Me arrastró hasta la puerta. Se detuvo un instante, rebuscó en uno de los bolsillos de su bata blanca y sacó el mando a distancia que utilizaba para abrir la puerta.
Fue entonces cuando vi mi oportunidad: él me sujetaba con una sola mano y yo lo empujé con un movimiento repentino y brusco.
Aquel chiflado lanzó un grito y tendió las dos manos para volver a cogerme, pero no le sirvió de nada.
Corrí hacia el otro extremo del laboratorio y cuando llegué a la pared me volví para enfrentarlo.
Lucía una extraña sonrisa en el rostro.
—Dana, no hay sitio alguno al que puedas escapar —dijo con deliberada suavidad.
Mis ojos recorrieron la habitación con ansiedad. No sabía con exactitud qué era lo que estaba buscando. Ya había examinado la estancia una y otra vez desde que me encerrara allí, y sabía que lo que decía el científico era la pura verdad: no tenía escapatoria.
El doctor Gray se quedó delante de la puerta del laboratorio, bloqueándola. La gran ventana había demostrado tener un cristal demasiado fuerte y grueso como para romperlo. Además, era una ventana fija. No se abría.
No había más ventanas. Ni otras puertas.
Ninguna vía de escape.
—¿Qué piensas hacer ahora, Dana? —preguntó el doctor Gray con una voz tan inquietante como serena, mientras la extraña sonrisa se ampliaba aún más en su rostro. Sus ojos claros y gélidos se clavaron en los míos—. ¿Adónde piensas ir, Dana?
Abrí la boca para responderle… pero descubrí que no tenía nada que decir.
—Pues ya te diré yo lo que va a ocurrir ahora, Dana —prosiguió el doctor Gray con absoluta calma—. Te quedarás aquí, en esta habitación fría, muy fría. Yo me marcharé, pero no sin asegurarme de que te quedas bien encerrado.
Su sonrisa se hizo todavía más amplia.
—Y luego ya sabes lo que voy a hacer, ¿no es verdad, Dana? Lo sabes, ¿no es cierto?
—¿Qué? —pregunté.
—Voy a enfriar aún más esta habitación. Voy a bajar tanto la temperatura que será peor que un congelador.
—¡No! —protesté.
Su sonrisa se desvaneció.
—Confiaba en ti, Dana. Confiaba en ti. Pero tú has defraudado mi confianza. Dejaste que los seres te tocaran. Les permitiste que se transformaran en esta… en esta especie de… manta. Los has arruinado, Dana. Has arruinado a mis monstruos viscosos.
—P-pero… Yo… si yo no he hecho nada —tartamudeé, cerrando con fuerza los puños.
Sin embargo me sentía terriblemente indefenso, impotente… y aterrorizado.
—¡No puede congelarme aquí adentro! —chillé—. ¡Yo no he hecho nada! ¡No puede dejarme en este lugar para que muera congelado!
—Por supuesto que puedo hacerlo —replicó el doctor Gray gélidamente—. Éste es mi laboratorio. Mi pequeño universo privado. Y en él puedo hacer lo que me venga en gana.
Sacó entonces del bolsillo de la bata el pequeño mando a distancia, apuntó a la puerta del laboratorio y presionó el botón.
La puerta se abrió.
Y se encaminó hacia ella.
—Adiós, Dana…