—A ver, en resumen —susurró Mosca y se inclinó sobre el plano que les había dado el conte— hasta ahora hemos visto entrar y salir a tres personas: al ama de llaves gorda, a su marido y a la mujer rubia teñida…

Signora Ida Spavento —le corrigió Riccio—. Al principio pensamos que la señora gorda era la signora Spavento y la rubia su hija. Pero al hombre que tiene el quiosco de periódicos de Campo Santa Margherita le gusta mucho hablar y me ha contado que la mujer es Ida Spavento y la gorda sólo se encarga de llevar la casa. Esta signora Spavento vive sola y, al parecer, está de viaje muy a menudo. El hombre del quiosco cree que es fotógrafa. Me ha enseñado una revista con fotos de Venecia que, en teoría, son de ella. En cualquier caso, entra y sale de la casa de manera irregular. El ama de llaves termina de trabajar entre las seis y las siete de la tarde y su marido acostumbra llegar al mediodía y nunca se queda mucho tiempo. Por suerte, porque parece un hombre capaz de zamparse a un niño para desayunar.

—Es cierto —dijo Mosca y sonrió.

—Durante el día casi siempre hay alguien en casa —añadió Riccio—, y por la noche —suspiró— bueno, desgraciadamente, por la noche ocurre lo mismo, ya que a la signora Spavento sólo le gusta salir durante el día. De noche parece que no le gusta hacer nada. Pero como mínimo se va a dormir pronto. Como muy tarde, a las diez se apaga la luz de su dormitorio.

—Si de verdad es su dormitorio —dijo Avispa. No parecía estar muy entusiasmada por el informe de Riccio—. Si, si, si… Si el ala está en la planta baja, si la signora Spavento duerme en el segundo piso, si de verdad no hay sistema de alarma… Hay demasiados «sis» para mi gusto. ¿Y qué hay de los perros?

—Son perros falderos. —Riccio sacó el chicle por el agujero que tenía entre los dientes—. Y, además, es probable que sean del ama de llaves. Normalmente se los lleva a casa cuando se va por la noche.

—¡Normalmente! —Avispa entornó los ojos.

—Y si no —Mosca hizo un gesto de desprecio con la mano—… les damos un par de salchichas.

—¡Sabes mucho, tú! —murmuró Avispa y se puso a jugar con su trenza. Había robado alguna vez en tiendas, en paradas de vaporetto, en algún callejón estrecho donde había mucha gente. Pero entrar en una casa era algo distinto y por mucho que Mosca y Riccio lo considerasen como una gran aventura, sabía que los dos tenían tanto miedo como ella.

—¿Ya le habéis dado de comer a la paloma? —preguntó y se quitó una pluma de los pantalones. El escondite estaba lleno de ellas desde que el pájaro había entrado en casa. Mosca le había colgado una cesta vieja en la pared, bien arriba, para que la usara como nido. La paloma se pasaba gran parte del tiempo allí y observaba a los gatitos de Bo.

—Yo le he dado de comer —dijo Bo, que jugaba a cartas con Próspero en una esquina—. Es muy buena. En cuanto estiras la mano viene volando.

—Quizá no deberíamos darle tanto de comer —exclamó Riccio—. Se caga por todos lados, incluso en mis cómics.

Mosca seguía inclinado sobre el plano, recorría con el dedo los pasillos, para asegurarse de que no se perdería cuando entrara con una linterna dentro de la casa.

—¿De dónde habrá sacado el plano el conte? —preguntó.

Avispa se encogió de hombros.

—¿Me puede pasar alguien la taza de los botones?

Riccio se la acercó.

—Como no te laves los pantalones —dijo Avispa mientras enhebraba una aguja—, la próxima vez te coserás tú el botón.

Riccio se miró avergonzado sus piernas desnudas.

—Sólo tengo ésos. Los otros tienen un agujero.

—¿Desde cuándo te importa eso? —dijo Mosca para burlarse de él y se levantó—. ¡Silencio! —susurró—. ¿No habéis oído el timbre?

Todos escucharon atentamente. Mosca tenía razón. Alguien había llamado al timbre de la salida de emergencia.

—¡Escipión no iba a venir hasta mañana! —dijo Avispa en voz baja.

—Y además, él siempre utiliza su entrada secreta.

—Preguntaré la contraseña —dijo Próspero y se levantó—. Bo, tú quédate aquí. —Volvió a sonar el timbre mientras Próspero recorría el pasillo oscuro que llevaba a la salida de emergencia. Después del incidente con el detective, Mosca había puesto una mirilla, pero afuera ya era de noche y Próspero apenas pudo ver algo. La persona que había fuera aporreaba la puerta, mientras la lluvia seguía cayendo con fuerza.

—¿Es que no me oís? ¡Dejadme entrar! —exclamó una voz—. Dejadme entrar de una vez por todas. —A Próspero le pareció oír un sollozo.

—¿Escipión? —preguntó con incredulidad.

—Sí, maldita sea.

Próspero corrió el cerrojo de inmediato.

Escipión estaba calado hasta los huesos.

—Cierra la puerta a cal y canto. ¡Rápido! —gritó—. Venga, date prisa.

Próspero obedeció algo confundido.

—Creíamos que no ibas a venir hasta mañana —dijo—. ¿Por qué no has entrado de la misma manera que siempre?

Escipión se apoyó en la pared para recuperar el aliento.

—¡Tenéis que iros! —exclamó—. Ahora mismo. ¿Están todos?

Próspero asintió con la cabeza.

—¿Qué significa eso? —preguntó con voz ronca—. ¿Qué quiere decir que tenemos que irnos?

Pero Escipión ya corría por el pasillo oscuro y Próspero lo siguió con el corazón desbocado. Cuando el Señor de los Ladrones entró en la sala, los otros lo miraron como si fuese un desconocido.

—¿Qué te ocurre? —preguntó Mosca estupefacto—. ¿Te has caído a un canal? ¿Y por qué vas vestido con ropa tan elegante?

—¡No tengo tiempo para explicaros nada! —gritó Escipión, que soltó un gallo a causa de la emoción—. El cotilla sabe que estáis aquí. Coged lo imprescindible y nos largamos.

Los chicos lo miraron horrorizados.

—¡No me miréis así! —gritó Escipión. Nunca lo habían visto tan enfadado—. El tipo ese podría entrar por la puerta principal de un momento a otro, ¿vale? ¡Quizá podamos volver en el futuro, pero de momento tenemos que irnos!

No se movió ninguno de ellos. Riccio miraba a Escipión con la boca abierta. Mosca fruncía el ceño como si fuera incapaz de creerse lo que estaba ocurriendo y Avispa rodeaba con su brazo a Bo, que estaba muy asustado.

Próspero fue el primero en reaccionar.

—Coge tus gatitos, Bo —dijo—, y también el chubasquero. Está lloviendo a cántaros. —Fue corriendo hasta el colchón donde dormían él y su hermano y puso sus pocas pertenencias en una bolsa. Entonces los otros hicieron lo mismo.

—¿Adónde vamos a ir? —preguntó Riccio—. Ya habéis oído que está lloviendo. Y también hace mucho frío. No entiendo nada. ¿Cómo nos ha podido encontrar el detective?

—¡Cállate, Riccio! —le dijo Avispa—. Déjame pensar. —Le quitó el brazo de encima a Bo y se volvió hacia Mosca—. Ve hasta la taquilla y dinos si ves algún movimiento sospechoso delante de la entrada. Los trastos con los que hemos atrancado la puerta lo distraerán un poco, pero no durante mucho tiempo.

—Hasta que nos hayamos ido. —Mosca se guardó el plano en la cintura del pantalón y desapareció por la puerta.

—Yo cogeré el dinero que nos queda —murmuró Escipión sin mirar a nadie y salió corriendo.

Bo metió sus gatitos en una caja de cartón sin decir nada. Cuando vio que Riccio estaba tumbado en su colchón y que sollozaba, se acercó a él y le acarició la cabeza.

—¿Adónde vamos a ir? —repetía—. ¿Adónde vamos a ir, maldita sea?

Avispa no hacía más que secarse las lágrimas mientras metía sus libros preferidos en una bolsa de plástico. Pero de repente se quedó quieta.

—¡Un momento! —dijo y se volvió hacia los otros—. Se me ha ocurrido una idea loca. ¿Queréis oírla o preferís que me calle?