Una rata de agua huyó rápidamente asustada cuando los niños entraron a tientas en el estrecho callejón. El camino llevaba a un canal, como muchos de los callejones y pasajes de la ciudad, pero Avispa, Próspero y Bo se detuvieron al llegar a una puerta metálica que se encontraba en el lado derecho de la pared sin ventanas. Alguien había escrito con mala letra «vietato l’ingresso», «prohibida la entrada». En el pasado fue una de las salidas de emergencia del cine, pero ahora tras la puerta había un escondite que sólo conocían seis niños.
Próspero tiró dos veces con fuerza de la cuerda que colgaba junto a la puerta, esperó un momento y volvió a tirar de nuevo. Ésa era su señal, pero siempre tardaban un poco en abrir. Bo no paraba de dar saltitos de lo impaciente que estaba cuando oyeron que corrían el cerrojo. Pero la puerta sólo se abrió un poco.
—¿Contraseña? —preguntó una voz desconfiada.
—¡Venga, Riccio, ya sabes que nunca nos acordamos de ella! —exclamó Próspero todo enfadado.
Y Avispa se acercó a la puerta y murmuró:
—¿Ves las bolsas que tengo en las manos, pelo pincho? Las he arrastrado desde el mercado de Rialto hasta aquí. Tengo los brazos casi tan largos como un mono, ¡así que abre la puerta de una vez!
—Vale, vale. ¡Pero cuidado, Bo se ha chivado a Escipión de mí, como la última vez! —Riccio abrió la puerta con cara de preocupación. Era delgado y una cabeza más bajo que Próspero, a pesar de no ser mucho más joven. Como mínimo eso decía él. Tenía el pelo castaño y siempre lo llevaba de punta. Llamaba tanto la atención que de ahí cogieron su mote: Riccio, el erizo.
—¡Ninguno de nosotros es capaz de recordar las contraseñas de Escipión! —exclamó Avispa al entrar—. La señal de la campana llega de sobra.
—Escipión opina de manera diferente. —Riccio volvió a correr el cerrojo con sumo cuidado.
—Entonces debería pensar en contraseñas que fueran más fáciles de recordar. ¿Te acuerdas de la última?
Riccio se rascó la frente.
—Espera… Katago dideldum est. O algo así.
Bo se rió y Avispa torció los ojos.
—Ya hemos empezado a limpiar —dijo Riccio, mientras iluminaba el oscuro pasillo con la linterna—. Pero aún no hemos hecho demasiado. Mosca no hace otra cosa que intentar arreglar su radio. Y hasta hace una hora estábamos en el Palazzo Pisani. No tengo ni idea de por qué Escipión ha escogido el palacio para su próximo golpe. Casi todas las noches organizan algo en ese lugar, fiestas, recepciones, creo que todas las familias más ricas de la ciudad se reúnen ahí habitualmente. ¿Cómo quiere entrar sin que nadie se entere?
Próspero se encogió de hombros. Hasta el momento, el Señor de los Ladrones no los había enviado ni a él ni a Bo a explorar el terreno, aunque su hermano no había parado de suplicárselo. La mayoría de las veces a Riccio y Mosca les tocaba vigilar el palacio al que Escipión quería realizar una visita nocturna. Los llamaba sus ojos, mientras Avispa era responsable de que el dinero de la venta de sus botines no se gastara rápidamente. Hasta el momento, Próspero y Bo, al ser los pupilos recién llegados del Señor de los Ladrones, como mucho se habían dedicado a acompañar a los demás cuando había que vender el botín o comprar algo, como había ocurrido hoy. A Próspero ya le iba bien así, pero Bo prefería acompañar a Escipión cuando entraba en las casas de la ciudad para robar las cosas maravillosas que el Señor de los Ladrones traía de sus correrías.
—Escipión puede entrar en todos lados —dijo Bo, mientras daba saltos junto a Riccio. Dos saltos con el pie izquierdo y dos con el derecho. Casi siempre que se movía lo hacía a saltitos o corriendo—. Ha robado algo del Palacio Ducal sin que nadie lo pille. Porque él es el Señor de los Ladrones.
—Sí, el robo del Palacio Ducal. ¡Cómo íbamos a olvidarlo! —Avispa lanzó una mirada en tono burlón a Próspero—. ¡Ya debéis de haber oído esa historia cien veces como mínimo!
Próspero sonrió.
—Yo podría escucharla mil veces —dijo Riccio y corrió una cortina oscura que olía a moho. La sala del cine, que se encontraba al otro lado, no era demasiado antigua pero estaba en tan mal estado como algunos de los edificios de la ciudad que ya tenían cuatrocientos años. Ahí, donde tiempo atrás habían colgado lámparas de cristal, sólo sobresalían unos cables llenos de polvo de la pared. Los niños habían puesto un par de luces de unas obras que iluminaban un poco la sala, pero a pesar de la poca luz se podía ver que en muchos lugares del techo el yeso se caía a trozos. Las hileras de asientos habían sido desmontadas y arrancadas. Sólo quedaban las tres primeras y en cada una faltaba alguna butaca. Los ratones habían construido sus madrigueras en los suaves cojines rojos y las polillas estaban devorando la cortina bordada con estrellas, tras la que se escondía la pantalla. El hilo dorado sobre la tela de color azul mate brillaba con tanta intensidad que, una vez al día como mínimo, Bo pasaba la mano por encima de las estrellas bordadas.
Delante de la cortina, había un niño sentado en el suelo que estaba desatornillando una radio antigua. Estaba tan concentrado en su trabajo que no se dio cuenta de que Bo se había acercado a él y, cuando le saltó en la espalda, se dio la vuelta todo asustado.
—¡Maldita sea, Bo! —gritó—. Casi me clavo el destornillador en la mano.
Pero el hermano de Próspero se fue riendo. Hábil como una ardilla se subió por las butacas.
—¡Espera a que te atrape, pequeña rata de agua! —gritó Mosca mientras intentaba cortarle el paso—. ¡Esta vez te voy a hacer cosquillas hasta que revientes!
—¡Pro, ayúdame! —gritó Bo. Pero Próspero se quedó riendo donde estaba sin mover ni un dedo mientras Mosca llevaba a su hermano bajo el brazo como si fuera un paquete. Mosca era el mayor y más fuerte de todos ellos y por mucho que Bo pataleara o le pegara no le soltó. Al final fue junto a los otros.
—¿Vosotros qué opináis: le hago cosquillas o dejo que se muera de hambre bajo el brazo sin soltarlo? —preguntó.
—¡Suéltame, cara de carbón! —gritó Bo. Mosca tenía la piel tan oscura que Riccio siempre decía que sólo tenía que ocultarse entre las sombras para que no lo encontrara nadie.
—Bueno, por esta vez te perdono, enano —dijo Mosca mientras Bo no paraba de moverse para poder librarse—. ¿Habéis traído la pintura para mi barca?
—No. La compraremos cuando Escipión traiga otro botín —respondió Avispa, y dejó las bolsas en una butaca—. De momento es demasiado cara.
—¡Pero aún tenemos suficiente dinero en la caja de emergencia! —Mosca dejó a Bo de pie y se cruzó de brazos, todo enfadado—. ¿Qué quieres hacer con todo ese dinero?
—¿Cuántas veces tendré que explicároslo? Ese dinero es para cuando pasemos una mala época —dijo y se acercó a Bo—. ¿Crees que podrás traer las provisiones que hay en la nevera?
Bo asintió con la cabeza y salió disparado tan rápido que casi se cayó de morros. Arrastró una bolsa detrás de otra hasta la puerta doble por la que en el pasado entraba la gente que iba a ver una película. En el vestíbulo se encontraba la nevera para el hielo y las bebidas. Hacía tiempo que ya no funcionaba, pero aún la usaban para guardar provisiones.
Mientras Bo sacaba las pesadas bolsas, Mosca se volvió a arrodillar ante su radio todo desilusionado.
—¡Demasiado caras! —exclamó—. Como tenga que esperar mucho más para conseguir las pinturas mi barca se pudrirá. Pero a vosotros no os importa porque sois unos marineros de agua dulce que tenéis miedo al mar. Para los libros de Avispa siempre hay dinero.
Avispa no respondió. Empezó a recoger en silencio los papeles y otras cosas que había tiradas en el suelo, mientras Próspero barría las cacas de ratón. Era cierto que Avispa tenía muchos libros y que de vez en cuando se compraba alguno, pero la mayoría eran libros de bolsillo baratos que habían tirado los turistas. Avispa los sacaba de los cubos de basura y las papeleras, los encontraba bajo los asientos de los vaporetti o en la estación de trenes. Apenas podía ver su colchón del montón de libros que tenía encima.
Todos tenían su cama en la parte trasera del cine, uno junto al otro, ya que de noche, cuando apagaban la luz y se consumía la última vela, se sentían perdidos y pequeños como un escarabajo en aquella sala inmensa, sin ventanas y tan oscura. Para combatir esa sensación sólo ayudaba el calor de los demás.
El colchón de Riccio estaba cubierto de tebeos desgastados y en el saco de dormir había tantos muñecos de peluche que a veces le costaba mucho meterse dentro. La cama de Mosca se podía reconocer fácilmente por la caja de herramientas y las cañas de pescar entre las que dormía. Además, debajo de la almohada tenía su gran tesoro, su amuleto de la suerte: un caballito de mar de cobre exactamente igual a los que adornaban la mayoría de góndolas de la ciudad. Mosca juraba que no lo había robado de una góndola, sino que lo había pescado en el canal que había detrás del cine. «Los amuletos que se roban —decía— sólo traen mala suerte. Todo el mundo lo sabe.»
Bo y Próspero compartían un colchón. Dormían muy apretados el uno junto al otro. Al lado de la cabecera de la cama había, puestos con sumo cuidado y en fila, la colección de abanicos de plástico de Bo: en total eran seis y estaban todos en buen estado. Su preferido era el que había encontrado Próspero el día que llegaron a la estación de trenes.
El Señor de los Ladrones no dormía nunca con sus protegidos en el escondite de las estrellas. Ninguno de ellos sabía dónde pasaba la noche Escipión, que nunca hablaba de ello. De vez en cuando hacía alusiones misteriosas a una iglesia abandonada, pero cuando Riccio lo siguió una vez, Escipión lo pilló y se enfadó tanto que desde entonces nadie se había atrevido a seguirlo cuando se iba. Ya se habían acostumbrado a ello: su jefe venía y se iba cuando quería. A veces lo veían tres días seguidos y luego estaban casi una semana sin saber nada de él.
Hoy tocaba visita. Lo había prometido. Y cuando Escipión avisaba de que iba, cumplía con su palabra. Pero no sabían en qué momento podría aparecer. Cuando Bo casi se había quedado dormido sobre la falda de su hermano y las manecillas del despertador de Riccio marcaban las once, se metieron todos debajo de sus mantas y Avispa empezó a leer en voz alta. Lo hacía para que se durmieran todos y para que no pasaran miedo en los sueños que los esperaban en la oscuridad. Pero esa noche Avispa leyó para mantenerse despierta hasta que llegara Escipión. Buscó la historia más fascinante entre sus montañas de libros mientras los otros encendían las velas que había entre cama y cama dentro de botellas vacías y en ceniceros. Riccio puso cinco velas nuevas, largas y delgadas, de cera blanca en el único candelabro que poseían.
—¿Riccio? —pregunto Avispa mientras estaban todos acostados en sus camas, esperando a que comenzara la historia—. ¿De dónde has sacado las velas?
Riccio escondió la cara avergonzado entre sus peluches.
—De la iglesia de la Salute —susurró—. Allí hay cien, o mil, como mínimo. Seguro que no importa que de vez en cuando coja un par de ellas. ¿Vamos a gastar nuestro preciado dinero en esto? Palabra de honor… —le sonrió a Avispa—. Además, le lanzo un beso a la Virgen María siempre por cada vela que cojo.
Avispa se tapó la cara con las manos y suspiró.
—¡Va, venga, empieza a leer! —dijo Mosca con impaciencia—. Ningún carabiniere arrestará a Riccio por robar un par de velas, ¿no?
—¡Quizá sí! —murmuró Bo y se arrimó a Próspero bostezando, que se estaba esforzando en remendar los agujeros de los pantalones de su hermano—. El ángel de la guarda de Riccio no lo protegerá de eso. De robar velas de la iglesia, me refiero. NO, no debe hacerlo.
—Pero ¿qué dices? Vaya tontería. ¡El ángel de la guarda! —Riccio hizo una mueca de desprecio, pero por el tono de su voz aún parecía algo preocupado.
Avispa leyó durante casi una hora, mientras afuera la noche se hacía cada vez más negra y toda la gente que había llenado de ruido la ciudad durante el día descansaba en sus camas. Pero en algún momento se le cayó el libro de las manos y se le cerraron los ojos. Así que todos dormían profundamente cuando llegó Escipión.