—¡No, por favor, no!

Apreté con fuerza mi blando tobillo. No me atrevía a mirar hacia abajo. No quería verificar lo que estaba sucediéndome.

Pero tenía que mirar.

Lentamente, muy lentamente… bajé la mirada.

Y entonces comprobé… que estaba apretando una de aquellas criaturas de forma de huevo. Y no mi pierna.

Aparté la mano y solté una risa de alivio.

—¡Oh, uauuu!

¿Cómo pude haber pensado que aquella cosa blanda y gelatinosa era mi pierna?

Vi cómo el pequeño marciano se alejaba de mí para reunirse a toda prisa con sus camaradas.

Sacudí la cabeza.

Aunque no había nadie que me observara… me sentí como un completo idiota.

«Cálmate, Dana, cálmate», me dije.

Pero… ¿cómo podía calmarme?

Dentro de aquella sala de laboratorio el aire parecía enfriarse por momentos. No podía dejar de temblar. Apreté con fuerza las mandíbulas. Aun así no pude evitar que mis dientes se entrechocaran.

Me apreté la nariz. Helada y entumecida. Me froté las orejas. También estaban entumecidas.

«Esto no es una broma —pensé, con un nudo en la garganta—. Voy a congelarme. Voy a morir helado.»

Traté de pensar en algo cálido. Me imaginé en una playa durante el verano. Me imaginé un buen fuego en la chimenea del estudio de mi casa.

Pero no sirvió de nada.

Un fuerte escalofrío hizo que todo mi cuerpo se estremeciera.

«Tengo que hacer algo para no pensar en el frío», decidí con firmeza.

Las criaturas gelatinosas se habían dispersado por toda la habitación. Levanté nuevamente las manos y formé un triángulo con los dedos.

Todas ellas me miraron, pero no se movieron.

A continuación formé un círculo.

Tampoco me hicieron caso.

—Supongo que ya estáis hartos, ¿no? —les pregunté.

Traté de utilizar los índices y los pulgares para dar forma a un rectángulo. Pero resultaba demasiado complicado. Los dedos no pueden doblarse hasta el punto de formar un rectángulo.

Además, las criaturas gelatinosas no me prestaban la menor atención.

«Voy a morir congelado —me dije una vez más—. Congelado. Congelado. Congelado.» La palabra se repetía en mi cabeza hasta convertirse en una amarga letanía.

Me senté en el suelo y me acurruqué en un rincón. Hecho un ovillo traté de conservar el poco calor que todavía tenía en el cuerpo.

Un sonido procedente del otro lado de la ventana hizo que me pusiera en pie de un salto.

Alguien se acercaba.

¿Sería el doctor Gray? ¿Me dejaría salir de allí?

Me volví ansioso en dirección a la puerta. Escuché con toda claridad el sonido de unos pasos en el pasillo. Y luego un ¡clinc! metálico.

Una ranura se abrió justo sobre la línea del suelo, a la izquierda de la puerta. Y alguien deslizó dentro una bandeja con alimentos.

Me abalancé sobre ella. Macarrones con queso y un bote pequeño de leche.

—¡Pero si yo odio los macarrones con queso! —grité furioso.

No hubo respuesta.

—¡Los odio! ¡Los odio! ¡Los odio! —chillé una y otra vez.

Estaba perdiendo nuevamente el control. Pero no me importó.

Me incliné sobre la bandeja y sostuve las manos encima del plato de macarrones. El vapor que brotaba de la comida me entibió las manos.

«Al menos está caliente», pensé.

Me senté en el suelo y coloqué la bandeja sobre mis rodillas.

Luego me tragué los macarrones… sólo porque estaban calientes y necesitaba ese calor.

El sabor era horrible. Odio ese sabor, húmedo y pegajoso del queso. Pero al menos me reconfortó. No abrí el bote de leche. Estaba demasiado frío.

Sintiéndome un poco mejor, dejé la bandeja a un lado y me puse en pie. Me acerqué a la ventana y comencé a golpear el grueso cristal con toda la fuerza de que eran capaces mis puños.

—¡Doctor Gray, déjeme salir de aquí! —grité—. ¡Doctor Gray, sé que me oye! ¡Déjeme salir! ¡No puede retenerme aquí dentro y obligarme a comer macarrones con queso! ¡Déjeme salir!

Grité hasta quedarme afónico.

Pero no obtuve respuesta ni oí ningún sonido procedente del otro lado del cristal.

Me aparté furioso de la ventana.

—Tengo que encontrar el modo de salir de aquí —dije en voz alta—. ¡Tengo que conseguirlo!

Y entonces se me ocurrió una idea.