Avispa estaba sentada en la cama que le habían asignado, contemplaba las paredes que tenía a su alrededor, frías y blancas, y cerró por milésima vez los ojos para ver otra habitación: una cortina llena de estrellas. Un colchón rodeado de montañas de libros, que le contaban al oído historias por la noche. Recordaba las voces, las de Mosca y Riccio, siempre un poco emocionado, la de Escipión, la de Próspero y la voz de Bo, más aguda aún que la suya. Cogió el edredón blanco y frío y se imaginó que cogía la mano pequeña y redonda de Bo. Qué caliente…
No es que en el orfanato hiciera más frío que en el cine abandonado, probablemente hacía mucho más calor, pero Avispa estaba congelada. Hasta los huesos, hasta el corazón. ¿Estaría Bo mejor con su tía? ¿Y qué debía de ocurrirles a los demás?
Notó que le hacían ruido las tripas. No había comido nada desde que los carabinieri la habían llevado ahí. No había probado el desayuno que le ofrecieron las hermanas, ni la comida. En el orfanato la servían muy temprano. Los otros niños aún estaban en el comedor. El ruido llegaba hasta los dormitorios. Los espaguetis de Mosca olían mucho mejor, a pesar de que siempre echaba demasiada sal en el agua y la salsa se le quemaba a menudo.
Se levantó y se acercó a la ventana, desde donde se veía el patio interior. Un par de palomas andaban picoteando entre las piedras. Ellas podían marcharse volando, así de fácil. Vio entrar a dos adultos por la puerta principal: una mujer con sombrero negro y un hombre con barba. La monja que gritaba tanto al hablar los condujo al edificio principal. ¿Habían ido a adoptar a un niño? Seguro que querían uno pequeño, probablemente un bebé. Sólo los pequeños tenían alguna oportunidad de conseguir unos padres nuevos. Los otros sólo podían esperar a convertirse en adultos, año tras año. Días, semanas, meses. Uno se hacía mayor muy lentamente. Los gatitos de Bo crecían más en una semana que Avispa en todo el último año. Años, meses, semanas, días.
Avispa pegó la mejilla contra el cristal frío y miró hacia la otra ala del orfanato, donde había otro niño que también tenía la nariz pegada contra la ventana. No había dicho su nombre, aunque las hermanas no habían parado de preguntárselo. No quería quedarse ahí, pero tampoco quería irse a casa. Cuando alguien no tenía padres, como Riccio, podía imaginarse lo maravillosos que habían sido. Pero ¿qué hacía uno cuando tenía padres y resultaba que no eran maravillosos? No, no les diría su nombre. Nunca.
Se abrió la puerta. Avispa se volvió asustada. La había cerrado cuando los otros niños bajaron al comedor. La monja de la voz chillona asomó la cabeza.
—¿Caterina?
Se sobresaltó. ¿Cómo sabía su nombre?
—¡Ajá! Parece que éste es tu nombre de verdad. ¡Bueno, acompáñame, por favor, quiero que veas a alguien!
—¿A quién? —preguntó. No sabía si debía alegrarse o tener miedo.
—¿Por qué no nos has dicho quién es tu madrina? —le riñó la monja mientras recorrían los pasillos desolados—. Es una señora muy famosa. Seguro que sabes todas las cosas maravillosas que ha hecho por el orfanato.
¿Famosa? ¿Madrina? No entendía nada. ¿Tenía madrina? La hermana parecía estar muy emocionada ya que no paraba de tocarse las gafas, que tenían unos cristales de culo de botella que le hacían los ojos muy grandes.
—¡Vamos, Caterina, ven! —la monja empujó a Avispa con impaciencia—. ¿Cuánto más voy a tener que esperarte?
¿Quién?, quería preguntar Avispa. ¿Qué pasa aquí? Pero se tragó las palabras en cuanto vio a Ida. Le costó reconocerla a causa del sombrero que llevaba. ¿Y quién era el hombre que estaba junto a ella?
—¡Creo que tenía razón, signora Spavento! —exclamó la hermana desde lejos—. Nuestra chica sin nombre se llama Caterina. Es su ahijada, ¿no?
De repente Avispa se sintió tremendamente aliviada. Quería correr hacia Ida, echársele al cuello, esconderse bajo su abrigo y no volver a salir nunca más. Pero tenía miedo de echarlo todo a perder. Así que se limitó a esbozar una pequeña sonrisa y se acercó tímidamente a ella y a su desconocido acompañante.
—Sí, es ella. Cara! —Ida abrió los brazos y la abrazó con tanta fuerza que la hizo entrar en calor de inmediato.
—Hola, Avispa —murmuró el hombre desconocido que estaba junto a ella. La niña lo miró boquiabierta y lo reconoció: Victor, el cotilla, con una barba nueva. Víctor, el amigo de Bo. Y el de ella.
—Es mi abogado, cara —le explicó Ida después de soltarla.
—Buon giorno —murmuró Avispa y le sonrió.
—¿Por qué te tomas las peleas de tus padres tan a pecho, cara? —preguntó Ida y lanzó un suspiro muy profundo, como si ya hubiese hablado con ella muchas veces sobre los tontos de sus padres—. Ya se ha escapado tres veces por culpa de las eternas discusiones —le aclaró a la monja, que los observaba a los tres conmovida—. Su madre, una prima mía, se ha casado por desgracia con un hombre insoportable, pero se va a divorciar de él. Hasta que ello ocurra, la niña se quedará conmigo, si no, volverá a escaparse en cuanto pueda y quién sabe dónde la encontrará la policía. La última vez se escondió en Burano, ¡¿se lo imagina?!
Avispa escuchaba embelesada las mentiras de Ida y le cogió la mano, como si no quisiera volver a soltársela jamás. Sonaba todo tan real, que por un instante incluso Avispa creyó que eran sus padres de verdad, que se peleaban constantemente, mientras sus niños se tapaban las orejas con las manos.
A la monja de la voz chillona empezaron a caerle las lágrimas de la emoción. Se le empañaron los cristales de las gafas y cuando se las quitó para limpiárselas Avispa vio que tenía unos ojos pequeños, rodeados de arrugas, muy distintos de lo que le habían parecido cuando la miró a través de los gruesos cristales.
—¿Puedo llevarme a Caterina ahora? —preguntó Ida, como si fuera la cosa más natural del mundo.
—Por supuesto, signora Spavento —respondió la hermana, y volvió a ponerse las gafas—. Nos sentimos tan felices de poder ayudarla de nuevo, después de todos los generosos donativos que ha realizado para nuestro orfanato. Y las fotografías que ha hecho de los niños… Le digo que todos las guardan como si fueran un tesoro.
—Ah, me alegro. —Ida evitó avergonzada la mirada curiosa de Avispa—. Por favor, salude a las hermanas Ángela y Lucía de mi parte, dele también las gracias a la madre superiora y envíeme a casa los papeles que tenga que firmar.
—¡Por supuesto! —La hermana corrió a la puerta y se la abrió—. Que pase un buen día, usted también, señor abogado.
—¡Gracias! —murmuró Víctor, que salió dando grandes zancadas.
Avispa tenía el corazón desbocado cuando cruzaron el patio interior. Cientos de ventanas miraban a los adoquines grises, ventanas sin adornos y austeras. Sólo en la planta baja había colgadas estrellas de Navidad. Arriba, seguía estando el niño con la cara pegada al cristal, tal y como había hecho Avispa.
—Cuántas ventanas —murmuró Víctor—. Cuántas ventanas y cuántos niños.
—Sí, y sin nadie que los coja en brazos y que se alegre todos los días por ellos —dijo Ida—. Qué pena.
—ArrivederLa, signora Spavento! —exclamó la hermana, que fue hasta la caseta del portero para abrirles la portalada.
—¡Cielo santo! —murmuró Víctor al cruzarla—. ¡La tratan como si tuviera una aureola! ¿Y por qué es tan grande esta puerta? Uno podría pensar que fue construida para que pasara por ella una manada de elefantes, y no para niños.
Avispa le soltó la mano. De repente tenía mucha prisa. Fue corriendo hasta el borde del canal, a cuya orilla se encontraba el orfanato, escupió en el agua oscura, miró los barcos que se dirigían al Canal Grande y respiró hondo. Durante un instante se quedó así, con los pulmones llenos del aire frío y húmedo.
Luego exhaló el aire, lentamente, y con él desapareció todo el miedo y la desesperación que la habían embargado desde que los carabinieri se la habían llevado. Pero de repente se acordó de Bo.
Se volvió hacia Ida y Víctor con cara de preocupación.
—¿Qué le ha pasado a Bo? —preguntó—. ¿Y a los demás?
Víctor se quitó la barba falsa de la barbilla.
—Mosca y Riccio están en casa de Ida —dijo—. Pero Bo sigue con su tía.
Avispa bajó la cabeza y le dio una patada a una colilla de cigarro, que acabó en el canal.
—¿Y Próspero?
—Lo está buscando Riccio —respondió Víctor—. Venga, no pongas esa cara. Seguro que lo encuentra.