Se detuvo junto a la ventana y luego encendió la luz del pasillo.
A la brillante claridad distinguí las gotas de sudor que le cubrían la frente. Frunció el ceño y me miró fijamente con sus helados ojos azules.
—Buen intento, Dana —dijo con tono ácido.
—¿Qué? ¿A qué se refiere? —le pregunté con voz ahogada.
Las piernas me temblaban, pero no debido al frío, sino porque estaba aterrorizado.
—Has estado a punto de atraer la atención de tu padre —repuso el doctor Gray—. Y eso no hubiera estado nada bien. Hubiera echado a perder mis planes.
Presioné las palmas contra el cristal e intenté dejar de temblar.
—¿Por qué mi padre no ha podido verme? —le pregunté.
El doctor Gray frotó su lado del cristal con la palma de la mano.
—Es un vidrio que sólo es transparente en una dirección —me explicó—. Desde el pasillo no se puede ver el interior de la habitación, a menos que encienda la luz del corredor.
Dejé escapar un profundo suspiro.
—¿Quiere decir que…?
—Tu padre sólo ha visto oscuridad —dijo el científico con una sonrisilla satisfecha—. Creía estar viendo una habitación vacía. Lo mismo que te pareció a ti cuando llegaste… hasta que encendí la luz.
—Pero… ¿por qué no me ha oído? —pregunté—. He gritado con todas mis fuerzas.
El doctor Gray sacudió la cabeza.
—Una verdadera pérdida de tiempo. La habitación en la que te encuentras ha sido insonorizada. Desde el pasillo no se oye absolutamente nada.
—¡Sin embargo yo le oigo a usted! —exclamé—. He oído cada una de las palabras que decían usted y mi padre. Y ahora usted puede oírme a mí.
—Hay un sistema de altavoces en la pared —me dijo entonces—. Puedo activarlo y desactivarlo con el mismo mando a distancia que utilizo para abrir la puerta.
—De modo que yo le oigo, pero desde fuera no se oye nada —murmuré.
—Eres un chico muy listo —repuso y sus ojos destellaron—. Sé que eres lo suficientemente listo como para no intentar más trucos mientras estés aquí.
—¡Tiene que dejarme salir! —chillé—. ¡No puede retenerme aquí!
—Sí que puedo —me replicó con suavidad—. Puedo retenerte aquí tanto tiempo como quiera, Dana.
—Pero-pero… —tartamudeé. Estaba tan aterrorizado que ni siquiera podía articular una palabra.
—Es mi deber retenerte aquí —dijo el doctor Gray con toda calma.
No le importaba que yo me sintiera aterrado. Comprendí que yo no le importaba en absoluto.
«Debe de estar loco», decidí.
Un loco malvado.
—Es mi deber retenerte aquí —repitió—. Debo asegurarme de que las criaturas que han llegado de Marte no te han hecho el menor daño. Debo asegurarme de que esos seres no te hayan transmitido algún germen nocivo y extraño que tú puedas contagiar a otras personas.
—¡Déjeme salir de aquí! —chillé una vez más. En aquel momento estaba demasiado aterrorizado como para discutir con él o pensar con claridad—. ¡Déjeme salir! ¡Déjeme salir! —exigí, golpeando el cristal de la ventana con los puños doloridos.
—Descansa un poco, Dana —me aconsejó—. No te fatigues, hijo mío. Mañana por la mañana quiero empezar a examinarte. Tengo muchos, muchos análisis que hacerte.
—¡P-pero me estoy congelando! —tartamudeé—. Déjeme salir de este lugar. Al menos trasládeme a un sitio más cálido, por favor.
No me hizo ni caso. Apagó la luz del pasillo, dio media vuelta y se marchó de allí.
Le observé mientras se alejaba por el corredor hasta que desapareció a través de la puerta del frente. Y la cerró a sus espaldas.
Yo me quedé allí, temblando, con el corazón desbocado.
Estaba helado… y aterrorizado.
No tenía modo de saber que la situación empeoraría aún mucho más.