Me puse en pie deprisa. Stubby comenzó a lamerme la cara. Ese perro tenía el peor aliento del mundo.

Lo aparté con firmeza y me incliné para examinar el huevo.

—¡Eh! —exclamé sorprendido.

El huevo no se había roto. Lo recogí con mucho cuidado y lo hice girar entre mis manos.

Ni una sola fisura.

«¡Qué cáscara más resistente!», pensé.

Mi pecho había aterrizado con fuerza sobre el huevo presionándolo violentamente contra el suelo. Y, sin embargo, la cáscara no se había roto.

Acaricié el huevo como si deseara tranquilizarlo.

Percibía con toda claridad el pulso que hacía latir rítmicamente las venas azules y rojas.

«¿Acaso aquí dentro hay algo que pugna por salir?», me pregunté. ¿Qué clase de pájaro habría allí? Desde luego no podía tratarse de una gallina, eso estaba muy claro. Definitivamente, no se trataba de un huevo de gallina.

¡Splat!

Otro huevo estalló contra un costado del garaje.

Los niños estaban revolcándose en los charcos de yema de huevo que había sobre el césped. Me volví a tiempo de ver cómo un chico rompía un huevo en la cabeza de otro.

—¡Deteneos! ¡Deteneos!

Brandy gritaba con toda la fuerza de sus pulmones, procurando detener la batalla de huevos antes de que no quedara uno solo entero.

Me volví y vi a mamá y papá que corrían a través del jardín.

—¡Eh, Anne! —llamé.

Me puse en pie sosteniendo con mucho cuidado aquel extraño huevo verde. Anne estaba lanzando furiosamente una serie de huevos a tres niñas que, a su vez, le arrojaban los que ellas habían hallado.

Tres contra una, pero Anne no retrocedía.

—¡Anne, mira esto! —le grité, corriendo a su lado—. ¡No vas a creer qué huevo más extraño he encontrado!

Me detuve junto a ella y estiré el brazo para que echara un vistazo al huevo verde.

—¡No, detente! ¡No lo hagas! —grité.

Demasiado tarde.

Anne cogió el huevo de mi mano y lo lanzó con fuerza hacia sus tres adversarias.