Víctor había pasado una noche horrible. El hombre al que había tenido que vigilar estuvo yendo de bar en bar hasta las dos de la madrugada. Luego entró en una casa y lo estuvo esperando fuera hasta el amanecer, de pie todo el rato. Y no paró de nevar ni un momento. Tenía la sensación de estar hecho de hielo de los pies a las rodillas. De hielo crujiente y chirriante.
—Lo primero que haré será meterme en la bañera —murmuró, mientras cruzaba el puente que estaba cerca de su casa—. Con el agua tan caliente que hasta podría hacer té.
Entre bostezos, buscó la llave en el bolsillo del abrigo. Quizá debería cambiar de trabajo. Los camareros de los cafés de la Plaza de San Marcos también andaban tanto como él, pero como mínimo a medianoche podían irse a casa. O vigilante de museo, ¿por qué no se hacía vigilante de museo? Ahí aún cerraban antes. Víctor bostezó de nuevo. No paraba de hacerlo. Tenía tanto sueño que no vio a las tres personas que le esperaban ante la puerta de casa hasta que se le echaron encima. Parecían muy asustados, aunque uno de ellos le metió una pistola en el agujero de la nariz, su propia pistola, tal y como comprobó.
—Eh, eh, eh, ¿qué es esto? —dijo en tono conciliador mientras los tres lo arrastraban hasta la puerta.
—¡Abre, Víctor! —le ordenó Próspero sin quitar la pistola. Pero Víctor apartó el cañón antes de sacar la llave de su casa del bolsillo.
—¿Me podríais explicar amablemente a qué viene toda esta farsa? —gruñó mientras abría la puerta—. Si se trata de un nuevo juego de niños, debo deciros que soy demasiado mayor para encontrarlo divertido.
—Bo y Avispa han desaparecido —dijo Próspero. Estaba pálido de la rabia que sentía, pero a la vez parecía como si le estuviera suplicando a Víctor con los ojos que todo aquello no fuera verdad, que no había delatado a Bo y Avispa, que no les había mentido y engañado.
—Os di mi palabra de honor, ¿ya lo habéis olvidado? —gritó Víctor, que ya había perdido la paciencia, y le quitó la pistola de su fría mano—. Yo no le he dicho nada a nadie, ¿de acuerdo? ¿Es que ya no os dais cuenta de en quién podéis confiar y en quién no? Venga, entrad, si no nos vamos a convertir en una atracción para turistas.
Los tres empezaron a subir las escaleras con cara de arrepentimiento.
—Yo ya sabía que no podías haber sido tú —dijo Mosca cuando el detective los metió en su piso a empujones—. Pero Próspero…
—Próspero es incapaz de pensar con claridad —Víctor acabó la frase—. Es comprensible si su hermano ha desaparecido. Pero ahora contadme cómo puede haber ocurrido. ¿Estaban los dos solos?
Se sentaron en la diminuta cocina. Víctor se hizo un café y les puso unas aceitunas a los chicos mientras le contaban todo lo ocurrido desde que él huyó del cine. Los niños rechazaron amablemente después de olería el aguardiente que les ofreció para que entraran en calor.
—¡Tenéis mucha suerte de que os conozca! —dijo Víctor cuando acabaron con su informe—. Si no, no me creería ni una sola palabra de esta historia tan loca. Entráis en casa de una desconocida, llegáis a un acuerdo con la persona a la que queríais robar para vender su botín y navegáis hacia la laguna en mitad de la noche para encontrar un tiovivo. Dios mío, me alegro de que no tengáis que contarles esto a los carabinieri. ¡Me gustaría decirle a esta signora Spavento lo que pienso de ella! Mira que hacer que unos niños la acompañen, en mitad de la noche, a la Isola Segreta…
—No sabíamos que el conte vivía precisamente en la maldita isla —murmuró Mosca tímidamente.
—Da igual. —Víctor frunció el ceño y se frotó los ojos, que le picaban por falta de sueño—. ¿Qué hay en la bolsa? ¿Vuestra recompensa como ladrones?
Mosca asintió.
—Enséñale el dinero —dijo Próspero—. No nos robará.
Tras dudar un instante, Mosca puso la mochila sobre la mesa de la cocina. Cuando la abrió, Víctor soltó un silbido.
—¿Y habéis recorrido la ciudad con eso encima? —gruñó y cogió uno de los fajos de billetes—. Tenéis muchas agallas.
Sacó un billete del fajo, lo observó de cerca y luego lo miró a contraluz.
—¡Un momento! —dijo—. Alguien os ha engañado. Es dinero falso.
Los niños se miraron entre sí con estupefacción.
—¿Dinero falso? —Riccio le quitó el billete a Víctor de la mano y lo miró preocupado—. No veo nada. Me… Me parece que está bien.
—No lo está —respondió Victor, que rebuscó en la bolsa de nuevo y sacó otro fajo—. Todos falsos —manifestó—. Y no están muy bien hechos. Lo siento por vosotros. —Suspiró y dejó el dinero en la mochila. Los tres niños se miraban unos a otros completamente abatidos.
—Todo esto para nada —murmuró Riccio—. El robo, el viaje a la laguna. Casi nos pegan un tiro. ¿Y para qué? Para acabar con un montón de dinero falso. ¡Maldita sea! —exclamó y, preso de la ira, tiró la bolsa de la mesa. Los fajos de billetes se desparramaron por el suelo.
—¡Y Avispa y Bo también han desaparecido! —Mosca se tapó la cara con las manos.
—Exacto. —Víctor recogió el dinero del suelo y volvió a meterlo en la bolsa—. Primero tendríamos que pensar en ellos. ¿Dónde se han metido Bo y la chica? —Suspiró, se levantó y fue a su oficina. Los tres chicos lo siguieron, pálidos como fantasmas.
—Tu contestador parpadea —dijo Mosca cuando se encontraba de pie ante el escritorio.
—Algún día lo lanzaré por el balcón —gruñó Víctor y apretó el botón para escuchar los mensajes.
Próspero reconoció la voz en cuanto salió de los pequeños altavoces. Habría reconocido la voz de Esther aunque de repente se dedicara a dar el horario de salida de los trenes en la estación de Venecia.
—Signor Getz, soy Esther Hartlieb. Su trabajo se ha acabado esta noche. Gracias a las indicaciones de una vieja mujer, que ha visto nuestros carteles, por fin hemos podido encontrar a mi sobrino. Al parecer, hacía varias semanas que vivía escondido en un cine, junto con una chica que no nos ha querido confesar su nombre. La policía cuidará de ella. En lo que respecta a Bo, aún está un poco trastornado y algo delgado. Hasta el momento no ha querido decir nada sobre el paradero de su hermano. Quién sabe, quizás está tan furioso con él como yo. La cuestión de sus honorarios podemos aclararla en los próximos días, ya que nos quedaremos en el Sandwirth hasta principios de la semana que viene. Por favor, avísenos de su visita. Hasta la vista.
Próspero se quedó inmóvil, como petrificado.
Víctor no sabía qué hacer. Le habría gustado mucho decir algo, cualquier cosa que hubiera podido animar un poco a los chicos, pero no se le ocurrió nada. Ni una palabra.
—¿Qué vieja? —preguntó Riccio con voz lastimera—. Maldita sea, ¿quién puede haber sido?
—Ayer, la tía de Próspero mandó colgar carteles por toda la ciudad —dijo el detective—. Con una foto de Próspero y Bo. —Por si acaso no les dijo quién la había hecho—. Al parecer también ofrecía una buena recompensa. ¿No habéis visto ninguno?
Los chicos negaron con la cabeza, atónitos.
—Por lo visto, la vieja sí —continuó Victor—. Quizá vive cerca del cine y os ha visto entrar o salir alguna vez. Quizá pensaba que estaba haciendo una buena obra si avisaba a la tía de los pobres chicos.
Próspero se quedó donde estaba mientras miraba por el balcón. Ya era de día, pero el cielo estaba gris y cubierto de nubes.
—Esther no volverá a soltar a Bo nunca más —murmuró Próspero—. Nunca más. —Miró al detective, completamente desesperado—. ¿Dónde está el Sandwirth?
Víctor no estaba seguro de si debía decírselo, pero Mosca lo libró de tener que tomar la decisión.
—En la Riva degli Schiavoni —respondió—. Pero ¿qué vas a hacer ahí? Es mejor que vengas con nosotros al escondite. Tenemos que recoger nuestras cosas antes de que vuelva a aparecer la policía. Mientras tanto, Víctor puede averiguar adónde han llevado a Avispa los carabinieri, ¿no? —miró a Víctor.
El detective asintió.
—Claro, sólo tengo que hacer un par de llamadas. Pero decidme su nombre verdadero.
Riccio puso cara de desconcierto.
—No lo sabemos.
—En dos de sus libros había un nombre —dijo Próspero con voz apagada—. Caterina Grimani. Pero ¿nos sirve de algo? Seguro que la han llevado a un orfanato y no conseguiréis sacarla de ahí jamás. Se ha ido, como Bo.
—Próspero… —Víctor se levantó y se apoyó en su escritorio—. Venga, que esto no es el fin del mundo…
—Sí que lo es —dijo Próspero y abrió la puerta—. Ahora tengo que estar solo.
—¡Espera! —Riccio le gritó en vano—. Podríamos llevar nuestros trastos a casa de Ida Spavento. Nos ha ofrecido su ayuda, ¿recuerdas? Bueno, seguro que no contaba con que apareciéramos de nuevo hoy, pero podemos intentarlo.
—Intentadlo —dijo Próspero—. Me da todo igual —y cerró la puerta del piso de Víctor tras de sí.
Riccio y Mosca se volvieron hacia él en busca de ayuda.
—¿Y ahora qué? —preguntó Riccio.
Pero Víctor sólo negó con la cabeza y se quedó mirando el contestador.