En cuanto salieron de la tienda, Riccio arrastró a Próspero, sin que éste pudiera ni protestar, hasta el escaparate de la pasticceria que había mirado con tanto deseo antes de visitar al barbirrojo. Y mientras el dependiente esperaba a que le dijeran lo que querían, convenció a Próspero de que cambiara uno o dos billetes del fajo que les había dado Barbarossa para comprar una caja de pasteles para todos, para celebrar el día, por así decir.
Próspero miró asombrado con qué cuidado empaquetaban los pasteleros de Venecia sus pasteles. No se limitaban a meterlos dentro de una bolsa de cualquier manera, sino que los metían dentro de una caja fantástica que ataban con una cinta.
Parecía que a Riccio no le importaba tanto esfuerzo. En cuanto salieron al callejón, sacó su navaja todo impaciente y cortó la cinta.
—¿Qué haces? —le preguntó Próspero, y le quitó la caja—. Pensaba que se los llevábamos a los otros.
—Tranquilo, que les dejaremos suficientes. —Riccio miró ansioso por debajo de la tapa—. Además, nos hemos ganado una recompensa. Madonna, hasta ahora ninguno de nosotros había podido sacarle a Barbarossa ni un euro más de lo que quería pagar y tú has conseguido que nos dé cuatro veces más. Hasta yo puedo calcularlo. Escipión no volverá a mandar a otra persona a cambiar su botín.
—Seguro que las cosas que le hemos dado valían mucho más. —Próspero cogió un pastelito que tenía tanto azúcar en polvo que le cayó por toda la chaqueta. A Riccio le quedó la nariz manchada de chocolate—. En cualquier caso podemos usar bien el dinero —añadió Próspero—. Volvemos a tener la caja llena y aún queda un poco para cosas que necesitamos sin falta ahora que está a punto de llegar el invierno. Bo y Avispa no tienen abrigo y tus zapatos parece que los hubieras pescado en un canal.
Riccio se lamió el chocolate que tenía en la nariz y miró sus zapatos desgastados.
—Aún están bien —exclamó—. Pero quizá podríamos comprar una televisión pequeñita. Seguro que Mosca podría conectarla a la electricidad de alguna manera.
—Estás loco.
Próspero se detuvo delante de una tienda en la que vendían periódicos, postales y juguetes. Cuando alguien piensa huir no coge nunca juguetes. Bo no tenía ni un muñeco de peluche, aparte del león viejo que le había dejado Riccio.
—¿Por qué no le regalas el indio a Bo? —Riccio pegó su barbilla pegajosa al hombro de Próspero—. Le irían bien con los vaqueros de corcho que le ha hecho Avispa.
Próspero frunció las cejas y palpó el fajo de dinero que llevaba en el bolsillo de la chaqueta.
—No —dijo, le dio la caja de pastelitos a Riccio y siguió andando—. Necesitamos el dinero para otras cosas.
Riccio suspiró y echó a andar detrás de él.
—¿Sabes qué? —dijo—. Si Escipión no acepta el encargo del que nos ha hablado Barbarossa… —bajó la voz— lo haré yo. Ya has oído lo que ha dicho el gordo sobre la recompensa. Además, tampoco soy un mal ladrón, aunque últimamente no he practicado mucho. Lo compartiría con vosotros, claro; a Bo le compraría los indios, a Avispa libros nuevos, a Mosca la maldita pintura para su barca que hace tanto tiempo que lleva pidiendo, para mí una televisión pequeña y a ti… —Miró a Próspero de reojo con curiosidad—. ¿Tú qué quieres?
—Yo no necesito nada. —Se encogió de hombros y miró alrededor con cara de pocos amigos, como si una ráfaga del viento gélido que soplaba en aquel momento se le hubiera colado por la nuca—. Ya basta de hablar de robos. ¿O es que no te acuerdas de que la última vez casi te pillan?
—Sí, sí —murmuró Riccio, mientras miraba a una mujer que llevaba unos pendientes de perlas inmensos. Quería olvidar todo lo que le había ocurrido.
—¡No le cuentes nada a Escipión del encargo! —dijo Próspero—. ¿Vale?
Riccio se quedó quieto.
—Qué tontería. ¡No entiendo lo que te ocurre! ¡Claro que se lo voy a contar! ¿Cómo quieres que sea algo más peligroso que su robo del Palacio Ducal? —Una pareja que se iba haciendo mimos se sorprendió al oírlos y se volvió hacia ellos, por lo que Riccio bajó el tono de voz—. ¡O el del Palazzo Contarini!
Próspero negó con la cabeza y siguió andando. Ni él mismo sabía por qué no le gustaba la oferta de Barbarossa. Quizá tenía miedo de que Escipión se hubiese vuelto un poco irresponsable. Mientras seguía sumido en sus pensamientos se apartó a un lado para esquivar a dos mujeres que discutían a gritos en mitad del callejón, pero chocó con un hombre que salía de un bar con un trozo de pizza en la mano. Era robusto y bajito y tenía un bigote como el de una morsa, del que le colgaba un trozo de queso. Se volvió indignado y miró a Próspero como si fuese un fantasma.
—Scusi —murmuró Próspero que siguió andando tan deprisa entre medio de la multitud que en un instante ya lo había perdido de vista.
—Eh, ¿a qué vienen tantas prisas? —Riccio lo cogió de la chaqueta, mientras en la otra mano llevaba la caja de pasteles casi vacía.
Próspero volvió la cabeza.
—Me ha mirado de una forma muy rara. —Miró preocupado a toda la gente que pasaba a su alrededor. Pero el hombre del bigote de morsa había desaparecido.
—¿Que te ha mirado? —Riccio se encogió de hombros—. ¿Y? ¿Lo conocías de algo?
Próspero negó con la cabeza y volvió a mirar a su alrededor.
Había un par de estudiantes, un hombre mayor, tres mujeres que llevaban los cestos de la compra llenos, un grupo de monjas…
Cogió a Riccio del brazo y empezó a tirar de él.
—¿Qué pasa? —Estuvo a punto de perder la caja de pasteles del susto.
—Ese tipo nos sigue.
Próspero echó a correr rápido, más rápido, sin quitar la mano del bolsillo donde llevaba el dinero de Barbarossa para que no se le cayera.
—¿De qué hablas? —le gritó Riccio.
—¡De que nos persigue! —Próspero seguía corriendo entre la gente—. Ha intentado esconderse, pero lo he visto.
Riccio volvió la cabeza hacia el supuesto perseguidor, pero todo lo que vio fueron caras aburridas que miraban los escaparates y niños que se empujaban unos a otros entre risas.
—¡Pro, eso es una tontería! —Alcanzó a Próspero y le cortó el paso—. Tranquilízate, ¿vale? Ves fantasmas.
Pero Próspero no respondió.
—¡Ven! —dijo, y metió a Riccio en un callejón que era tan pequeño que Barbarossa no habría podido pasar por él. El viento soplaba de cara, como si viviera en sitios tan estrechos. Riccio sabía adónde llevaba esa callejuela tan poco tentadora: a un patio escondido y de ahí a un laberinto de callejuelas en el que hasta un veneciano podría perderse. No era un mal camino para perder de vista a alguien que los perseguía. Pero Próspero había vuelto a detenerse, se pegó contra la pared y observó a la gente que circulaba por allí, delante de ellos.
—¿Qué pretendes? —Riccio se apoyó junto a él y se tapó los dedos con las mangas del jersey porque se estaba congelando.
—Quiero enseñarte quién es cuando pase por aquí.
—¿Y luego?
—Si nos descubre, echamos a correr.
—¡Un plan fantástico! —murmuró Riccio, que estaba tan nervioso que metió la lengua en el agujero que tenía entre los dientes. El diente que le faltaba lo había perdido en una persecución.
—Vamos, es mejor que desaparezcamos —le susurró al oído a Próspero—. Los otros nos están esperando. —Pero su amigo ni se movió.
Los niños pasaron por delante de su escondite y después las monjas, vestidas con su hábito negro. Luego apareció un hombre: era bajito y robusto, tenía los pies grandes y llevaba un bigote de morsa. Miró a su alrededor en busca de alguien, se puso de puntillas, alargó el cuello y soltó una maldición.
Los dos chicos no se atrevían casi ni a respirar. Al final, el desconocido se fue.
Riccio se movió el primero.
—¡Conozco a ese tipo! —exclamó—. ¡Es mejor que nos vayamos antes de que vuelva!
Con el corazón desbocado, Próspero siguió a su amigo y escuchó los pasos, que los podían delatar. Echaron a correr por el callejón estrecho, cruzaron una plaza rodeada de casas, un puente y volvieron a meterse por una callejuela. Próspero ya no sabía dónde estaban, pero Riccio corría delante de él como si pudiera orientarse en aquel laberinto de calles y puentes con los ojos vendados. De repente llegaron a un lugar donde brillaba la luz del sol y delante de ellos encontraron el Canal Grande. En la orilla se amontonaba la gente y el agua resplandeciente estaba llena de barcas.
Riccio arrastró a Próspero hasta una parada de vaporetti, donde se escondieron entre las personas que esperaban el siguiente barco. Los vaporetti eran los autobuses acuáticos de Venecia y llevaban a los ciudadanos al trabajo y a los turistas de un museo a otro cuando estaban demasiado cansados para ir a pie.
Próspero examinaba a todo aquel que se acercaba a ellos, pero su perseguidor no apareció. Cuando al final atracó un vaporetto, los dos chicos se dejaron arrastrar a bordo por la gente y, mientras todo el mundo corría para hacerse con alguno de los pocos asientos libres que quedaban en la cubierta del barco, Próspero y Riccio se apoyaron en la borda sin apartar la vista de la orilla del canal.
—No tenemos billete —dijo Próspero preocupado, en cuanto se puso en marcha el barco, que iba lleno a rebosar.
—Da igual —respondió Riccio—. Nos bajamos en la siguiente parada. Pero mira quién hay ahí. —Miró al muelle que estaban dejando atrás—. ¿Lo ves?
Ah, sí, Próspero lo veía perfectamente. Ahí estaba, el hombre del bigote de morsa, que aguzaba los ojos y miraba en dirección del barco que acababa de partir. Riccio lo saludó para burlarse de él.
—¿Qué haces? —Asustado, Próspero le hizo bajar el brazo.
—¿Qué pasa? ¿Crees que vendrá nadando hasta nosotros? ¿O que podrá llegar hasta aquí con las piernas tan cortas que tiene? No, querido amigo. Esto es lo bueno que tiene esta ciudad. Cuando alguien te sigue, lo único que tienes que hacer es llegar al otro lado del canal y ya le has dado esquinazo a tu perseguidor. Aunque claro, tienes que vigilar que no haya un puente por ahí cerca, pero en el Canal Grande sólo hay dos, ya tendrías que saberlo.
Próspero no respondió. Hacía un rato que habían perdido al hombre de vista, pero él seguía mirando la orilla todo preocupado, como si el desconocido pudiera aparecer en cualquier momento entre las elegantes columnas de los palacios, en el balcón de un hotel o en uno de los otros barcos con los que se cruzaban.
—¡Venga, deja de mirar, lo hemos perdido! —Riccio cogió a Próspero del hombro hasta que se volvió hacia él—. Ya me había escapado de ese tipo una vez. ¡Maldita sea! —Empezó a mirar a su alrededor confuso—. Me parece que con tanto ajetreo he perdido la caja de los pasteles.
—¿Conoces a ese hombre? —Próspero miró a su amigo con incredulidad.
Riccio se apoyó en la barandilla.
—Sí. Es un detective. Acostumbra trabajar para los turistas, les busca los bolsos y los monederos cuando los pierden. Una vez casi me pilla por una de esas cosas. —Riccio se rascó la oreja y se rió—. No es muy rápido, que digamos, pero esta vez no entiendo qué buscaba… —Miró a Próspero con gran curiosidad—. Ya sabes que cumplo con nuestra regla: el pasado de cada uno, es asunto suyo. Pero… parece que te buscaba a ti. ¿Conoces a alguien que podría pagar a un detective para que te buscara?
Próspero miró a la otra orilla. El vaporetto redujo la marcha para detenerse en la siguiente parada.
—Quizá sí —respondió sin mirar a Riccio. Un enjambre de gaviotas volaba en círculos sobre las aguas oscuras mientras el barco se acercaba al embarcadero.
—Bajemos aquí —dijo Riccio. Saltaron a tierra uno detrás de otro a la vez que subían a bordo los nuevos pasajeros.
—Los otros pensarán que hemos huido con el botín de Escipión —exclamó. Volvieron de nuevo la espalda al Canal Grande—. Por culpa de nuestro viaje en barco se ha alargado el camino de vuelta al escondite. —Echó una mirada de curiosidad a Próspero—. ¿Te apetece contarme quién te ha echado encima a ese detective? ¿Qué has hecho? ¿Has robado algo a alguien que quiere recuperar lo que es suyo?
—No digas tonterías. Ya sabes que yo no robo. Si puedo evitarlo. —Próspero metió la mano en la chaqueta y la sacó tranquilo. El dinero de Barbarossa seguía en su sitio.
—Es cierto. —Riccio frunció el ceño y bajó el tono de voz—. ¿Es que… os busca un secuestrador de niños o algo así?
Próspero lo miró asustado.
—¡No! Tampoco es eso. —Miró una cara de piedra que lo observaba desde un arco—. Creo que nos busca mi tía. Esther, la hermana de nuestra madre. Le sobra el dinero. No tiene hijos y cuando se murió nuestra madre quiso quedarse con Bo y enviarme a mí a un internado. Por eso huimos. ¿Qué iba a hacer, si no? Es mi hermano. —Próspero se detuvo—. ¿Crees que Esther le habría preguntado si quería que fuese su nueva madre? ¡No la soporta! Dice que huele como la pintura tóxica. Y que… —se puso a reír— parece una de las muñecas de porcelana que colecciona. —Próspero se agachó y cogió un abanico de plástico que había delante del portal de una casa. Tenía el mango roto, pero estaba seguro de que a Bo no le importaría—. Mi hermano piensa que puedo protegerlo de todo —dijo, y se guardó el abanico en el bolsillo vacío—. Pero si Avispa no nos hubiese encontrado…
—Venga, no te preocupes más de ese cotilla. —Riccio tiró de él para que siguiera andando—. No te encontrará otra vez. Es muy fácil, a Bo le teñimos el pelo de negro y a ti te pintamos la cara para que parezcas el hermano gemelo de Mosca.
Próspero soltó una carcajada. Riccio siempre sabía hacerlo reír, incluso cuando no estaba de muy buen humor.
—¿Tú quieres ser adulto? —le preguntó mientras cruzaban un puente cuyo reflejo borroso se podía ver en el agua.
Riccio negó con la cabeza y se quedó un poco desconcertado.
—No, ¿por qué lo preguntas? Es muy práctico ser pequeño. No llamas tanto la atención y te quedas lleno antes. ¿Sabes lo que dice siempre Escipión? —Saltó del puente—. Que los niños son orugas y los mayores mariposas y que ninguna mariposa se acuerda de lo que sentía cuando era una oruga.
—Seguro que no —murmuró Próspero—. No le digas nada a Bo de lo del detective, ¿vale?
Riccio asintió con la cabeza.