A Víctor no le costó demasiado forzar la cerradura de su cárcel. Mosca le había quitado la caja de herramientas antes de irse, pero siempre llevaba un poco de alambre y otras cosas útiles para casos de emergencia en la doble suela de su zapato. Ya estaba en el vestíbulo, con la caja de las tortugas bajo el brazo, cuando decidió que no podía irse sin escribir un par de frases de despedida. Como no encontró ningún papel, escribió su nota con un rotulador en la pared blanca:
Atención, ésta es la palabra de honor de Víctor y, como ya os dije, Víctor nunca rompe sus palabras de honor: no les contaré nada a los Hartlieb, a no ser que me entere de que se ha cometido algún extraño robo. Nos vemos. Seguro.
Víctor
Cuando acabó, dio un paso hacia atrás y miró lo que había escrito. «Debo de haberme vuelto loco», pensó tras releer sus propias palabras. Luego se le ocurrió que debería intentar encontrar la pistola que Próspero le había quitado o la cartera que le habían robado. Pero ¿por dónde podía buscar? ¿Entre los trastos del vestíbulo? Quizá lo sorprendería la banda y volvería a empezar todo de nuevo.
«Da igual, mejor que me vaya a casa», pensó. Le dolían todos los huesos después de dormir en el suelo. A pesar de lo cansado que estaba, tuvo que abrir de nuevo el camino para llegar a la puerta de entrada, ya que los niños la habían vuelto a atrancar. Al final consiguió salir a la calle.
Tres casas más allá, había un par de mujeres que charlaban delante de la puerta. Cuando vieron salir a Víctor del cine abandonado se quedaron calladas, pero él las saludó como si aquello fuera lo más normal del mundo, cerró la puerta tapada con cartón y emprendió el camino de vuelta a casa con sus tortugas.