Escipión acompañó a los demás a la cocina de Ida Spavento. Pero se mantuvo apartado, apoyado en la puerta, mientras los otros se sentaban alrededor de la gran mesa. El ala se encontraba sobre el mantel. La mujer la quitó de la manta antes de hacer el café.

—Es muy bonita —dijo Avispa, y acarició con cuidado la madera—. Es el ala de un ángel, ¿no?

—¿De un ángel? Oh, no. —Ida Spavento quitó la cafetera del fuego. El café borbotaba cuando lo puso sobre la mesa—. Es el ala de un león.

—¿Un león? —Riccio la miró con incredulidad.

La mujer asintió con la cabeza.

—Claro. —Frunció el ceño y metió la mano en un bolsillo del abrigo—. ¿Dónde tengo los cigarrillos?

—¡Riccio! —Mosca le pegó un codazo a su amigo, que sacó el paquete de debajo de la chaqueta con cara de arrepentimiento. Avispa se sonrojó de pies a cabeza.

—Lo siento —murmuró Riccio—. Ha sido instintivo. No volverá a ocurrir.

—Ya, eso espero. —La mujer se guardó el paquete en el bolsillo. Luego cogió el azúcar, una taza, vasos y zumo para los niños. También puso uno para Escipión, pero no se movió de la puerta. Tan sólo se había quitado la máscara.

—¿De qué historia se trata? —preguntó Mosca y se sirvió un vaso de zumo.

—Enseguida empiezo. —Ida Spavento dejó el abrigo sobre el respaldo de la silla, bebió un sorbo de su café y cogió un cigarrillo.

—¿Puedo coger uno? —preguntó Riccio.

La mujer lo miró sorprendida.

—Claro que no. Es un hábito muy perjudicial para la salud.

—¿Y usted?

Ida suspiró.

—Intento dejarlo. Pero vayamos a la historia. —Se reclinó en la silla—. ¿Habéis oído hablar alguna vez sobre el tiovivo de las hermanas de la caridad?

Los niños negaron con la cabeza.

—El orfanato para niñas que hay al sur de la ciudad —dijo Riccio—, pertenece a unas hermanas de la caridad.

—Exacto. —Ida se echó un poco más de azúcar en el café—. Hace más de ciento cincuenta años, según cuenta la gente, un comerciante hizo un regalo valiosísimo a este orfanato. Hizo construir un tiovivo en el patio interior con cinco figuras de madera preciosas. Aún hoy se puede ver el cuadro sobre el portal del orfanato. Bajo un baldaquín de madera de muchos colores daban vueltas un unicornio, un caballito de mar, un tritón, una sirena y un león con alas. Las malas lenguas dijeron entonces que el hombre rico quería limpiar su mala conciencia con aquel regalo, porque él mismo había dejado ante la puerta del orfanato el bebé no deseado de su hija, pero otras personas lo negaban y decían que fue un hombre cariñoso que quiso compartir su riqueza con los niños pobres huérfanos. Sea como sea, al cabo de poco toda la gente de la ciudad empezó a hablar del tiovivo maravilloso, lo que resulta bastante significativo en una ciudad que posee tantas maravillas. Pero luego empezó a correr el rumor de que a causa del tiovivo empezaron a suceder cosas misteriosas tras las paredes del orfanato.

—¿Cosas misteriosas? —Riccio miró a Ida Spavento con los ojos abiertos como platos. Igual que hacía cuando Avispa les leía algún cuento…

Ida asintió con la cabeza.

—Sí. Cosas misteriosas. La gente decía que el tiovivo convertía en adultos a todos los niños que daban dos vueltas en él, y en niños a los adultos.

Nadie dijo nada durante un instante. Entonces Mosca soltó una carcajada. No se lo creía.

—¿Cómo iba a suceder algo así?

Ida se encogió de hombros.

—No lo sé. Yo sólo cuento lo que he oído.

Escipión se apartó del marco de la puerta y se sentó al borde de la mesa, junto a Próspero y Bo.

—¿Qué tiene que ver el ala con el tiovivo? —preguntó.

—A eso iba —dijo Ida y le echó un poco más de zumo a Bo—. Las hermanas y las huérfanas no pudieron disfrutar demasiado del regalo, ya que alguien lo robó. Al cabo de unas semanas. Un día las hermanas hicieron una excursión a Burano con las niñas y cuando volvieron, se encontraron con la puerta forzada y el patio vacío. El tiovivo había desaparecido. No ha vuelto a aparecer jamás. Pero los ladrones perdieron algo en su huida…

—El ala del león —murmuró Bo.

—Exacto. —Ida Spavento asintió con la cabeza—. Se quedó en el patio del orfanato y pasó desapercibida hasta que la encontró una hermana. Nadie la creyó cuando dijo que era una parte del misterioso tiovivo, pero ella la guardó y cuando murió fue a parar al desván del orfanato, que es donde la encontré yo. Muchos, muchos años más tarde.

—¿Qué hacía usted ahí arriba? —preguntó Mosca.

Ida apagó el cigarrillo.

—De pequeña jugaba en los palomares —dijo—. Son muy antiguos, de la época en que la gente enviaba sus cartas por paloma mensajera. En Venecia era un sistema muy popular. Cuando la gente rica se iba en verano a sus casas del campo, enviaban noticias a la ciudad con este sistema. Yo jugaba a imaginar que alguien me había encerrado ahí arriba y que tenía que echar a volar a mis palomas para pedir ayuda. Entonces, una vez encontré el ala entre la porquería. Una de las hermanas más viejas aún sabía de dónde se suponía que venía y me contó la historia del tiovivo. Cuando vio lo mucho que me gustó lo que me acababa de contar, me regaló el ala.

—¿Usted jugaba en el orfanato? —Escipión la miró con desconfianza—. ¿Cómo llegó hasta ahí?

Ida se echó el pelo hacia atrás.

—Viví en el orfanato —respondió—. Durante más de diez años. No fueron los más felices de mi vida, pero de vez en cuando aún voy a visitar a algunas hermanas.

Avispa miró a Ida durante un largo rato, como si le hubiese visto la cara por primera vez. Entonces empezó a rebuscar en su chaqueta y sacó la foto que les había dado el conte. Se la pasó a Ida.

—¿No le parece que eso que hay detrás del ala parece la cabeza de un unicornio?

Ida Spavento se inclinó sobre la foto.

—¿De dónde la habéis sacado? ¿Os la ha dado también vuestro cliente?

Avispa asintió.

Escipión se puso delante de la ventana. Fuera seguía todo oscuro.

—¿Un niño puede convertirse en adulto si monta en el tiovivo? —preguntó.

—Después de dar dos vueltas. Es una historia rara, ¿no? —Ida dejó su taza en el fregadero—. Pero quizá vuestro cliente os la podrá contar aún mejor. Creo que él sabe dónde se encuentra el tiovivo de las hermanas de la caridad. Si no, ¿por qué os habría encargado que robaseis el ala? Es probable que no funcione mientras al león le falte la segunda ala.

—Es muy mayor —dijo Próspero—. No le queda demasiado tiempo para conseguir hacer funcionar el tiovivo.

—¿Sabe, signora? —Mosca acarició el ala con la mano. La madera tenía un tacto áspero—. Si esta ala pertenece de verdad al león del tiovivo, a usted no le sirve de mucho. Así que podría dárnosla, ¿no?

Ida Spavento se rió.

—¿Podría dárosla? —Abrió la puerta que daba al jardín para dejar que entrara el aire frío de la noche. Se quedó un buen rato junto al umbral, de espaldas a los niños. Entonces se volvió de repente—. ¿Y si hacemos un trato? —preguntó—. Yo os dejo el ala para que se la podáis dar al conte y que él os pague a vosotros, y a cambio…

—Ahora viene el inconveniente —murmuró Riccio.

—A cambio, seguimos al conte cuando se vaya con mi ala y a lo mejor podremos descubrir dónde está el tiovivo de las hermanas de la caridad. He dicho «nosotros» porque, obviamente, pienso acompañaros. Forma parte del trato. —Miró atentamente a sus invitados nocturnos—. Bueno, ¿qué me decís? No exijo ninguna parte de vuestra recompensa. La fotografía me da más dinero del que puedo gastar. Tan sólo me gustaría ver el tiovivo una vez. ¡Venga, decid que sí!

Pero los niños no parecían muy entusiasmados.

—¿Lo seguiremos? ¿Qué significa eso? —Riccio casi se mordió la punta de la lengua.

—No sé, el conte es una persona misteriosa —murmuró Mosca—. ¿Qué ocurrirá si nos descubre? Creo que se enfadaría mucho.

—Pero ¿no os da curiosidad la foto? —Ida cerró la puerta del jardín y volvió a sentarse en su silla—. ¿No queréis ver ni una sola vez el tiovivo? ¡Tiene que ser maravilloso!

—El león de la Plaza de San Marcos también es maravilloso —murmuró Mosca—. Es mejor que vaya a mirar ésos.

En ese instante Escipión se puso en pie. No le resultó fácil pasar por alto las miradas poco amables de los demás, pero lo intentó.

—Yo aceptaría la oferta —dijo—. Es justa. Nosotros conseguimos nuestro dinero y aunque el conte se dé cuenta de que lo estamos siguiendo, podemos correr mucho más rápido que él.

—He oído «nosotros» —gruñó Mosca—. Lo de «nosotros» se ha acabado, chulo mentiroso. Ya no perteneces a nuestro grupo. Y nunca has pertenecido, ni siquiera cuando intentabas aparentarlo.

—¡Sí, vuelve a la lujosa casa en que vives! —gritó Riccio—. Los niños pobres y sin padres ya no tienen ganas de jugar contigo, «Escipión, el Señor de los Ladrones».

Escipión no se movió de donde estaba mientras se mordía los labios. Abrió la boca como si fuera a replicar algo, pero la cerró. Riccio y Mosca lo miraban con odio, pero Avispa no levantaba su mirada triste de los platos que había en la mesa. Bo había metido la cabeza bajo el brazo de su hermano como si quisiera esconderse de algo.

—Explicadme de qué va esto —dijo Ida Spavento, pero como no respondió nadie se fue al fregadero a lavar la cafetera.

—No pienso volver nunca —dijo Escipión de repente. Su voz sonó muy ronca—. No pienso volver nunca jamás a mi casa. Se ha acabado. No los necesito. Casi siempre están fuera, y las pocas veces que aparecen por casa me tratan como si fuese un animal que no hace otra cosa que molestar. Si este tiovivo existe de verdad, lo probaré antes que el conte y no me bajaré hasta que sea una cabeza más alto que mi padre y me haya salido bigote y barba. Si vosotros no queréis aceptar el trato, entonces lo haré yo solo. Encontraré el tiovivo y nadie me volverá a tratar como si fuera un perro mal adiestrado ni suspirará cuando diga algo. Nunca más.

Se hizo tal silencio después del arrebato de Escipión, que oyeron los maullidos de un gato que había en el jardín.

—Yo creo que deberíamos aceptar la oferta de la signora Spavento —dijo Avispa en voz baja—. Y que deberíamos dejar esta pelea hasta que le hayamos dado el ala al conte y tengamos nuestro dinero. Después de todo, ya tenemos bastantes problemas de momento como para que encima nos compliquemos más la vida unos a otros, ¿no? —Miró a Próspero y Bo—. Entonces, ¿hay alguien que esté en contra del trato?

Nadie dijo nada.

—Pues está decidido —dijo Avispa—. Trato hecho, signora Spavento.