—¿Cómo ha dicho? —pregunté, casi atragantándome. Seguramente no le había oído bien.
Todo mi cuerpo se estremeció recorrido por un escalofrío. Me froté los antebrazos tratando de darles un poco de calor.
—¿Ha dicho que no puedo irme de aquí? —conseguí preguntarle.
El doctor Gray clavó en los míos sus pálidos ojos azules.
—Mucho me temo que no podrás marcharte, Dana. Debes quedarte aquí.
Un grito aterrorizado escapó de mi garganta. ¡No podía estar hablando en serio!
«No es posible, no puede retenerme aquí», me dije, procurando recuperar la calma.
«No puede retenerme en este lugar en contra de mi voluntad. Eso va en contra de la ley.»
—Pero… ¿por qué? —le pregunté con voz muy débil—. ¿Por qué no puedo regresar a mi casa?
—Es sencillo. Seguro que puedes comprenderlo… —repuso el doctor Gray con serenidad—. No queremos que nadie sepa que nos han invadido los marcianos.
Lanzó un suspiro antes de proseguir.
—No querrás que el mundo entero sufra una psicosis de pánico, ¿no es verdad, Dana?
—Yo… yo… yo… —procuré responder, pero estaba demasiado aterrorizado, demasiado alarmado, demasiado helado.
Miré colérico al doctor Gray.
—Tiene que dejarme marchar —insistí con voz temblorosa.
Su expresión se suavizó.
—Por favor, Dana, no me mires de ese modo —dijo—. No soy una mala persona. No quiero asustarte. Y tampoco deseo retenerte en este laboratorio en contra de tu voluntad. Sin embargo, dime, Dana… ¿qué otra cosa puedo hacer? Soy un científico y he de ejecutar mi trabajo.
Yo seguía mirándole. Todo mi cuerpo temblaba y no sabía qué decirle. Dirigí la vista hacia la puerta metálica. Estaba cerrada, pero no le había echado el cerrojo.
Me pregunté si podría alcanzar la puerta antes de que lo hiciera el doctor Gray.
—También tengo que estudiarte a ti, Dana —prosiguió el doctor Gray, que se metió las manos dentro de los bolsillos de la bata—. Es mi trabajo, Dana.
—¿Estudiarme a mí? —chillé—. ¿Por qué?
Señaló a la criatura que yo había encontrado.
—Tú la tocaste, ¿no? La tuviste entre las manos, la recogiste, ¿verdad?
Me encogí de hombros.
—Bueno… sí, lo hice. La recogí y la sostuve entre las manos… ¿y qué?
—Verás… El problema es que no sabemos si te ha transmitido algún germen peligroso —repuso—. No sabemos qué clase de microbios o de bacterias o de extrañas enfermedades pueden haber traído estas criaturas desde el planeta Marte.
Tragué con dificultad.
—Umm. ¿Enfermedades?
Se rascó el bigote.
—No quiero asustarte. Es probable que estés muy sano. Te sientes bien, ¿no es así?
Mis dientes castañetearon.
—Sí, supongo que sí, sólo estoy helado.
—Bueno, tengo que retenerte aquí y someterte a un examen. Ya sabes. Observarte cuidadosamente. Asegurarme de que el hecho de haber tocado a esa criatura marciana no te ha producido ningún trastorno o alteración…
«¡Qué va!», pensé para mis adentros.
«No me importan los extraños gérmenes de Marte. No me interesan las posibles enfermedades de esas criaturas. No me importa la ciencia.
»Todo lo que me interesa en este momento es salir de aquí. Regresar a mi casa y reunirme con mi familia.
»Usted no va a retenerme en este lugar, doctor Gray. No va a someterme a una observación rigurosa.
»Porque… ¡yo me largo de aquí!»
El doctor Gray estaba diciéndome algo. Supongo que continuaba explicándome las razones por las que planeaba mantenerme prisionero en su helado laboratorio.
Pero yo no le escuchaba. Decidí escapar.
Corrí hacia la gran puerta de metal.
El círculo de criaturas marcianas me bloqueó el paso. Pero salté con facilidad por encima de ellas y continué corriendo.
Jadeando y temblando, llegué hasta la puerta.
Así la manija y miré hacia atrás.
¿Acaso el doctor Gray corría detrás de mí?
No. No se había movido.
«¡Estupendo! —pensé—. Le he pillado por sorpresa.
»¡Me largo!»
Giré la manija y tiré con fuerza.
La puerta no se abrió.
Tiré de ella con más energía.
Pero no se movió.
Intenté empujarla.
Sin resultado.
La voz del doctor Gray llegó nítida a mis oídos.
—La puerta se controla electrónicamente —dijo con calma—. Está cerrada con llave. No puede abrirse a menos que tengas la unidad de control.
No le creí, de modo que volví a intentarlo. Empujé y tiré de ella con todas mis fuerzas.
Pero el científico me había dicho la verdad. La puerta metálica estaba sellada electrónicamente.
Abandoné mi empeño con un grito de protesta y me volví para enfrentarme a él.
—¿Cuánto tiempo debo quedarme aquí? —le pregunté.
Me contestó en voz baja y con un tono helado.
—Probablemente durante mucho tiempo.