Los primeros rayos de la mañana empezaban a despuntar sobre los tejados de la ciudad cuando los niños salieron de la casa de Ida Spavento. Escipión se unió a los otros sin decir absolutamente nada, a pesar de que durante todo el camino de vuelta a casa Riccio y Mosca no le dirigieron la palabra ni una sola vez. A veces Riccio lo miraba con tanto odio que Próspero se ponía entre los dos por miedo a que ocurriera algo. Habían dejado el ala en casa de la mujer, ya que la quería llevar ella el día en que se encontraran con el conte. «Si es que antes no entran otros ladrones en mi casa y me la roban», dijo a modo de despedida.

Bo tenía tanto sueño que su hermano tuvo que cargárselo a la espalda la última mitad del camino, pero en cuanto llegaron al cine, cansados y con los pies doloridos, estaba totalmente despierto, por lo que le dejaron coger la paloma del conte.

Por suerte, el pequeño se puso bajo el cesto, se llenó la mano con grano y la estiró, tal y como Víctor le había enseñado en la Plaza de San Marcos. La paloma asomó la cabeza, lo miró de reojo y fue volando hasta su mano. Bo movió los hombros de la risa cuando el pájaro se le posó sobre la manga. Con mucho cuidado, la llevó hasta la salida de emergencia mientras ella no paraba de picotear frenéticamente los granos de comida que tenía entre los dedos.

—¡Ve hasta el canal con ella, Bo! —murmuró Mosca mientras le sujetaba la puerta abierta.

Afuera había amanecido y hacía una mañana fría. La paloma se ahuecó las plumas y miró algo confusa a su alrededor cuando Bo salió con ella a la calle. El pájaro estiró las alas en el estrecho callejón. Fueron hasta el canal, donde el viento le hinchó el plumaje, y entonces echó a volar. Subió hacia el cielo de la mañana, que era tan gris como sus plumas, y voló cada vez más rápido hasta desaparecer tras las chimeneas de la ciudad.

—¿Cuándo tendremos que ir a recoger el recado del conte a la tienda de Barbarossa? —preguntó Próspero, al volver los dos chicos al cine, helados de frío—. ¿El día después de haberle enviado su paloma? Entonces no puede llegar muy lejos.

—Las palomas pueden volar cientos de kilómetros al día —respondió Escipión—. Hasta la tarde tendría tiempo de llegar fácilmente a París o Londres —en cuanto Avispa lo miró con cara de incredulidad añadió—: por lo que he leído. —No lo dijo en el tono arrogante que tanto le gustaba usar antes, sino medio avergonzado, como si estuviera pidiendo disculpas casi.

—Es poco probable que el conte viva en París —dijo Riccio con desprecio—•. Pero ahora da igual. La paloma ya ha salido y es mejor que te vayas a tu casa.

Escipión se asustó. Se volvió hacia Próspero en busca de ayuda, pero éste evitó mirarlo a la cara. Tampoco había olvidado la forma en que Escipión se había comportado cuando los otros lo estaban esperando en la puerta de la casa de sus padres. Quizás Escipión le adivinó el pensamiento, ya que miró hacia otro lado. Parecía que no sabía de quién podía esperar ayuda. Bo hizo como si no se diera cuenta de la pelea que estaban teniendo y se puso a dar de comer a sus gatitos.

Avispa mantuvo la cabeza agachada como si no quisiera ni mirar a Escipión.

—Riccio tiene razón —dijo mientras se miraba las uñas de los dedos con el ceño fruncido—. Tienes que volver a tu casa. No podemos arriesgarnos a que tu padre ponga la ciudad patas arriba porque su hijo ha desaparecido. ¿Crees que tardaría mucho en venir a su cine viejo? Y entonces tendríamos a la mitad de la policía de Venecia ante la puerta. Ya hemos tenido bastantes problemas.

El Señor de los Ladrones se quedó petrificado y Próspero vio cómo regresaba el viejo Escipión, el tozudo y soberbio que sabía defenderse contra toda aquella hostilidad.

—O sea —dijo y se cruzó de brazos—, que a Próspero y Bo no los echáis aunque por su culpa hemos tenido aquí a ese detective. ¡Pero yo… yo no puedo quedarme a pesar de que os he enseñado este escondite, a pesar de que he cuidado de vosotros y os he dado dinero y ropa caliente! Incluso traje los colchones en la barca llena de agujeros de Mosca, con la que estuve a punto de hundirme. Os he conseguido las mantas y las estufas cuando hizo frío. ¿Creéis que fue fácil robarles todas estas cosas a mis padres?

—Claro que fue fácil —exclamó Mosca con aire de desprecio—. Probablemente sospecharon del ama de llaves, del cocinero o de algún otro de vuestros miles de criados.

Escipión no respondió, pero se puso rojo.

—Bingo —dijo Riccio—. Has dado en el blanco.

—¿Sospecharon de otra persona? —Avispa miró al Señor de los Ladrones, asustada.

Escipión se abrochó el abrigo hasta el cuello.

—De mi niñera.

—¿Y? ¿La defendiste como mínimo?

—¿Cómo iba a hacerlo? —contestó enfadado a la mirada de sorpresa de Avispa—. ¿Para que mi padre me enviara a un internado? ¿Creéis que es mucho mejor que un orfanato? ¡No conocéis a mi padre! Si robara un par de gemelos sería capaz de obligarme a andar por ahí con un cartel colgado del cuello en el que dijera: «¡Soy un pequeño ladrón asqueroso!».

—¿La han puesto en la cárcel? —Ahora Bo escuchaba, a pesar de que se había esforzado por hacer oídos sordos—. ¿En prisión?

—¿A quién? —Escipión se volvió bruscamente hacia él, aún de brazos cruzados, como si de esta manera pudiera protegerse de las miradas de reproche de los demás.

—A la chica, —Bo se mordió el labio inferior.

—¡Qué va! —Escipión se encogió de hombros—. No pudieron demostrar nada. La despidieron de inmediato, eso es todo. Si no hubiese robado las malditas pinzas para el azúcar, no se habrían dado cuenta. La mayoría de cosas las he cogido de una habitación donde no hacen más que acumular polvo. Pero cuando mi madre descubrió que faltaban sus maravillosas pinzas para el azúcar, también se dio cuenta de que habían desaparecido un par de cosas más. En fin. Ahora ya no tengo niñera. —Los demás miraron a Escipión como si le estuvieran saliendo serpientes de la cabeza.

—¡Pero tío! —exclamó Mosca.

—¡Lo hice por vosotros! —gritó Escipión—. ¿Os habéis olvidado de lo mal que os iba antes de que yo empezara a ocuparme de vosotros?

—¡Pírate! —le espetó Riccio, y le dio un empujón en el pecho, lleno de rabia—. Nos las apañaremos sin ti. No queremos tener nada que ver contigo. No tendríamos que haberte dejado entrar.

—¿Que no tendríais que haberme dejado entrar? —gritó Escipión, tan alto que Bo se tapó las orejas—. ¿Pero tú qué te crees? ¡Todo esto le pertenece a mi padre!

—¡Exacto! —respondió Riccio a grito pelado—. ¡Entonces chívate a él, eres un chulo pijo!

En aquel instante Escipión se echó sobre él. Ambos se agarraron con tanta rabia que Avispa y Próspero no consiguieron separarlos hasta que los ayudó Mosca.

Cuando Bo vio que a Riccio le sangraba la nariz y que Escipión tenía la cara llena de arañazos, rompió a llorar y los otros se asustaron tanto que se volvieron hacia él.

Avispa llegó a su lado antes que su hermano. Lo abrazó para consolarlo y le acarició el pelo. Empezaba a tener las raíces rubias otra vez.

—Vete a casa —dijo Avispa con impaciencia—. Ya te avisaremos en cuanto sepamos cuándo nos vamos a encontrar con el conte. Quizá sea mañana por la tarde, porque uno de nosotros irá a ver a Barbarossa después de desayunar.

—¿Qué? —Riccio le pegó un empujón a Mosca, que quería limpiarle la sangre que le corría por la nariz—. ¿Por qué quieres avisarlo?

—¡Basta ya, Riccio! —le gritó Próspero, enfadado—. Yo he visto al padre de Escipión. Tú no te atreverías a robarle ni una cucharilla de plata. Ni tampoco a confesarle nada.

Riccio se sorbió los mocos y se puso el pañuelo bajo la nariz.

—Gracias, Pro —murmuró Escipión. Su mejilla parecía la piel de una cebra, a causa de las marcas que le había hecho Riccio con las uñas—. ¡Hasta mañana! —dijo, dudó un instante y se volvió de nuevo—. Me avisaréis, ¿verdad?

Próspero asintió con la cabeza.

Pero Escipión no estaba convencido.

—El detective… —dijo.

—Se ha escapado —respondió Mosca.

—¿Qué?

—No importa. Tenemos su palabra de honor de que no nos delatará —dijo Bo, que escapó del abrazo de Avispa—. Ahora es nuestro amigo.

Escipión miró a Bo tan sorprendido que Avispa sonrió.

—Bueno, lo de amigo quizás es un poco exagerado —dijo ella—. Ya sabes que Bo está encantado con él. Pero seguro que tampoco nos delatará.

—Bueno, si vosotros lo decís. —Escipión se encogió de hombros—. Entonces, hasta mañana.

Echó a andar lentamente entre las hileras de asientos tapizados de rojo, pasó la mano sobre los respaldos y miró de pasada la cortina bordada con estrellas. Se fue muy despacito, como si esperase que los otros le pidieran que se quedara. Pero nadie dijo nada, ni siquiera Bo, que estaba acariciando a sus gatitos.

«Tiene miedo —pensó Próspero cuando miró a Escipión—. Miedo de volver a casa.» Se acordó de su padre, de la forma en que apareció al final de la escalinata, junto a la barandilla. Y sintió pena por Escipión.