Me desperté un par de veces durante la noche. Al principio me sentí alarmado y temeroso cuando comprendía que no me encontraba en mi casa y en mi propia cama. Sin embargo, aquella manta viva, que latía sobre mí, cálida y amistosa, me relajaba. Entonces, cerré los ojos y volví a dormirme enseguida.

En algún momento, a la mañana siguiente, una voz furiosa me arrancó de mi profundo sueño. Sentí que unas manos me aferraban bruscamente por los hombros. Alguien me sacudió con violencia para despertarme. Abrí los ojos y me encontré cara a cara con el doctor Gray, que estaba inclinado sobre mí ataviado con su blanca bata de laboratorio. Su rostro mostraba una mueca de rabia. Me sacudió enérgicamente y gritó enfurecido.

—Dana, ¿qué has hecho? ¿Qué les has hecho a los monstruos de Marte?

—¿Qué? —pregunté adormilado, mientras mis ojos se adaptaban a la luz. La cabeza me caía a un lado y otro mientras el doctor Gray me sacudía los hombros con violencia.

—¡Suélteme! —conseguí gritar finalmente.

—¿Qué les has hecho a las criaturas? —preguntó el científico—. ¿Cómo has hecho para convertirlas en una manta?

—Yo-yo… no he hecho nada —repliqué tartamudeando.

Cuando habló lo hizo con un rugido furibundo.

—¡Lo has echado todo a perder! —chilló.

—Por favor… —empecé, luchando por despertarme.

Me dejó para aferrar aquella cálida manta con las dos manos.

—¿Qué has hecho, Dana? —me repitió—. ¿Por qué has hecho esto?

Con otro rugido furioso, arrancó la manta de encima de mi cuerpo y la arrojó contra una de las paredes de la habitación.

Las criaturas viscosas chocaron contra el muro del laboratorio y produjeron un ruido sordo. Oí que todas ellas lanzaban débiles gemidos de dolor. Luego, la manta se deslizó flácidamente hasta el suelo.

—¡No debería haber hecho eso, doctor Gray! —grité, recuperando por fin la voz.

Me puse en pie de un salto. Todavía sentía el agradable calor de aquella especie de edredón que me había salvado la vida.

—¡Les ha hecho daño! —le chillé furioso.

Miré aquella manta amarillenta, que burbujeaba sin hacer ruido en el mismo lugar donde había caído. No se movía.

—¿Has dejado que te toquen? —me preguntó el doctor Gray, con una mueca de disgusto—. ¿Les has permitido que te cubrieran?

—¡Me han salvado la vida! —repliqué indignado—. Se unieron para formar entre todos una manta muy cálida… ¡y me han salvado la vida! —repetí furioso.

Miré otra vez hacia aquellos seres inmóviles, que todavía permanecían adheridos unos a otros, sólo que ahora parecían hervir. Temblaban violentamente, como si estuvieran excitadas… o furiosas.

—¿Estás loco? —gritó el doctor Gray con el rostro súbitamente enrojecido por la ira—. ¿Estás loco? ¿Has permitido que estos monstruos descansaran sobre tu cuerpo? ¿Los has tocado? ¿Acaso tratas de destruir mi descubrimiento? ¿Pretendes arruinar mi trabajo?

«Aquí el único loco eres tú —pensé—. Todo esto no tiene el menor sentido.» Todo lo que hacía o decía el doctor Gray era de lo más absurdo.

El científico se movió con rapidez y volvió a cogerme con fuerza. Me aferraba tan estrechamente que no podía escapar de él. Luego me empujó en dirección a la puerta.

—¡Suélteme, le digo que me suelte! ¿Adónde me lleva? —le pregunté revolviéndome entre sus brazos.

—Pensaba que podía confiar en ti —replicó el doctor Gray con un amenazador rugido de furia—. Pero me equivocaba. Lo lamento mucho, Dana. De verdad que lo siento. Tenía la esperanza de conservar tu vida. Pero ahora comprendo que eso no será posible…