Echaron una manta en el suelo para Victor, sobre las frías baldosas. Aun así no estaba muy cómodo. Nunca lo habían atrapado y atado. ¡Una banda de niños lo había encerrado en el viejo lavabo de un cine! Y el hijo del dottor Massimo le puso la mordaza en la boca tan rápido que no tuvo tiempo de decirles a aquellos pequeños cabrones que fuera del cine, junto a la puerta, había una tortuga resfriada dentro de una caja de cartón.

Pasaron las horas y Víctor seguía pensando en lo mismo: «¡Tendría que haberlo sabido! Tendría que haberlo sabido en cuanto entró en mi despacho aquella mujer de la nariz puntiaguda, Esther, con su abrigo de color amarillo claro. El amarillo siempre ha sido el color de la mala suerte».

Por vigésima vez intentó en vano alcanzar sus zapatos, ya que en el tacón tenía escondidas un par de herramientas para casos de emergencia. De repente se abrió la puerta. De manera muy silenciosa, como si la persona que acababa de entrar no quisiera dejar rastro de su presencia allí. ¿Qué significaba aquello? Seguro que nada bueno. Preocupado, Víctor intentó volverse. Una linterna lo iluminó en la cara y alguien se arrodilló junto a él sobre la áspera manta. Próspero.

Víctor suspiró aliviado. No sabía por qué, puesto que Próspero lo miraba con una cara que expresaba de todo menos amabilidad. Pero como mínimo le quitó la apestosa mordaza. El detective escupió para quitarse aquel sabor asqueroso de la boca.

—¿Te ha dado permiso tu jefe, el de los ojos negros? —preguntó—. Seguro que me quería intoxicar con estos trapos tan sucios.

—Escipión no es nuestro jefe —respondió Próspero y lo ayudó a ponerse en pie.

—¿Ah, no? Pues se comporta como si lo fuera. —Víctor gimió y se apoyó contra la pared. Le dolían todos los huesos del cuerpo—. ¿No piensas desatarme las manos?

—¿Acaso se cree que soy tonto?

—No, pero seguro que no eres tan duro como pretendes hacer ver —gruñó—. Anda, sal a la calle y entra una caja de cartón que hay junto a las puertas del cine.

Próspero lo miró con desconfianza, pero fue a buscar la caja.

—No sabía que las tortugas formaran parte del equipo de investigación de un detective —exclamó al dejarla en el suelo junto a él.

—Vaya, te crees muy gracioso, ¿no? ¡Sácala de la caja! Más os vale que esté bien, porque si no os habréis metido en una buena.

—¿Acaso no lo estamos ya? —Próspero levantó con cuidado la tortuga de la arena que el detective le había puesto—. Parece un poco seca.

—A mí también —gruñó Víctor—. Necesita lechuga fresca, agua y un paseo. Venga, déjala que camine un poco por el suelo.

Próspero reprimió una sonrisa pero hizo lo que le pidió su prisionero.

—Se llama Paula y su marido está ahora más solo que la una en una caja de cartón debajo de mi escritorio, y seguro que no hace más que preocuparse. —Víctor movió los dedos de los pies, que le picaban muchísimo—. También tendréis que cuidar de él si queréis tenerme aquí enrollado como una momia.

Próspero ya no aguantaba más y sonrió. Apartó la cara, pero aun así Víctor lo vio.

—¿Alguna cosa más?

—No. —El detective intentó ponerse en una posición más cómoda, pero no lo consiguió—. Empecemos con la conversación, que para eso has venido, ¿no?

Próspero se pasó la mano por su pelo negro y escuchó. Se oyó un leve ronquido a través de la puerta.

—Es Mosca. Tendría que estar de guardia, pero duerme como un bebé.

—¿Hacer guardia? —bostezó—. ¿Adónde queréis que vaya si estoy envuelto como un gusano de seda?

Próspero se encogió de hombros. Dejó la linterna junto a él en el suelo y se miró las uñas mientras pensaba.

—Usted nos buscaba a mi hermano y a mí, ¿verdad? —preguntó sin mirarlo a la cara—. Lo ha contratado mi tía.

Víctor se encogió de hombros.

—Tu amiguita me robó la cartera. Seguro que has encontrado allí su tarjeta de visita.

Próspero asintió con la cabeza.

—¿Cómo descubrió Esther que estábamos en Venecia? —Apoyó la frente en las rodillas.

—Le costó un poco de tiempo y mucho dinero, tal y como me contó tu tío. —Víctor se sorprendió de estar mirando con compasión al chico.

—Si no hubiese chocado con usted, no nos habría encontrado nunca.

—Quizá. Tenéis un escondite muy insólito.

Próspero lo miró.

—Lo encontró Escipión, que también se ocupa de que tengamos suficiente dinero para vivir. Sin él lo pasaríamos muy mal. Antes Riccio robaba mucho, y Mosca y Avispa se conocen desde hace tiempo. Creo que antes de conocerlo no vivían muy bien. Pero no les gusta demasiado hablar de aquella época. Luego Avispa nos encontró a Bo y a mí y Escipión nos acogió. —Levantó la cabeza—. No sé por qué le cuento todo esto. Usted es detective, seguro que ya lo había descubierto, ¿no?

Pero Víctor negó con la cabeza.

—Tus amigos no me interesan en absoluto. Yo sólo tengo que preocuparme de que tu hermano y tú volváis a tener un hogar. ¿No te has dado cuenta de que Bo es demasiado pequeño para arreglárselas sin padres? ¿Qué ocurrirá si el Señor de los Ladrones, tal y como a él le gusta llamarse, os abandona algún día? ¿O si os descubre la policía? ¿Quieres que Bo acabe en un orfanato? Y en lo que a ti respecta, ¿no sería más fácil que te dedicaras a fastidiar a los profesores de algún internado en vez de jugar a ser adultos con unos niños de doce años?

Próspero se quedó petrificado.

—Me ocupo muy bien de Bo —contestó enfadado—. ¿O le parece que no es feliz? Ganaría dinero para nosotros si me dejaran.

—Aún es demasiado pronto para eso —respondió.

Próspero hundió la cara entre los brazos.

—Ojalá ya fuera adulto —murmuró.

Víctor suspiró profundamente y apoyó la cabeza contra la pared fría.

—¿Adulto? Vaya, vaya. Por Dios, ¿quieres que te cuente un secreto? Siempre me sorprendo cuando me miro en el espejo y veo mi cara vieja. «Víctor —pienso a veces—, te has hecho muy mayor.» Cuando era pequeño también tenía ganas de ser adulto. Me hice una poción mágica con espuma de afeitar, cerveza y otras cosas que tenían un olor muy fuerte y que le gustaba tomar a mi padre. No funcionó. Jo, qué mal me sentó. Pero, si no me equivoco, creo que a tu hermano le gusta bastante ser un niño, ¿no?

—Esther se encargaría de quitárselo de la cabeza —respondió—. No sabe divertirse. Y su marido aún menos.

—En eso puede que tengas razón. Supongo que vuestra madre y su hermana no se parecían mucho, ¿verdad?

Próspero negó con la cabeza.

—Eh, ¿dónde está la tortuga? —preguntó muy preocupado, se levantó y abrió la puerta del único lavabo del cine. Iluminó la estrecha habitación con la linterna—. ¡Ven aquí! —le oyó decir en voz baja Víctor—. ¿Adónde quieres ir? Aquí no hay nada.

—Creo que Paula ya ha andado bastante por hoy —dijo Víctor cuando Próspero volvió con la tortuga en la mano—. Lo único que conseguirá es que se le enfríen los pies con estas baldosas y eso no es bueno para su resfriado.

—Es verdad —dijo Próspero, que puso de nuevo a Paula en su caja de cartón y la dejó sobre la manta junto a Víctor—. ¿También usted tiene un hermano? —preguntó.

El detective negó con la cabeza.

—No. No he tenido nunca hermanos. Pero ¿no es verdad que a veces puede ser un rollo tenerlos?

—Quizá —Próspero se encogió de hombros—. Bo y yo siempre nos hemos llevado bien. Bueno, casi siempre. Mecachis. —Se secó los ojos con la manga—. Ahora también empiezo a llorar yo.

Víctor carraspeó.

—Tu tía me dijo que habíais venido aquí porque vuestra madre os había hablado mucho de Venecia.

Próspero se sonó la nariz.

—Es verdad —dijo con la voz quebrada por la emoción—. Nos contó muchas cosas. Y todo es tal como nos había dicho ella. Al bajar del tren en la estación, de repente me entró miedo de que se lo hubiese inventado todo, las casas que se aguantaban sobre zancos, las calles de agua, los leones con alas. Pero todo era verdad. Siempre nos decía que el mundo estaba lleno de maravillas.

Víctor cerró un instante los ojos.

—Escúchame, Próspero —dijo cansado—. Quizá podría hablar con tu tía… para que os adopte a los dos…

Próspero le tapó la boca con la mano.

Había alguien al otro lado de la puerta. Y no era Mosca porque aún se oían claramente sus ronquidos.

—¡Bo! —susurró cuando apareció una cabeza con el pelo teñido de negro por la puerta—. ¿Qué haces aquí? ¡Vuelve a la cama inmediatamente!

Pero su hermano ya se había reunido con ellos.

—¿Qué haces aquí, Pro? —murmuró medio dormido—. ¿Quieres tirarlo al canal?

—¿Cómo se te ocurre algo así? —Miró a su hermano con cara de sorpresa—. ¡Venga, vuelve a la cama!

Bo cerró la puerta con mucho cuidado.

—¡Yo también podría hacer guardias como Mosca! —dijo, y casi tropezó con la caja de la tortuga, pero apartó el pie asustado.

—¿Hago las presentaciones? —dijo Víctor—. Ésta es Paula.

—Hola, Paula —murmuró el pequeño, que se sentó en el suelo entre su hermano y el prisionero. Se metió el dedo en la nariz y miró a Víctor—. Eres un buen mentiroso —dijo—. ¿De verdad nos quieres atrapar para entregarnos a Esther? No le pertenecemos.

El detective se miró la puntera de los zapatos avergonzado.

—Bueno, los niños tienen que pertenecer a alguien —murmuró.

—¿Tú perteneces a alguien?

—Eso es diferente.

—¿Porque eres adulto? —Bo miró con curiosidad la caja de la tortuga, pero Paula se había escondido en su caparazón—. Próspero cuida siempre de mí —dijo—. Y también Avispa. Y Escipión.

—Vaya, vaya, Escipión —exclamó Víctor—. ¿Aún está por aquí?

—No, no duerme nunca en el cine. —Bo negó con desdén, como si fuese algo que Víctor tuviera que saber a la fuerza—. Escipión tiene mucho que hacer. Es taaan listo. Por eso también… —se acercó a Víctor y le susurró al oído— tiene que hacer un trabajo para el conte. Próspero no quiere participar, pero yo…

—¡Cierra la boca, Bo! —le interrumpió su hermano, que se levantó de un salto y lo cogió de la mano—. Eso a usted no le importa nada —le dijo al detective—. Usted mismo ha dicho que no le interesan los demás. ¿Entonces a qué vienen todas estas preguntas sobre Escipión?

—Vuestro Señor de los Ladrones… —empezó a decir.

Pero Próspero le dio la espalda.

—Venga, Bo, ya es hora de que vuelvas a dormir —dijo, y arrastró a su hermano hacia la puerta, pero el pequeño se resistió y se libró de él.

—Espera. ¡Tengo una idea! —exclamó—. ¿Por qué no lo soltamos para que le diga a Esther que por desgracia nos hemos caído de un puente y que ya no vale la pena que nos siga buscando porque nos hemos muerto? Seguro que le pagará igualmente porque no es culpa suya que nosotros seamos tan tontos como para caer de un puente. ¿No te parece una buena idea, Pro?

—¡Por el amor de Dios, Bo! —exclamó Próspero entre suspiros. Arrastró a su hermano a la fuerza hacia la puerta—. Nadie se cae a un canal. Además, tampoco podríamos dejarlo libre por mucho que nos prometiera que no nos traicionaría. No se puede confiar en gente como él.

—¿Como yo? ¡Muy amable! —exclamó el detective, pero Próspero ya había cerrado la puerta. Y volvió a quedarse solo a oscuras y con las frías baldosas que tenía a la espalda. «Qué generoso. Bueno, como mínimo me ha quitado la mordaza.» El grifo que había encima de él perdía agua. Y fuera seguía roncando Mosca durante su guardia. «¿Me creería Esther Hartlieb si le dijera que se han caído por un puente? —pensó Víctor—. Seguro que no.»

Y entonces se quedó dormido.