—¡Ven aquí, Bo! —le ordenó Próspero—. Ya son las tres. Ven de una vez.

Pero su hermano se encontraba delante del atrio de la basílica, observando los caballos que había arriba. Siempre que iba a la Plaza de San Marcos se detenía en el mismo lugar, levantaba la cabeza y los miraba. Cuatro caballos, enormes, dorados, que corrían y relinchaban. Bo siempre se preguntaba por qué no habían bajado nunca a pesar de lo vivos que parecían.

—¡Bo! —Cansado de esperar, Próspero arrastró a su hermano entre la multitud de personas que se amontonaban a la entrada de la inmensa iglesia, ansiosas por ver los techos y paredes dorados.

—Están furiosos —dijo Bo, mientras miraba a su alrededor.

—¿Quiénes?

—Los caballos de oro.

—¿Furiosos? —Próspero frunció el entrecejo y siguió arrastrándolo—. ¿Por qué?

—Porque los han robado y arrastrado hasta aquí —murmuró el pequeño—. Me lo ha contado Avispa.

Se aferró con fuerza a la mano de su hermano cuando entraron en la basílica para no perderlo entre la muchedumbre. En las calles no tenía miedo, pero en esa plaza enorme sí. La plaza de los leones la llamaba él, sabía que tenía otro nombre, pero la había bautizado así. Durante el día los adoquines pertenecían a las palomas y a los turistas. Pero de noche, Bo estaba seguro de que cuando las palomas dormían en todos los tejados y hacía rato que la gente se había ido a dormir, la plaza pertenecía a los caballos dorados y los leones alados que se encontraban entre las estrellas.

—Ya hace mil o cien años que los han traído aquí —dijo Bo.

—¿A quiénes? —preguntó Próspero y tiró de él para pasar entre una pareja que estaba de luna miel y que se había sacado una fotografía delante de la basílica.

—¡Los caballos! —Bo volvió a mirar hacia arriba pero ya no los pudo ver—. Los venecienses los robaron en una ciudad muy, muy lejana que conquistaron y saquearon. Avispa dice que en el pasado los venecienses fueron muy poderosos y belicosos. Todo el oro de la balísica proviene de los botines de guerra. O de haberlo robado. Antes de que lo pusieran en las paredes y los techos.

—Basílica —le corrigió Próspero—. Y se llaman venecianos, no venecienses.

Miró las esferas de azul y oro que llamaban la atención desde el lado norte de la plaza, junto a la torre del reloj. Eran las tres menos cinco.

Escipión y los otros ya se encontraban junto a las fuentes de leones, delante de la entrada lateral de la basílica, y los estaban esperando. El Señor de los Ladrones se había quitado la máscara y jugaba impaciente con ella.

—¡Bueno, por fin! —dijo cuando Bo se sentó a su lado en el borde de la fuente—. ¿Has ido a ver otra vez los caballos?

Bo se miró los pies. Avispa le había comprado unos zapatos nuevos. Eran un poco grandes, pero muy bonitos. Y, además, calientes.

—¡Escuchad! —Escipión les hizo un gesto a los demás con la mano para que se acercaran y bajó la voz, como si tuviera miedo de que alguna de las personas que corría por allí pudiese estar escuchándolos—. No quiero aparecer en la cita con todo un séquito detrás, por lo tanto lo haremos de la manera siguiente: cuando entre me acompañarán Próspero y Mosca, mientras tanto vosotros tres esperaréis aquí junto a la fuente.

Bo y Riccio quedaron decepcionados.

—¡Pero yo no quiero esperar aquí! —El labio inferior de Bo empezó a temblar, lo cual no podía significar nada bueno. Avispa le acarició el pelo para consolarlo, pero él apartó la cabeza.

—¡Bo tiene razón! —exclamó Riccio—. ¿Por qué no podemos entrar todos? ¿Por qué sólo Mosca y Próspero?

—Porque no somos lo bastante buenos para formar parte del séquito del Señor de los Ladrones —respondió Avispa antes de que Escipión pudiese decir algo—. Bo es demasiado pequeño, tú parece que tengas ocho años y yo soy una niña, lo que ya me descalifica para ello. No, nosotros tres los dejaríamos en ridículo, ¿no es cierto, Señor de los Ladrones?

Escipión se mordió los labios enfurecido. Sin pronunciar una palabra, pasó con un aire de superioridad por delante de ellos y bajó los escalones de la fuente.

—Vamos —les dijo a Mosca y Próspero, pero los dos dudaron y no lo siguieron hasta que Avispa dijo:

—Venga, idos.

Riccio se quedó donde estaba, intentando reprimir las lágrimas de la decepción que sentía mientras miraba a los otros tres, pero Bo se echó a llorar tan fuerte que su hermano regresó corriendo, a pesar de la mala cara que puso Escipión.

—¡Pero si a ti no te gusta la basílica! —le susurró a Bo—. Siempre te parece que está muy oscuro, o sea que no te pongas así. Quédate aquí en la fuente, cuida de Avispa y no te alejes de aquí.

—Pero esto es un rollo —murmuró Bo y le acarició la zarpa a uno de los leones de piedra que había en la fuente.

—¡Próspero, ven de una vez! —gritó Escipión enfadado desde el portal lateral de la basílica.

—Hasta luego —dijo Próspero y entró con Mosca y el Señor de los Ladrones en la inmensa iglesia.

Bo había bautizado a la basílica como «La cueva de oro» cuando entró en ella por primera vez con su hermano. Pero los mosaicos dorados de ángeles, reyes y santos, las paredes y techos estaban adornados y resplandecían sólo a ciertas horas, cuando la luz del sol entraba por el ventanal de la iglesia. En ese momento estaba todo a oscuras y la penumbra se tragaba las imágenes, unidas por miles de perlas y piedras preciosas, que llenaban la inmensa bóveda. La claridad y el calor se habían quedado en la plaza, como si ya no hubiese más.

Recorrieron el pasillo central con bastante indecisión. Sus pasos retumbaban en el suelo de piedra. Sobre sus cabezas se extendían las cúpulas doradas, cuyo esplendor disimulaba la oscuridad. Entre las altas columnas que las soportaban, los tres chicos se sentían tan pequeños que, de modo casi instintivo, andaban pegados uno al otro. La penumbra que había a su alrededor estaba empapada de quietud, de susurros, cuchicheos y murmullos y del ruido que hacían las suelas de los zapatos al rozar la piedra fría.

—¿Dónde están los confesionarios? —murmuró Mosca y miró a su alrededor—. No he estado aquí muchas veces. No me gustan las iglesias. Me hacen sentir incómodo.

—Yo sé dónde están —dijo Escipión, que volvió a ponerse la máscara. Seguro de sí mismo, como uno de los guías de grupos de turistas que mostraban las maravillas de la basílica, iba delante de los otros dos. Los confesionarios se hallaban un poco apartados, en la nave lateral de la gran iglesia. El primero del lado izquierdo no se diferenciaba en nada de los demás, que parecían cajas de madera oscura, tapadas con cortinas de color rojo, con una puerta en el medio, a través de la cual el sacerdote se introducía en el estrecho interior. Una vez dentro se sentaba en un banco y pegaba la oreja a una pequeña ventana a través de la cual podía susurrarle sus pecados todo aquel que quisiera, para que se los quitara del alma.

Delante del pecador había también una cortina, por supuesto, que lo escondía de cualquier mirada curiosa, en el lado del confesionario. Y esta cortina fue la que apartó Escipión. Tras ponerse bien la máscara una última vez y de carraspear a causa de los nervios. El Señor de los Ladrones se esforzaba por demostrar que era la calma en persona, pero Próspero y Mosca se dieron cuenta de que le latía el corazón con tanta fuerza como a ellos, cuando entraron en el confesionario con él.

Cuando Escipión miró el banco que se escondía en la oscuridad al otro lado, dudó un instante, pero luego se arrodilló. Era la única forma de que la ventanita le quedara a la altura de los ojos para que la persona que estuviera sentada en el confesionario pudiese verlo. Próspero y Mosca se pusieron detrás como si fueran sus guardaespaldas. Escipión, de rodillas, se quitó la máscara oscura de la cara y esperó a que ocurriera algo al otro lado de la ventanita tapada por la cortina.

—Quizás aún no ha llegado. ¿Quieres que vayamos a verlo? —murmuró Mosca un poco inseguro.

Pero alguien corrió la cortina al otro lado de la ventanita. En la oscuridad que dominaba en el confesionario, brillaban dos ojos, redondos y claros, sin pupilas. Próspero se asustó y hasta que miró por segunda vez no se dio cuenta de que eran cristales de gafas en los que se reflejaba la poca luz que había.

—En una iglesia no se debería llevar máscara ni sombrero —dijo una voz áspera, que parecía la de un hombre mayor.

—En un confesionario tampoco debería hablarse sobre robos —respondió Escipión—. Y a eso hemos venido, ¿no?

A Próspero le pareció oír una leve sonrisa.

—Así que eres de verdad el Señor de los Ladrones —dijo el desconocido en voz baja—. Muy bien, no te quites la máscara si no deseas mostrar tu cara. Ya veo que eres muy joven.

Tieso como un palo, Escipión permanecía de rodillas.

—Por supuesto. Y a juzgar por su tono de voz, usted parece muy mayor. Pero para nuestros negocios la edad no tiene ninguna importancia, ¿no?

Próspero y Mosca intercambiaron una mirada rápida. Escipión no podía evitar tener el cuerpo de un niño, pero le resultaba tan fácil expresarse como un adulto, que era algo que lo llenaba de admiración.

—De ningún modo —respondió el hombre mayor en voz baja—. Deberás disculpar mi asombro a causa de tu edad. Cuando Barbarossa me habló del Señor de los Ladrones, no me imaginé que se trataría de un chico de doce o trece años. Pero no me malinterpretes: yo opino lo mismo que tú, que en este caso la edad no tiene ninguna importancia. De hecho, incluso cuando yo tenía ocho años tuve que empezar a trabajar como un adulto, a pesar de que mi cuerpo era pequeño y débil. Pero a nadie le importaba.

—En mi profesión, tener un cuerpo pequeño es de gran utilidad, conte —dijo Escipión—. Así debo llamarle, ¿no es cierto?

—Exacto, puedes dirigirte a mí de esta manera. —El hombre del confesionario carraspeó—. Como Barbarossa te habrá dicho, estoy buscando a alguien que pueda conseguirme algo que deseo hace años y nunca he podido encontrar. Lamentablemente, este objeto se encuentra en posesión de un desconocido. —El hombre volvió a carraspear. Las gafas se acercaron mucho a la ventanita y Próspero creyó reconocer el contorno de una cara—. Si te haces llamar el «Señor de los Ladrones», supongo que ya habrás entrado alguna vez en alguna de las casas más distinguidas de la ciudad, sin que te hayan pillado, ¿no?

—Por supuesto. —Escipión se frotó las rodillas, que le dolían—. Nunca me han cogido. Y he entrado en más de la mitad de las casas más distinguidas de la ciudad. Sin que me hayan invitado nunca.

—Muy bien. —Con sus dedos fuertes, llenos de manchas a causa de la edad, se puso bien las gafas—. Entonces estamos de acuerdo. La casa que quiero que visites se encuentra en Campo Santa Margherita, número 423, y pertenece a la signora Ida Spavento. No es una casa muy ostentosa, pero al menos tiene un pequeño jardín que, como ya sabrás, en Venecia equivale a poseer un tesoro. En este confesionario te dejaré un sobre en el que encontrarás toda la información necesaria para llevar a cabo mi encargo: un plano de la Casa Spavento, un par de explicaciones sobre el objeto que debes robar, así como una foto de él.

—Perfecto —exclamó Escipión—. Me resultará muy útil y nos ahorrará trabajo a mí y a mis ayudantes. Ahora hablemos sobre el pago.

Próspero oyó cómo de nuevo reía en voz baja el hombre.

—Veo que eres todo un hombre de negocios. Vuestra recompensa será de dos mil quinientos euros, que os pagaré en cuanto me entreguéis el botín.

Mosca cogió a Próspero del brazo con tanta fuerza que le hizo daño. Escipión estuvo un rato sin decir nada y cuando volvió a hablar lo hizo con una voz muy débil.

—Dos mil quinientos —repitió lentamente—. Me parece un precio justo.

—No podría pagarte más aunque quisiera —respondió el conte—. Y ya verás que lo que tienes que robar sólo tiene valor para mí, ya que no está hecho de oro ni de plata, sino de madera. Así pues, ¿trato hecho?

Escipión respiró profundamente.

—Sí —dijo—. Trato hecho. ¿Cuándo quiere que le entreguemos el botín?

—Oh, cuando tú consideres que es el mejor momento, cuanto antes mejor. Soy un hombre mayor y me gustaría ver el fin de mi larga búsqueda. No tengo otro deseo en esta vida que poder tener en mis manos lo que tienes que robar para mí.

Cuánta ansiedad transmitía con su tono de voz. «¿Qué puede ser?», pensó Próspero. ¿Qué objeto puede ser tan maravilloso como para que un hombre lo anhele tanto? De hecho no era más que un objeto que tenían que robar para ese hombre mayor. No era nada vivo. ¿Podía alguien desear con tanta fuerza algo muerto?

Escipión asintió con la cabeza mientras miraba ensimismado a través de la ventanita oscura.

—¿Cómo quiere que le comunique que he tenido éxito? —preguntó—. Barbarossa ha dicho que es usted una persona difícil de localizar.

—Es cierto —se oyó un carraspeo en la oscuridad—. Pero encontrarás todo aquello que necesitas en este confesionario en cuanto me haya ido. Cuando corra la cortina de esta ventanita, contad hasta cincuenta antes de venir a buscar lo que os haya dejado. Yo también guardo con sumo cuidado mi secreto, pero no necesito máscaras. Avisadme de que habéis tenido éxito y al día siguiente recibiréis mi respuesta en la tienda de Barbarossa, en la que os comunicaré cuándo cambiaremos el botín por la recompensa. Te diré el lugar ahora, ya que a Barbarossa le gusta abrir las cartas que no son para él, y prefiero hacer este negocio sin que esté de por medio. Recuérdalo bien: nos volveremos a encontrar en la Sacca della Misericordia, la pequeña bahía que hay al norte de la ciudad. Ya descubrirás cuál es el lugar exacto. Por si no conoces la Sacca, la encontrarás en cualquier mapa de Venecia. Te deseo suerte, Señor de los Ladrones. Hace tanto tiempo que mi corazón anhela lo que tienes que robar para mí, que está cansado de tanta ansiedad.

El conte corrió la cortina de la ventanita de golpe. Escipión se levantó y escuchó atentamente. Un grupo de turistas pasaba arrastrando los pies por delante del confesionario mientras un guía les comentaba en voz baja los mosaicos que tenían encima de la cabeza.

—¡Cuarenta y ocho, cuarenta y nuevo, cincuenta! —dijo Mosca cuando el grupo se alejó por fin y la voz del guía se oía a lo lejos.

Escipión lo miró con una sonrisa burlona.

—Vaya, pues sí que has contado rápido —dijo y corrió la cortina. Con gran cuidado salieron uno detrás de otro.

—Entra tú, Próspero —murmuró Escipión, mientras él y Mosca se ponían de pie frente al confesionario como si fueran el escudo de protección.

Próspero abrió lentamente la puerta de los sacerdotes y entró. Sobre el pequeño banco que había bajo la ventanita encontró un sobre sellado y un cesto con la tapa adornada con unas cintas. Cuando Próspero lo levantó, algo hizo un ruido dentro. Casi se le cayó del susto. Escipión y Mosca miraron con cara de sorpresa en el interior cuando salió con lo que había encontrado en el confesionario.

—¿Un cesto? ¿Qué hay dentro? —preguntó Mosca con gran recelo.

—No lo sé, pero hace ruido. —Próspero levantó con sumo cuidado la tapa, pero Mosca se la hizo bajar con cara de asustado.

—¡Espera! —murmuró—. ¿Hace ruido? Quizás hay una serpiente.

—¿Una serpiente? —Escipión se rió—. ¿Por qué nos iba a dar el conte una serpiente? Todo esto es culpa de las historias que os lee Avispa todos los días. —Pegó la oreja a la tapa del cesto—. Es verdad, hace ruido. Pero también hay algo que se mueve —murmuró—. ¿Alguien ha oído hablar alguna vez de una serpiente que dé golpes?

Escipión arrugó la frente y abrió la tapa hasta que pudieron ver lo que había dentro.

—¡Maldita sea! —dijo y volvió a cerrar el cesto—. Es una paloma.