Víctor estaba en cama, tapado con las mantas hasta la cabeza.

Hacía dos días que estaba así. Sólo se levantaba para ir al lavabo, para dar de comer a las tortugas o para bajar a comprarse algún pastel a la pasticceria. Ni tan sólo lo animó la nieve que se había acumulado en su balcón.

—Resfriado —gruñó cuando la pastelera le preguntó preocupada por su salud—. Me lo han contagiado mis tortugas.

Luego volvió a meterse bajo las mantas con los pasteles. No respondió al teléfono ni abrió la puerta cuando llamó alguien. Se dedicó a ver la televisión, observar los copos de nieve que se acumulaban en su ventana e intentaba convencerse de que estaba enfermo y que por eso no podía encontrarse con los Hartlieb en el Hotel Sandwirth.

«Imposible. No puedo hacerlo.» Era sencillo. Había borrado el mensaje que le había dejado Esther Hartlieb en el contestador.

Hojeó los periódicos en busca de noticias de robos, pero lo único que encontró fue un artículo sobre un mozo de ascensor que robaba en un hotel de la estación de trenes. Lo cual lo alivió mucho.

Todo era muy extraño, desde que había vuelto tras su encarcelamiento. ¡Demonios! No tenía ni idea de lo que le ocurría. No paraba de pensar en los niños. De repente, la calma de su piso lo aburría. A veces se sorprendía escuchando atentamente, pero ¿qué? ¿Creía que podía ir a visitarlo toda la banda?

Suspiró, sacó las piernas de la cama y se puso a caminar en silencio por su oficina. «Algún día tendré que pasar a ver qué tal están esos ladronzuelos —pensó—. Al final me robaron mis barbas postizas.» Víctor se sentó a su escritorio y sacó un álbum de fotos del cajón de abajo. Empezó a hojearlo, con la frente arrugada y los dedos pegajosos por el pastel. Ahí estaban. Sus padres. Nunca supo qué les pasó por la cabeza. Ahora él era un adulto, pero seguía sin saberlo. Ése, el niño del cochecito, y junto a él sus padres, todos rectos, ése era él cuando cumplió su primer año. Como mínimo le habían dicho que era él. Víctor no podía acordarse de que alguna vez hubiese tenido aquel aspecto, tan rechoncho y sonrosado, con una pelusilla densa y oscura en la cabeza. Siguió pasando las páginas. Se acordaba de la cara que puso ante la cámara cuando tenía seis años. La cara que tenía a los doce años se la miró durante muchas horas ante el espejo para encontrar las espinillas. Pero aun así le resultaba desconocida, desconocida como la cara de otra persona.

Víctor dejó el álbum de fotos abierto sobre el escritorio y caminó en calcetines hasta el espejo. La nariz no le había cambiado demasiado. ¿O sí? ¿Y los ojos? Se puso de tal forma que vio su propio reflejo en las pupilas. ¿Eran siempre iguales los ojos? ¿Miraba Víctor de la misma manera que el niño de un año o el de seis que ya había empezado a ir a la escuela? ¿Quién se escondía en aquel cuerpo que no paraba de cambiar? ¿Cómo podía olvidar quién había sido una vez, cómo se había sentido a los dos, a los cinco, a los trece años?

Miró el reloj que había colgado en la pared, junto a la puerta del dormitorio. Las diez. ¿Qué día era hoy? Sí, tal y como se había temido. Era martes, el día en que debía encontrarse con los Hartlieb. No había logrado quedarse dormido hasta que se hubiera pasado la hora de la cita. Víctor suspiró, volvió a su habitación, miró con indecisión primero su armario y luego la tentadora cama, con lo calen tita que estaba… y abrió el armario. ¿Qué le iba a contar a la nariguda de Esther y a su marido? ¿Qué quería contarles?

«No tengo ni idea», pensó mientras se cambiaba. Pero en ningún caso la verdad.