—¡Le hemos dado una buena lección! —dijo Avispa cuando volvieron a reunirse todos en el escondite. Tenía un buen arañazo en la mejilla y a su chaqueta de punto le faltaban dos botones, pero no paró de reírse mientras les contaba toda la historia—. Y mirad qué he cogido en medio de todo el jaleo. —Muy orgullosa de sí misma, sacó la cartera de Víctor, que llevaba bajo la chaqueta, y se la lanzó a Próspero—. No te enfades, por favor, quizás así sabremos algo más sobre este tipo.
—Gracias —murmuró Próspero y empezó a registrarla sin dudar demasiado. Había un par de facturas de una rosticceria de San Polo, un vale de descuento de un supermercado, una entrada para el Palacio Ducal. Lo echó todo al suelo hasta que encontró el carnet de detective de Víctor. Los miró a todos petrificado.
Avispa lo examinó por encima del hombro.
—Es de verdad —dijo—. Es un detective de los de verdad.
Próspero asintió con la cabeza. Parecía tan desesperado que Avispa no sabía adónde mirar.
—¡Venga, olvídate de él! —le dijo en voz baja. Estiró la mano y le acarició la cara. Pero parecía que Próspero no se daba cuenta. Hasta que no se le acercó Escipión no levantó la cabeza.
—¿Qué miras con esa cara tan triste? —dijo el Señor de los Ladrones y le puso la mano sobre el hombro—. Lo hemos despistado. Ahora veamos lo que hay en el sobre del conte, ¿vale?
Próspero asintió con la cabeza y se metió la cartera de Víctor en el bolsillo de los pantalones.
Naturalmente, fue Escipión quien abrió el sobre. Usó su abrecartas con gran solemnidad, mientras los otros estaban sentados en las butacas y lo observaban en silencio.
—¿Dónde está la paloma, Mosca? —preguntó Escipión y sacó una fotografía y una hoja de papel doblada del sobre.
—Sigue en la cesta, pero le he dado unas migas de pan —respondió—. ¡Venga, no te hagas más de rogar! Lee de una vez lo que dice el papel.
Escipión sonrió, lanzó el sobre vacío al suelo y desdobló la hoja de papel.
—La casa que tengo que visitar está en Campo Santa Margherita —dijo—. Y esto es el plano. ¿Alguien quiere verlo?
—¡Trae aquí! —dijo Avispa, y Escipión le dio la hoja de papel. Ella le echó un vistazo y se la pasó a Mosca. Mientras tanto, el Señor de los Ladrones observaba la foto que también había en el sobre. La miraba bastante desconcertado, como si no pudiese hacerse una idea de lo que estaba viendo.
—¿Qué es? —Riccio se levantó de su butaca—. ¡Venga, dínoslo de una vez!
—¡Parece un ala! —murmuró—. ¿Qué creéis que es?
Se fueron pasando la fotografía de uno a otro y todos parecían igual de desconcertados que él.
—Sí, es un ala —exclamó Próspero después de mirarla desde varios ángulos—. Y parece ser de madera, tal y como dijo el conte.
Escipión le quitó la foto de la mano y la miró.
—¿Dos mil quinientos euros por un ala de madera rota? —Mosca negó con la cabeza como si fuera incapaz de creérselo.
—¿Cuánto? —preguntaron Avispa y Riccio casi a la vez.
—Eso es un montón, ¿no? —dijo Bo.
Próspero asintió con la cabeza.
—Mira en el sobre, Escipión —dijo—. Quizás aún queda algo que lo aclare todo.
El Señor de los Ladrones asintió y recogió el sobre. Miró dentro y sacó una tarjeta pequeña, escrita con letra muy apretada por ambos lados.
«El ala de la fotografía —leyó— es la pareja de la que busco. Se parecen como dos gotas de agua. Ambas miden unos setenta centímetros de largo y treinta de ancho. El color blanco con el que fue pintada hace tiempo se ha desgastado y el oro con el que estaban engastadas las plumas es probable que se haya descascarillado casi por completo. En la base del ala debe haber dos espigas de metal de unos dos centímetros de diámetro.»
Escipión levantó la cabeza. Su cara revelaba su sorpresa. Estaba claro que el Señor de los Ladrones no esperaba que el objeto que debía robar para el misterioso conte, y que hizo que le temblara la voz de la emoción, fuera un trozo de madera.
—Quizás el conte posee uno de esos ángeles tallados en madera tan maravillosos —dijo Avispa—. Ya sabéis, de ésos que hay en las iglesias grandes. Son muy valiosos, pero sólo los que tienen las dos alas. Seguro que ha perdido la otra en algún lado.
—No sé. —Mosca movió la cabeza lleno de dudas y se acercó a Escipión para observar la foto una vez más—. ¿Qué hay al fondo? —preguntó—. Parece un caballo de madera, pero se ve muy borroso…
Escipión le dio la vuelta a la tarjeta y frunció el ceño.
—Esperad, que aún hay más. Escuchad: «Casi todas las habitaciones de la Casa Spavento se encuentran, según me han informado, en el primer piso. Es probable que también guarden ahí el ala. No he podido averiguar nada sobre su sistema de alarma, pero podría haber perros en la casa. ¡Dense prisa, amigos! Espero noticias suyas con gran impaciencia. A la paloma deben darle de comer cereales y déjenle que vuele un poco de vez en cuando por su casa. Sofía es un ser muy bueno y de confianza.»
Escipión dejó caer la tarjeta, enfrascado en sus pensamientos.
—Sofía, qué nombre tan bonito —exclamó Bo y miró en la cesta.
—Sí, pero es mejor que alejes a tus gatos de ella —dijo Mosca en tono burlón—. Se la comerán igual aunque tenga un nombre muy bonito.
Bo lo miró asustado. Entonces se agachó para ver si sus gatitos estaban apostados bajo la butaca sobre la que estaba la cesta y apretó con fuerza la tapa.
—¡Un ángel de madera! —Riccio frunció la nariz y se llevó un dedo a la boca. Le dolían los dientes a menudo, pero hoy más que nunca—. ¡Qué dices! Si no los vale un ángel, menos un ala. ¿Cómo puede valer eso dos mil quinientos euros?
Avispa enarcó las cejas y se apoyó en la cortina de estrellas.
—Este asunto me da mala espina —dijo—. Tanto secretismo y que encima ande de por medio también el barbirrojo.
—No, no, Barbarossa sólo es el mensajero. —Escipión seguía observando la foto—. ¡Deberíais haber oído hablar al conte! —murmuró—. Se muere de ganas por tener esta ala. Y no parecía que fuera una cuestión de dinero, que sólo quisiera vender una figura muy valiosa… No. Tiene que haber algo más. ¿Aún tienes mi chaqueta, Pro?
Próspero asintió y se la lanzó. Escipión suspiró y se la puso.
—Tened, guardadlo con mucho cuidado. Mejor que lo pongáis en nuestro escondite para el dinero —dijo, y le dio la tarjeta, la foto y el plano del conte a Avispa—. Tengo que irme. Estaré tres días fuera de la ciudad. Hasta que vuelva, explorad los alrededores de la casa. Tenemos que saberlo todo: quién entra y sale, cuándo se queda vacía, cuándo es el mejor momento para entrar y si hay perros. Bueno, ya sabéis, lo de siempre. Comprobad que las puertas del plano se encuentran en el lugar correcto. La casa debería tener un jardín, lo cual podría ser bastante útil. Y, Próspero… —Escipión se volvió hacia él— es mejor que salgáis del escondite lo mínimo posible durante los próximos días. Es cierto que nos hemos quitado de encima al detective, pero nunca se sabe… —Escipión se puso la máscara sobre la cara.
—Escucha —dijo Riccio y se interpuso en su camino cuando se disponía a marcharse—. ¿No podríamos ayudarte en este encargo? Es decir, hacer algo más aparte de las investigaciones… participar en el robo… ¿No quieres hacer una excepción y llevarnos? Nosotros, nosotros… —Riccio tartamudeaba a causa de la emoción— podríamos vigilar mientras estás dentro o ayudarte a cargar con el ala. Seguro que pesa bastante, no es como unas pinzas para el azúcar, una cadena o algo que puedas meter fácilmente en tu bolsa. ¿Qué… qué opinas?
Escipión lo había escuchado inmóvil, con la cara oculta tras la máscara. Cuando Riccio acabó y se lo quedó mirando expectante, tampoco abrió la boca. Luego se encogió de hombros y dijo:
—¡De acuerdo!
Riccio se quedó tan perplejo, que lo miró boquiabierto.
—Sí, ¿por qué no? —añadió—. ¡Cometamos el robo juntos! Me refiero, claro está, a aquellos de vosotros que queráis participar —miró a Próspero, que se quedó callado.
—¡Yo quiero participar! —exclamó Bo y se puso a dar saltos de alegría alrededor de Escipión—. Puedo escurrirme por agujeros por los que vosotros no podríais pasar y entrar en cualquier sitio haciendo menos ruido y…
—¡Basta ya, Bo! —exclamó Próspero de manera tan tajante, que su hermano se volvió hacia él asustado—. Yo no tomaré parte —dijo—. No podría hacer una cosa así. Además, tengo que cuidar de mi hermano. Lo entiendes, ¿verdad?
Escipión asintió.
—Claro —dijo, pero pareció decepcionado.
—En lo que respecta al detective —dijo Próspero en voz baja—, he encontrado una tarjeta de mi tía en su cartera. De forma que queda demostrado que nos estaba buscando a mí y a Bo. Riccio tenía razón sobre el nombre, se llama Víctor Getz y vive en San Polo.
—¡Qué dices! Vive cerca del Canal Grande —dijo Bo y miró con cara de pocos amigos a su hermano—. Y pienso ir a robar esa ala. No puedes decidirlo todo siempre, no eres mi madre.
—¡No digas tonterías, Bo! —Avispa le puso una mano en el hombro por detrás—. Tu hermano tiene razón. Cometer un robo es algo peligroso. Yo tampoco sé aún si participaré. Pero ¿cómo sabes que el detective vive en un hotel junto al Canal Grande?
—Porque me lo ha dicho. ¡Vete! —le apartó la mano y respiró profundamente para no empezar a llorar—. ¡Sois todos malos, muy malos! —Mosca intentó hacerle cosquillas para que se riera, pero él le pellizcó la mano.
—¡Eh, escucha! —Su hermano se puso en cuclillas delante de él, con cara de preocupación—. Parece que vosotros dos habéis hablado mucho. ¿Le has contado alguna cosa más al detective sobre nosotros? ¿Le has hablado, por ejemplo, de nuestro escondite?
Bo se mordió el labio inferior.
—No —murmuró, sin mirarlo—. No soy tonto.
Próspero miró a los demás aliviado.
—Ven, Bo —dijo Avispa y se lo llevó con ella—. Ayúdame a hacer la pasta. Tengo hambre. —Bo la siguió con cara de malhumor, después de sacarle la lengua a los demás.