Dejé escapar un largo suspiro y me coloqué la caja debajo del brazo. Me sentía frustrado. ¿Qué iba a hacer ahora con aquella extraña criatura nacida de un huevo verde?

Sacudiendo la cabeza con amargura me volví para encaminarme hacia el lugar donde había dejado mi bicicleta. Llevaba recorrida la mitad del camino cuando oí que se abría la puerta principal del edificio.

Me giré para ver a un hombre mayor, vestido con una bata blanca. Llevaba el cabello blanco y brillante, peinado con raya en medio y alisado por los costados. Tenía un bigote entrecano y sus ojos, de un azul muy claro, me observaban con atención desde su rostro pálido y arrugado.

Cuando me sonrió, en los extremos de sus ojos se formó una red de pequeñas arrugas.

—¿Puedo ayudarte? —preguntó.

—Eh… sí, creo que sí —tartamudeé.

Levanté la caja de zapatos con ambas manos y volví a cruzar el jardincillo.

Notaba cómo la criatura saltaba de un lado al otro en su prisión.

—¿Qué traes ahí? ¿Un pájaro enfermo? —preguntó el hombre, señalando la caja—. Mucho me temo que si es así no podré ayudarte. Esto es un laboratorio científico. Y yo no soy un veterinario.

—No, no se trata de un pájaro —le respondí.

Llevé la caja hasta la entrada. Mi corazón latía con violencia. Sin saber por qué me sentía muy nervioso.

Supongo que me emocionaba el hecho de hablar con un verdadero científico. Admiro y respeto mucho a los científicos.

Asimismo, me sentía excitado por la perspectiva de descubrir finalmente qué era lo que había salido del cascarón del extraño huevo verde. Y saber qué debía hacer con él.

El hombre volvió a sonreír. Tenía una sonrisa cálida y amistosa que consiguió que me serenara.

—Bueno, si no se trata de un pájaro… ¿qué es? —me preguntó con gentileza.

—Pues, yo tenía la esperanza de que usted me lo dijera —repuse, tendiéndole la caja de zapatos.

Pero él no la cogió.

—Se trata de algo que he encontrado —proseguí—. Quiero decir que encontré un huevo. En el jardín de atrás de mi casa.

—¿Un huevo? ¿Qué clase de huevo, hijo?

—No lo sé —le dije—: Era muy grande y tenía muchas venas que recorrían su cáscara. Y respiraba.

Me miró con atención.

—¿Un huevo que respiraba?

Asentí con un gesto.

—Lo puse dentro de uno de los cajones de mi cómoda. Y esta mañana salió del cascarón. Y entonces…

—Ven, hijo, pasa… —dijo el hombre—. Ven dentro.

Su expresión cambió. Sus ojos lanzaron destellos y de repente pareció muy interesado en lo que yo le decía.

Colocó una mano sobre mi hombro y me guió hasta el laboratorio.

Tuve que parpadear varias veces y aguardar a que mis ojos se adaptaran a la penumbra que reinaba en el interior del recinto.

Las paredes eran completamente blancas. Vi una mesa y varias sillas. Otra mesa baja con varias revistas científicas. Decidí que nos encontrábamos en una sala de espera. Todo tenía un aspecto muy limpio y moderno. Mucho cromo, cristal y cuero blanco.

El hombre había clavado los ojos en la caja que yo sostenía entre las manos. Se frotó el bigote.

—Soy el doctor Gray —dijo—. Soy el director científico de este laboratorio.

Me pasé la caja a la mano izquierda para poder estrecharle la diestra.

—Cuando sea mayor quiero llegar a ser científico —dije impulsivamente, y sentí que me ruborizaba.

—¿Cómo te llamas, hijo? —me preguntó el doctor Gray.

—Ah, sí, claro, Dana Johnson. Vivo a unas manzanas de distancia de aquí. En Melrose.

—Encantado de conocerte, Dana —dijo el doctor Gray, alisándose la bata blanca.

Luego fue hasta la puerta de entrada, la cerró con llave y echó el cerrojo.

«Es extraño», pensé, sintiendo un escalofrío de temor.

¿Por qué habría hecho eso?

Entonces recordé que el laboratorio permanecía cerrado durante los fines de semana. Probablemente el doctor echara el cerrojo a todas las puertas cuando no se trabajaba.

—Sígueme —dijo el doctor Gray.

Abrió la marcha a través de un estrecho pasillo blanco. Le seguí hasta un pequeño laboratorio. Vi una larga mesa repleta de tubos, pipetas y recipientes de cristal junto a un sofisticado equipo electrónico.

—Deja la caja ahí —me dijo el científico, señalando un sitio vacío sobre la mesa.

Deposité la caja y él se inclinó para destaparla.

—¿Has encontrado esto en el jardín de detrás de tu casa?

Y con mucho cuidado quitó la tapa.

—¡Oh, Dios mío! —exclamó.