Estaba tan desesperado por atraer la atención de mi padre que prácticamente había olvidado a las criaturas viscosas. Ahora me volví hacia aquellos seres y observé que se hallaban esparcidos por toda la habitación. Inmóviles como estatuas. No se balanceaban ni palpitaban. Y parecían mirarme con una gran atención.

El doctor Gray había apagado todas las luces excepto una pequeña bombilla que pendía del techo. Bajo aquella luz mortecina las criaturas marcianas tenían un aspecto pálido y sombrío.

Un escalofrío me recorrió la nuca.

¿Corría peligro si me quedaba dormido junto a aquellos seres del espacio?

De pronto me sentí exhausto. Estaba tan cansado que me dolían todos los músculos y la cabeza me daba vueltas.

Necesitaba dormir.

Sabía que tenía que descansar si deseaba estar en forma a la mañana siguiente, en condiciones de encontrar una forma de escapar de allí. Sin embargo… ¿qué harían las criaturas si me quedaba dormido?

¿Me dejarían tranquilo? ¿Se dormirían también ellas? ¿O, por el contrario, intentarían hacerme algún daño?

¿Eran buenas? ¿Eran malvadas?

¿Eran inteligentes?

No había modo de averiguarlo.

Sólo sabía que no podría permanecer despierto durante mucho más tiempo.

Me eché en el suelo y me encogí en un rincón para conservar algo de calor.

Pero no sirvió de nada. El frío me atravesaba sin piedad. Tenía la nariz congelada y las orejas entumecidas. Las gafas se habían helado sobre mi rostro.

Aunque me frotaba el cuerpo con fuerza, no podía dejar de temblar.

Comprendí que iba a morir congelado.

Cuando el doctor Gray apareciera por allí a la mañana siguiente, me encontraría echado sobre el suelo, convertido en un bloque de hielo.

Eché una mirada a aquellas extrañas criaturas con apariencia de huevos revueltos y, a la escasa luz de la estancia, me devolvieron la mirada.

Silencio.

Tanto silencio que me entraron ganas de gritar.

—¡¿No tenéis frío?! —les solté furioso, pero mi voz brotó sofocada y débil. Ya estaba medio afónico de tanto gritar—. ¿Acaso vosotros no os moriréis de frío igual que yo? —les pregunté—. ¿Cómo podéis soportarlo?

Naturalmente, no me respondieron.

—Dana, estás perdiendo completamente el control —me dije en voz alta.

¡Estaba tratando de entablar una conversación con una pandilla de huevos viscosos procedentes de otro planeta! ¿Acaso esperaba realmente que me respondieran? Se limitaban a mirarme en silencio. Ni uno solo de ellos temblaba a causa del frío. Ninguno se movía. Sus ojillos negros brillaban a la escasa luz del techo.

«Tal vez se hayan dormido», pensé.

Eso me tranquilizó un tanto.

Me acurruqué abrazado a mis piernas e intenté conciliar el sueño.

«Ojalá pudiera dejar de temblar», me dije apretando con fuerza los dientes.

Cerré los ojos y repetí silenciosamente la palabra mágica: «Duerme, duerme, duerme…»

Pero eso no sirvió de gran cosa.

Cuando abrí los ojos observé que las criaturas comenzaban a moverse.

Estaba equivocado: no se habían dormido.

Estaban bien despiertos y se movían todos al mismo tiempo.

Y venían a por mí.