Preso del pánico, me volví hacia el doctor Gray.

Sin embargo, para mi asombro, el científico sonreía.

—Nos-nos-nos han atrapado —tartamudeé.

Él sacudió la cabeza.

—Algunas veces se mueven de ese modo. Pero no temas, Dana. Son inofensivos.

—¿Inofensivos? —repetí con un chillido agudo—. Pero… pero…

—¿Qué pueden hacer? —preguntó el doctor Gray, apoyando una vez más su mano reconfortante sobre mi hombro tembloroso—. Sólo son coágulos de huevo. No pueden morderte, ¿verdad? Y no parece que tengan bocas. No pueden cogerte, ni golpearte, ni darte un puntapié, no tienen brazos ni piernas.

Las criaturas estrecharon aún más el círculo.

Las observé con la garganta reseca y las piernas temblorosas.

Naturalmente, sabía que todo cuanto el doctor Gray había dicho era cierto.

Sin embargo, ¿por qué estaban haciendo aquello? ¿Por qué diseñaban un círculo? ¿Por qué se acercaban cada vez más a nosotros?

—A veces forman triángulos —me dijo el doctor Gray, como si adivinara mis pensamientos—. Otras veces forman rectángulos o cuadrados. Es como si estuvieran imitando distintas formas que han visto.

»Tal vez sea el modo que emplean para tratar de comunicarse con nosotros.

—Tal vez —asentí suavemente.

Me hubiera gustado que aquellas criaturas retrocedieran. Sólo se trataba de masas informes y húmedas. Pero realmente conseguían aterrorizarme.

Me estremecí otra vez. Mi aliento se transformaba en vapor en cuanto salía de mi boca.

Hacía tanto frío que mis gafas comenzaron a empañarse.

Miré hacia el suelo y busqué a la pequeña criatura que había encontrado en el jardín de mi casa. Se había unido a las demás y formaba parte del círculo, balanceándose, latiendo y burbujeando con todos sus congéneres.

El doctor Gray se volvió y comenzó a caminar en dirección a la puerta. Yo le seguí. Mi único deseo era salir de aquel congelador lo antes posible.

—Gracias por haberme traído esa criatura, Dana —dijo el doctor Gray. Luego sacudió la cabeza y añadió—: Pensé que los había recogido a todos. Fue una gran sorpresa descubrir que se me había perdido uno. —Se rascó entonces la cabeza, antes de proseguir—: ¿Has dicho que lo encontraste en el patio trasero de tu casa?

Asentí con un movimiento de la cabeza.

—Era un huevo, pero luego rompió el cascarón dentro del cajón de la cómoda de mi cuarto —repuse con los dientes en pleno castañeteo. Estaba helado—. ¿Significa eso que la criatura es mía? —le pregunté al doctor Gray—. Quiero decir… ¿me pertenece?

La sonrisa se borró de su rostro.

—No estoy muy seguro. No sé qué dicen las leyes acerca de las criaturas alienígenas del espacio exterior. —Reflexionó, y luego, frunciendo el entrecejo, añadió—: Tal vez no existan leyes respecto a estas cuestiones.

Miré una vez más a la pequeña masa amarilla. Las venas verdes de sus costados latían con fuerza. Todo su cuerpo se estremecía frenéticamente.

¿Se apenaba al verme marchar?

No, de ningún modo. «Eso es una tontería», me dije.

—Supongo que querrá conservarlo aquí durante algún tiempo para poder estudiarlo —le dije al doctor Gray.

Asintió.

—Sí, estoy sometiendo a estas criaturas a todas las pruebas que puedo imaginar.

—Pero ¿podré volver a visitarlo? —pregunté.

El doctor Gray me miró fijamente con los ojos entrecerrados.

—¿Volver a visitarlo? Dana… ¿qué quieres decir con eso de que regresarás a visitarlo? Tú no te vas de aquí.