Víctor no se habría imaginado nunca que era capaz de correr tan rápido. Por suerte sabía dónde se encontraba la calle del Paradiso y no tuvo que buscarla en un mapa de la ciudad, pero Escipión le llevaba una ventaja considerable.
«Estoy seguro de que aumentará a cada metro», pensaba Víctor mientras se apresuraba por los callejones de Venecia. «¡Dios, lo que daría por poder correr tan rápido como cuando era niño!» Tenía la sensación de haber cruzado como mínimo cien puentes cuando por fin dobló por la calle en la que se encontraba el cine del dottor Massimo. Las piernas le temblaban del cansancio. Ahí se encontraba el gran cartel luminoso al que le faltaba un trozo a una «L», a pesar de lo cual aún podía leerse con claridad el nombre: Stella. En una vitrina había expuesto un cartel descolorido. Alguien había dibujado un corazón en el polvo acumulado en el cristal.
Con la respiración entrecortada, Víctor subió los dos escalones que llevaban a la puerta de entrada. Intentó ver algo a través del cristal, pero estaba tapado con cartones por el otro lado. «Seguro que hace rato que se han ido», pensó mientras su corazón seguía acelerado. Su jefe debía de haberlos avisado. ¿Cómo podía haber llegado a conocer el hijo de un hombre tan rico como el dottor Massimo a aquellos otros niños? Se habría apostado su colección de barbas y bigotes postizos a que habían huido todos de casa: aquel niño delgado del pelo pincho y con los dientes mal puestos, el otro más grande y negro al que le quedaban cortos los pantalones que llevaba y la niña de la cara triste. Tenían que ser fugitivos como los dos hermanos a los que buscaba. ¿Qué tenían que ver con el hijo del dottor Massimo?
—¡Da igual! —gruñó Víctor. Dejó la caja de cartón donde estaba la tortuga junto a la puerta y sacó un manojo de llaves con ganzúas del bolsillo. Consiguió abrir rápidamente el candado, pero la cerradura de la puerta le dio más problemas. Y cuando por fin la abrió, se dio cuenta de que estaba atrancada con una montaña de trastos. Se puso a soltar tacos y a gritar tanto que se abrió una ventana de la casa de enfrente y sacó la cabeza un hombre mayor con cara de preocupación.
—Buona sera! —le dijo Víctor—. Va tutto bene, signore. Soltanto… ehm, soltanto una revisione.
El viejo murmuró algo incomprensible y volvió a cerrar la ventana.
«Tardaré horas en entrar», pensó Víctor, y se lanzó con todo su peso contra la puerta. Al cabo de cinco intentos se hizo daño en el hombro, pero la puerta se abrió lo bastante para que pudiera colarse por ella. Con la ayuda de la débil luz de su linterna se abrió un camino entre los trastos que habían puesto junto a la puerta, pasó por encima de sillas volcadas, cajas de verduras y mamparas rotas. Dentro estaba oscuro como boca de lobo y a Víctor casi se le paró el corazón del susto cuando chocó contra el cartel de cartón de un hombre que se encontraba junto a la taquilla llena de polvo y que le puso una ametralladora debajo de la nariz.
Murmuró otra palabrota, empujó el cartel para apartarlo y avanzó hasta la doble puerta donde tenía que encontrarse la sala de cine. La abrió con mucho cuidado y se adentró en la oscuridad. No oía nada por mucho que aguzara el oído. Tan sólo su propia respiración. Y cada vez jadeaba más a causa de lo mucho que había corrido. «¡Claro! —pensó Víctor—. Tal y como pensaba. Han huido todos.»
Dio un par de pasos en medio de la oscuridad de la sala con mucha precaución. Y entonces, le pareció oír un ruido. Muy bajo. Pensó que probablemente eran ratones y tuvo un escalofrío. Víctor no soportaba que hubiese ratones corriendo a su alrededor en la oscuridad cuando no podía verlos. Lentamente fue moviendo el haz de luz de su linterna. Hileras de asientos. Una cortina. Todo como en un cine normal. Enfocó algo nervioso las paredes. De repente algo echó a volar hacia él, de color gris, y unas alas le rozaron la cara. Pegó un grito y dejó caer la linterna, pero la recogió a oscuras y dirigió el haz de luz hacia aquella cosa que no paraba de revolotear y dar vueltas sin rumbo fijo… ¡Una paloma! Una maldita paloma. Víctor se pasó la mano por la cara, como si de aquella manera fuese a quitarse el susto del cuerpo. El pájaro pareció aliviado, se posó tranquilo sobre una cesta que estaba colgada de la pared.
«Otra sorpresa como ésta —pensó Víctor— y mi pobre corazón no lo aguanta.» Tomó aire y siguió adelante. Aquella sala tan grande y oscura era un escondite muy extraño para dos niños sin casa. Sí, no había otra explicación. El joven Escipión debía de haberlos traído aquí, al cine vacío de su padre. La cortina que había delante de la pantalla brilló cuando Víctor la iluminó. ¿Y si se habían escondido en algún lado? Dio un paso más y empujó con la punta del zapato un colchón. Detrás de las butacas había todo un campamento de colchones: mantas, almohadas, libros y cómics, así como un hornillo.
«Vaya, vaya. ¡El pequeño no se había inventado nada! —pensó—. Es tal y como me contó Bo: vive en un cine con su hermano mayor y sus amigos. Es una sesión infantil a la que no se permite la entrada a adultos.»
La luz de la linterna enfocó un oso y una liebre de peluche, una caña de pescar, una caja de herramientas, montañas de libros y una espada de plástico que sobresalía de un saco de dormir. En la pared y en los respaldos de los asientos había fotos y recortes de revistas y tebeos. Pósters. Estrellas luminosas que brillaban en la oscuridad. Pegatinas. Alguien había pintado flores en la pared, grandes y de varios colores, peces, barcos y una bandera pirata.
Estaba en una habitación de niños. Una habitación de niños enorme. «A mí me habrían dado un par de bofetadas si hubiese pintado una bandera pirata en el papel de la pared», pensó. Por un breve instante sintió el deseo de saltar sobre uno de los colchones, encender un par de velas de las que había por toda la sala y olvidarse de todo lo que le había ocurrido desde que cumplió nueve años hasta hoy. Entonces volvió a oír un ruido.
Se le erizó el pelo de la nuca.
Había alguien. Estaba seguro. Y era una persona. La sensación de la presencia de un ser humano era muy distinta a la de un animal, muy distinta a la de una paloma o un ratón.
Víctor se olvidó de los colchones y avanzó hasta las butacas. ¿Eran de verdad tan tontos como para querer jugar al escondite con él? ¿Creían que sólo porque era un adulto ya no sería capaz de jugar bien?
—¡Os vais a llevar una decepción! —gritó Victor—. Yo era de los mejores buscando a la otra gente cuando jugaba al escondite. Siempre los cogía a todos. A pesar de mis piernas cortas. Más os valdría que os rindierais. —Su voz sonaba muy extraña en la sala de cine vacía—. ¿Qué creéis? —dijo mientras iluminaba con su linterna entre las butacas podridas—. ¿Que podéis seguir aquí eternamente? ¿Cómo sobrevivís? ¿Robando? ¿Cuánto tiempo puede durar esto? Bueno, no es asunto mío. Sólo me interesáis dos de vosotros. A los más grandes os espera un lugar en un internado y a los pequeños un hogar. Un hogar de verdad donde podréis comer hasta reventar, dormir en una cama y llevar una vida normal. A cambio sólo tendréis que soportar un poco de olor a laca.
«Diablos, ¿qué estoy diciendo? —pensó Víctor, que se quedó quieto—. Esto no suena muy tentador. Además, soy demasiado mayor para jugar al escondite en un cine, a oscuras, con un grupo de niños.»
—¡Eh, Víctor, atrápame a mí! —dijo una voz. Una voz aguda. Víctor la conocía. De repente salió un bulto en la cortina resplandeciente—. ¿Tienes una pistola? —preguntó la voz detrás de la tela bordada con estrellas, y apareció la cabeza de Bo, con el pelo teñido de negro, entre los pliegues.
—¡Claro que sí! —Víctor se metió la mano debajo de la chaqueta como si estuviera cogiendo su revólver—. ¿Quieres verla?
El pequeño salió lentamente de su escondite. ¿Dónde estaba su hermano mayor? Víctor miró a la izquierda, a la derecha, hacia atrás, pero por todos lados sólo lo miraba la oscuridad con su cara negra.
—No tengo miedo —dijo Bo—. Seguro que es de mentira.
—Eso piensas… —el detective esbozó una sonrisa—. Eres muy listo. —No le quitaba la vista de encima al pequeño, pero de esta manera no podía ver las hileras de asientos que había junto a él. Y cuando se dio cuenta de que entre las butacas, a izquierda y derecha, se movía algo, ya fue demasiado tarde. Antes de que pudiera darse cuenta de lo que le sucedió, se le echaron cinco niños encima. Lo sujetaron de los pies, lo echaron al suelo como un saco de patatas y se le sentaron en la barriga. A pesar de que intentó moverse y agitarse no pudo quitárselos de encima. Se le cayó la linterna y fue rodando por el suelo, iluminando hacia todos lados. A Víctor le pareció reconocer a la chica que le echó encima a las mujeres que le pegaron en el cuello con sus bolsos. Le sujetaba el brazo derecho, el chico negro el izquierdo y otros dos, probablemente Próspero y el del pelo pincho, le agarraban las piernas. Pero sobre el pecho se le sentó otro chico que había puesto una sonrisa maliciosa en aquella cara diminuta que tenía y lo miraba en tono burlón con sus ojos oscuros y juntos. Era Escipión, que le clavó las rodillas en las costillas, como si fuese un caballo salvaje.
—¡Maldito enano! —murmuró Víctor—. Te…
No pudo continuar. Escipión le puso un trapo en la boca. Un trapo húmedo y apestoso que olía a pelo de gato mojado.
—¿Qué haces? ¿No es mejor que lo interroguemos primero? —preguntó el chico negro sorprendido—. Aún no sabemos si sólo va detrás de Próspero y Bo de verdad.
—¡Exacto! —exclamó el del pelo pincho nervioso, con la punta de la lengua entre los dientes—. Deja que le preguntemos cómo nos ha encontrado, Escipión.
—No vale la pena, seguro que sólo nos contará mentiras —respondió—. Es mejor que lo atemos.
Los otros se pusieron a coger todas las cuerdas y cinturones que encontraron. Ataron a Víctor hasta que pareció un gusano de seda. Lo único que podía hacer era mover los ojos.
—No le hará daño, ¿verdad? —preguntó Bo, que lo miraba con cara de pena. De repente sonrió—. Tienes una pinta rara, Víctor —exclamó—. ¿Eres un detective de verdad?
—Sí que lo es, Bo. —Próspero apartó a su hermano, se agachó y le registró los bolsillos—. Un teléfono y… era verdad. —Sacó el revólver lentamente—. Mirad, yo pensaba que era una bola.
—Dámelo, que lo esconderé. —Avispa le cogió la pistola con sumo cuidado, como si tuviera miedo de que pudiese explotarle entre las manos.
—¡Registradlo de arriba abajo! —ordenó Escipión y se levantó. Se quedó de pie al lado de su prisionero mientras lo observaba y meditaba—. Bueno, señor detective —dijo en voz baja y con tono amenazador—. No se meta nunca con el Señor de los Ladrones. —Luego miró a los demás—. Venga, encerradlo en el lavabo de hombres.