Cuando Víctor se dio cuenta de que Próspero se había escapado, se enfadó tanto que le dio una patada al poste de madera que tenía al lado, que sobresalía de las aguas sucias del canal. Luego volvió a su casa cojeando.
Durante la mitad del camino no paró de maldecirse gritando tanto que la gente se volvía al oírlo. Pero él no se dio cuenta de lo furioso que estaba.
—Como un principiante —exclamó—. Se han librado de mí como si fuera un principiante. ¿Quién era el otro? Era demasiado grande para ser el hermano pequeño. Maldita sea. Maldita sea. Maldita sea. Me encuentro cara a cara con él y dejo que se escape. ¡Seré estúpido! —Le dio una patada a una caja de cigarros vacía con su pie cojo y puso una mueca de dolor—. Es culpa mía —gruñó—. Claro, culpa mía. Un detective tan bueno como yo no busca a niños. Aunque tampoco habría podido comprar la comida para las tortugas sin este maldito trabajo.
El pie le dolía aún más cuando abrió la puerta de su casa.
—Bueno, como mínimo ahora ya sé que están en la ciudad —exclamó mientras subía cojeando por las escaleras—. Y allí donde esté el mayor, también estará el pequeño. Eso está claro.
Al llegar a su piso se quitó el zapato del pie que le dolía y fue andando hasta el balcón para dar de comer a las tortugas. Su oficina aún olía a la laca de Esther Hartlieb. Qué asco, ya no soportaba más aquel olor. Y tampoco era capaz de quitarse de la cabeza a los niños. No tendría que haber colgado en la pared la foto. Los veía todo el día. ¿Dónde dormirían por la noche? Por la tarde empezaba a hacer un frío horrible en cuanto el sol desaparecía detrás de las casas. Y en el último invierno había llovido tanto que la ciudad se había inundado una docena de veces. Pero bueno, tenía tantos rincones como una madriguera y seguro que un par de niños podían encontrar siempre algún lugar seco dentro de una casa vacía o en una de las innumerables iglesias.
—Los encontraré —gruñó Víctor—. Sería ridículo si no lo consiguiera.
Cuando las tortugas acabaron de comer, se llenó su estómago hambriento con montañas de espaguetis y salchichas fritas. Luego se puso una pomada en el pie, se sentó al escritorio y rellenó un poco de papeleo que se le había acumulado. Al fin y al cabo, tenía otros encargos aparte de la búsqueda de estos niños.
«Creo que en los próximos días debería sentarme más a menudo en la Plaza de San Marcos —pensó Víctor—. Pedir un café y dar de comer a las palomas hasta que aparezcan por algún lado. Como dice el proverbio: “Toda la gente de Venecia pasa como mínimo una vez al día por la Plaza de San Marcos”. ¿Por qué no iba a valer también para unos niños que han huido de casa?»