Lamento decirlo, pero no era una buena idea.
Era el tipo de idea que a uno se le ocurre cuando está aterrorizado y a punto de morir congelado.
¿Cuál era ese plan? Llamar por teléfono a casa y pedirles a mis padres que vinieran a buscarme.
Lo único malo de esa ocurrencia era que no había teléfono en la habitación.
Busqué cuidadosamente. En la pared del fondo había estanterías metálicas que llegaban hasta el techo, pero sólo contenían libros y expedientes científicos. En un rincón había una mesa, pero estaba vacía.
Y nada más.
Nada más en toda la habitación. Excepto aquellas decenas de criaturas y yo mismo.
Necesitaba una nueva idea, una idea que no precisara de un teléfono.
Pero no se me ocurría nada.
Me dirigí hacia la puerta y de nuevo traté de abrirla. Pensé que tal vez el doctor Gray se hubiera despistado y no la habría cerrado con llave.
Pero no tuve esa suerte.
Examiné la rendija por la que habían deslizado la bandeja con los alimentos. Sólo tenía unos pocos centímetros de altura. Demasiado estrecha para que pudiera deslizarme por ella…
Estaba atrapado. Era un prisionero. Un espécimen.
Me dejé caer abatido al suelo y apoyé la espalda contra la pared. Encogí las piernas y me las abracé con fuerza, convirtiéndome otra vez en una especie de ovillo, procurando conservar algo de calor corporal.
¿Cuánto tiempo pensaba tenerme allí dentro el doctor Gray?
¿Para siempre?
Dejé escapar un suspiro de desánimo. Pero entonces se me ocurrió una idea que me devolvió el optimismo. Y sentí que había una pequeña esperanza.
Recordé algo que había olvidado: le había dicho a Anne adónde me dirigía.
Esa misma mañana, en su patio trasero, le había explicado a Anne que pensaba llevar a la extraña criatura al laboratorio científico.
«¡Van a rescatarme!», me dije con entusiasmo.
Me puse en pie y agité los puños en el aire. Abrí la boca y lancé un grito de victoria.
—¡Sííííííí!
Sabía con toda exactitud lo que iba a suceder.
Cuando no apareciese a la hora de comer, mamá o papá llamarían a Anne porque siempre es en su casa donde estoy a la hora de comer… cuando debería estar en la mía.
Anne les explicaría que yo había ido al laboratorio científico de la calle Denver.
Mamá diría entonces: «Ya debería estar de regreso.»
Y papá añadiría: «Será mejor que vaya a buscarlo.»
Entonces papá vendría y me rescataría.
Era sólo una cuestión de tiempo, lo sabía. Sólo cuestión de unas pocas horas más y mi padre llegaría para sacarme del maldito congelador.
¡Qué alivio!
Me dejé caer nuevamente al suelo y me recliné contra la pared dispuesto a esperar. Las criaturas gelatinosas me miraban fijamente. En silencio. Supongo que trataban de averiguar qué estaba cavilando.
No me di cuenta de que me estaba quedando dormido.
Me imagino que estaba agotado a causa de la tensión y el terror.
No estoy muy seguro de cuánto tiempo permanecí dormido.
Me despertó el sonido de unas voces. Voces que llegaban desde el corredor.
Me senté, completamente despierto y alerta. Y escuché con atención.
Entonces oí la voz de mi padre.
¡Sí!
Ya estaba aquí. Estaba a punto de rescatarme.
¡SÍ!
Me puse en pie. Estiré los músculos entumecidos y me dispuse a dar la bienvenida a mi padre.
Y entonces oí con toda claridad la voz del doctor Gray.
—Lo siento, señor Johnson, pero su hijo no ha estado aquí.