Cuando Riccio y Avispa se marcharon para encontrarse con Escipión en Campo Santa Margherita, tal y como habían acordado, Próspero fue con ellos.
Hacía más de dos días que no salía del escondite por miedo a Víctor y tenía ganas de respirar aire fresco. Mosca se quedó de buena gana con su prisionero, ya que tenía remordimientos de conciencia por haberse quedado dormido durante la noche, cuando le tocaba hacer guardia. Y Bo quería cuidar de la tortuga abandonada, probablemente porque no tenía ganas de andar hasta el lugar del encuentro.
—Bueno, entonces también puedes ocuparte de que tus gatitos no se coman la paloma —dijo Avispa antes de darle un gran beso de despedida—. Recuerda que la necesitamos.
—Ya lo sé —respondió Bo, y la paloma Sofía, que estaba sentada toda hinchada en el respaldo de una de las butacas, dejó caer una cagada de paloma sobre el asiento, como para confirmar las palabras de Avispa.
Mosca suspiró, cogió un trapo y la limpió.
Campo Santa Margherita estaba bastante lejos. Se encontraba en Dorsoduro, en la zona sur de Venecia, más allá del Canal Grande. Las casas que había a lo largo del canal quizá no eran tan lujosas y espléndidas como las de otros lugares de la ciudad, pero muchas tenían más de quinientos años. Había pequeñas tiendas, cafés, restaurantes, un mercado de pescado todas las mañanas y en medio de la plaza estaba el quiosco de prensa, cuyo propietario le había contado a Riccio tantas cosas sobre Ida Spavento. En el Campanile de Santa Margherita un dragón de piedra dominaba la zona y Riccio afirmaba que a sus pies se cazaban antes toros y osos, como en Campo San Polo, al norte de la ciudad.
La plaza, que acostumbraba estar muy animada, se encontraba casi vacía cuando llegaron los tres. Hacía un día frío y lluvioso y las sillas de los cafés estaban vacías, sólo un par de mujeres andaban con sus cochecitos de bebé entre las mesas. En los bancos que había bajo los árboles, a los que ya no les quedaba ni una hoja, estaban sentados hombres mayores que miraban con cara de mal humor al cielo. Parecía como si alguien hubiese tendido una sábana gris sobre la ciudad. Incluso las paredes enyesadas de las casas parecían sucias y sin vida y no podían esconder lo viejas que eran en este día nublado.
La casa que querían visitar de noche dentro de poco, y con cuyo plano no sólo soñaba Mosca, también parecía haber visto días mejores. No parecía en absoluto que escondiera detrás de sus paredes de color ocre un tesoro por el que alguien estuviese dispuesto a pagar dos mil quinientos euros. Sólo podían llegar al jardín de la parte trasera, oculto en el laberinto de casas, aquellos que conocieran su existencia. Había que atravesar una calle oscura, y la entrada no era más que un agujero negro entre la Casa Spavento y la de al lado.
Riccio había explorado el callejón junto con Mosca. Incluso habían escalado el muro que había detrás del jardín y visto los macizos de flores y los caminos de grava. Y hoy Riccio quería entrar de nuevo con Escipión. Pero Escipión no aparecía. Pasaba el tiempo y Riccio, Próspero y Avispa seguían esperando delante del quiosco de prensa. Los olisquearon perros, vieron a gatos que perseguían palomas rollizas y a mujeres cargadas con las bolsas de la compra que cruzaban los adoquines mojados de la plaza, pero Escipión no apareció.
—¡Qué raro! —dijo Avispa, que no paraba de dar saltos para quitarse el frío—. Nunca se había retrasado tanto cuando habíamos quedado en algún lugar.
—¿Por qué quería encontrarse aquí con vosotros? —preguntó Próspero—. ¿Quiere ver la cerradura a la luz del día?
—¡Qué va! Será la última inspección del lugar de los hechos o algo así —murmuró Riccio—. ¿Cómo lo vamos a saber? Además, durante el día también está bastante oscuro en el muro y, hasta el momento, Mosca y yo no nos hemos encontrado con nadie. ¿Os ha contado Escipión alguna vez cómo le quitó el anillo a una mujer mientras dormía en el Palazzo Falier?
—Sí, conocemos igual de bien que tú todas las historias de Escipión. —Avispa suspiró y miró a su alrededor con la frente arrugada—. Ni rastro de él. ¿Qué demonios ocurre?
—¡Eh, mirad ahí! —Riccio le cogió el brazo—. ¡Se acerca el ama de llaves de los Spavento con la compra!
Una mujer gorda, que andaba como un pato, cruzaba la plaza. En una mano llevaba las correas de tres perros y en la otra dos bolsas llenas. Los perros ladraban a todo aquel que se acercaba a su pequeño hocico y la mujer tenía que tirar continuamente de ellos.
—¡Qué casualidad! —susurró Riccio y la miró con curiosidad.
—No me gusta nada el asunto de los perros —dijo Avispa—. ¿Qué ocurrirá si están en la casa cuando entremos nosotros? Tampoco son tan pequeños.
—Bah, de éstos nos encargamos en un plis plas —Riccio dejó una revista que había estado hojeando en su sitio, se pasó la mano por el pelo y les guiñó un ojo a los dos—. Esperad aquí.
—¿Adónde vas? —preguntó Avispa preocupada—. No hagas ninguna tontería.
Pero Riccio echó a andar por la plaza silbando. Parecía mirar a todos lados, menos en la dirección del ama de llaves de la signora Spavento, que tenía bastantes dificultades para seguir el paso de sus perros.
—¡Sal de en medio! —gritó la mujer gorda.
Pero Riccio no le hizo caso. Cuando pasó a su lado, se puso de repente en mitad de su camino y ella no tuvo tiempo de esquivarlo. Ambos chocaron, las bolsas de la compra fueron a parar al suelo de la plaza y los perros echaron a correr ladrando detrás de las manzanas y los repollos, que rodaron por los adoquines mojados.
—Maldita sea, ¿qué se le habrá ocurrido al pelo pincho? —le susurró Avispa a Próspero. Riccio se puso a recoger los repollos, mientras la signora no paraba de maldecir y se agachaba para coger las manzanas.
—¿Tú estás bien de la cabeza? ¿Cómo se te ocurre meterte en mi camino de esta manera? —oyeron que gritaba la mujer.
—Scusi! —Riccio puso la mejor de sus sonrisas y enseñó su fea dentadura—. Estoy buscando la consulta del doctor Spavento, el dentista. ¿Vive en esa casa?
—¡Qué tontería! —le espetó la gorda—. Aquí no vive ningún dentista, aunque necesitarías uno urgentemente. Es la casa de la signora Ida Spavento, que es la única que vive ahí, y ahora sal de mi camino antes de que te tire un repollo a la cabeza.
—Lo siento de verdad, signora. —Riccio puso cara de arrepentido y lo hizo tan bien que incluso Próspero y Avispa, que se encontraban a tan sólo a un par de pasos de ellos, se lo creyeron—. ¿Quiere que la ayude a llevar las bolsas hasta la casa?
—¡Vaya, es todo un caballero! —La gorda se quitó un mechón de pelo de la cara y miró a Riccio con más simpatía. Pero entonces frunció el ceño—. Un momento. ¿Acaso aún quieres sacar algo de este accidente, zorro?
Riccio negó con la cabeza ofendido.
—¡No se me ocurriría nunca, signora!
—Va bene, entonces acepto tu oferta. —El ama de llaves de la signora Spavento le dio las bolsas a Riccio y se ató las correas de los perros alrededor de su regordeta muñeca—. Al fin y al cabo no tengo muy a menudo la suerte de tropezarme con un caballero.
Avispa y Próspero siguieron a la pareja desde una distancia segura. Y observaron cómo se volvió Riccio una vez para mostrarles su sonrisa triunfal antes de desaparecer en el interior de la casa de Ida Spavento.
Tardó bastante en salir. Se quedó de pie en la puerta de entrada como un conde, contento consigo mismo y el mundo, mientras lamía el enorme helado que había recibido como recompensa por un trabajo tan duro. Entonces cerró la puerta tras de sí y volvió con sus dos amigos.
—¡No hay ningún cerrojo en el interior! —murmuró con cara de complicidad—. Ni siquiera tiene dos cerraduras. Parece que la signora Spavento no tiene mucho miedo de que le entren a robar.
—¿Estaba en casa? —preguntó Próspero y miró hacia el balcón que había sobre la puerta de entrada.
—No la he visto. —Riccio dejó que Avispa tomara un poco de su helado—. Pero la cocina está en el lugar donde aparecía en el plano. He cargado con las bolsas de la gorda. Así que es probable que el dormitorio esté en la buhardilla. Ya os digo que si la signora Ida Spavento se va a dormir de verdad tan pronto como parece, esto será más fácil que robar velas.
—¡Bueno, no cantes victoria antes de tiempo! —murmuró Avispa, y miró preocupada las ventanas en cuyos cristales se reflejaba el cielo gris.
—¡Esperad, que aún no os he contado lo mejor! —exclamó Riccio—. En la cocina hay una puerta trasera que da al jardín. Y no estaba en el plano. Y, agarraos bien, tampoco tiene cerrojo. La signora Spavento es muy despreocupada, ¿no?
—Vuelves a olvidarte de los perros —le recriminó Avispa—. ¿Qué pasará si no son del ama de llaves y no les gustan tus salchichas?
—¡Qué dices! A todos los perros les encantan las salchichas, ¿no es verdad, Pro?
Próspero sólo asintió con la cabeza y miró el reloj.
—Maldita sea. Ya es casi la una —murmuró preocupado— y Escipión aún no ha llegado. ¡Espero que no le haya pasado nada!
Esperaron media hora más. Entonces incluso Riccio estaba convencido de que el Señor de los Ladrones no aparecería. Con la cara triste, emprendieron el camino en dirección al piso de su prisionero para dar de comer a su tortuga abandonada.
—No lo entiendo —dijo Riccio cuando se encontraban delante del portal de la casa de Víctor—. ¿Qué puede haberle pasado?
—Seguro que no le ha ocurrido nada —dijo Avispa mientras subían por las escaleras empinadas que llevaban a la oficina—. A veces, cuando hemos quedado en el escondite, también ha llegado tarde. —Pero lo cierto es que estaba tan preocupada como los otros dos.
La tortuga macho de Víctor parecía muy sola. Cuando Próspero y Avispa se inclinaron sobre la caja, apenas se atrevió a sacar la cabeza del caparazón, pero en cuanto vio que le daban una hoja de lechuga alargó su cuello arrugado.
Riccio no le hizo caso a la tortuga. Le parecía ridículo preocuparse por el animal doméstico de un prisionero y se probó las barbas y bigotes postizos de Víctor delante del espejo.
—¡Eh, mira, Pro! —dijo, y se pegó el mostacho de morsa—. ¿No lo llevaba puesto cuando tropezaste con él?
—Quizá sí —respondió Próspero y miró el escritorio. Bajo el león que usaba de abrecartas había una fotografía de las dos tortugas y junto a la máquina de escribir vio varias hojas de papel llenas de garabatos y una manzana mordida.
—¿Qué tal me queda? —preguntó Riccio, y se puso una barba muy densa de un color rubio rojizo.
—Pareces un gnomo de los bosques —respondió Avispa, que cogió un libro de la estantería en la que Víctor guardaba sus novelas de detectives que había leído mil veces, y se puso cómoda en una silla. Próspero se sentó en el sillón de Víctor y empezó a rebuscar entre los cajones del escritorio. No había más que papeles y clips, sellos de goma, unas tijeras, llaves, postales y tres bolsas de caramelos.
—¿Tiene cigarrillos por casualidad? —Riccio se puso una nariz postiza.
—No fuma, come caramelos —respondió Próspero y cerró los cajones—. ¿Habéis visto un dossier por algún lado? Tiene que tener informes sobre sus casos.
—Sólo se ha hecho detective porque le gusta disfrazarse. Seguro que no tiene informes de ningún tipo. —Riccio se pegó unas cejas espesas, se puso un sombrero sobre su pelo pincho e intentó poner cara solemne—. ¿Qué os parece? ¿Tendré esta pinta de mayor?
—Tiene que haber escrito algo en algún lado.
Justo en el momento en que Próspero descubrió los archivadores que Víctor tenía en el armario, sonó el teléfono. Avispa no levantó ni la cabeza.
—Déjalo que suene —murmuró—. No creo que sea para nosotros.
Eso hicieron. Riccio se probó todos los sombreros, barbas y pelucas y se sacó fotografías en el espejo hasta que se acabó el carrete de la cámara, mientras Próspero seguía sentado al escritorio y revisaba el archivo de Víctor de arriba abajo. Al cabo de diez minutos volvió a sonar el teléfono, justo cuando Próspero encontró una foto suya y de su hermano en una funda trasparente. La miró fijamente.
Avispa levantó la vista de su libro.
—¿Qué es eso?
—Sólo una foto. De Bo y de mí. Nos la hizo mi madre cuando cumplí once años.
El teléfono sonó por tercera vez. Y volvió a parar.
Próspero siguió mirando la foto. Cerró el puño sin darse cuenta.
Avispa deslizó una mano sobre el escritorio y le acarició los dedos.
—¿Qué ha escrito el cotilla sobre vosotros? —preguntó.
Próspero se metió la fotografía en la chaqueta y le pasó las anotaciones de Víctor.
—No hay mucho que leer.
—Déjamelo ver. —Avispa dejó el libro y se inclinó sobre la mesa—. Oh, parece que a él tampoco le cayó muy simpática tu tía. La llama «narizotas» y a tu tío «armario ropero». «No tienen ningún interés en el mayor —leyó—. Ya no parece un osito de peluche.» —Avispa miró a Próspero y sonrió—. Eh, eso es verdad. Este detective no es tan tonto como parece. —Volvió a sonar el teléfono—. Dios mío, no se me habría ocurrido que pudiese tener tantos clientes. —Harta de oírlo cogió el auricular—. Pronto! —dijo cambiando la voz—. Oficina de Víctor Getz. ¿Qué puedo hacer por usted?
Riccio se tapó la boca con la mano para que no lo oyeran reírse. Avispa apretó un botón del teléfono y la voz de Esther resonó por toda la oficina de Víctor. No hablaba muy rápido, pero su italiano era bastante bueno:
—… varios días que intento ponerme en contacto con el señor Getz. Me dijo que andaba tras la pista de los dos niños y que me enviaría una foto de ellos que les había hecho en la Plaza de San Marcos…
Avispa miró asustada a Próspero.
—No sé nada de eso —balbuceó—. Esto, hmm, podría haber sido un error. Ayer descubrió una pista nueva. Muy nueva. Ahora el señor Getz cree que los chicos quizá ya no están en Venecia. ¿Hola?
Sólo se oía silencio al otro lado de la línea.
Los tres niños no se atrevían ni a moverse.
—¡Qué interesante! —dijo Esther tajantemente—. Pero preferiría que fuera el señor Getz en persona quien me diera esta información. Haga el favor de avisarlo de inmediato para que coja el teléfono.
—El…, él… —Avispa se puso a tartamudear y se olvidó de cambiar la voz por culpa de la emoción y los nervios— no está aquí. Yo sólo soy su secretaria. Ha tenido que irse a causa de otro caso.
—¿Quién es usted? —Por el tono de voz, parecía que Esther se estaba empezando a enfadar—. Que yo sepa, el señor Getz no tenía secretaria.
—¡Claro que la tiene! —Avispa parecía indignada de verdad—. ¿Qué se cree usted, maldita sea? Mi jefe le contará lo mismo que yo, pero ahora mismo está de viaje. Vuelva a llamar dentro de una semana.
—Ahora escúcheme usted, quienquiera que sea… —el tono de voz de Esther era cada vez más contundente—: ya le he dejado el aviso al señor Getz en el contestador, pero dígaselo de nuevo. Mi marido tiene que volver dentro de dos días a Venecia por asuntos de negocios y espero ver al señor Getz el martes en el Sandwirth. A las tres en punto. Que pase un buen día —y se cortó la comunicación.
Avispa colgó el teléfono asustada.
—Creo que no lo he hecho muy bien —murmuró.
—Tenemos que irnos —dijo Próspero y dejó el archivador que había revisado en su sitio. Avispa lo miró con cara de preocupación. Entonces fue corriendo hasta la estantería de Víctor y se metió un par de libros bajo el jersey.
—Jo, ¿no estaría bien que nos buscara alguien más simpático? —Riccio metió la lengua en el agujero que tenía entre los dientes, enfrascado en sus pensamientos—. Algún tío o abuelo simpático y que estuviera forrado, como los que aparecen en las historias que nos lee Avispa.
—Esther es rica —dijo Próspero.
—¿De verdad? —Riccio metió las barbas postizas de Víctor en su mochila. Y también la nariz—. Pues podrías preguntarle si no le gustaría llevarme a mí en vez de a Bo. No soy mucho más grande que él y tampoco exijo que sean demasiado simpáticos conmigo. Mientras no me peguen…
—No es de ésas —murmuró Próspero y revolvió una vez más los cajones—. ¿A qué foto se refería? Claro, ya sabía yo que el hombre que le daba de comer a las palomas que conoció Bo le había sacado una fotografía. Riccio, coge la cámara, quizás aún está dentro el carrete.
Riccio se la colgó al cuello y se puso de nuevo ante el espejo de Víctor.
—¡Buenos días, signora Esther! —dijo y se puso a reír con los labios apretados para que no se le viera el agujero que tenía entre los dientes—. ¿Quiere ser mi nueva madre? He oído que no pega a los niños y que tiene bastante dinero.
—¡Olvídalo, erizo! —dijo Avispa y lo miró por encima del hombro—. La tía de Próspero quiere a un osito de peluche, no a un erizo con los dientes torcidos. Venga, vámonos de aquí. Es mejor que nos llevemos también a la tortuga, si no tendremos que volver todos los días mientras el detective siga siendo nuestro prisionero.
—¡Quizás Escipión ha vuelto al escondite! —dijo Riccio esperanzado, mientras cerraba la puerta del piso de Víctor tras de sí.
—Quizá —dijo Próspero.
Pero ninguno de los tres parecía muy convencido.