—Aguarda un segundo. He olvidado algo —dijo el doctor Gray. Se dirigió hacia la pared y pulsó un interruptor.

Una luz se encendió en el pasillo, por encima de nuestras cabezas. Ahora podía ver perfectamente a través de la ventana.

—¡Oh! ¡Uauuu! —exclamé mientras recorría con los ojos la enorme estancia situada al otro lado de la ventana.

Allí había una multitud de aquellas criaturas gelatinosas y con forma de huevo.

Había decenas de ellas.

Seres informes, húmedos y amarillentos, que latían y se estremecían. Con sus venas verdosas palpitando a intervalos regulares.

Las criaturas se apretujaban sobre el suelo de baldosas blancas. Parecían grandes montones de masa amarilla para hacer galletas dispuestos sobre una bandeja de hornear. Decenas de ojos oscuros, pequeños y redondos nos miraban fijamente.

¡Increíble!

Mientras los observaba estupefacto, me dije que parecían animales disecados. Pero no lo eran. Estaban vivos. Respiraban. Se sacudían, estremecían y burbujeaban.

—¿Te gustaría entrar ahí? —me preguntó el doctor Gray.

Sin esperar mi respuesta, se sacó del bolsillo un pequeño mando a distancia y presionó un botón. La puerta se entreabrió. Él la abrió de par en par y me precedió al interior de aquella gran habitación.

—¡Uauuu! —exclamé cuando me envolvió un aire helado—. Aquí dentro hace un frío de mil demonios —dije temblando.

El doctor Gray sonrió comprensivo.

—Mantenemos la atmósfera muy fría. Al parecer eso les mantiene más espabilados.

Sostuvo la caja de zapatos con una mano y señaló con la otra las criaturas de Marte.

—Cuando salen del cascarón, no les apetece el calor. Si la temperatura sube demasiado… se derriten —me explicó.

Bajó la caja hasta depositarla sobre el suelo.

—Y no queremos que se derritan, ¿no es así? —dijo el científico—, porque si se derriten no podemos estudiarlos.

Inclinándose sobre la caja sacó cuidadosamente a mi criatura y la colocó junto a un grupo de tres o cuatro de sus congéneres. Todos comenzaron a balancearse, presos de una gran excitación.

El doctor Gray recogió la caja y volvió a incorporarse. Sonrió al recién llegado.

—No queremos que te derritas, ¿no es cierto, amiguito? —le dijo—. Queremos que crezcas sano y espabilado. De modo que mantendremos la atmósfera de esta habitación tan fría como nos sea posible.

Me estremecí y me froté los brazos para darme calor. Tenía carne de gallina en todo el cuerpo. ¿Sería a causa de la excitación? ¿O debido sólo al frío?

Deseé haberme vestido con algo más abrigado que una simple camiseta.

Las criaturas se balanceaban y burbujeaban. Yo no podía apartar mis ojos de ellas.

¡Se trataba de verdaderos seres procedentes de Marte!

Observé cómo empezaban a avanzar en nuestra dirección. Se movían con una rapidez sorprendente, a medias rodando, a medias dando saltitos. Dejaban tras de sí un rastro húmedo y amarillo.

Deseaba hacerle un millón de preguntas al doctor Gray.

—¿Tienen cerebro? —pregunté—. ¿Son listos? ¿Pueden comunicarse? ¿Ha tratado de hablar con ellos? ¿Se comunican entre sí? ¿Cómo es que pueden respirar nuestro aire?

El científico se rió entre dientes.

—Tienes una mente muy científica, Dana —me dijo—. Ocupémonos de las preguntas de una en una. ¿Qué deseas saber en primer lugar?

—Bueno… —comencé a decir, pero me interrumpí cuando observé lo que las criaturas acababan de hacer.

Mientras el doctor Gray y yo hablábamos, se habían apresurado a formar un círculo.

Y ahora nos tenían rodeados.

Giré sobre mis talones para mirar a mi alrededor.

Las criaturas se habían puesto detrás de nosotros. Bloqueaban la puerta. Y ahora se nos acercaban, burbujeando y latiendo, dejando un rastro de limo mientras se deslizaban hacia delante.

¿Qué planeaban hacer?