—¿Seguís sin creerme? —dijo Riccio cuando descubrieron el mensaje de Víctor y el lavabo vacío—. Tenemos que volver a atraparlo ahora mismo.

—¿Ah, sí? ¿Y cómo? —preguntó Mosca, que asomó la cabeza por la puerta forzada del lavabo. En la manta que habían puesto sobre las baldosas para su prisionero, estaba la radio. Montada. Fuera no quedaba ni una pieza. Entró y apretó los botones, mientras los demás seguían ante la nota de Víctor.

—Sólo nos queda creer en lo que ha escrito —dijo Avispa—. ¿O quieres buscar un escondite nuevo, Riccio?

—¿Y el robo? ¿El trato que habíamos hecho con el conte? ¿Quieres olvidarlo todo sólo porque lo dice este cotilla?

—No, no quiero. Pero no se enterará de eso hasta que ya lo hayamos hecho. Y para entonces ya nos habremos fugado con el dinero. A alguna parte.

—A alguna parte. —Riccio miró el mensaje de Víctor. Luego se volvió de forma brusca y desapareció por la puerta que daba a la sala.

Avispa quiso seguirlo, pero Próspero la detuvo.

—Espera —le dijo—. ¿Aún queréis robar el ala? ¿No habéis entendido nada? ¡Escipión no ha entrado nunca a robar en una casa!

—¿Quién habla de Escipión? —Avispa se cruzó de brazos—. Lo haremos sin él. Ahora más que nunca. ¿De qué vamos a vivir si el Señor de los Ladrones ya no trae más botines? Porque parece que ya no lo va a hacer. ¿No? Al conte le dará igual quién le dé el ala. Y cuando tengamos los dos mil quinientos euros, ya no necesitaremos a nadie más, a ningún adulto ni al Señor de los Ladrones. A lo mejor… —Avispa miró de nuevo el mensaje de despedida de Víctor— a lo mejor tendríamos que hacerlo mañana por la noche. Cuanto antes mejor. ¿Tú qué piensas? ¿No quieres participar?

—¿Y qué pasará con Bo? —Próspero la miró y negó con la cabeza—. No. Si os queréis jugar el cuello, perfecto. Os deseo suerte. Pero yo no participaré. Dentro de dos días llegará mi tía a Venecia y entonces Bo y yo ya habremos dejado la ciudad. Intentaremos subir de polizones a un barco. O a un avión… Lo que sea con tal de huir lejos de aquí. Otra gente lo ha conseguido. Salió hace un par de días en el periódico.

—Sí, y no sabes lo que me fastidia haberte leído la noticia. ¿No lo entiendes? —Avispa estaba enfadada, pero se había puesto a llorar—. ¡Es una locura aún más grande que entrar en la casa de otra persona! Pertenecemos al mismo grupo, tú y Bo y Riccio y Mosca… y yo. Somos como una familia, por eso…

—¡Eh, venid, chicos! —gritó Mosca desde el lavabo de hombres—. ¡Me parece que el cotilla ha arreglado la radio! El casete vuelve a funcionar.

Pero Avispa y Próspero no le hicieron caso.

—¡Piénsalo! —le suplicó Avispa en un tono tan triste que incluso le dolió a Próspero—. Por favor. —Luego se volvió y fue junto a Riccio.

No cenaron. Ninguno de ellos tenía hambre. Sólo Bo devoró dos platos de cereales pastosos, mientras sus gatitos ronroneaban junto a él y comían lo que le caía al suelo. Mosca no apareció en toda la noche. Cogió una caña de pescar y su radio y salió al canal, donde estaba su barca, que seguía necesitando con urgencia una mano de pintura. Riccio se metió en su saco de dormir y se tapó tanto que no se le veía ni el pelo. Y Próspero intentaba quitarse de la cabeza todos los pensamientos que no paraban de torturarlo, mientras limpiaba las cagadas de paloma de las butacas y el suelo. Sofía lo miraba. Estaba en el cesto que le habían colgado y lo observaba con la cabeza inclinada. Avispa estaba tumbada sobre su colchón y leía una de las novelas de detectives que había cogido de la estantería de Víctor, pero en algún momento se dio cuenta de que había leído la misma página tres veces, cerró el libro y se puso a ayudar a Próspero a limpiar sin decir nada. Cuando Bo empezó a tener sueño, le leyó un cuento y se quedó dormida con él entre los brazos. Riccio ya roncaba entre sus animales de peluche, pero Mosca aún no había vuelto cuando Próspero se metió bajo las mantas. Se quedó un rato pensando sobre las palabras de honor y las mentiras, sobre los padres y las tías, sobre la amistad y el hogar y los polizones. Se puso de lado y observó cómo dormían Avispa y Bo, pegados una al otro, y a Riccio, que murmuraba algo, y se sintió protegido, a pesar de las cosas horribles que habían ocurrido aquel día. Pero cuando se puso de espaldas a ellos, la oscuridad se le echó encima; le pasó sus dedos negros por los ojos hasta que se sintió tan perdido que se tapó la cabeza con la almohada.

Cuando por fin consiguió dormirse, empezó a soñar que estaba de nuevo con Bo en el tren en el que habían llegado a Venecia. Querían buscar un lugar para dormir, pero cada vez que Próspero abría la puerta de un compartimiento aparecía Esther. Entonces él echaba a correr con su hermano por el estrecho pasillo, abría más puertas y siempre les esperaba su tía, que intentaba agarrar a su hermano. Próspero oía cómo le latía el corazón y a su hermano llamarle detrás suyo, pero no podía entender lo que decía. Parecía que Bo se alejaba cada vez más, a pesar de que él lo cogía de la mano. Luego, de repente, Víctor les cerraba el paso. Y cuando Próspero se volvía y abría desesperadamente la siguiente puerta para huir del detective, descubría que no había otra cosa más que oscuridad gélida, negra como la pez y, antes de que pudiese retroceder, caía en ella. Y Bo ya no estaba a su lado.

Próspero se sobresaltó. Estaba empapado en sudor. A su alrededor había oscuridad. Oscuridad y frío. Pero no tanto como en su sueño. Cogió la linterna que siempre guardaba bajo la almohada y la encendió. El colchón de Avispa estaba vacío. No estaban ni ella ni Bo. Se levantó asustado, fue corriendo hasta el colchón de Riccio y tiró de su saco de dormir. Sólo había muñecos de peluche. Y bajo las mantas de Mosca no había más que la radio.

Habían desaparecido. Todos. Con Bo.

Próspero supo de inmediato dónde estaban. Aun así, fue en medio de la oscuridad hasta el armario donde Mosca había guardado todo lo que necesitaban para llevar a cabo el robo: una cuerda, los planos, salchichas para los perros y betún para taparse la cara. No quedaba nada.

«¿Cómo pueden haberse llevado a Bo?», pensó desesperado mientras se vestía. ¿Cómo podía haberlo permitido Avispa?

La luna aún brillaba sobre la ciudad cuando Próspero salió del cine. Las calles estaban vacías y sobre los canales flotaba una niebla grisácea.

Próspero echó a correr. Sus pasos resonaban tanto sobre los adoquines que hasta él mismo se asustó. Tenía que alcanzar a los demás antes de que saltaran el muro, antes de que entraran en la casa. Se le empezaron a amontonar imágenes en la cabeza, imágenes de policías que cogían a su hermano, que no paraba de patalear, que se llevaban a Avispa y a Mosca y que cogían a Riccio de su pelo pincho.

El puente de la Accademia estaba resbaladizo a causa de la niebla y justo cuando estaba en mitad de él, cayó de rodillas. Pero sacó fuerzas de flaqueza y siguió corriendo por plazas vacías e iglesias negras que se alzaban hacia el cielo. Durante un instante le pareció como si hubiese viajado en el tiempo. Sin gente, la ciudad parecía muy antigua, antiquísima. Cuando llegó al Ponte dei Pugni, apenas podía respirar. Subió los escalones jadeando, se apoyó en la barandilla y miró las huellas que había en el suelo de piedra del puente. Riccio le había dicho que en aquel lugar se celebraban todos los años combates de boxeo entre los representantes de la zona este y de la zona oeste de la ciudad. Las peleas siempre acababan en el agua, que acostumbraba quedar manchada de rojo. Las huellas les servían a los luchadores para saber dónde tenían que ponerse.

Próspero tomó aire y siguió corriendo a pesar de que le temblaban las piernas. Cuando cruzara aquella calle llegaría a Campo Santa Margherita. La casa de Ida Spavento se encontraba en el lado derecho, casi al final de la plaza. No había luz en ninguna de las ventanas. Fue corriendo hasta la puerta principal y escuchó atentamente. Nada. Claro que no. Querían saltar el muro del jardín. Intentó respirar sin hacer ruido. Ojalá que la entrada del callejón que llevaba allí no diera tanto miedo. Tenía la sensación de que el arco de la puerta le sonreía con malicia y de que las nubes cobraban vida y le hacían muecas cuando la luna las iluminaba con su luz pálida. Entonces Próspero cerró los ojos con fuerza y siguió andando sin abrirlos, recorriendo el muro frío con los dedos.

Sólo tenía que dar un par de pasos en aquella oscuridad, negra como la pez, y volvería a hacerse más claro. El muro del jardín de la Casa Spavento se alzaba gris entre las casas que tenía al lado, y encima de él estaba sentada una figura oscura. Próspero sintió rabia y alivio a la vez cuando la vio.

Le temblaban las rodillas y le costaba respirar. Sus pasos resonaban en mitad del silencio. La figura se asustó y miró hacia abajo. Era Avispa. La reconoció a pesar de que tenía toda la cara pintada de negro.

—¿Dónde está Bo? —preguntó enfadado, y se puso las manos en los costados, que le dolían—. ¿Por qué lo habéis traído con vosotros? ¡Que venga aquí ahora mismo!

—¡Tranquilízate! —susurró ella—. ¡No lo hemos traído! Nos ha seguido. ¡Y luego nos ha amenazado con despertar a todo Campo Santa Margherita a gritos si no lo ayudábamos a saltar el muro! ¿Qué querías que hiciéramos? Ya sabes lo tozudo que puede ser.

—¿Está dentro? —Casi no podía hablar del miedo.

—¡Cógela! —Avispa le lanzó la cuerda que había comprado. Sin pensárselo dos veces, Próspero se la ató a la muñeca y empezó a escalar. El muro era alto y tenía la superficie irregular, por lo que se hizo alguna pequeña herida en las manos. Cuando por fin llegó arriba, Avispa cogió la cuerda sin decir nada y lo ayudó a bajar al jardín. Cuando llegó al suelo se le había secado la boca del miedo que tenía. Avispa le lanzó la cuerda y bajó a su lado de un salto.

Las hojas secas crujieron bajo sus pies cuando pasaron junto a los macizos de flores y las macetas vacías de camino hacia la casa. Mosca y Riccio ya habían llegado a la puerta de la cocina. A Mosca costaba verlo en la oscuridad y Riccio se había pintado la cara de negro con betún, como Avispa. Bo se escondió asustado detrás de Mosca cuando vio a su hermano.

—¡Tendría que haberte dejado con la tía Esther! —le dijo Próspero—. Maldita sea, ¿has pensado lo que estás haciendo?

Bo se mordió los labios.

—Pero es que quería venir —murmuró.

—Nosotros nos vamos ahora mismo —dijo Próspero en voz baja—. Ven. —Intentó coger a su hermano, pero éste se le escurrió entre los dedos.

—¡No, yo me quedo aquí! —gritó tan alto que Mosca le tapó la boca con la mano del susto. Riccio y Avispa miraron preocupados la ventana del primer piso, pero no se encendió la luz.

—¡Próspero, déjalo, por favor! —susurró Avispa—. Todo saldrá bien.

Mosca le quitó la mano de la boca lentamente.

—No lo vuelvas a hacer, ¿vale? —gruñó—. Casi me muero del susto.

—¿Están los perros? —preguntó Próspero.

Avispa negó con la cabeza.

—Como mínimo aún no los hemos oído —murmuró.

Riccio suspiró y se arrodilló ante la puerta de la cocina. Mosca le iluminó con su linterna.

—¡Maldita sea, la cerradura está tan oxidada que se ha atascado! —exclamó Riccio en voz baja.

—Ah, por eso no necesitan cerrojo —murmuró Mosca.

Avispa se acercó a Próspero, que estaba apoyado con la espalda contra la pared de la casa y miraba la luna.

—No tienes por qué entrar —le susurró—. Yo cuidaré de tu hermano.

—Si Bo entra, yo también —respondió él.

Riccio murmuró una oración y empujó la puerta. Mosca y él entraron los primeros, luego Bo y después Avispa. Sólo Próspero dudó un momento, pero enseguida los siguió.

Los ruidos de una casa desconocida los rodeaban. Oían el tic tac de un reloj y el zumbido de la nevera. Siguieron adelante con una mezcla de vergüenza y curiosidad.

—¡Cierra la puerta! —murmuró Mosca.

Avispa iluminó las paredes con su linterna. La cocina de Ida Spavento no tenía nada de especial. Ollas, sartenes, botes de especias, una cafetera, una mesa grande, un par de sillas…

—¿No es mejor que se quede uno de nosotros de guardia aquí? —preguntó Riccio.

—¿Para qué? —Avispa abrió la puerta que daba al pasillo y sacó la cabeza—. Es poco probable que la policía salte el muro. ¡Ve tú delante! —le susurró a Mosca, que asintió con la cabeza y cruzó la puerta.

Llegaron a un pasillo estrecho, tal y como aparecía en el plano, y al cabo de pocos metros encontraron las escaleras que conducían al piso de arriba. En la pared, junto a los escalones, había colgadas varias máscaras que tenían un aspecto inquietante a causa de la luz de las linternas. Una se parecía a la que llevaba siempre Escipión.

La escalera daba a una puerta. Mosca la abrió un poco, miró y les hizo un gesto a los otros. Avanzaron por un pasillo algo más ancho que el del piso de abajo. Dos lámparas de techo lo iluminaban débilmente. La calefacción hizo un ruido en alguna parte, pero luego volvió a quedar todo en silencio. Mosca se llevó un dedo a los labios como señal de advertencia cuando llegaron a las escaleras que llevaban al piso superior. Miraron los pequeños escalones con preocupación.

—Quizá no hay nadie —murmuró Avispa. La casa parecía desierta con todo aquel silencio y las habitaciones a oscuras. Tras las dos primeras puertas había un baño y una pequeña habitación para los trastos. Mosca lo sabía gracias al plano que les había dado el conte.

—Pero ahora se pone más interesante —murmuró, cuando llegaron a la tercera puerta—. Esto tendría que ser el salotto. Quizá la signora Spavento ha colgado el ala sobre el sofá. —Iba a poner la mano en el picaporte cuando alguien abrió la puerta.

Mosca retrocedió y chocó con los demás del susto que se llevó. Pero ante la puerta no se encontraba Ida Spavento, sino Escipión.

El Escipión que conocían. Llevaba puesta su máscara, las botas de tacones altos, el chaquetón negro largo y los guantes de piel oscuros.

Riccio lo miró atónito, pero la cara de Mosca no expresaba otra cosa que rabia.

—¿Qué haces aquí? —le preguntó.

—¿Qué hacéis vosotros aquí? —les preguntó él—. Me lo encargaron a mí.

—¡Cierra la boca! —Mosca le pegó un empujón en el pecho que le hizo retroceder—. ¡Mentiroso cabrón! Nos has tomado el pelo como te ha dado la gana. ¡El Señor de los Ladrones! Quizá para ti esto sea una aventura, pero nosotros necesitamos el dinero, ¿te enteras? Y por eso robaremos nosotros el ala del conte. Dinos, ¿está ahí?

Escipión se encogió de hombros.

Mosca lo apartó de un empujón y desapareció en la oscuridad de la habitación.

—¿Cómo has entrado? —le preguntó Riccio de mala manera.

—No ha sido muy difícil, si no, vosotros tampoco estaríais aquí —respondió en tono burlón—. Y lo vuelvo a decir. Yo le llevaré el ala al conte. Sólo yo. Recibiréis vuestra parte, como siempre, pero ahora largaos.

—Lárgate tú —dijo Mosca, que apareció de nuevo detrás de él—. ¡Si no, le contaremos a tu padre que su hijito se dedica a entrar en las casas de la gente por la noche! —Habló tan alto que Avispa tuvo que meterse entre los dos.

—¡Basta ya! ¿Habéis olvidado dónde estamos?

—No puedes llevarle nada al conte, Señor de los Ladrones —le susurró Riccio a Escipión al oído, furiosamente—. No podrás avisarlo porque nosotros tenemos la paloma.

Escipión se mordió los labios. No había pensado en el pájaro.

—Venga —susurró Mosca sin mirar a Escipión—. Sigamos buscando. Yo me encargo de la puerta de la izquierda con Próspero; Riccio y Avispa, la de la derecha.

—¡Y cuidadito con llevarnos la contraria, Señor de los Ladrones! —añadió Riccio.

Escipión no contestó. Se los quedó mirando inmóvil. Mosca, Riccio y Avispa ya habían desaparecido tras las puertas cuando Próspero se volvió. Escipión seguía en su lugar y no se movió.

—Vete a casa —le dijo Próspero en voz baja—. Los otros están bastante enfadados contigo.

—Bastante —murmuró Bo y miró a Escipión con cara de preocupación.

—¿Y vosotros?

Como Próspero no respondió, se dio la vuelta bruscamente y subió por las escaleras.

—Mirad esto —susurró Mosca cuando Bo y Próspero aparecieron por la puerta—. En el plano ponía «Laboratorio» y yo no paraba de preguntarme a qué podía referirse. ¡Es un laboratorio fotográfico! Con todo lo necesario —iluminó la habitación con su linterna. Estaba maravillado.

—Escipión ha subido arriba —dijo Próspero.

—¿Qué? —exclamó Mosca, que se volvió asustado cuando Riccio y Avispa abrieron la puerta.

—En el comedor tampoco está el ala —susurró Avispa—. ¿Y aquí?

—Escipión ha subido arriba —dijo Mosca—. ¡Tenemos que ir tras él!

—¿Arriba? —Riccio se pasó la mano por su pelo pincho. Todos habían tenido miedo de eso: de tener que subir a la otra planta, donde dormía la propietaria de la casa sin saber lo que estaba ocurriendo.

—El ala tiene que estar arriba —exclamó Mosca—. ¡Y si no nos damos prisa, nos la cogerá el Señor de los Ladrones!

Siguieron en el laboratorio fotográfico, mirándose los unos a los otros sin saber qué hacer.

—Mosca tiene razón —dijo Avispa—. Sólo espero que la escalera no cruja tanto como la otra.

De repente se encendió la luz. Roja.

Los niños se volvieron asustados. Había alguien en la puerta, una mujer que llevaba un abrigo grueso y una escopeta de caza bajo el brazo.

—Disculpad —dijo Ida Spavento y apuntó a Riccio, seguramente porque era el que estaba más cerca—. ¿Os he invitado?

—¡Por favor! ¡Por favor, no dispare! —balbuceó Riccio, que levantó los brazos. Bo se escondió detrás de Próspero y Avispa.

—Oh, no pensaba disparar —dijo Ida Spavento—. Pero no me podéis recriminar que haya cogido la escopeta después de oír vuestros cuchicheos. Un día decido salir por fin un poco, ¿y qué me encuentro a la vuelta? ¡Una banda de pequeños ladrones que han entrado en mi casa con linternas! Podéis estar contentos de que no haya llamado a los carabinieri.

—¡Por favor! ¡No avise a la policía! —suplicó Avispa—. Por favor, no lo haga.

—Bueno, quizá no. No parecéis muy peligrosos. —Ida Spavento dejó la escopeta, sacó un paquete de cigarrillos del bolsillo del abrigo y se puso uno entre los labios—. ¿Queríais robarme mis cámaras de fotos? Las podéis conseguir más fácilmente en las calles.

—No, nosotros… no queríamos robar nada valioso, signora —dijo Avispa con voz entrecortada—. Nada, de verdad.

—¿Ah, no? ¿Entonces qué?

—El ala —balbuceó Riccio—. Y sólo es de madera. —Seguía con los brazos en alto, a pesar de que el cañón le apuntaba a los pies.

—¿El ala? —Ida Spavento dejó la escopeta en el suelo, apoyada contra la pared.

Riccio bajó los brazos y suspiró aliviado y Bo se atrevió a salir de detrás de su hermano.

Ida Spavento lo miró y frunció el ceño.

—Aún hay otro —dijo—. ¿Cuántos años tienes? ¿Cinco? ¿Seis?

—Cinco —murmuró Bo, que la miró con desconfianza.

—Cinco. Madonna! Sois una banda de ladrones muy jóvenes. —Ida Spavento se apoyó en el marco de la puerta y los miró a todos, uno detrás de otro—. ¿Qué hago ahora con vosotros? Entráis en mi casa, me queréis robar… ¿Qué sabéis del ala? ¿Y quién os ha contado que la tengo?

—Entonces, ¿la tiene de verdad? —Riccio la miró con los ojos abiertos como platos.

La mujer no respondió.

—¿Para qué la queréis? —repitió, y tiró la ceniza de su cigarrillo.

—Alguien nos ha encargado que la robemos —murmuró Mosca. Ida Spavento lo miró con incredulidad.

—¿Encargado? ¿Quién?

—¡No se lo podemos decir! —dijo una voz detrás suyo.

La mujer se volvió sorprendida, pero antes de que pudiera saber qué ocurría, Escipión cogió la escopeta y la apuntó con ella.

—Escipión, ¿qué haces? —exclamó Avispa, pasmada—. ¡Deja el arma donde estaba!

—¡Tengo el ala! —dijo Escipión sin dejar de apuntar—. Estaba colgada en el dormitorio. Venga, es mejor que nos vayamos.

—¿Escipión? ¿Quién hay ahí? —Ida Spavento tiró el cigarrillo al suelo y se cruzó de brazos—. Esta noche tengo la casa repleta de invitados no deseados. Llevas una máscara muy interesante, cielo; yo tengo una parecida, pero la diferencia es que no la uso para robar a la gente. Ahora baja la escopeta.

Escipión dio un paso atrás.

—Se cuentan muchas historias raras sobre esta ala —dijo Ida—. ¿No os ha dicho nada vuestro cliente?

Escipión no le hizo caso.

—¡Si no venís, me voy solo! —les dijo a los otros—. Con el ala. Y no compartiré el dinero con vosotros. —La escopeta le temblaba entre las manos.

—¿Venís o no? —gritó de nuevo.

En ese momento Ida Spavento dio un paso hacia él, cogió la escopeta por el cañón y se la quitó de un tirón.

—¡Basta ya! —exclamó la mujer—. Las cosas no funcionan así. Y ahora devuélveme el ala.

Escipión la había envuelto en una manta y la escondió en el baño al oír las voces en el pasillo.

—¡La habríamos conseguido! —murmuró Escipión con la cara triste cuando dejó el bulto a los pies de la mujer—. Si estos atontados no se hubiesen quedado petrificados. —Miró con desdén a los otros, que estaban apretujados junto a la puerta del laboratorio fotográfico. Riccio era el único que había agachado la cabeza y ponía cara de arrepentimiento. Los demás miraban a Escipión de manera desafiante.

—¡Cierra la boca de una vez! ¡Te has vuelto loco de remate! —le espetó Mosca—. ¡A quién se le ocurre entrar aquí con un arma!

—¡No habría disparado! —le gritó Escipión—. Sólo quería que consiguiéramos el dinero. Os lo habría dado todo. Tú mismo lo has dicho, lo necesitabais.

—¿El dinero? Ah, sí, claro. —Ida Spavento se agachó y desenvolvió la manta que Escipión había usado para proteger el ala—. ¿Cuánto piensa pagaros vuestro cliente, si no es mucha indiscreción, por mi ala?

—Mucho, mucho —respondió Avispa que, tras algunos titubeos, se acercó a la mujer desconocida. Tenía el ala ante sus pies. La pintura blanca se había desgastado, como el ala que aparecía en la foto que les había dado el conte. Pero en ésta había restos de oro por todos lados.

—Decidme su nombre. —Ida Spavento volvió a taparla con la manta, la cogió y se puso de pie. La punta del ala sobresalía un poco—. Si me decís el nombre de vuestro cliente, yo os contaré por qué quiere pagar tanto dinero por un trozo de madera.

—No sabemos su nombre —respondió Riccio.

—Se hace llamar el conte —dijo Mosca casi sin darse cuenta. Escipión lo miró con cara de pocos amigos—. ¿Qué miras así, Señor de los Ladrones? ¿Por qué no se lo podemos decir?

—El Señor de los Ladrones. —Ida Spavento enarcó las cejas—. ¡Oh! Debería sentirme honrada de que me hayas venido a robar, ¿no? —Miró a Escipión con expresión burlona—. Bueno, necesito un café. Supongo que no hay nadie que esté esperando todo preocupado a que volváis a casa, ¿verdad? —Miró a los niños de manera inquisitiva.

Ninguno respondió. Sólo Avispa negó con la cabeza.

—No —dijo en voz baja.

—De acuerdo, entonces hacedme compañía —dijo Ida Spavento—, y si queréis, os contaré una historia. Sobre un ala perdida y un tiovivo. A ti también —le dijo a Escipión cuando pasó a su lado—. Aunque quizás el Señor de los Ladrones tiene algo mejor que hacer.