Los Hartlieb tenían razón. Próspero y Bo habían conseguido llegar a Venecia. Habían viajado durante noche y día, sentados en trenes que no paraban de traquetear y se habían escondido de los revisores y viejas cotillas. Se encerraron en retretes apestosos y durmieron en cualquier rincón oscuro, apretados uno contra otro, pasaron hambre, frío y cansancio. Pero al final lo habían conseguido y seguían juntos.

Cuando su tía Esther se sentó en la silla que había delante de la mesa de Víctor, ambos estaban apoyados en el portal de una casa, a pocos pasos del puente de Rialto. El viento frío les helaba las orejas y les susurraba que ya se habían acabado los días de calor. Pero en una cosa se había equivocado Esther. Próspero y Bo no estaban solos: junto a ellos había una niña. Era delgada y tenía el pelo castaño, recogido en una trenza larga y fina que le llegaba hasta la cintura. Parecía un aguijón y de ahí precisamente había sacado su nombre: Avispa. No quería que la llamaran de otra forma.

Con la frente fruncida examinaba un papel arrugado, mientras la gente pasaba a toda prisa junto a ellos con las bolsas de la compra llenas a la espalda.

—Creo que lo tenemos todo —dijo ella con su voz suave, que tanto le gustó a Próspero al oírla por primera vez, cuando él no entendía ni una sola palabra de aquella lengua extranjera que ella hablaba con tanta rapidez y facilidad—. Sólo faltan las pilas para Mosca. ¿Dónde podríamos conseguirlas?

Próspero se quitó un mechón de su pelo oscuro de la frente.

—Allí atrás, en el callejón lateral, he visto una tienda de electrodomésticos —dijo. Le subió el cuello de la chaqueta a su hermano, ya que vio cómo hundía la cabeza entre los hombros a causa del frío. Entonces se mezclaron los tres entre la gente que pasaba junto a ellos. Había mercado en Rialto y en las estrechas calles había aún más personas que en los otros días. Viejos y jóvenes, hombres, mujeres y niños se abrían paso entre los puestos, se empujaban los unos a los otros cargados con bolsas. Había mujeres mayores que no habían salido en su vida de la ciudad y turistas que tan sólo habían venido a pasar unos días. Olía a pescado, a las flores de otoño y a setas secas.

—¿Avispa? —Bo la cogió de la mano y le regaló su mejor sonrisa—. ¿Me compras uno de esos pastelitos?

Avispa le acarició con cariño uno de los mofletes, pero negó con la cabeza.

—¡No! —exclamó tajantemente y tiró de él para que siguiera andando.

La tienda de electrodomésticos que Próspero había descubierto era diminuta. En el escaparate había cafeteras, tostadoras y algún juguete. Bo se quedó fascinado delante de ellos.

—¡Pero tengo hambre! —se quejó y apretó ambas manos contra el cristal.

—Siempre tienes hambre —le dijo Próspero, que abrió la puerta y se quedó con él junto a la entrada mientras Avispa se acercaba al mostrador.

Scusi —le dijo la niña a la vieja mujer que estaba de espaldas, quitando el polvo a unas radios—. Necesito dos pilas para una radio pequeña.

La mujer se las puso en un paquetito y le dejó un puñado de caramelos sobre el mostrador.

—Qué niño tan precioso —dijo mientras le guiñaba un ojo a Bo—. Rubio como un ángel. ¿Es tu hermano?

—No. —Avispa negó con la cabeza—. Son mis primos. Tan sólo están de visita.

Próspero empujó a su hermano por la espalda, pero el pequeño se escurrió por debajo de su brazo y cogió los caramelos del mostrador.

Grazie! —dijo, sonrió a la mujer y volvió junto a Próspero.

Un vero angelo! —dijo la vendedora, mientras dejaba el dinero de Avispa en la caja—. Pero su madre tendría que coserle los pantalones y abrigarlo más. Está a punto de llegar el invierno. ¿No habéis oído el viento en las chimeneas?

—Ya se lo diremos —respondió Avispa y metió las pilas en su bolsa de la compra, que estaba llena a rebosar—. Que pase un buen día, signora.

Angelo! —Próspero movió la cabeza con un gesto burlón cuando ya se encontraban de nuevo entre la multitud—. ¿Por qué le llama tanto la atención a todo el mundo tu pelo rubio y tu cara redonda, Bo?

Pero su hermano pequeño tan sólo le sacó la lengua, se metió un caramelo en la boca y se echó a saltar tan rápido que tuvieron gran dificultad para seguirlo. Se movía velozmente, como un pez en aquel mar de piernas y barrigas.

—¡Bo, no corras tanto! —le gritó Próspero todo enfadado, pero Avispa se puso a reír.

—¡Déjalo! —dijo ella—. No lo hemos perdido. ¿Ves? Está ahí.

Bo les hizo una mueca mientras intentaba saltar con una pierna por encima de una naranja que corría por el suelo, pero acabó aterrizando en medio de un grupo de turistas japoneses. Se levantó asustado y se puso a reír cuando dos mujeres sacaron sus cámaras de fotos. Antes de que hubieran tenido tiempo de apretar el botón, Próspero ya se había llevado a su hermano cogido del cuello.

—¿Cuántas veces tengo que decirte que no debes dejar que te saquen una fotografía? —exclamó.

—Sí, sí. —Bo se soltó de las garras de su hermano y saltó por encima de la colilla de un cigarro—. Eran chinos. La tía Esther no mirará fotos de chinos, ¿no? Además, hace tiempo que tiene otro niño. Tú mismo lo has dicho.

Próspero asintió con la cabeza.

—Sí, sí, tienes razón —murmuró. Pero volvió la cabeza como si tuviera el presentimiento de que su tía andaba escondida entre la multitud y estuviera esperando a llevarse de nuevo a Bo.

Avispa se dio cuenta de lo que hacía Próspero.

—Sigues pensando en vuestra tía, ¿no? —dijo en voz baja, a pesar de que Bo se encontraba demasiado lejos como para oírlos—. Olvídala, seguro que ya no os busca y aunque lo estuviera haciendo, no vendría aquí.

Próspero se encogió de hombros y miró con desconfianza a un par de mujeres que pasaban en aquel momento junto a ellos.

—Seguramente no —susurró.

—Seguro que no —insistió Avispa—. Deja de preocuparte de una vez por todas.

Próspero asintió con la cabeza. Sin embargo, sabía que no lo podía evitar. Bo dormía tranquilamente como un lirón, pero Próspero soñaba casi todas las noches con Esther. Con su tía gruñona e histérica que siempre llevaba el pelo lleno de laca.

—¡Eh, Pro! —Bo volvía a estar de repente delante de ellos y le enseñó un billetero a su hermano—. Mira qué he encontrado.

Sorprendido, lo llevó a un callejón oscuro para apartarse de la multitud. Se pusieron detrás de un montón de cajas de verduras vacías, entre las que picoteaban las palomas.

—¿De dónde lo has sacado?

Bo era muy tozudo, sacó el labio inferior y apoyó la cabeza contra el brazo de Avispa.

—¡Lo he encontrado! Ya te lo he dicho. Se le ha caído del bolsillo de los pantalones a un hombre calvo que no se ha dado cuenta y yo simplemente lo he encontrado.

Próspero suspiró.

Desde que tenían que arreglárselas ellos solos había tenido que aprender a robar, primero comida y luego también dinero. Odiaba tener que hacerlo. Tenía siempre tanto miedo que le temblaban los dedos. Sin embargo, parecía que su hermano se divertía con ello, se lo tomaba como si fuese un juego emocionante. Pero Próspero se lo había prohibido y le metía una buena bronca siempre que lo pillaba. No quería que Esther pudiera decir que él, Próspero, había convertido a su hermano pequeño en un ladrón.

—Venga, Pro, no te pongas así —dijo Avispa, que abrazó al pequeño—. Dice que no lo ha robado y vete a saber dónde estará el dueño ahora. Como mínimo mira cuánto dinero tiene.

Tras dudar unos instantes Próspero abrió el billetero. La gran cantidad de turistas que visitaban la ciudad de la luna para contemplar sus palacios e iglesias perdían continuamente algo. La mayoría de las veces no eran más que abanicos de plástico o máscaras de carnaval baratas, de aquellas que se podían comprar en todas las esquinas. Pero de vez en cuando también encontraban la correa de una cámara de fotos, un fajo de billetes que se le caía a alguien de la chaqueta o un billetero lleno como aquél. Rebuscó en los compartimientos con gran impaciencia, pero entre los recibos, facturas de restaurantes y billetes de vaporetto tan sólo se escondía un euro.

—Bueno, mala suerte. —Avispa no pudo disimular su desilusión cuando Próspero echó el billetero vacío a una papelera—. Nuestra caja está casi vacía, pero ojalá el Señor de los Ladrones pueda volver a llenarla esta tarde.

—¡Claro que puede hacerlo! —Bo miró a Avispa como si hubiera negado que la tierra es redonda—. ¡Y algún día yo le ayudaré! ¡Algún día yo también seré un gran ladrón! ¡Escipión me enseñará!

—¡Por encima de mi cadáver! —gruñó Próspero, y empujó a su hermano de mala manera para que saliera del callejón.

—¡Venga, déjalo hablar! —le susurró Avispa mientras Bo andaba unos pasos por delante de ellos enfadado—. ¿O es que tienes miedo de verdad de que Escipión pudiera llevárselo?

Próspero negó con la cabeza, pero su cara delataba lo preocupado que estaba. Era tan difícil cuidar de Bo. Desde que habían huido de la casa de su abuelo, se preguntaba como mínimo tres veces al día si había sido lo correcto llevarse a su hermano pequeño consigo. ¡La forma en que se acurrucaba junto a él todas las noches de lo cansado que estaba! Durante el trayecto hasta la estación de ferrocarriles no le soltó la mano ni un instante. Viajar a Venecia les había resultado más fácil de lo esperado. Pero en cuanto llegaron a la ciudad ya era otoño y el aire no era cálido ni suave como él se había imaginado. Un viento húmedo los azotó en la cara en cuanto bajaron por los escalones de la estación, uno junto al otro, ligeros de ropa, con tan sólo una mochila y una bolsa pequeña. El dinero que llevaba Próspero se acabó rápido y, al cabo de la segunda noche de dormir en un callejón húmedo, Bo empezó a toser tanto que su hermano lo cogió de la mano y salieron en busca de la policía. «Scusi —quería decir con el poco italiano que sabía por aquel entonces—, nos hemos escapado de casa, pero mi hermano está enfermo. ¿Podría llamar a mi tía para que venga a buscarlo?»

Estaba tan desesperado… Pero entonces apareció Avispa.

Se los llevó al escondite que tenía con Riccio y Mosca, donde les dieron ropa seca y algo caliente para comer. Le explicó a Próspero que no tendría que preocuparse más por la comida o por robar, porque Escipión, el Señor de los Ladrones, se ocuparía por ellos tal y como había hecho con Avispa y sus amigos Riccio y Mosca.

—Los otros deben de estar esperándonos.

La voz de Avispa sacó a Próspero de sus pensamientos tan bruscamente que por un momento no supo dónde estaba. Entre las casas olía a café, a galletas dulces y a cagadas de ratón. En su casa de Alemania todo olía distinto.

—Sí, y aún tenemos que limpiar —dijo Bo—. A Escipión no le gusta que esté todo tan sucio.

—¡Mira quién habla! —le espetó Próspero—. ¿A quién se le cayó ayer en el escondite el cubo que tenía agua del canal?

—Y les deja queso a los ratones a escondidas. —Avispa se rió cuando Bo le dio un codazo—. Lo que más odia el Señor de los Ladrones son las cagadas de ratón. Por desgracia, hay muchos en el escondite que nos ha encontrado y también resulta difícil de calentar. Quizá sería más práctico un escondite menos grande, pero Escipión no quiere ni oír hablar de eso.

—Escondite de las estrellas —corrigió Bo, y dejó a los dos mayores atrás cuando dobló por un callejón que no estaba lleno de gente—. Escipión dice que se llama «escondite de las estrellas».

Avispa frunció el ceño.

—Ten cuidado, parece que Bo ya no hace caso de lo que tú dices, sino sólo a Escipión —le susurró a Próspero.

—¿Y qué? ¿Qué quieres que haga? —le preguntó él.

Bo sabía que gracias a Escipión ya no tenían que dormir en la calle, ahora que la niebla cubría los canales de noche y llenaba las calles de humedad y las teñía de color gris. Con sus robos, Escipión les había llenado el monedero con el que hoy habían pagado la pasta y las verduras que habían comprado. También le había conseguido los zapatos que le calentaban sus pies fríos, a pesar de que le iban un poco grandes. Escipión se ocupaba de que pudiesen comer sin tener que robar y también gracias a él tenían de nuevo un hogar sin Esther. Pero Escipión era un ladrón.

Los callejones por los que estaban andando eran cada vez más estrechos. Entre los edificios reinaba un silencio absoluto y al cabo de poco ya habían llegado al centro oculto de la ciudad, en el que raras veces se encontraba uno con desconocidos. Los gatos huían rápidamente en cuanto oían los gritos de los niños. Las palomas arrullaban desde los tejados y bajo cientos de puentes corría el agua, que batía contra las barcas y los postes de madera, y enseñaba a las casas su vieja cara en su espejo negro. Más adentro, en el laberinto de callejones, los niños corrían por entre los edificios, que estaban tan cerca unos de otros que parecía que se inclinaban sobre los chavales como si fueran seres de piedra que tenían envidia de sus pies.

La casa donde se encontraba su escondite se alzaba entre las otras como un niño entre adultos: era bajita, no tenía ningún tipo de adornos y las ventanas que daban a la calle estaban tapiadas. En las paredes colgaban carteles de películas y una persiana metálica y oxidada cerraba la puerta de entrada. Encima de ella había un rótulo luminoso. STELLA. Ya no daba luz. Era el nombre del antiguo cine, que parecía que ya no encajaba en la antigua ciudad. Pero ahora ellos se alojaban ahí y se conformaban con aquello.

Avispa miró a izquierda y derecha, Próspero se aseguró de que no los estuviera mirando nadie desde ninguna ventana y desaparecieron, uno detrás del otro, por un pasaje que había entre los edificios, a unos pasos de la entrada principal del cine.

Ya estaban de vuelta en casa.