La tienda de Barbarossa estaba vacía cuando Próspero abrió la puerta. Sonaron las campanillas y Bo se quedó fascinado debajo de la puerta mirándolas hasta que Avispa lo empujó para que acabara de entrar. Durante la noche había bajado mucho la temperatura. El viento ya no venía del mar, sino de las montañas. Era un viento seco y cortante que soplaba entre los puentes y las plazas. El invierno ya no enviaba mensajeros. Él mismo se había establecido en la ciudad de la luna y acariciaba su vieja cara con dedos gélidos y rígidos.

—¿Signor Barbarossa? —preguntó Avispa, y miró el cuadro que había sobre el mostrador. Ella también sabía que tenía una mirilla a través de la cual espiaba a sus clientes.

Sì, sì, pazienza! —le oyeron decir malhumorado.

Barbarossa tenía los ojos inyectados en sangre cuando sacó la cabeza por la cortina de la puerta de su oficina. Se sonó escandalosamente con un pañuelo enorme.

—Ah, habéis traído al pequeño con vosotros. Vigilad que no vuelva a romper algo. ¿Qué le habéis hecho a su pelo de ángel? Di buenos días, enano.

Buon giorno —murmuró Bo, y le hizo una mueca escondido tras la espalda de su hermano.

—¡Ah! Buon giorno. Su italiano va sonando mejor poco a poco. ¡Entrad! —Barbarossa hizo un gesto brusco con la mano para que los niños pasaran a su despacho—. ¿Qué demonios hace el invierno aquí ya? ¿Es que se ha vuelto loco todo el mundo? —exclamó mientras se arrastraba hasta su escritorio—•. Ya es difícil soportar esta ciudad en verano, pero el invierno de aquí puede llevar hasta el borde de su tumba al hombre más sano. ¿Pero a quién le cuento todo esto? Los niños no saben nada de cosas así. Los niños no se hielan de frío, los niños saltan en charcos y no se constipan nunca. Pueden tener la cabeza cubierta de nieve y no les molesta, mientras que para nosotros cada copo de nieve que cae nos acerca un poco más a la muerte. —Barbarossa suspiró y se dejó caer en su sillón como si fuese un hombre moribundo—. ¡Dolor de garganta, dolor de cabeza y tengo que estar todo el día sonándome los mocos! —se lamentó—. ¡Qué horror! Parezco un grifo humano. —Se ajustó un poco más la bufanda alrededor de su cuello gordo y miró a sus visitantes por encima del borde del pañuelo—. ¿No traéis ninguna mochila, ninguna bolsa? ¿Es que esta vez os cabe el botín del Señor de los Ladrones en el bolsillo de los pantalones?

Bo estiró la mano y tocó un pequeño tambor de hojalata que había sobre el escritorio de Barbarossa.

—¡Quita las manos de ahí, pequeño, que es un objeto muy valioso! —gritó el barbirrojo, y le dio a Bo un caramelo para la tos.

—No queremos vender nada —dijo Avispa—. El conte debería haberle dejado una carta para nosotros.

Bo había desenvuelto el caramelo y lo olió con desconfianza.

—Ah, sí, la carta del conte. —Barbarossa volvió a sonarse con gran escándalo y se guardó el pañuelo en el bolsillo de su chaleco, que estaba bordado con góndolas de oro—. Su hermana, la contessa, me la trajo ayer por la tarde. No acostumbra venir él en persona a la ciudad. —El barbirrojo se metió también un caramelo en la boca y abrió, tras un gran suspiro, el primer cajón de su mesa—. ¡Aquí tenéis! —Le acercó un sobre pequeño a Avispa con desgana, en el que no había nada escrito, ni dirección ni remitente. Pero cuando fue a cogerlo, Barbarossa lo apartó.

—Ahora que estamos entre amigos —susurró—, decidme qué habéis robado para el conte. El Señor de los Ladrones ha conseguido llevar a cabo el encargo de manera satisfactoria, ¿no es así?

—Podría ser. —Próspero respondió con una evasiva y le quitó el sobre de las manos a Barbarossa.

—¡Eh! ¡Eh! ¡Eh! —El barbirrojo se enfadó y se apoyó con los puños sobre la mesa. Bo casi se tragó el caramelo del susto—. ¿Nadie te ha enseñado a comportarte con respeto ante los adultos? —Un ataque de estornudos lo hizo caer de nuevo sobre su sillón.

Próspero no respondió. Sin decir nada, se metió el sobre en el bolsillo interior de su chaqueta. Pero Bo escupió el caramelo chupado en la mano y lo dejó de un golpe sobre la mesa.

—Ya te lo puedes quedar. Por gritarle a mi hermano —dijo.

Barbarossa miró sorprendido el caramelo pringoso.

Con la mayor de sus sonrisas, Avispa se inclinó sobre el escritorio.

—¿Y a usted, signor Barbarossa? ¿No le ha enseñado nadie cómo debe comportarse con los niños? —le preguntó.

El hombre empezó a toser con tanta fuerza que se le puso la cara más roja que la nariz.

—Ya basta. ¡Por los leones de San Marcos, os ofendéis fácilmente! —gruñó detrás de su pañuelo—. ¡No entiendo a qué viene tanto secretismo! ¿Sabéis qué? ¡Podemos jugar a las adivinanzas si no me queréis responder directamente! Empiezo yo. —Se inclinó sobre la mesa—. ¿El objeto que tanto ansia el conte… es de oro?

—¡No! —respondió Bo, que negó con la cabeza y puso una sonrisa de oreja a oreja—. En absoluto.

—¿En absoluto? —Barbarossa frunció el ceño—. Dejádmelo adivinar. ¿De plata?

—Se equivoca. —Bo no paraba de dar saltitos—. Inténtelo otra vez.

Pero antes de que el barbirrojo pudiese volver a hacer una pregunta, Próspero se llevó a su hermano a rastras a través de la cortina de perlas. Avispa los siguió.

—¿Cobre? —gritó Barbarossa—. No, espera, es un cuadro. ¡Una estatuilla!

Próspero abrió la puerta de la tienda.

—Venga, sal, Bo —dijo, pero su hermano siguió sin moverse.

—¡Se sigue equivocando! —gritó—. Está hecho de diamantes enooormes. Y perlas.

—¡No me digas! —Barbarossa salió a toda prisa de su despacho tras pelearse con su cortina—. ¡Descríbemelo con más detalle, pequeño!

—¡Prepárese una bolsa de agua caliente y métase en la cama, signor Barbarossa! —dijo Avispa, que se llevó a Bo hacia fuera y se quedó boquiabierta junto a Próspero.

Una densa lluvia de copos de nieve caían del cielo gris. Nevaba tanto que Bo cerró los ojos. De repente todo era gris y blanco, como si alguien hubiese borrado los colores de la ciudad mientras ellos estaban en la tienda.

—Entonces es una cadena. ¿O un anillo? —Barbarossa sacó la cabeza por la puerta, todo emocionado—. ¿Por qué no charlamos un rato más? Os invito a un trozo de tarta, ahí en la pasticceria. ¿Qué me decís?

Pero los niños siguieron andando sin hacerle caso.

Sólo tenían ojos para la nieve. Los copos fríos les caían sobre la cara y el pelo. Bo se lamió uno de la nariz y estiró los brazos, como si quisiera cogerlos con la mano, mientras Avispa miraba las nubes con asombro. Hacía años que no nevaba en Venecia. La gente con la que se cruzaban parecía igual de fascinada que ellos tres. Incluso las vendedoras salían de las tiendas para mirar al cielo.

Próspero, Avispa y Bo se detuvieron en el siguiente puente, se inclinaron sobre la barandilla de piedra y observaron cómo el agua de color gris plateado devoraba los copos. La nieve cubría suavemente las casas de los alrededores, los tejados de color marrón rojizo, las barandillas negras de los balcones y las hojas de las plantas de otoño, que crecían en macetas y cubos de plástico.

Próspero notaba el frío y la humedad de la nieve que le caía en el pelo. Y de repente se acordó de otro país, que casi había olvidado, lejano, de una mano que le había quitado la nieve de la cabeza. Y ahí estaba él, entre Avispa y Bo, con la vista perdida hacia las casas que se reflejaban en el agua, y se atrevió a saborear durante un instante ese recuerdo. Algo confuso, se dio cuenta de que ya no le dolía tanto recordar. A lo mejor se lo debía a Avispa y a Bo, las dos personas más cercanas a él y en quien siempre podía confiar. Incluso la barandilla de piedra que tenía bajo los dedos le parecía de confianza, como si pudiera protegerlo del dolor.

—¿Pro? —Avispa le puso el brazo sobre el hombro y lo miró con cara de preocupación, mientras Bo seguía a su lado intentando coger copos de nieve con la lengua—. ¿Estás bien?

Próspero se quitó la nieve del pelo y asintió con la cabeza.

—Abre el sobre —dijo Avispa—. Quiero saber cuándo podré ver por fin al conte.

—¿Cómo sabes que vendrá él en persona? —Próspero sacó el sobre de la chaqueta. Estaba lacrado, como el del confesionario, pero el sello era raro. Como si alguien lo hubiese pintado de rojo por encima.

Avispa se lo quitó de las manos.

—¡Alguien lo ha abierto! —miró a Próspero con preocupación—. ¡Barbarossa!

—Da igual —dijo Próspero—. Por eso el conte le dijo a Escipión el lugar de encuentro en el confesionario. Ya sabía que el barbirrojo abriría la carta. Está claro que lo conoce muy bien.

Con mucho cuidado, Avispa abrió el sobre con su navaja. Bo la miró por encima del hombro. El mensaje del conte volvía a llegar en una tarjeta pequeña, pero esta vez sólo eran unas pocas palabras.

—Seguro que Barbarossa se ha llevado un buen chasco al abrir la carta —dijo Próspero, que leyó en voz alta:

en el lugar de encuentro pactado

en el agua

buscad una luz roja

en la noche del martes al miércoles, a la una

—¡Mañana por la noche! —Próspero sacudió la cabeza—. A la una. Es bastante tarde. —Volvió a guardar el sobre con el mensaje en el bolsillo y le alborotó el pelo negro teñido a su hermano—. Eso de los diamantes enormes ha sido muy bueno, Bo. ¿Habéis visto los ojos que ha puesto?

Bo sonrió y se lamió un copo de nieve que tenía en la mano.

Pero Avispa miraba con cara de preocupación sobre la barandilla del puente.

—¿En el agua? —murmuró—. ¿Qué quiere decir? ¿Es que hay que hacer la entrega a bordo de una barca?

—No es ningún problema —respondió Próspero—. La barca de Mosca es lo bastante grande para los cinco.

—Es cierto —dijo ella—. Pero aun así no me gusta. No sé nadar muy bien y Riccio se marea con sólo ver un barco. —Avispa miró angustiada el canal, que seguía devorando los copos de nieve. Una góndola se deslizó por las sombras del puente. Tres turistas que tiritaban de frío se acurrucaron en los cojines. Avispa los miró con cara seria, hasta que desaparecieron bajo el puente.

—¿No te gusta ninguna barca? —Próspero le tiró de su fina cola para burlarse de ella—. Pero si naciste aquí, creía que a todos los venecianos les gustaban las barcas.

—Pues te equivocas —respondió Avispa bruscamente y se puso de espaldas al agua—. Vamos, nos estarán esperando.

La nieve hacía que la ciudad fuese más tranquila que antes. Avispa y Próspero andaban uno junto al otro sin decir nada, Bo saltaba como una pulga delante de ellos mientras tarareaba una canción y pensaba en sus cosas sin darse cuenta de lo que ocurría a su alrededor.

—¡No quiero que Bo venga a la entrega! —le dijo Próspero a Avispa.

—Lo entiendo —respondió ella—. Pero ¿cómo se lo vas a decir sin que nos perfore el tímpano a gritos?

—No tengo ni idea —repuso, desconcertado—. Es tozudo como una mula, sobre todo cuando yo le digo algo. ¿No podrías hablar con él?

—¿Hablar? —Avispa negó con la cabeza—. Hablar no sirve de nada. No, se me ha ocurrido una idea mejor. De esta manera también me escaquearé del viaje en barca, aunque tampoco podré ver nunca al conte.