Escipión le había pedido a Ida que lo dejara a dos puentes de la casa de su padre. Quería caminar por la orilla nevada del canal y sentir el viento gélido que le daba la sensación de ser libre y fuerte. No podía pensar sólo en los otros. O en la casa grande, que lo convertía en una persona dócil y pequeña. Escipión hizo un dibujo con el tacón en la fina capa de nieve, luego se agachó y pintó una ala con el dedo, al borde del canal. Cuando levantó la cabeza vio el barco de policía. Estaba a sólo un par de metros de la casa de sus padres.

Se puso en pie asustado. Los pensamientos se le amontonaban en la cabeza. ¿Podía tener algo que ver con el conte? Suerte que no tenía la bolsa del dinero.

—¡Bah, es imposible! —murmuró, y le costó meter la llave en la cerradura a causa de los nervios—. Seguro que están en casa del signor Veronese. En cuanto se le caga una paloma en el tejado le salta la alarma.

Abrió la puerta intentando hacer el mínimo ruido y se alegró de que su padre no hubiese corrido el cerrojo. Entre las columnas había una luz encendida, como siempre. No había ningún movimiento en el patio. Avanzó a hurtadillas hasta las escaleras conteniendo la respiración. Era un maestro en ello. Pero esta vez sus molestias fueron inútiles.

Ya había puesto un pie en el primer escalón cuando le llegaron unas voces de arriba. Levantó la cabeza, consciente de su culpabilidad y se quedó de piedra: dos carabinieri bajaban por la escalinata con Avispa. Parecía tan pequeña y muy poca cosa entre aquellos dos hombres con uniformes azules, que se reían de algún chiste que les había contado su padre.

Su padre.

Estaba arriba de todo. Cuando vio a Escipión frunció el ceño. La sonrisa de satisfacción consigo mismo desapareció y se transformó en la típica expresión que ponía siempre que miraba a su hijo: de impaciencia, de descontento, de sorpresa desagradable.

—¡Señores! —exclamó con la voz que tanto le gustaba imitar a Escipión, porque su tono era más imponente que la suya propia—. Como ven, el problema se ha resuelto. Mi hijo ha decidido volver a casa, aunque sea a una hora bastante intempestiva. Muchas gracias por sus molestias, pero esto demuestra que no tiene nada que ver con estos niños que se habían refugiado en el Stella.

Escipión se mordió los labios y miró a Avispa, que había reducido el paso cuando lo vio.

—¿Conoces a este chico? —preguntó uno de los policías. Tenía un bigote delgado y oscuro—. Venga, responde. —Pero Avispa sólo negó con la cabeza.

—¿Adónde la van a llevar? —preguntó Escipión. Se asustó del tono de su propia voz, de lo estridente y aguda que era.

El policía del bigote se rió, mientras el otro cogía a Avispa del brazo.

—Oh, ¿piensas que tienes que protegerla? Te crees todo un caballero. Tranquilo, no se la hemos robado a nadie. Es una insolente que no nos quiere decir su nombre. Sólo hemos venido aquí porque se nos ocurrió que quizá tu padre podría averiguar algo sobre tu huida gracias a ella.

—El ama de llaves, Escipión, me ha venido a buscar a mi fiesta presa de los nervios —exclamó el dottor Massimo desde arriba—. Resulta que no te ha encontrado en tu cama a media noche y poco tiempo después de mi regreso llama la policía para informarme de que en el Stella, el cine que había cerrado, habían capturado a un grupo de niños huérfanos. Les he explicado a los señores que tu desaparición no guardaba ninguna relación con este hecho. ¿Qué capricho infantil te ha hecho salir de casa en mitad de la noche? ¿Has salido corriendo detrás de algún gato sin amo?

Escipión no respondió. Estaba sumido en un mar de dudas e intentaba dejar de mirar a Avispa. Parecía tan triste, tan perdida. No se parecía en nada a la chica con la que se había enfadado tanto.

—Quería ver la nieve —murmuró.

—¡Ah, sí, la nieve vuelve locos a los niños! —dijo el carabiniere del bigote, y le guiñó el ojo a Escipión mientras el otro agarraba a Avispa para bajar las escaleras.

—¡Suélteme, que puedo andar yo sola! —le gritó Avispa. Saltó al llegar al último escalón y se acercó a Escipión al pasar a su lado, con la cabeza agachada—. ¡Bo está con su tía! —murmuró.

—Eh, eh, no vayas tan rápido, ¿vale? —gritó el policía del que se había escapado cogiéndola por el cuello.

—¡Buona notte, dottor Massimo! —dijeron los carabinieri antes de desaparecer entre las columnas. Avispa no se volvió.

Tras algunas dudas, Escipión subió las escaleras. Oyó cómo se cerraba la puerta de la entrada.

Su padre lo miró sin decir nada.

«¿Quién se ha chivado del escondite? —pensó Escipión—. ¿Qué les ha pasado a los otros? ¿Qué les ha pasado a Próspero, Mosca y Riccio? ¿Por qué está Bo con su tía?»

—Venga, dime de dónde vienes de verdad. —Su padre lo miró de arriba abajo. A Escipión le pareció que podía oírle los pensamientos. Seguro que se estaba preguntando otra vez qué tenía que ver con aquel ser al que llamaba hijo: no era tan grande, ni tan inteligente, interesante, previsible, sensato y, mucho menos aún, era capaz de controlar sus emociones como él.

—Ya te lo he dicho —respondió Escipión—. He salido a ver la nieve. Además, he perseguido a un gato. El mío está mejor, ya vuelve a comer.

—Bueno, por suerte no he llamado al veterinario. —El dottor Massimo frunció el ceño—. Esto de salir en mitad de la noche traerá consecuencias, por supuesto —dijo con un tono de voz completamente tranquilo. Nunca gritaba, ni siquiera cuando se enfadaba mucho—. El ama de llaves cerrará con llave la puerta de tu habitación durante las próximas noches. Como mínimo, mientras esta estúpida nieve te haga comportar de manera más infantil aún de lo habitual. ¿Entendido?

Escipión no respondió.

—Dios, cómo odio esta cara de tozudo que pones. Si supieras lo estúpido que pareces. —Se volvió bruscamente—. Tengo que pensar en algo para ese cine —dijo cuando se iba—. Vaya pinta tenían esos niños, increíble; seguro que eran pequeños ladrones. Eso supone la policía. ¿Por qué no me contó nada el periodista, ése que estuvo aquí hace poco? ¿Cómo se llamaba? Getz o algo así.

—¿Qué quieres decir con «vaya pinta»? —Escipión tragó—. La niña tenía buen aspecto. ¿Y si los niños no tenían casa, por qué no podían vivir en el cine? Está vacío.

—Dios, hay que ver la de cosas absurdas que se os ocurren. Está vacío, ¿y qué? ¿Crees que por esto tendría que dejar que todos los vagabundos de la ciudad se escondieran en él?

—¿Pero qué será de ellos, ahora? —Escipión notó que empezaba a entrar en calor. Y luego de repente sintió frío. Mucho frío—. Has visto a la chica. ¿Qué va a ser de ella? ¿No has pensado en eso?

—No. —Su padre lo miró sorprendido. Qué grande era—. ¿Por qué te pones así por lo que le vaya a ocurrir a la niña? Sólo te había visto mostrar tanto interés por tus gatos. ¿Es que quizá la conoces?

—No. —Escipión se dio cuenta de que cada vez levantaba más la voz. No podía evitarlo—. ¡No, maldita sea! —gritó—. ¿Tengo que conocerla para que me dé pena? ¿No puedes ayudarla? Pensaba que eras un hombre conocidísimo en la ciudad.

—Vete a la cama, Escipión —respondió su padre y escondió un bostezo tras su pequeña mano—. Por el amor de Dios, me habéis echado a perder toda la noche.

—¡Por favor! —balbuceó Escipión. Los ojos se le empezaron a llenar de lágrimas y por mucho que se las secara con toda su rabia no paraban de brotarle más—. Por favor, padre, a lo mejor conoces a alguien que podría quedarse con esta chica, no ha hecho nada, está sola…

—Vete a la cama, Escipión —lo interrumpió su padre—. Cielos, creo que has estado mirando la luna demasiado rato. Y seguramente lo próximo que harás será empezar a vivir según lo que te diga tu horóscopo, tal y como hace tu madre.

—¡Esto no tiene nada que ver con la luna! —gritó Escipión—. ¡No me escuchas! ¡No sabes quién soy! ¡No tienes ni idea!

Pero su padre entró en su dormitorio y cerró la puerta tras de sí.

Y Escipión se quedó donde estaba, llorando.