Esa noche hubo una fiesta en casa de Ida. Durante toda la tarde, Lucía, el ama de llaves, no había parado de cocinar, asar y hornear; hizo nata montada y un montón de pasteles diminutos y preparó ravioli con su salsa. Varios olores atrajeron a Víctor a la cocina, pero en cuanto intentaba picar algo recibía un golpe en los dedos con el cucharón de madera. Próspero y Avispa pusieron la mesa del comedor juntos, mientras Mosca y Riccio subían y bajaban de un piso a otro, seguidos por los perros de Lucía, que no paraban de ladrar.

Los dos estaban tan alegres y felices, que parecía que se les había pasado el enfado de la estafa del conte.

—Aún lo podemos gastar —respondió Riccio cuando Víctor le preguntó qué había pensado hacer con todo el dinero. Entonces el detective le riñó y le exigió que le diera la bolsa, pero el del pelo pincho sonrió, negó con la cabeza y dijo que él y Mosca la habían escondido. En un lugar seguro. Ni siquiera Avispa y Próspero sabían dónde, pero parecía que tampoco les interesaba demasiado.

Víctor decidió no volver a pensar en ello, se sentó en el sofá del salotto de Ida, cogió algún praliné e intentó convencerse a sí mismo de que debía volver a casa. Para dar de comer a sus tortugas y ganar algo de dinero. Pero cada vez que suspiraba y se levantaba para irse, Ida le llevaba una copa de grappa o un caffè o le pedía que pusiera palillos en la mesa. Y Víctor se quedaba.

Mientras afuera oscurecía y la noche tomaba posesión de nuevo de su ciudad, Ida iluminaba su casa, como si compitiera con la pálida luz de la luna. Era imposible contar todas las velas que había encendido. En la araña de cristal sólo había encendidas dos bombillas, pero hacían brillar la lámpara de una manera tan maravillosa que Avispa no podía dejar de mirarla.

—¡Pellízcame! —le dijo a Próspero, cuando acabaron de poner los platos, los cubiertos y suficientes vasos para todos en aquella mesa grande y oscura—. No puede ser real.

Próspero obedeció. La pellizcó suavemente en el brazo.

—¡Es real! —exclamó ella, y se puso a reír y a bailar a su alrededor.

Pero a pesar de su alegría fue incapaz de borrarle la expresión de tristeza de la cara a Próspero. Todos lo habían intentado a su manera, Riccio con bromas y Mosca, que le enseñó todas las cosas raras que se escondían tras las puertas oscuras de la casa. Nada sirvió, ni las zalamerías de Ida ni que Víctor le asegurara que aún se podía hacer algo por Bo. Bo no estaba con él. Y Próspero sentía como si le faltara un brazo o una pierna. Le sabía muy mal estropearles a los demás su felicidad con su cara triste, se dio cuenta de que Riccio empezaba a evitarlo y que Mosca huía de él cuando lo veía. Sólo Avispa seguía a su lacio. Pero cuando intentaba mostrar compasión y le cogía el brazo, él se apartaba rápidamente, ponía bien los cuchillos de la mesa o se acercaba a una ventana para mirar afuera.

A la hora de la cena, Riccio y Mosca hacían tanto el tonto que Víctor se enfadó y dijo que estarían más tranquilos con un grupo de monos a la mesa. Pero Próspero no abrió la boca.

Mientras los otros jugaban a cartas con Ida y el detective, él se fue arriba. Ida había puesto dos colchones de aire más para que no estuvieran tan estrechos en las dos camas que Riccio había juntado. Avispa ya había arrimado uno contra la pared y puso todos sus libros alrededor. Mosca y Riccio no se habían atrevido a dejar ni uno en el cine. Próspero puso el segundo colchón de aire bajo la ventana, a través de la cual se podía ver el canal que pasaba junto al jardín de Ida. Las mantas del ropero de Lucía olían a lavanda. Próspero se tapó hasta arriba, pero fue incapaz de dormir.

Cuando los demás subieron a la cama a las once y Víctor se fue a casa para alimentar a sus tortugas hambrientas, llevado por su mala conciencia, Próspero aún no dormía. Pero simuló lo contrario. Estaba de cara a la pared y esperó a que los demás se durmieran.

En cuanto Riccio empezó a murmurar en sueños, Mosca a roncar bajo sus mantas y Avispa se quedó dormida entre sus libros con una sonrisa en la boca, Próspero se levantó. Las tablas de madera gastadas del suelo crujieron bajo sus pies, pero no despertó a ninguno de los otros. Nunca se habían sentido tan seguros en su vida como en casa de Ida.

Mientras bajaba por las escaleras casi tropezó del cansancio, pero ¿cómo iba a poder dormir? Lo había perdido todo. Ya habían pasado los buenos tiempos. Otra vez. Este pensamiento le venía a la cabeza cada vez que intentaba olvidarlo. Bajó por la escalera hasta la planta baja sin hacer ruido. Las máscaras lo miraban en la oscuridad, pero esta vez no le dieron miedo.

Lucía cerraba con llave la puerta de la cocina desde que Ida le había contado cómo entraron los niños en la casa de noche y engrasó y pulió la cerradura oxidada. Las bisagras de la puerta chirriaron cuando la abrió y salió al jardín oscuro.

Estaba todo blanco, cubierto con una capa de escarcha. De noche, todas las piedras de la ciudad pertenecían al invierno. Parecía que el frío llegaba hasta las estrellas. Al final del jardín de Ida, junto al canal, había una portezuela en el muro, a un par de palmos sobre el agua. Próspero oyó cómo golpeaban las olas contra la pared cuando abrió la puerta. La lancha de Ida se balanceaba bien amarrada entre dos postes de madera, pintados, como los que había por todos lados en la ciudad de la luna. El dibujo y los colores de la punta, demostraban a quién pertenecía el embarcadero. Próspero subió a la parte trasera con cuidado, se sentó en el banco y miró a la luna.

«¿Qué hago? —pensó—. Di algo. ¿Qué hago?»

Pero la luna no le dio respuesta alguna.

En casi tocias las historias que les había contado la madre de Próspero, aparecía la luna. Era siempre un aliado poderoso que podía convertir los sueños en realidad y que abría puertas cuando uno quería pasar de este mundo a otro. Aquí, en su propia ciudad, la luna era una mujer, la bella luna. A Bo le había gustado mucho. Pero ahora no podía devolverle a su hermano.

Próspero se sentó en la lancha de Ida y empezó a gotearle la nariz. Había creído que ésa sería su ciudad, sólo la suya y la de Bo. Había creído, cuando huyeron de casa, que sería muy distinto a cualquier otro lugar y que estarían a salvo de Esther. Su tía no era de allí. Esther odiaba Venecia, era una intrusa. ¿Por qué no le picaban las palomas a ella? ¿Por qué no le mordían los dragones de mármol en la nuca? ¿Por qué no le rugían los leones alados para que se fueran? No podían protegerlo como él creía.

Los leones le parecieron maravillosos cuando los vio en persona la primera vez, no a través de los ojos de su madre, sino con los suyos. Vio cómo se alzaban entre las estrellas en lo alto de sus columnas, acarició con sus dedos la piedra helada y se imaginó cómo protegían una ciudad tan maravillosa como Venecia. Y cómo lo protegían a él. Cuando bajó con Bo las escaleras de los Gigantes, dentro del patio del Palacio Ducal, y se puso entre las enormes estatuas, se sintió tan seguro como un rey en su reino, protegido por leones y dragones y por el agua que lo rodeaba. Esther odiaba el agua, le daba miedo incluso subirse a un barco. Y de repente había llegado y se había llevado a Bo. Y Próspero ya no era un rey, tan sólo un don nadie, demasiado pequeño, demasiado débil, un mendigo en su ciudad, expulsado de su palacio y al que le habían robado a su hermano.

Próspero se secó las lágrimas de la cara con las mangas. Cuando oyó acercarse una barca de motor, se agachó y esperó que pasara de largo. Pero no se fue. El ruido del motor paró, pero Próspero oyó gruñir a alguien, que lanzó luego algo contra la lancha de Ida. Miró por encima del borde de la barca, asustado.

Escipión se quitó su máscara oscura y sonrió tan aliviado, que por un momento Próspero olvidó por qué tenía los ojos llenos de lágrimas.

—Mira tú por dónde —dijo el Señor de los Ladrones—. ¡Qué suerte! ¿Sabías que he venido aquí a recogerte?

—¿A recogerme? ¿Para ir adónde? —Próspero se puso en pie algo sorprendido—. ¿De dónde has sacado esa barca? —Era muy bonita, de madera oscura y tenía adornos de oro.

—Es de mi padre —respondió Escipión, que pasó la mano por la madera, como si estuviera acariciando a un caballo en el costado—. Es su mayor orgullo. La he tomado prestada y acabo de hacerle el primer arañazo.

—¿Cómo sabías que estamos aquí? —preguntó Próspero, que se inclinó sobre el lado de la lancha de Ida, pero no descubrió ningún arañazo.

—Me llamó Mosca —Escipión miró la luna—. Me contó que el conte nos ha engañado. Y que Bo está con tu tía. ¿Es cierto?

Próspero asintió y se pasó el dorso de la mano por los ojos. No quería que Escipión se diera cuenta de que había llorado.

—Lo siento —dijo Escipión con voz débil—. Fue una tontería dejarlos a él y a Avispa solos, ¿verdad?

Próspero no respondió, aunque había tenido el mismo pensamiento cien veces como mínimo.

—Pro, escucha —Escipión carraspeó—. Vuelvo a ir a la Isola Segreta. ¿Quieres venir? —Próspero lo miró asombrado.

—¡El conte nos ha engañado! —Escipión bajó la voz como si fuera a oírlo alguien—. Nos ha timado. O me da el dinero, esta vez de verdad, o me deja montar en el tiovivo. ¡Seguro que está en la isla!

Próspero negó con la cabeza.

—No creerás en la historia, ¿verdad? Olvídate de ella y olvida también el dinero, nos han timado. Mala suerte. ¿De qué sirve darle vueltas al asunto? Los otros lo han dado por perdido. Riccio ya está pensando en cómo colarle el dinero falso a la gente. Pero nadie volvería a la maldita isla, ni por toda una bolsa llena de dinero de verdad.

Escipión lo miraba y jugaba con la goma de su máscara.

—Yo iría —dijo—. Contigo. Porque quiero montar en el tiovivo y si el conte no me deja, entonces traeré el ala de vuelta. Ven, Próspero, ¿sí? ¿Qué más puedes perder ahora que Bo ya no está?

Próspero se miraba las manos. Eran manos de niño. Pensó en el desprecio con que lo miró el portero del Gabrielli Sandwirth, y en su tío, que era grande como un armario, en cómo andaba junto a Bo, con la mano puesta sobre sus pequeños hombros, en actitud posesiva. Y de repente Próspero deseó que Escipión tuviera razón. Que en aquella desagradable isla los esperara algo que les permitiera convertirse de pequeños en adultos, de débiles en fuertes. Y este deseo se extendió por su corazón vacío. Sin decir una palabra más saltó a la barca de Escipión.