía pesar un poco de goma y aire, cuando ayudó a Escipión a tirar el bote por la borda.

Veían su propio aliento mientras remaban hacia la isla. Escondieron el bote neumático entre las cañas que crecían a los pies del muro. De cerca aún parecía más alto. Próspero echó la cabeza hacia atrás, miró arriba y se preguntó si los perros sólo vigilaban el portal.

Cuando se encontraban uno junto al otro sobre la irregular cornisa, respiraban con dificultad y tenían todas las manos peladas. Pero lo habían conseguido. Ante ellos tenían un jardín, un jardín enorme y abandonado. Los arbustos, setos y caminos, todo estaba blanco a causa de la escarcha.

—¿Lo ves en algún lado? —preguntó Escipión.

Próspero lo negó con la cabeza. No, no veía ningún tiovivo, sólo una casa grande, que se alzaba oscura entre los árboles.

Escalar el muro fue casi más difícil que bajarlo. Los chicos aterrizaron sobre unas zarzas espesas y cuando habían conseguido salir de ellas, no sabían en qué dirección seguir.

—El tiovivo tiene que estar detrás de la casa —susurró Escipión—, si no lo habríamos visto desde arriba.

—Es verdad —contestó Próspero y miró a su alrededor.

El suelo crujía al caminar entre los arbustos y vieron algo pequeño y oscuro sobre el camino. Próspero descubrió un rastro en la nieve fina, huellas de pájaros y de unas patas. Unas patas bastante grandes.

—¡Venga, lo intentaremos por ese camino de ahí! —susurró Escipión, y echó a andar.

Había figuras de piedra cubiertas de moho entre los arbustos, algunas quedaban casi tapadas del todo por las ramas y sólo sobresalían los brazos o la cabeza. Una vez Próspero creyó oír pasos detrás suyo, pero cuando se volvió salió volando un pájaro de un seto. No tardaron mucho en perderse. Al cabo de poco ya no sabía en qué dirección quedaba la barca o la casa que habían visto desde el muro.

—¡Maldita sea! ¿Quieres pasar delante, Pro? —preguntó Escipión cuando descubrieron sus propias huellas sobre la nieve en un cruce. Pero Próspero no respondió.

Había vuelto a oír algo. Pero esta vez no era un pájaro al que habían asustado. Sonaba como un jadeo, breve y agudo, y luego oyeron un gruñido en la oscuridad, grave, profundo y tan amenazador que a Próspero se le olvidó respirar. Se volvió lentamente y ahí estaban, a pocos pasos de ellos, como si hubieran salido de la nieve. Dos dogos enormes y blancos. Oyó que Escipión empezaba a respirar más rápidamente.

—¡No te muevas, Escipión! —susurró—. Si salimos corriendo nos perseguirán.

—¿También muerden cuando alguien tiembla? —preguntó.

Los perros seguían gruñendo. Se acercaron con la cabeza agachada, y el pelo corto y pálido de la nuca de punta, enseñando los dientes. «Mis piernas están a punto de echar a correr —pensó Próspero—. Empezarán a correr sin que pueda evitarlo.» Cerró los ojos desesperado.

—¡Bimba! ¡Bella! Basta! —gritó una voz detrás de ellos.

De repente los perros dejaron de gruñir y pasaron junto a Próspero y Escipión. Los dos se volvieron y parpadearon al ver la luz de una linterna. Una chica, de unos ocho o nueve años, estaba detrás de ellos en el camino, y apenas podían verla, ya que iba vestida con ropa oscura. Los dogos le llegaban a la altura de los hombros. Eran tan grandes que podría montar a caballo sobre ellos.

—¡Vaya, vaya! —exclamó—. Por suerte me gusta salir a pasear a la luz de la luna. ¿Qué buscáis aquí? —Los perros pusieron las orejas tiesas cuando levantó la voz—. ¿No sabéis lo que le ocurre a la gente que entra sin permiso en la Isola Segreta?

Escipión y Próspero se miraron mutuamente.

—Queremos ver al conte —respondió Escipión, como si fuera de lo más normal entrar en el jardín de una persona desconocida en mitad de la noche. Quizá sonó muy valiente porque Próspero y él eran más grandes que la chica. Pero a Próspero le parecía que los dogos compensaban la situación de sobra. Estaban de pie junto a ella y parecía como si fueran a destrozar a todo aquel que se acercara a su dueña.

—Al conte. Ya veo. ¿Y siempre hacéis vuestras visitas después de medianoche? —La niña iluminó a Escipión a la cara—. Al conte no le gusta recibir a nadie que no haya invitado. Y mucho menos que entren a escondidas en su isla.

Entonces iluminó a Próspero con la linterna. Parpadeó avergonzado bajo la luz deslumbrante.

—¡Habíamos hecho un acuerdo con el conte! —gritó Escipión—. Pero nos ha engañado. Y sólo le perdonaremos si nos deja montar en el tiovivo. En el tiovivo de las hermanas de la caridad.

—¿Un tiovivo? —la niña puso cara de más enfadada aún—. No sé de qué habláis.

—¡Sabemos que está aquí! ¡Enséñanoslo! —Escipión dio un paso hacia delante, pero los dogos enseñaron los dientes y volvió junto a Próspero inmediatamente—. Si el conte nos deja montar en él, no llamaremos a la policía.

—¡Qué generoso! —La chica los miró con cara burlona—. ¿Por qué crees que os dejará volver? Estáis en la Isola Segreta. Ya conocéis las historias. Aquel que entra en esta isla, no vuelve nunca. ¡Vamos! —Señaló de mala manera el camino que estaba a la izquierda y que desaparecía entre los arbustos—. Por ahí. Y no intentéis huir. Mis perros son más rápidos que vosotros, creedme.

Ambos dudaron un instante.

—¡Haced lo que os digo! —gritó enfadada—. ¡Si no, os convertiréis en comida para perros!

—¿Nos vas a llevar ante el conte? —preguntó Escipión—. ¡Dínoslo!

Pero la chica no respondió, sino que dio una orden en voz baja a los perros que, sin un ladrido, empezaron a andar hacia Próspero y Escipión.

—Venga, vamos —dijo Próspero, y cogió a su amigo del brazo, que se dejó llevar, si bien con un poco de resistencia.

Los perros se quedaron tan cerca de los chicos que notaban su aliento caliente en la nuca. De vez en cuando Escipión miraba a su alrededor, como si pensara que valía la pena intentar tirarse a los arbustos, pero Próspero no le soltaba la manga.

—Atrapados por una niña —gruñó Escipión—. Me alegro de que no estén aquí Mosca y Riccio.

—Si nos lleva hasta el conte de verdad —susurró Próspero—, es mejor que no le amenaces con la policía. Quién sabe qué podría hacer con nosotros, ¿vale?

Escipión sólo asintió y miró con rostro serio a los perros.

Al cabo de poco supieron adónde los llevaba la chica. Entre los árboles apareció la casa que Próspero había visto desde el muro. Era enorme, mucho más que la del padre de Escipión. Incluso a la luz de la luna, que hace que las cosas parezcan más bonitas, parecía deshabitada y abandonada. La pintura de las paredes se desconchaba, los postigos de las oscuras ventanas estaban rotos y el tejado tenía tantos agujeros que entraba por él la luz de la luna. Ante la barandilla se inclinaban unos ángeles, pero el aire del mar había corroído sus caras de piedra hasta dejarlos irreconocibles, como el escudo que había sobre el portal.

—¡Oh, por ahí no, hacia arriba! —dijo la niña cuando Escipión se dirigía hacia las escaleras—. Seguro que el conte no quiere hablar ahora con vosotros. Podéis pasar el resto de la noche en el antiguo establo. Ahí está —señaló de mal humor un edificio bajito que había junto a la casa, pero Escipión no se movió de donde estaba.

—¡No! —dijo, y se cruzó de brazos—. Sólo porque tienes a esos dos caballos a tu lado te crees que puedes darnos órdenes. Pero yo quiero hablar con el conte ya. Ahora mismo.

La niña chasqueó la lengua y los dogos empujaron con el morro a Próspero y Escipión por la barriga. Asustados, retrocedieron hasta el primer escalón.

—Esta noche no vais a hablar con nadie más —dijo la niña tajantemente—. Como mucho, con las ratas del establo. El conte duerme y mañana temprano decidirá qué hacemos con vosotros. Y deberíais estar contentos de no acabar ahora mismo en la laguna.

Escipión se mordió los labios con rabia, pero los perros empezaron a gruñir de nuevo y Próspero tiró de él rápidamente.

—¡Haz lo que dice, Escipión! —susurró, mientras se dirigían hacia el establo, que parecía estar tan abandonado como la casa—. Tenemos toda la noche para pensar en cómo vamos a salir de aquí, pero no lo conseguiremos si nos convertimos en comida para perros. Además, tampoco puedes subir en el tiovivo ya.

—Sí, sí, vale —Escipión lanzó una mirada llena de odio a la niña.

—¡Entren ustedes, caballeros! —dijo, y abrió la puerta del establo. Dentro estaba oscuro como boca de lobo y se les vino encima una vaharada de mal olor tan fuerte que Escipión hizo una mueca de asco.

—¿Ahí dentro? —exclamó—. ¿Nos quieres matar?

—¿Queréis que os deje a los perros para que os hagan compañía? —dijo la niña mientras metía su mano entre los dientes de los dogos.

—Vamos, Escipión —dijo Próspero, y lo arrastró hacia el oscuro establo. Un par de ratas huyeron rápidamente cuando la niña las iluminó con la linterna.

—Por ahí detrás tiene que haber algún saco viejo. Para una noche, ya tenéis bastante. Las ratas no tienen mucha hambre, ya tienen bastante para comer aquí, así que no os molestarán mucho. No intentéis buscar un camino de huida. No hay ninguno y, además, voy a dejar a los perros delante del establo. Buona notte!

Luego cerró la puerta. Próspero oyó cómo echaba el cerrojo. Estaba tan oscuro dentro del establo que no podía ver ni sus manos. Sólo entraba la luz de la luna a través de una rendija de la puerta.

—¡Pro! —susurró Escipión a su lado—. ¿Te asustan las ratas? Yo me cago de miedo sólo de pensar en ellas.

—Me he acostumbrado porque en el cine siempre había alguna —respondió Próspero, y aguzó las orejas en la oscuridad. Oyó cómo hablaba la niña con los perros, en voz baja, con una voz casi cariñosa.

—¡Vaya consuelo! —murmuró Escipión, y se llevó tal susto al pensar que había algo detrás suyo que hacía ruido, que tiró a Próspero.

Oyeron cómo se alejaban los pasos de la niña y cómo se ponían cómodos los perros delante del establo. Cuando sus ojos se acostumbraron a la oscuridad, buscaron los sacos de los que había hablado la niña, pero cuando una rata le pasó a Escipión por encima del pie, decidieron que era mejor no dormir en el suelo. Encontraron dos barriles de madera, se sentaron sobre ellos y apoyaron la espalda contra la fría pared.

—¡Tiene que dejarnos montar en él! —dijo Escipión en mitad del silencio—. Porque nos ha engañado.

—Hmm —gruñó Próspero.

Intentó no pensar en lo que podía hacer con ellos el conte. Y de repente se puso a pensar en Bo de nuevo. Por primera vez, desde que había saltado a la barca de Escipión. Se preguntó si volvería a ver alguna vez a su hermano pequeño. Fue una noche interminable y los pensamientos de Próspero y Escipión eran más negros que la oscuridad de ese establo apestoso.