«¿Para qué habrán ido a la basílica?», pensó Víctor mientras observaba cómo entraban por el portal lateral Próspero, Mosca y Escipión. Era más que improbable que quisieran ver los mosaicos. «Espero que no vayan a robar a los turistas —pensó—, ya que si no tendría que llevarlos a los carabinieri. Aunque probablemente eso no le importaría a Esther Hartlieb.» Demostraría que hacía bien en tener tan mala opinión sobre el hijo mayor de su hermana. Pero si atraparan al pequeño robando sería un duro golpe para ella.

El pequeño… Víctor miró disimuladamente por encima de su periódico hacia los leones de la fuente. Próspero lo había dejado bajo la protección de la niña y el del pelo pincho. Al parecer confiaba en los dos, de otra manera no habría dejado a su querido hermano con ella. La niña hablaba con Bo. Estaba claro que intentaba hacerlo sonreír, pero el pequeño parecía estar muy enfadado. Como el del pelo pincho. Miraba el agua tan serio como si quisiera ahogarse en la fuente.

«¿Qué hago ahora?», pensó. Frunció el ceño y dobló el periódico. «Podría coger al pequeño, pero antes de que pudiera sacar mi placa de detective, la gente me habría linchado por creer que soy un secuestrador de niños. No, hay demasiadas personas alrededor.» Víctor no lo admitía, pero tenía muchos motivos irracionales para no querer coger a Bo. Era cómico, pero no quería que Próspero se encontrara con que su hermano había desaparecido cuando saliera de la basílica.

Víctor negó con la cabeza y suspiró.

«No debería haber aceptado el trabajo —pensó—. Pero ¿qué voy a hacer? Cuando se juega al escondite no se puede tener compasión. Y cuando se juega al pilla pilla, aún menos. Basta ya.»

«¡Quieres cogerlos!», le dijo una vocecita en su cabeza. «Pero no aquí delante de tantos testigos, sino en algún lugar más tranquilo. Más discreto. Una cosa así hay que prepararla con mucho cuidado.»

—¡Exacto! —gruñó—. Ahora voy a averiguar un par de cosas que necesito. Como por ejemplo qué hace esta banda a la que se han unido los dos hermanos. —Se caló la gorra para taparse un poco la cara, se aseguró de que aún no había acabado el carrete de la cámara y echó a andar por la gran plaza. No se alejó demasiado, sólo lo justo para que Bo no pudiese verlo desde los leones de la fuente.

Víctor le compró una bolsa de maíz a uno de aquellos vendedores que había por todos lados, se llenó los bolsillos de la chaqueta con los granos y con los brazos extendidos y las manos llenas de comida se puso en el centro de la piazza.

—¡Titas, tiiitas! —empezó a decir y puso su sonrisa más inofensiva—. Venid aquí, malditas. Pero como os caguéis en mi manga…

Y se le acercaron. Naturalmente. Se levantó una bandada de palomas, una nube de plumas grises y picos amarillos. Se acercaron revoloteando y se pusieron debajo de él, sobre los hombros, los brazos, incluso en la cabeza, donde no paraban de picotearle la gorra. No era muy agradable, que digamos. Víctor tenía que admitir que le daba un poco de miedo todo lo que volara y tuviera un pico puntiagudo. Pero, si no, ¿cómo iba a llamar la atención de un niño de cinco años?

Víctor rió y se puso a arrullar y a llamar a las palomas… mientras observaba a los niños que estaban junto a la fuente.

El del pelo pincho estaba de morros, sentado un poco más lejos y miraba con cara de pocos amigos la muchedumbre. La niña estaba leyendo un libro. Y Bo se aburría.

—¡Mira aquí, pequeño! —murmuró Víctor, mientras las palomas le subían a la cabeza—. Venga, mira hacia aquí, al hombre que se comporta como un tonto y que está jugando con las palomas sólo por ti.

Bo se pasó la mano por su pelo teñido, se frotó la nariz, bostezó y, de repente, se fijó en él. Víctor, el perchero para palomas. Bo miró rápidamente a la chica, vio que seguía inmersa en la lectura de su libro y bajó de la fuente.

¡Por fin! Víctor suspiró aliviado y se llenó las manos de nuevo de maíz. Bo empezó a acercarse a él lentamente. Miró de nuevo a los otros dos, pasó entre medio de tres chicas y se quedó delante de Víctor con la cabeza inclinada.

Cuando la paloma que tenía en la cabeza estiró el cuello y empezó a picotearle en los cristales falsos de sus gafas, Bo se rió.

Buon giorno —dijo Víctor y espantó al animal que tenía sobre la cabeza. No pensaba dejar que se le volviera a poner ninguna ahí.

Bo aguzó la vista e inclinó la cabeza hacia el otro lado.

—¿Hace daño?

—No, sólo las garras. Y cuando me picotean en las gafas.

El niño hablaba italiano casi tan bien como él. Quizás incluso mejor.

Víctor se encogió de hombros, las palomas se fueron volando y volvieron a ponerse ante él.

—Pero bueno —exclamó—, tampoco duele tanto. Me gusta cuando revolotean a mi alrededor. —Vaya mentira más gorda, grande y descarada acababa de decir. Pero siempre había sido muy bueno en eso. Ya de pequeño, las mentiras habían sido sus mejores aliadas—. Cuando vuelan todas a mi alrededor —dijo mientras Bo lo miraba de arriba abajo—, me imagino que yo también puedo volar, hasta los caballos dorados que hay ahí arriba.

Bo se volvió y miró las estatuas que había sobre el atrio de la basílica.

—Sí, son fantásticos, ¿verdad? Me gustaría muchísimo poder sentarme encima de uno de ellos. Avispa dice que tuvieron que cortarles la cabeza para traerlos aquí. Cuando los robaron. Y luego se las volvieron a poner.

—¿Ah, sí? —Víctor estornudó porque se le había metido una pluma en la nariz—. Yo creo que están muy bien. Pero de todas maneras son copias. Los de verdad hace tiempo que están en un museo para que la sal del aire no los estropee más. ¿Te gustan las palomas?

—No mucho —respondió Bo—. No me gusta cuando revolotean cerca de mí. Además, mi hermano dice que si las tocas te salen lombrices. —Se rió—. Se te ha cagado una en el hombro.

—¡Malditos pajarracos! —Víctor movió el brazo tan enfadado, que las palomas se fueron volando. Mientras no paraba de maldecir se limpiaba la cagada del hombro con una servilleta vieja—. ¿Tu hermano dice eso? Parece que cuida muy bien de ti.

—Sí, pero a veces se pasa un poco. —Bo miró las palomas que volaban en círculo y luego echó un vistazo rápido a los leones de la fuente, donde la niña seguía leyendo su libro y el del pelo pincho metía la mano en el agua. Se volvió tranquilo hacia Víctor—. ¿Me da un poco de comida?

—Claro. —Se metió la mano en el bolsillo y le dejó un par de granos en la mano.

Con mucho cuidado, Bo estiró la mano y encogió la cabeza asustado cuando una de las palomas se posó sobre el brazo. Pero cuando le empezó a picotear los granos de maíz se echó a reír con tanta alegría, que Víctor se olvidó por un instante de por qué estaba allí y por qué tenía comida para palomas en las manos. Pero el olor a laca que dejó una mujer joven con cara de mal humor y zapatos de tacón que pasó a su lado le recordó su trabajo.

—¿Cómo te llamas? —preguntó y se quitó una pluma gris de la chaqueta. «Quizá me equivoco», pensó. «Estas caras de niño redondas son todas iguales. Quizá no tiene el pelo teñido y es ése su color natural, quizás el pequeño sólo está con sus amigos y volverá esta tarde a casa de su madre. Habla muy bien italiano.»

—¿Yo? Me llamo Bo. ¿Y tú? —siguió riendo mientras la paloma le subía por el brazo.

—Víctor —respondió. Le entraron ganas de tirarse a sí mismo de las orejas. Diablos y centellas, ¿cómo era posible que le hubiese dicho al pequeño su nombre real? ¿Es que los picotazos de las palomas le habían hecho perder la poca inteligencia que tenía?

—Bo, ¿no eres demasiado pequeño para andar solo entre tanta gente? —preguntó como quien no quiere la cosa y le echó un par de granos más en la mano—. ¿No tienen miedo tus padres de que te pierdas en medio de esta muchedumbre?

—Mi hermano está aquí —respondió mientras observaba encantado cómo se le ponía una paloma en el brazo—. Y también mis amigos. ¿De dónde eres? ¿De América? Hablas de una manera rara. Seguro que no eres de Venecia, ¿verdad?

Víctor se tocó la nariz. Sintió que una paloma le pegaba un picotazo.

—No —respondió y se quitó la gorra—. Soy de aquí y de allá. Un poco de todos lados. ¿De dónde eres tú? —Víctor miró hacia la fuente. La chica había levantado la cabeza y lo estaba buscando.

—De un lugar bastante lejano —dijo Bo—. Pero ahora vivo aquí —pronunció el «bastante» de forma algo exagerada, como si quisiera dejarle muy claro lo lejos que estaba el lugar de donde él venía—. Esta ciudad es mucho más bonita —añadió y se rió al ver las palomas que tenía en el brazo—. Hay leones con alas por todas partes y dragones y ángeles que cuidan de Venecia, según dice Próspero, y de nosotros, aunque tampoco hay mucho de lo que cuidarse, porque aquí no hay coches. Por eso se oye mejor. El agua y las palomas. Y nadie puede tener miedo de que lo atropellen.

—Sí, es cierto. —Víctor reprimió una sonrisa—. Sólo hay que ir con cuidado de no caer a un canal. —Se levantó—. ¿Ésos que hay ahí detrás de la fuente son tus amigos?

Bo asintió con la cabeza.

—Creo que esa chica te está buscando —dijo Víctor—. Avísala, si no se preocupará por ti.

—Es Avispa. —Bo le hizo una señal con la mano en la que no tenía ninguna paloma.

Al verlo, Avispa se tranquilizó y volvió a sentarse en el borde de la fuente, pero cerró el libro y no le quitó el ojo de encima.

Víctor decidió hacer de nuevo de percha para las palomas. De esa manera no levantaría sospechas.

—Yo vivo en un hotel que da justo al Canal Grande —dijo, mientras las palomas volvían a posarse sobre él—. ¿Y tú?

—En un cine. —Bo se apartó asustado porque una de las palomas quería agarrarse a su pelo.

—¿En un cine? —Víctor lo miró con incredulidad—. Qué envidia. Así podrás ver películas todo el día.

—No, Mosca dice que no hay proyector. También se llevaron la mayoría de butacas. Y las polillas han devorado la pantalla y ya no sirve para nada.

—¿Mosca? ¿También es uno de tus amigos? ¿Vives con ellos?

—Sí, vivimos todos juntos —Bo asintió con la cabeza orgulloso.

Víctor lo miró pensativamente. ¿Podía ser cierto? «¡Quizás el enano se estaba haciendo el tonto! —pensó—. Y mientras yo me dejo engañar por su cara de ángel, no hace más que contarme mentiras más grandes que una catedral. ¿Un montón de niños que viven solos? Podría ser. Pero éstos no parece que pasen mucha hambre o que duerman bajo un puente.» Bueno, a Bo le habían cosido las rodillas de los pantalones, y no con mucha maña, por cierto, y tampoco llevaba el jersey muy limpio, pero era algo normal en la mayoría de niños. En cualquier caso, parecía que alguien lo peinaba y le lavaba las orejas habitualmente. ¿Su hermano?

«Quizá me cuente algo más», pensó y bajó los brazos. Las palomas se fueron volando desilusionadas y Víctor se frotó los hombros que le dolían de tener los brazos estirados durante tanto tiempo.

—¿Tú qué opinas, Bo? —le preguntó como quien no quiere la cosa—. ¿Te apetece que tomemos un helado en ese café de ahí?

Bo lo miró con desconfianza. Sin moverse de su sitio.

—Nunca me voy con desconocidos —respondió con desprecio y dio un paso hacia atrás—. No si no está mi hermano mayor.

—¡Claro que no! —dijo Víctor rápidamente—. Es una decisión muy inteligente.

La chica de la fuente se había levantado. Señaló en su dirección y entonces Víctor vio que habían regresado los otros tres. El chico enmascarado llevaba un cesto y Próspero lo miraba a él con cara de preocupación.

«No puede reconocerme —pensó—. Es imposible. Llevaba el bigote de morsa.» Pero de repente no se sentía a gusto.

—¡Tengo que irme, Bo! —dijo a toda prisa, mientras Próspero lo observaba con desconfianza—. Me alegro de haber charlado contigo. Te sacaré una foto. Para tener un recuerdo, ¿vale?

Bo se rió y posó con una paloma en la mano. Próspero aceleró el paso cuando Víctor levantó la cámara. Casi corría.

Víctor apretó el botón, aguantó, y le sacó otra foto.

—Gracias. Me alegro de haberte conocido —dijo, y le acarició su pelo teñido de negro. Sí, era teñido, no había duda.

Próspero estaba ya a pocos pasos. Estiró el cuello y se abrió paso entre la gente sin quitarle el ojo de encima a Víctor.

—¡Sigue así y no dejes que ningún extraño te invite a un helado en el futuro! —le dijo a Bo. Luego dio un par de pasos rápidos hacia atrás, se mezcló con un grupo grande de turistas que paseaban por la plaza, hundió la cabeza y se dejó arrastrar por ellos. Ya era invisible. Sí, en aquella plaza podía hacerse invisible todo aquel que quisiera si era un poco hábil. Víctor se guardó la gorra rápidamente en el bolsillo izquierdo del pantalón, se quitó las gafas y sacó un bigote del bolsillo derecho y unas gafas de sol. Luego, sin prisa, volvió al lugar donde aún se encontraban los dos chicos rodeados por una bandada de palomas. Pasó a su lado disimuladamente, rodeado por cinco mujeres mayores y gordas.

«Esta vez no dejaré que me den esquinazo —pensó—. Ah, no. Esta vez estoy preparado.» ¿Y si Próspero lo reconocía? Qué tontería. ¿Cómo iba a reconocerlo? Tampoco era un niño prodigio. ¿Qué tipo de niño era?

Su tía tampoco lo sabía. A Esther Hartlieb sólo le interesaba el pequeño, el que tenía la carita de ángel. Seguro que a ella y a su marido les resultaba igual de fácil separar a ambos hermanos como quien separa la clara de la yema de un huevo. A través de sus gafas oscuras Víctor observó cómo Próspero le puso el brazo sobre el hombro a su hermano y le dijo algo con insistencia, luego le acarició el pelo aliviado y se lo llevó con él, mientras seguía mirando a su alrededor.

Ese demonio de chico era muy desconfiado.

«¡Cuando se sigue a alguien hay que tomar muchas precauciones, querido!», pensó Víctor mientras seguía a los dos chicos. «No puedes echarlo todo a perder de nuevo. Y diga lo que diga su tía de él, es un chico inteligente.»

Escondido detrás de un grupo de japoneses que miraban la torre del reloj, Víctor se quitó la chaqueta y le dio la vuelta. Ahora era gris en vez de roja. Cuando se apartó de los japoneses, los dos hermanos ya se habían reunido con sus amigos. Los seis hablaban entre sí y luego desaparecieron por uno de los callejones que daban a la plaza.

—Manos a la obra, señor detective —murmuró Víctor—. Hay que averiguar dónde tienen la madriguera estos ratoncillos. —Prefería no pensar sobre lo que haría cuando descubriera dónde vivían. «Más adelante —pensaba—. Más adelante.»

Y luego siguió a los niños por aquel laberinto de callejones.