El otoño había llegado a la ciudad de la luna cuando Víctor oyó hablar por primera vez de Próspero y Bo. El sol se reflejaba en los canales y bañaba los viejos muros de color oro, pero soplaba un viento gélido del mar, como si quisiera anunciar a la gente que estaba a punto de llegar el invierno. El aire de los callejones empezaba a saber a nieve y el sol otoñal calentaba sólo los ángeles y dragones de alas de piedra que había en los tejados de las casas.

El piso en el que vivía y trabajaba Víctor se encontraba cerca de un canal, tanto que el agua batía contra las paredes del edificio. A veces, Víctor soñaba que la casa se hundía bajo las olas junto con toda la ciudad; que el mar se llevaba por delante el dique que unía Venecia con tierra firme, como si fuera un cofre lleno de oro que pendía de un hilo; que lo arrasaba todo: las casas, puentes, iglesias y palacios que los hombres habían construido con tanto descaro cerca del agua.

Sin embargo la ciudad se mantenía en su sitio, sobre sus piernas de madera. Víctor se acercó a la ventana y miró a través del cristal lleno de polvo. Ningún otro lugar del mundo podía presumir de su belleza con tanta desvergüenza como la ciudad de la luna. La luz del sol iluminaba los chapiteles y los arcos, las cúpulas y los campanarios a cada cual más espléndido. Víctor se alejó de la ventana silbando y se puso ante el espejo. «Hace el tiempo ideal para probar el bigote nuevo», pensó, mientras el sol le calentaba la nuca. Se había comprado esa joya el día antes: un inmenso mostacho, tan oscuro y tupido que habría sido la misma envidia de una morsa. Se lo pegó con gran cuidado bajo la nariz, se puso de puntillas para parecer un poco más grande, se miró a la izquierda, luego a la derecha… Estaba tan ensimismado viéndose en el espejo que no oyó los pasos que subían por la escalera hasta que se detuvieron delante de su puerta. Un cliente. Vaya. ¿Tenía que ir a molestarlo alguien precisamente en ese momento?

Se sentó tras el escritorio con un suspiro. Detrás de la puerta se oía susurrar a alguien. «Seguramente están admirando mi letrero», pensó él. Era negro, brillaba y tenía su nombre escrito con letras doradas: «Víctor Getz, Detective. Pesquisas de todo tipo». Estaba escrito en tres idiomas distintos ya que a menudo iban a verlo clientes de otros países. Por la mañana había pulido el picaporte que había junto al cartel, una cabeza de león con un aro de latón en la boca.

«¿A qué esperan los de ahí afuera?», pensó y se puso a tamborilear con los dedos en el respaldo de la silla.

Avanti! —gritó impaciente.

Se abrió la puerta y entraron un hombre y una mujer en la oficina, que era a la vez su cuarto de estar. Parecían muy desconfiados ya que miraron de arriba abajo los cactus, la colección de bigotes y barbas, el perchero con las gorras, los sombreros y las pelucas, el enorme mapa de la ciudad que había colgado en la pared y, sobre la mesa, los leones alados que hacían de pisapapeles.

—¿Habla inglés? —preguntó la mujer, a pesar de que su italiano no sonaba mal.

—¡Por supuesto! —respondió Víctor, e hizo un gesto para que se sentaran en las sillas que había delante de la mesa—. Es mi lengua materna. ¿Qué puedo hacer por ustedes?

La pareja se sentó a pesar de sus dudas. El hombre cruzó los brazos con cara de malhumor y la mujer se quedó mirando el bigote de morsa que llevaba puesto Víctor.

—Ah, esto. ¡Sólo es un accesorio de camuflaje nuevo! —aclaró, y se lo quitó—. En mi trabajo es algo indispensable. ¿Qué puedo hacer por ustedes? ¿Han perdido, les han robado o se les ha extraviado algo?

La mujer empezó a revolver su bolso sin decir nada. Tenía el pelo de color rubio ceniza, la nariz puntiaguda y una boca que, por el aspecto que tenía, parecía que no usaba muy a menudo para reír. El hombre era un gigante, como mínimo le sacaba dos cabezas a él. Tenía la marca del sol en la nariz y unos ojos pequeños y sin color. «Seguro que es un aburrido», pensó Víctor, y memorizó la cara de ambos. De los números de teléfono no se acordaba nunca, pero una cara no la olvidaba jamás.

—Hemos perdido algo —dijo la mujer, que dejó una foto sobre el escritorio. Hablaba mejor inglés que italiano.

Dos chicos miraban a Víctor: uno rubio y bajito, con una gran sonrisa en la cara, y el otro mayor, serio y con el pelo oscuro. El más grande rodeaba al pequeño con un brazo sobre el hombro como si quisiera protegerlo… de todos los males del mundo.

—¿Niños? —El detective levantó la cabeza sorprendido—. He tenido que buscar maletas, maridos, perros, iguanas, pero ustedes son los primeros que vienen a verme porque sus hijos se han perdido, señor y señora… —Miró a ambos a la espera de la respuesta.

—Hartlieb —respondió la mujer—. Esther y Max Hartlieb.

—Y no son nuestros hijos —declaró el hombre.

La mujer de la nariz puntiaguda lo fulminó con la mirada.

—Próspero y Bonifacio son los hijos de mi hermana, que murió hace un tiempo —aclaró ella—. Los educó por sí sola. Próspero ya tiene doce años y Bo cinco.

—Próspero y Bonifacio —murmuró Víctor—. Qué nombres tan raros. ¿Próspero no significa «el feliz»?

Esther Hartlieb frunció el ceño enfadada.

—¿Ah, sí? Yo creo que son nombres singulares, por decirlo de una manera educada. Mi hermana tenía predilección por todo lo singular. Cuando murió de forma repentina hace tres meses, mi marido y yo solicitamos de inmediato la custodia de Bo porque no tenemos hijos. Por desgracia, nos era imposible quedarnos también con Próspero. Cualquier persona sensata lo entendería, pero él se lo tomó fatal y empezó a comportarse como un loco. ¡Creía que queríamos robarle a su hermano pequeño! Y no lo entiendo, porque podría haber venido a visitarlo una vez al mes. —Se puso aún más pálida de lo que estaba.

—Hace más de ocho semanas que desaparecieron de la casa de su abuelo en Hamburgo —prosiguió Max Hartlieb—, donde estaban viviendo de manera temporal. Próspero puede convencer a Bo de cualquier tontería y todo indica que lo ha arrastrado hasta aquí, a Venecia.

Víctor enarcó las cejas. Le costaba creer esa historia.

—¿De Hamburgo a Venecia? Es mucha distancia para dos niños. ¿Han hablado ya con la policía de aquí?

—Por supuesto —Esther Hartlieb resopló furiosa—. No se mostraron muy dispuestos a colaborar y, claro, no han averiguado nada. Creo yo que no puede ser tan difícil encontrar a dos niños que están más solos que la una…

—Desgraciadamente, debo regresar a casa de inmediato por motivos de trabajo —interrumpió el marido—. Por eso queremos que usted, señor Getz, siga adelante con la búsqueda de los chicos. El portero de nuestro hotel nos ha recomendado sus servicios.

—Muy amable por su parte —gruñó Víctor, que se puso a jugar con el mostacho falso. Tal y como estaba puesto junto al teléfono, esa cosa parecía un ratón muerto—. Pero díganme cómo pueden estar tan seguros de que los niños han venido hasta Venecia. No creo que lo hayan hecho para montar en góndola…

—La culpa es de su madre. —Esther Hartlieb se mordió los labios y se puso a mirar a través de la ventana del despacho, que estaba llena de polvo. Fuera, en la barandilla del balcón, había una paloma con las plumas alborotadas por el viento—. Mi hermana no hacía otra cosa que hablarles sobre esta ciudad. Les contaba que había ángeles y dragones en los tejados, leones con alas, una iglesia de oro y que, al parecer, bajo el agua vivían tritones, unos hombres que de noche subían por las escaleras de los canales para dar un paseo por tierra firme. —Negó con la cabeza. Estaba cada vez más irritada—. Era capaz de contar cosas como ésta de tal manera que incluso yo la habría creído. ¡Venecia, Venecia, Venecia! Bo no paraba de pintar leones con alas y se podría decir que Próspero ha mamado todas estas historias desde que nació. ¡Seguramente ha pensado que él y su hermano llegarían al país de las maravillas si venían aquí! Dios mío. —Arrugó la nariz y miró con desprecio las casas viejas, que tenían unas fachadas que se caían a trozos.

El marido se arregló el nudo de la corbata.

—Nos ha costado mucho dinero seguirles la pista hasta aquí, señor Getz —dijo él—. Y están los dos en la ciudad, se lo aseguro. En algún lugar…

—… en medio de este caos —Esther Hartlieb acabó la frase.

—Bueno, como mínimo, aquí no hay coches que los puedan atropellar —murmuró Víctor, que se volvió hacia el mapa de la ciudad y examinó la zona de los callejones y los canales. Luego se dio la vuelta de nuevo y, absorto en sus pensamientos, empezó a rascar la mesa con el abrecartas hasta que el marido carraspeó.

—Y bien, señor Getz, ¿acepta el trabajo?

Víctor observó de nuevo la foto, aquellas dos caras tan diferentes, el rostro serio del mayor y la sonrisa despreocupada del pequeño… y asintió con la cabeza.

—Sí, lo acepto —respondió—. Encontraré a los dos chicos. Sin embargo, creo que son demasiado jóvenes para que hayan conseguido llegar hasta aquí por sí solos. ¿Ustedes se escaparon alguna vez cuando eran niños?

—¡No, cielo santo! —Esther Hartlieb lo miró estupefacta. Su marido hizo un gesto burlón y negó con la cabeza.

—Yo sí. —Víctor dejó la foto bajo el pisapapeles del león con alas—. Pero solo. Por desgracia no tenía hermanos. Ni mayores ni pequeños. Déjenme su dirección y número de teléfono y hablemos de mis honorarios.

Mientras los Hartlieb bajaban por la estrecha escalera del edificio, Víctor salió al balcón. Una ráfaga de viento frío lo azotó en la cara. Sabía a sal porque el mar estaba muy cerca. Apoyado en la barandilla oxidada, observó al matrimonio mientras caminaban por el puente que cruzaba el canal dos casas más allá. Era un puente bonito, pero no se dieron cuenta de ello. Con cara de malhumor, se apresuraron a llegar al otro lado sin tan siquiera mirar al perro con el pelo alborotado que les ladró desde una barca que pasaba cerca de ellos. Naturalmente tampoco escupieron por encima de la barandilla como hacía él siempre.

—¡¿En fin, quién dice que nos tienen que gustar nuestros clientes?! —refunfuñó y se agachó para mirar a sus dos tortugas, que sacaban el cuello de la caja de cartón—. Siempre es mejor tener unos padres como éstos que no tener a nadie. ¿No? ¿Qué creéis? ¿Las tortugas tienen padres?

Enfrascado en sus pensamientos, Víctor miró hacia el canal, a las casas que había a lo largo de él, cuyos pies de piedra bañaba día y noche el agua. Hacía más de quince años que vivía en Venecia, pero aún no conocía todos los rincones secretos de la ciudad. Nadie los conocía. No resultaría fácil dar con los dos niños si ellos no querían que los encontraran. Había tantas calles, escondrijos, callejones con nombres que nadie recordaba. Algunos incluso no lo habían tenido nunca. Pequeñas iglesias, casas vacías. Era como una invitación para jugar al escondite.

«A mí siempre me ha gustado jugar al escondite —pensó Víctor— y hasta ahora los he encontrado a todos.» Durante ocho semanas se las habían apañado solos. Ay, por Dios. Cuando él se escapó, sólo soportó la libertad durante una tarde. En cuanto empezó a caer la noche, se arrepintió y volvió a casa con el corazón desbocado.

Las tortugas tiraban de la hoja de lechuga que él les ofrecía.

—Creo que esta noche os meteré dentro —dijo Víctor—. Este viento huele a invierno.

Lando y Paula lo miraron con sus ojos sin pestañas. A veces las confundía, pero parecía que no les importaba demasiado. Se las encontró en el mercado del pescado, mientras andaba en busca de una gata persa. Víctor pescó a la distinguida minina de un barril lleno de sardinas apestosas y cuando por fin había conseguido meterla en una caja de cartón para que no le arañara, vio a las dos tortugas que andaban sin inmutarse por entre los pies de la gente. Al cogerlas por primera vez se escondieron asustadas en el caparazón.

«¿Por dónde empiezo la búsqueda de los dos niños? —pensó—. ¿Por los hogares infantiles de acogida? ¿Por los hospitales? Son sitios muy tristes. Además, no creo que sea necesario que vaya por ahí, porque seguro que ya lo han hecho los Hartlieb.» Se inclinó un poco más sobre la barandilla del balcón y escupió abajo, al oscuro canal.

Bo y Próspero. «Bonitos nombres —pensó él—, aunque sean muy singulares.»