Próspero no sabía qué lo había despertado, si los murmullos de Riccio mientras dormía o los pasos silenciosos de Escipión. Cuando se despertó, salió la pequeña forma de la oscuridad como si hubiese salido de una pesadilla. La barbilla y la boca brillaban bajo la máscara oscura que escondía los ojos de Escipión. La nariz larga y aguileña le daba el aspecto de un pájaro fantasmal. Los médicos de Venecia habían llevado máscaras similares más de trescientos años atrás, cuando la peste arrasó la ciudad. Pájaros de la muerte. El Señor de los Ladrones se quitó aquella cosa lúgubre de la cara.
—Hola, Pro —dijo, e iluminó con su linterna la cara de los otros niños que dormían—. Siento que se haya hecho tan tarde.
Próspero apartó con cuidado el brazo que su hermano le había puesto en el pecho y se puso en pie.
—Algún día matarás a alguien de un susto con esa máscara —dijo en voz baja—. ¿Cómo has entrado aquí? Esta vez hemos cerrado con cerrojo.
Escipión se encogió de hombros y se acarició con sus delgados dedos el pelo, que era de color negro como el carbón. Lo tenía tan largo que acostumbraba llevarlo recogido en una trenza.
—Ya lo sabes: donde quiero entrar, entro.
Escipión, el Señor de los Ladrones.
Era un poco mayor que Próspero, aunque le gustaba jugar a ser adulto, y Mosca le sacaba una cabeza a pesar de las botas con tacón que se ponía. Le iban muy grandes, pero siempre las llevaba limpias y brillantes, unas botas de cuero negras, como el extraño chaquetón que no se quitaba jamás. Los faldones le llegaban hasta la rodilla.
—¡Despierta a los demás! —ordenó Escipión en el tono condescendiente que tanto odiaba Avispa. Próspero no le hizo caso.
—¡A mí ya me habéis despertado! —gruñó Mosca, que bostezó y se levantó entre sus cañas de pescar—. ¿Es que no duermes nunca, Señor de los Ladrones?
Escipión no respondió. Caminaba de un lado a otro de la sala de cine como un pavo real, mientras Mosca y Próspero despertaban a los demás.
—Veo que habéis limpiado esto un poco —exclamó—. Bien. La última vez parecía una pocilga.
—¡Hola, Escipión! —Bo salió a gatas de su saco tan deprisa que casi tropezó con sus propias manos y fue corriendo descalzo hasta Escipión. Bo era el único que podía llamar al Señor de los Ladrones así sin que lo fulminara con la mirada.
—¿Qué has robado esta vez? —le preguntó emocionado. Le saltó encima como si fuera un cachorro. Con una sonrisa, el Señor de los Ladrones dejó en el suelo la bolsa negra que llevaba al hombro.
—¿Lo habíamos investigado todo bien? —preguntó Riccio y salió arrastrándose de entre sus peluches—. Venga, dínoslo.
—¡Algún día le besará hasta las botas! —murmuró Avispa tan bajito, que sólo la oyó Próspero—. Pero yo, por mi parte, estaría más contenta si a nuestro gran amigo no le diera por presentarse en mitad de la noche tan a menudo. —Le lanzó una mirada a Escipión con cara de pocos amigos, mientras se ponía las botas en aquellas piernas tan delgadas que tenía.
—¡Tuve que cambiar de planes en el último momento! —dijo Escipión, en cuanto todos se pusieron alrededor de él, y le lanzó un periódico doblado a Riccio—. Lee en voz alta. Página cuatro. Arriba.
Riccio se arrodilló en el suelo y empezó a pasar las grandes páginas del diario. Mosca y Próspero se inclinaron sobre su hombro, pero Avispa se quedó un poco apartada y se puso a jugar con su trenza.
—«Espectacular robo en el Palazzo Contarini» —leyó entrecortadamente Riccio—. «Robadas varias joyas y objetos de arte muy valiosos. No hay pistas de los autores» —levantó la cabeza sorprendido.
—¿Contarini? Pero si hemos vigilado el Palazzo Pisani.
Escipión se encogió de hombros.
—He cambiado de opinión. El Palazzo Pisani lo haremos luego. No se va a escapar, ¿verdad? En el Palazzo Contarini… —empezó a dar vueltas a la bolsa que había traído delante de Riccio— hay algo que me interesa.
Miró con detenimiento las caras de curiosidad que pusieron todos y luego se sentó con las piernas cruzadas delante de la cortina con estrellas y sacó lo que había dentro de la bolsa.
—Ya he vendido las joyas —explicó mientras los otros se acercaron atentos—. Me quedaban un par de deudas por saldar y necesitaba herramientas nuevas, pero esto es para vosotros.
Sobre el suelo limpio y frío brillaban unas cucharas de plata, un medallón, una lupa cuyo mango era una serpiente descamada de plata y unas pinzas de oro cubiertas de pequeñas piedrecillas, con unas asas en forma de rosa.
Bo se inclinó con los ojos abiertos como platos sobre la bolsa de Escipión. Con mucho cuidado, como si se le fueran a romper aquellas cosas tan caras entre los dedos, cogió uno de los objetos resplandecientes, lo palpó con ambas manos y lo dejó con el resto.
—Es todo auténtico, ¿no? —preguntó y observó a Escipión, que asintió con la cabeza, estiró un brazo, contento consigo mismo y con el mundo, y se tendió en el suelo de lado.
—Bueno, ¿qué decís? ¿Soy el Señor de los Ladrones?
Riccio asintió con la cabeza obedientemente y ni siquiera Avispa podía disimular lo impresionada que estaba.
—Alguna vez te pillarán —murmuró Mosca, mientras observaba la lupa.
—¡Qué va! —Escipión se tendió boca arriba y miró al techo—. Aunque tengo que admitir que esta vez ha faltado muy poco. El sistema de alarma no era tan antiguo como esperaba y la señora de la casa se ha despertado cuando ya había cogido el medallón de la mesita de noche. Pero cuando la mujer se levantó de la cama yo ya estaba en el tejado de la casa de los vecinos —le guiñó un ojo a Bo, que se puso de rodillas con cara de fascinación.
—¿De qué nos sirve esto aquí? —pregunto Avispa mientras cogía las pinzas—. ¿Es para quitarse los pelos de la nariz?
—¡Por Dios, no! —Escipión se levantó y le quitó las pinzas de las manos—. Son para servir el azúcar.
—¡¿Cómo puedes saber tantas cosas?! —Riccio miró fijamente a Escipión con una mezcla de admiración y envidia—. Tú te criaste en un orfanato, como yo, pero las monjas nunca nos hablaron de pinzas para el azúcar ni nada parecido.
—Es que hace tiempo que huí del orfanato —respondió Escipión, y se quitó el polvo del chaquetón negro—. Además, no hago como tú, que te pasas todo el día leyendo tebeos…
Riccio agachó la cabeza avergonzado.
—¡Yo no leo sólo tebeos! —dijo Avispa y le puso el brazo a Riccio sobre los hombros—. ¡Y tampoco había oído hablar nunca de unas pinzas para el azúcar, pero aunque supiera que existen no sería tan tonta como para presumir de eso!
Escipión carraspeó y evitó su mirada. Entonces murmuró:
—No era mi intención, Riccio. Tampoco es tan importante saber qué son las pinzas para el azúcar. Pero os digo que esta cosa tan pequeña tiene mucho valor. Por eso esta vez tenéis que conseguir que Barbarossa os pague más de lo habitual, ¿entendido?
—¿Y cómo? —Mosca intercambió una mirada desconcertada con los otros—. La última vez ya lo intentamos, pero ese barrigudo es demasiado listo para nosotros.
Todos miraron con cara triste a Escipión. Desde que era su jefe y los mantenía, él se había ocupado de robar y ellos de convertir sus botines en dinero. Es cierto que Escipión les había dicho a quién tenían que ir a ver, pero era trabajo suyo regatear. La única persona de la ciudad que hacía negocios con una banda de niños era Ernesto Barbarossa, un hombre gordo que tenía la barba roja, y que en su tienda de antigüedades vendía cursiladas a los turistas y objetos de mucho valor y poco llamativos, que la mayoría de las veces eran robados.
—¡No sabemos hacerlo! —exclamó Mosca—. Negociar, regatear y todo eso. Yo creo que el barbirrojo se aprovecha de ello descaradamente.
Escipión frunció la frente y se puso a pensar mientras jugaba con el cordón de su bolsa vacía.
—Pro sabe regatear bien —dijo Bo de repente—. Muy bien, de hecho. Antes, cuando vendíamos en el mercadillo, ponía una cara tan seria que…
—¡Calla, Bo! —Próspero interrumpió a su hermano pequeño. Se le habían puesto las orejas rojas como un pimiento de la vergüenza—. Vender juguetes antiguos no tiene nada que ver con… —Se puso nervioso y le quitó a Bo el medallón que tenía en las manos.
—¿Por qué no tiene nada que ver? —Escipión lo miraba fijamente como si pudiese leerle en la cara si Bo tenía razón o no.
—Estaría muy contento de que te hicieras cargo de ello, Pro —dijo Mosca.
—Sí —Avispa se encogió de hombros—. Me da un no sé qué cada vez que el barbirrojo me mira con esos ojos de cerdo que tiene. Siempre pienso que se ríe de nosotros a escondidas o que puede llamar a la policía o que nos la puede jugar de otra forma. En cuanto entro en su tienda, sólo pienso en salir de ahí lo antes posible.
Próspero se rascó la oreja. Aún se sentía avergonzado.
—Bueno, vale, si es lo que queréis —murmuró—. Se me da muy bien regatear, pero este Barbarossa es un hueso duro de roer. Acompañé a Mosca la última vez que fue a venderle algo…
—Inténtalo. —Sin decir una palabra más, Escipión se levantó de un salto y se colgó de nuevo la bolsa vacía al hombro—. Debo irme. Tengo otra cita esta noche, pero volveré mañana. En cualquier momento —se puso la máscara sobre los ojos—, hacia el final de la tarde. Quiero saber lo que os ha pagado el barbirrojo por todas estas cosas. Si os ofrece menos de… —miró pensativo el botín— …si os ofrece menos de cien euros, volved a casa con todo y no le vendáis nada.
—¿Cien euros? —Riccio se quedó boquiabierto de la sorpresa.
—Aún valen mucho más —murmuró Próspero.
Escipión se volvió.
—Probablemente —dijo por encima del hombro. Daba miedo con aquella nariz larga de pájaro. Parecía un desconocido. Las luces de obras proyectaban su enorme sombra contra la pared del cine—. Hasta mañana —se despidió. Se volvió de nuevo antes de desaparecer por entre la cortina que olía a moho—. ¿Necesitamos una contraseña nueva?
—¡No! —dijeron todos a la vez y riendo.
—Vale. Ah, sí, Bo… —Escipión se dio la vuelta de nuevo—. Detrás de la cortina hay una caja de cartón. Dentro hay dos gatitos para ti. Alguien quería ahogarlos en el canal. Cuida de ellos, ¿vale? Buenas noches a todos.