A la mañana siguiente, Riccio fue a ver a Barbarossa para transmitirle la respuesta del Señor de los Ladrones. Tal y como le había mandado Escipión.

—¿Acepta? Perfecto, mi cliente se alegrará mucho —dijo el anticuario con una sonrisa de felicidad—. Pero debéis tener un poco de paciencia. No es fácil hacerle llegar un recado. Este hombre no tiene ni teléfono.

Durante los dos días siguientes Riccio fue a la tienda de Barbarossa en vano, pero al tercero ya tenía el encargo que habían estado esperando.

—Mi cliente quiere reunirse con vosotros en la basílica, la basílica de San Marcos —aclaró Barbarossa, mientras estaba delante de un espejo en su oficina y se recortaba la barba con unas tijeras diminutas—. Al conte le gusta hacerlo todo con mucho misterio, pero nunca se tienen problemas de negocios con él. Me ha comprado un par de piezas excelentes y siempre a muy buen precio. No le hagáis preguntas curiosas porque no lo soporta, ¿de acuerdo?

—¿El conte? —preguntó Riccio con gran respeto—. ¿Eso significa que es un conde de verdad?

—Naturalmente. Espero que el Señor de los Ladrones se comporte como es debido. —Barbarossa se quitó un pelo de la nariz con el semblante muy serio—. Cuando os encontréis con él veréis que no hay duda de su ascendencia noble. No me ha confiado nunca su nombre, pero supongo que es un Vallaresso. Algunos miembros de esta venerable familia no han sido bendecidos por la felicidad. La gente habla de una maldición. Pero bueno —el barbirrojo se acercó un poco más al espejo y se arrancó otro pelo rebelde—. Sea como sea, pertenecen a las viejas familias, ya sabes: a los Correr, Vendramin, Contarini, Venier, Loredan, Barbarigo y, como todo el mundo dice, controlan el destino de esta ciudad desde hace años sin que ninguno de nosotros sepa lo que ocurre. ¿No es cierto?

Riccio asintió con la cabeza sorprendido. Había oído los nombres que el barbirrojo había recitado de carrerilla y con gran devoción. Conocía los palacios y museos que se llamaban así, pero no sabía nada de las personas de quienes habían tomado su nombre.

Barbarossa dio un paso hacia atrás y se observó a sí mismo en el espejo complacido.

—Bueno, como he dicho, debéis llamarle siempre «conte» para que esté contento. El Señor de los Ladrones se entenderá de maravilla con él, al fin y al cabo a vuestro jefe le encanta rodearse de un velo de misterio. Algo que resulta más que aconsejable para su trabajo. ¿No crees?

Riccio volvió a asentir con la cabeza. Se moría de ganas por que el gordo regresara al asunto que lo había llevado a su tienda para volver a casa y contarles a los demás el encargo. No paraba de mover los pies de lo impaciente que estaba.

—¿Cuándo? ¿Cuándo tenemos que encontrarnos con él en la basílica? —preguntó, mientras Barbarossa se había vuelto a poner frente al espejo para depilarse las cejas.

—Mañana por la tarde, a las tres en punto. El conte os esperará en el primer confesionario de la izquierda. ¡Y no lleguéis tarde, por favor! Este hombre es puntualísimo.

—De acuerdo —murmuró Riccio—. A las tres en punto. —Se volvió para irse.

—¡Un momento, un momento, no tan rápido, pelo pincho! —Barbarossa le hizo señas a Riccio—. Dile también al Señor de los Ladrones que el conte desea encontrarse con él en persona. Como acompañante puede llevar a quien quiera, a un mono, a un elefante o a alguno de vosotros. Pero él también debe ir. El conte quiere hacerse una idea de él antes de confiarle más sobre el encargo. Al fin y al cabo… —puso cara de ofendido— a mí no me ha dejado que me acercara tanto nunca.

Esto no sorprendió a Riccio, pero el deseo del conte de ver a Escipión le aceleró el corazón.

—Esto, esto… —balbuceó— no le gustará a Esci… al Señor de los Ladrones.

—Bueno —Barbarossa se encogió de hombros—, entonces tampoco le dará el encargo. Que pases un buen día, enano.

—Igualmente —murmuró Riccio, que le sacó la lengua mientras el anticuario estaba de espaldas y emprendió el camino de vuelta a casa algo intranquilo.