La austeridad correccional y una alegre atmósfera doméstica coexisten en el cuarto piso del Palacio de Justicia del condado de Finney. La prisión del condado proporciona la primera cualidad, imprime el sello determinante mientras que la llamada «residencia del sheriff», un agradable apartamento separado de la cárcel propiamente dicha por puertas de acero y un corto corredor, es responsable del segundo.

En enero de 1960, la residencia del sheriff no estaba, en realidad, ocupada por Earl Robinson, sino por el vicesheriff y su mujer, Wendle y Josephine («Josie») Meier. Los Meier, que hacía más de veinte años que estaban casados, se parecían mucho: altos, con peso y fuerza de sobra, anchas manos y rostros cuadrados, tranquilos y bondadosos, esto último más acusado en la señora Meier, mujer directa y práctica que, sin embargo, parece iluminada por una mística serenidad. Como ayudante del vicesheriff, su jornada es larga. Entre las cinco de la mañana, cuando comienza el día leyendo un capítulo de la Biblia, y las diez de la noche, hora en que se va a acostar, guisa y cose para los presos, zurce, lava la ropa, cuida espléndidamente de su marido y se ocupa de su apartamento de cinco habitaciones con su mezcla gemütlich [24] de mullidos cojines para los pies, y poltronas y cortinas de encaje color crema. Los Meier tienen una hija única, casada, que vive en Kansas City; por tanto la pareja vive sola o, como más exactamente dice la señora Meier: «Solos, menos cuando hay alguien en la celda de señoras.”

La cárcel tiene seis celdas; la sexta, reservada para mujeres, es en realidad una unidad aislada situada en el interior de la residencia del sheriff, contigua a la cocina de los Meier.

—Pero —dice Josie Meier— eso no me preocupa. Me gusta tener compañía. Tener alguien con quien hablar mientras trabajo en la cocina. A la mayoría de esas mujeres, llegas a compadecerlas. Lo que les pasa es que se han metido en apuros, nada más. Claro que Hickock y Smith eran harina de otro costal. Que yo sepa, Perry Smith es el primer hombre que estuvo en la celda de mujeres. El sheriff quería mantenerlos separados hasta el juicio. La tarde que los trajeron, hice seis pasteles de manzana y cocí algo de pan, sin dejar de estar al tanto de lo que ocurría ahí abajo en la plaza. La ventana de mi cocina da a la plaza: no se puede pedir mejor vista. Yo no entiendo de aglomeraciones, pero diría que había varios centenares de personas esperando ver a los muchachos que mataron a la familia Clutter. Yo no conocí a los Clutter personalmente, pero, por todo cuanto he oído de ellos, debieron de ser gente muy buena. Lo que les ocurrió es difícil de perdonar y sé que Wendle estaba preocupado por si había tumultos cuando la gente viera llegar a Hickock y Smith. Temía que alguien intentara ponerles las manos encima. Así que tenía el corazón en un puño cuando vi que llegaban los coches, vi a los periodistas, a todos los de la prensa corriendo y empujando. Pero para entonces ya había oscurecido, eran más de las seis, y hacía muchísimo frío y más de la mitad de la gente se había vuelto a casa. Los que quedaron, no dijeron ni mu. Sólo miraban.

—Luego, cuando hicieron subir a esos chicos, al primero que vi fue a Hickock. Llevaba pantalones de verano y una camisa de tela gastada. Me pareció raro que no hubiera cogido una pulmonía con el frío que hacía. Pero tenía aspecto de enfermo. Blanco como una sábana. Bueno, tiene que ser una experiencia terrible, verse contemplado así por una horda de desconocidos, tener que pasar entre ellos, sabiendo quién eres y qué has hecho. Luego subieron a Smith. Tenía cena preparada para darles en la celda, sopa caliente, café, unos bocadillos y pastel. Solemos dar de comer dos veces al día. Desayuno a las siete y media y la comida principal a las cuatro y media. Pero yo no quería que esos individuos se fueran a la cama con el estómago vacío; me parecía que ya se sentirían bastante mal. Pero cuando le llevé la cena a Smith en una bandeja, me dijo que no tenía hambre. Estaba mirando por la ventana de la celda de mujeres. De espaldas a mí. Esa ventana tiene la misma vista que la ventana de mi cocina: árboles, la plaza y los techos de las casas. Le dije: “Pruebe la sopa por lo menos, es de verdura, no de lata. La he hecho yo. El pastel también.” Al cabo de una hora, volví a buscar la bandeja y no había probado bocado. Seguía en la ventana. Como si no se hubiera movido. Nevaba y recuerdo que le dije que era la primera nevada del año y que hasta entonces habíamos tenido un largo y maravilloso otoño. Y ahora había llegado la nieve. Le pregunté luego si había algún plato que le gustase en especial; si me lo decía, se lo haría al día siguiente.

—Se dio la vuelta y me miró. Receloso, como si estuviera burlándome de él. Después dijo algo de una película… ¡hablaba tan bajo! Como en un susurro. Quería saber si yo había visto una película. No me acuerdo cómo se llamaba y de todos modos no la había visto: no me gusta mucho el cine. Dijo que la película pasaba en tiempos de la Biblia y que había una escena en que tiraban a un hombre por un balcón y caía sobre una multitud de hombres y mujeres que lo hacían pedazos. Y dijo que había pensado en eso cuando vio la gente en la plaza. En el hombre destrozado. Y la idea de que quizá fuera aquello lo que iban a hacerle. Me dijo que le había entrado tanto pánico, que todavía le dolía el estómago. Por eso no podía comer. Claro está que se equivocaba y yo se lo dije. Que nadie iba a hacerle daño, por mucho que llevara en la conciencia; las gentes de por acá, no son así.

—Hablamos un poco. Era muy tímido pero al cabo de un rato dijo: “Lo que me gusta mucho es el arroz a la española.” Así que le prometí que lo haría y sonrió un poco y yo me dije que, bueno, no era lo peor que yo había visto. Aquella noche, después de acostarme, se lo dije también a mi marido. Pero Wendle soltó un bufido. Wendle fue uno de los primeros que entró en la casa cuando descubrieron el crimen. Dijo que le hubiese gustado que yo hubiera estado allí, en casa de los Clutter cuando encontraron los cuerpos. Entonces hubiera podido juzgar por mí misma lo amable que era el señor Smith. Él y su amigo Hickock. Dijo que eran capaces de sacarme el corazón sin parpadear. No se podía negar, no, habiendo cuatro muertos. Y me quedé despierta pensando si a ellos dos les resultaría molesta… la idea de aquellas cuatro tumbas.

Pasó un mes y otro con nevadas casi a diario. La nieve blanqueó el paisaje color trigo, se acumuló en las calles de la ciudad, las silenció.

Las ramas más altas de un olmo cargado de nieve rozaban la ventana de la celda de mujeres. En el árbol vivían ardillas y después de haberse pasado semanas tentándolas con los restos de su desayuno, Perry logró atraer a una ellas que pasó de la rama al alféizar de la ventana y de allí al otro lado de los barrotes. Era una ardilla macho de pelaje rojizo. Le puso por nombre Red [25] y Red pronto se instaló en la celda, satisfecho al parecer de compartir la cautividad de su amigo. Perry le enseñó varios trucos: a jugar con una pelota de papel, a pedir, a treparse en su hombro. Todo eso le ayudaba a pasar el tiempo, pero al preso le quedaban aún muchas horas libres. No le permitían leer periódicos, y las revistas que la señora Meier le prestaba lo aburrían: números atrasados de Good housekeeping y de McCall. Pero encontró cosas que hacer: limarse las uñas con un pedacito de papel de lija, pulirlas hasta darle un brillo rosa y sedoso, peinarse y volver a peinarse el pelo perfumado y empapado en loción, cepillarse los dientes tres y cuatro veces al día, afeitarse y ducharse, casi con la misma frecuencia. Y mantenía la celda, que contenía un retrete, una pila de ducha, un catre, una silla y una mesa, tan pulcra como su persona. Estaba orgulloso del cumplido que la señora Meier le dedicó.

—¡Hay que ver! —había dicho señalando su catre—. ¡Hay que ver esa manta! Se podrían botar monedas.

Pero era en la mesa donde pasaba la mayor parte de sus horas. Allí comía, era allí donde se sentaba a hacer croquis y bocetos de Red, a dibujar flores, el rostro de Jesús y rostros y torsos de mujeres imaginarias y allí también donde, en papel rayado barato, hacía anotaciones, a modo de diario, de los acontecimientos, día a día.

Jueves, 7 de enero. Vino Dewey. Trajo un cartón de cigarrillos. También copias a máquina de la declaración para que las firmase. Me negué.

La «Declaración», documento de setenta y ocho páginas que él había dictado al taquígrafo del tribunal del condado de Finney repetía lo que ya había admitido ante Alvin Dewey y Clarence Duntz. Dewey, hablando de su encuentro con Perry Smith aquel día, recordó que se había sorprendido mucho cuando Perry se negó a firmar la declaración.

—No tenía importancia: yo podía servir de testigo en el proceso respecto a la confesión oral hecha por él a Duntz y a mí. Y, por supuesto, Hickock nos había dado una confesión firmada estando aún en Las Vegas, aquella en que acusaba a Smith de haber cometido los cuatro asesinatos. Sentía curiosidad y le pregunté a Perry por qué había cambiado de opinión. Y me respondió: “Todo lo que dice mi declaración es exacto, excepto dos detalles. Si me deja que los corrija, entonces la firmaré.” No me era difícil imaginar los detalles a que se refería. Porque la única diferencia importante entre su declaración y la de Hickock era que Perry negaba haber dado muerte a los Clutter él solo. Hasta ahora había jurado que Hickock había matado a Nancy y a su madre.

»Y no me equivocaba; eso era lo que pretendía hacer: admitir que Hickock había dicho la verdad y que él, Perry Smith, era quien había disparado contra todos los miembros de la familia. Dijo que había mentido porque con aquello “quería vengarme de Dick por ser un cobarde tan grande, como para vomitar hasta el estómago”. Y la razón que lo había decidido a rectificar no era que, de pronto, sus sentimientos hacia Hickock habían mejorado. Según él, lo hacía por consideración a los padres de Hickock; sentía pena por la madre de Dick. Dijo: “Es una mujer muy buena, le consolará saber que Dick no apretó ni una vez el gatillo. Nada de lo ocurrido hubiera sucedido sin él; en realidad todo fue culpa suya. Pero el hecho es que yo fui el único que disparó.” Pero yo no estaba convencido de que dijera la verdad. No lo suficiente como para dejar que cambiara su declaración. Como digo, no era necesaria la confesión formal de Smith para sostener la acusación; con o sin ella, teníamos bastante para colgarlos diez veces.

Entre los elementos que contribuían a la confianza de Dewey se contaban la recuperación de la radio y de los prismáticos que los asesinos habían robado de casa de los Clutter y de los que se habían deshecho en México (donde, habiéndose desplazado en avión con ese propósito, el agente del KBI Harold Nye, les había seguido la pista hasta una casa de empeños). Además Smith, al dictar su declaración, había revelado el paradero de otras importantísimas pruebas.

—Tomamos la autopista y nos dirigimos al este —había dicho describiendo lo que él y Dick hicieron después de huir del escenario del crimen—, íbamos a todo gas, Dick conducía. Creo que los dos estábamos como drogados. Yo, desde luego, sí. Excitadísimos y al mismo tiempo aliviados. No podíamos dejar de reír, ninguno de los dos. De pronto todo parecía divertidísimo, no sé por qué; era así. Pero la escopeta goteaba sangre y mis ropas estaban manchadas: tenía sangre hasta en el pelo. Así que nos metimos en una carretera comarcal y la seguimos por lo menos quince kilómetros hasta que nos hallamos en plena pradera. Oíamos a los coyotes. Fumamos un cigarrillo y Dick no dejaba de hacer chistes acerca de lo que había pasado allí. Yo salí del coche, saqué haciendo sifón agua del depósito y lavé la sangre del cañón de la escopeta. Luego escarbé un agujero en la tierra con el cuchillo de caza de Dick, y enterré en él los cartuchos vacíos y lo que había quedado del rollo de cuerda de nylon y de cinta adhesiva. Luego, seguimos hasta llegar a la nacional Ochenta y tres que tomamos rumbo este, hacia Kansas City y Olathe. Al amanecer Dick paró el coche en uno de esos espacios destinados a comidas, eso que llaman zonas de recreo que tienen fogones. Encendimos fuego y quemamos algunas cosas como los guantes que habíamos usado y mi camisa. Dick dijo que le gustaría tener un buey entero para asar porque en su vida había tenido tanta hambre. Era casi mediodía cuando llegamos a Olathe. Dick me dejó en mi hotel y él se fue a su casa para la comida del domingo en familia. Sí, se llevó el cuchillo. La escopeta también.

Agentes del KBI enviados a casa de Hickock encontraron el cuchillo en una caja con utensilios de pesca y la escopeta, tranquilamente apoyada contra la pared de la cocina. (El padre de Hickock, que se negaba a creer que su «chico» hubiese tomado parte en «un crimen tan espantoso», insistió en que la escopeta no había salido de casa desde la primera semana de noviembre, y por lo tanto no podía ser el arma del crimen.) En cuanto a los cartuchos vacíos, la cuerda y la cinta adhesiva, fueron recuperados con la ayuda de Virgil Pietz, empleado de carreteras del distrito quien trabajando con una niveladora en la zona indicada por Perry Smith, rastreó el terreno centímetro a centímetro hasta descubrir los objetos enterrados.

Con ello los últimos cabos sueltos quedaron atados; el KBI había reunido unas pruebas irrefutables, pues el examen determinó que los cartuchos habían sido disparados por la escopeta de Hickock y que los restos de cuerda y cinta correspondían a la misma pieza que fue empleada para atar a las víctimas y reducirlas al silencio.

Lunes, 11 de enero. Tengo un abogado. El señor Fleming. Un viejo de corbata roja.

El tribunal, informado de que los acusados no tenían fondos para costearse asistencia legal, representado por el juez Roland H. Tate, nombró como representantes suyos dos abogados del lugar, Arthur Fleming y Harrison Smith.

Fleming, setenta y un años, antiguo alcalde de Garden City, hombre pequeño que anima su aspecto nada sensacional con vistosas corbatas, se resistía a aceptar el nombramiento.

—No deseo encargarme del caso —le dijo al juez—. Pero si el tribunal juzga conveniente designarme, entonces, naturalmente, no tengo otra alternativa.

El abogado de Hickock, Harrison Smith, de cuarenta y cinco años y metro ochenta de altura, jugador de golf, elk [26] de alto nivel, aceptó la tarea con talante resignado.

—Alguien tiene que hacerlo. Y yo lo haré lo mejor que pueda. Aunque dudo que eso aumente mi popularidad por estos contornos.

Viernes, 15 de enero. La señora Meier tenía la radio encendida en la cocina y oí que el fiscal del distrito pedirá pena de muerte. «A los ricos no los ahorcan nunca. Sólo a los pobres y sin amigos».

En su declaración a la prensa, el fiscal del distrito, Duane West, joven ambicioso de veintiocho años que por su gran porte, aparenta cuarenta y hasta a veces cincuenta, dijo:

—Si el caso pasa ante jurado, yo pediré a los jurados que los declaren culpables, que los declaren reos de muerte. Si los defensores renuncian a un proceso ante jurado y presentan al juez declaración de culpabilidad, pediré al juez que dicte pena de muerte. Ya sabía que tendría que tomar una decisión al respecto y no he llegado a semejante decisión con ligereza. Creo que dada la violencia del crimen y la absoluta falta de misericordia demostrada por los asesinos el único modo de conseguir que el público se sienta totalmente protegido es decretar pena de muerte contra esos acusados. Y ello es cierto especialmente en Kansas, donde no existe cadena perpetua sin posibilidad de conseguir la libertad bajo palabra. En la práctica, los sentenciados a cadena perpetua no permanecen en la cárcel más de quince años.

Miércoles, 20 de enero. Me han pedido que me someta al detector de mentiras por lo del caso Walker.

Casos como el de los Clutter, crímenes de semejante magnitud, despiertan el interés de los hombres de leyes en todas partes, en especial los que tienen a su cargo la investigación de crímenes similares todavía sin resolver, porque siempre es posible que al solucionarse un misterio pueda a la vez resolverse otro. Entre los muchos funcionarios que se interesaban por los acontecimientos de Garden City figuraba el sheriff de Sarasota County, Florida, distrito al que pertenece Osprey, un pueblo pesquero cercano a Tampa y escenario, sólo un mes después de la tragedia Clutter, del cuádruple asesinato en un aislado rancho, que Smith había leído en un diario de Miami el día de Navidad. Las víctimas eran también los cuatro miembros de la familia: un joven matrimonio, Clifford Walker y señora, y sus dos hijos, niño y niña todos ellos muertos de un escopetazo en la cabeza. Como los asesinos de los Clutter habían pasado la noche del 19 de diciembre, fecha de los asesinatos, en un hotel de Tallahassee, el sheriff de Osprey, que no tenía pista alguna que seguir, muy comprensiblemente se hallaba ansioso de interrogar a los dos hombres y someterlos a un examen con polígrafo. Hickock consintió en someterse a la prueba y lo mismo hizo Smith quien dijo a las autoridades de Kansas:

—Lo comenté cuando ocurrió, diciéndole a Dick: «Apuesto a que quien lo hizo es alguien que se había enterado de lo de Kansas. Un maniático.”

Los resultados de la prueba, con gran desilusión del sheriff de Osprey y de Al Dewey, que no cree en excepcionales coincidencias, fueron concluyentemente negativos. El asesino de la familia Walker está aun por descubrir.

Domingo, 31 de enero. El padre de Dick vino a verlo. Le dije ¡hola! cuando pasaba (por delante de la celda), pero ha seguido andando. Puede que no me haya oído. Supe por la señora M (Meier) que la señora H (Hickock) no vino porque no se sentía con fuerzas. Nevando endiabladamente. Anoche soñé que estaba en Alaska con papá y ¡me desperté en un charco de orina helada!

El señor Hickock pasó tres horas con su hijo. Luego se dirigió, andando bajo la nieve, a la estación de Garden City: un viejo gastado, encorvado y enflaquecido por el cáncer que lo mataría unos meses después. En la estación, mientras esperaba el tren que iba a llevarle a casa, le dijo a un periodista:

—He visto a Dick. Hemos tenido una conversación muy larga. Puedo garantizarle a usted que no es como la gente dice. O como escriben en los diarios. Esos chicos no entraron en la casa con intenciones violentas. Mi chico, no. El puede tener sus cosas malas pero nunca llegaría a eso. Smitty fue. Dick me ha dicho que ni siquiera se enteró cuando Smitty atacó a aquel hombre (Clutter), y le abrió la garganta. Dick ni siquiera estaba en la misma habitación. Entró corriendo cuando oyó la lucha. Dick llevaba su escopeta y según él lo cuenta: «Smitty cogió mi escopeta y le disparó en mitad de la cabeza». Y agregó: «Papá, tendría que haberle quitado la escopeta y haberlo matado antes de que asesinara al resto de la familia. Si lo hubiera hecho, ahora no me encontraría en esta situación». A mí también me lo parece. Ahora, tal como están las cosas, tal como lo ve la gente, no tiene ninguna probabilidad. Los colgarán a los dos. Y —añadió, con la fatiga y la derrota asomando a sus ojos— ver colgar a un hijo, saber que lo van a ahorcar, es lo peor que le puede pasar a un hombre.

Ni el padre ni la hermana de Perry le escribieron o fueron a visitarle. Se suponía que Tex John Smith estaba buscando oro en alguna parte de Alaska, si bien la policía, a pesar de sus grandes esfuerzos, no había podido localizarlo. La hermana había dicho a los investigadores que temía a su hermano y les pidió por favor que no le comunicaran su domicilio actual. (Cuando informaron de ello a Smith sonrió un poco y dijo: «Ojalá hubiese estado en esa casa aquella noche. ¡Qué linda escena!»)

Aparte de la ardilla, aparte de los Meier y las poco frecuentes consultas con su abogado Fleming, Perry estaba muy solo. Echaba de menos a Dick. Pienso mucho en Dick, escribió un día en su improvisado diario. Desde su arresto no se les había permitido comunicarse y eso era, aparte de su libertad, lo que más ansiaba: hablar con Dick, volver a estar con él. Dick ya no era el «duro como la roca» que en un tiempo creyó: «pragmático», «viril», «un auténtico hombre de acero»; había demostrado ser «bastante débil y superficial», «un cobarde». Aun así, de todas las personas del mundo, era con él con quien más identificado se sentía en aquel momento, porque, por lo menos, eran de la misma especie, hermanos en la raza de Caín. Separado de él, Perry se sentía «completamente solo. Como un individuo cubierto de llagas. Alguien con quien sólo un loco querría tener algo que ver».

Pero una mañana a mediados de febrero, Perry recibió una carta. El matasellos era de Reading, Massachusetts, y decía:

Querido Perry: Me dolió mucho enterarme de la situación en que te encuentras y decidí escribirte, decirte que me acuerdo de ti y que me gustaría ayudarte del modo que me fuera posible. Por si no recuerdas mi nombre, Don Cullivan, te mando una foto tomada en el tiempo en que tú y yo nos conocimos. Cuando hace poco leí en el periódico sobre ti, me sorprendí y empecé a pensar en aquellos tiempos cuando yo te trataba. A pesar de que no fuimos amigos íntimos, me acuerdo mucho más de ti que de la mayoría de los tipos que conocí en el ejército. Debió de ser en otoño de 1951 cuando te destacaron a la 761ª Compañía de Ingenieros de Equipo Ligero en Fort Lewis, Washington. Eras bajo (yo no soy mucho mas alto), robusto, moreno, con un abundante y espeso pelo negro y casi siempre una sonrisa en la boca. Como habías vivido en Alaska, muchos te llamaban «Esquimal». Una de las primeras veces que me fijé en ti fue durante una inspección de la compañía en la que nos abrieron todos los armarios. Todos los armarios estaban en orden, incluso el tuyo, sólo que tenía la tapa llena de fotografías de chicas. Todos pensamos que te la ibas a cargar. Pero el oficial de inspección se lo tomó bien y cuando todo acabó recuerdo que todos pensamos que eras un tío de narices. Recuerdo que jugabas bastante bien al billar y te puedo ver aún en la sala de recreo de la compañía; jugando. Eras uno de los mejores conductores de camión del cuerpo. ¿Te acuerdas de los ejercicios que nos hacían hacer? En un viaje en pleno invierno recuerdo que a cada uno le asignaron un camión mientras durara el ejercicio de entrenamiento. En nuestro cuerpo, los camiones no tenían calefacción y nos moríamos de frío. Me acuerdo que hiciste un agujero en el suelo de tu camión para que pudiera entrar el calor del motor. La razón de que lo recuerde tan bien es la impresión que me produjo, por eso de que la «mutilación» de la propiedad del ejército es un crimen por el que te pueden castigar muy severamente. Claro que yo era aún muy novato en el ejército y probablemente tenía miedo de infringir las reglas en lo más mínimo, pero recuerdo cómo te reías (y estabas calentito) mientras yo me preocupaba (y me estaba helando). Recuerdo que te compraste una moto y no muy bien de lo que te pasó con ella. ¿Te persiguió la policía? ¿Un accidente? Fuera lo que fuese, fue la primera vez que me di cuenta de que tenías algo raro. Puede que me equivoque en alguno de mis recuerdos pues de eso hace ocho años y yo sólo te traté durante ocho meses. Por lo que recuerdo me llevaba muy bien contigo y me gustaba tu modo de ser. Siempre estabas alegre y fanfarroneando, hacías muy bien tu trabajo y no recuerdo que te quejaras de nada. Desde luego parecías un poco salvaje pero nunca supe mucho de eso. Pero ahora estas en un apuro de verdad. Trato de imaginar cómo estarás ahora. En qué piensas. Cuando lo leí por primera vez quedé aturdido. De veras que sí. Pero luego dejé el periódico y me puse a pensar en otra cosa. Pero volvía a pensar en ti. No lo podía olvidar. Soy, o intento ser, bastante religioso (católico). No siempre lo fui. Me limitaba a ir tirando sin pensar demasiado en la única cosa importante que existe. Nunca había pensado seriamente en la muerte ni en la posibilidad de otra vida. Estaba demasiado lleno de vida: coche, universidad, chicas, etc. Pero mi hermano pequeño murió de leucemia, tenía sólo diecisiete años. Él sabía que se moría y luego me he preguntado muchas veces qué pensaría. Y ahora pienso en ti y me gustaría saber qué piensas. No sabía qué decirle a mi hermano en las últimas semanas, antes de que muriera. Pero sí sé qué le diría ahora. Y por eso te escribo: porque Dios te hizo a ti igual que a mí y El te ama a ti tanto como a mí y por lo poco que sabemos de la voluntad de Dios lo que te ha ocurrido a ti podía muy bien haberme ocurrido a mí. Tu amigo, Don Cullivan.

El nombre no le decía nada, pero Perry reconoció inmediatamente la cara de la fotografía, un soldado joven con el pelo al cepillo y ojos redondos muy serios. Leyó la carta muchas veces y, a pesar de que las alusiones religiosas le parecieron muy poco persuasivas («He intentado creer, pero no creo, no puedo y fingir no sirve de nada»), la carta lo conmovió. Había alguien que le ofrecía ayuda, un hombre cuerdo y respetable que le había tratado en otro tiempo y que le había tenido simpatía, un hombre que firmaba tu amigo. Lleno de agradecimiento, a toda prisa, comenzó su carta:

«Querido Don: Caramba, claro que me acuerdo de Don Cullivan…».

La celda de Hickock no tenía ventana. Daba a un espacioso corredor y a las otras celdas. Pero no estaba aislado, tenía gente con quien hablar, una variedad de borrachos, falsificadores, hombres que habían pegado a sus mujeres, vagabundos mexicanos, y Dick, con su desenvoltura parlanchina de «confidente», sus anécdotas sexuales, sus chistes verdes, era popular entre los reclusos (aunque había uno que no quería saber nada de él, un viejo que le silbaba: «Asesino. ¡Asesino!» Y que una vez le había arrojado un cubo de sucia agua de fregar).

Exteriormente, Hickock parecía a todos un joven singularmente despreocupado. Cuando no alternaba o dormía, estaba tumbado en su litera fumando o mascando chicle o leyendo revistas de deportes o novelas policíacas. A menudo se limitaba a pasarse horas silbando sus melodías preferidas (you must have been a beautiful baby, Shuffle off to Buffalo) con la vista fija en la desnuda bombilla que colgaba del techo de la celda y estaba encendida noche y día. Odiaba la monótona vigilancia de aquella luz; perturbaba su sueño y, más concretamente, ponía en peligro el éxito de un íntimo proyecto: fugarse. Porque el prisionero no se sentía tan despreocupado como aparentaba ni tan resignado; intentaría todo lo posible para evitar «balancearse en el Gran Columpio». Convencido de que esa ceremonia sería el resultado de cualquier proceso, y más si el proceso tenía lugar en Kansas, había decidido «tomárselas. Coger el primer coche y poner pies en polvorosa». Pero antes necesitaba un arma y hacía semanas que se dedicaba a la confección de una: algo muy parecido a un punzón para romper el hielo y que se metería con suavidad mortal entre los omoplatos del vicesheriff Meier. Los componentes del arma, un pedazo de madera y un alambre duro, formaban parte originariamente de un cepillo de retrete, del que él se había apropiado, desmontándolo y escondiéndolo debajo de su colchoneta. Tarde, de noche, cuando los únicos ruidos eran ronquidos, tos y los lúgubres quejidos del ferrocarril de Santa Fe que retumbaban en la ciudad a oscuras, afilaba el alambre contra el suelo de cemento de la celda, y mientras trabajaba trazaba sus planes.

El primer invierno después de terminar el bachillerato. Hickock había recorrido Kansas y Colorado haciendo autostop.

—Era cuando iba buscando empleo. Bueno, pues una vez en un camión el conductor y yo empezamos a discutir por nada en especial, pero la emprendió a porrazos conmigo. Me plantó en la carretera. Allá en lo más alto de las Rocallosas. Caía aguanieve, y anduve muchos kilómetros con la nariz sangrado como quince puercos. Entonces llegué a un grupo de cabañas en una vertiente boscosa. Cabañas de verano, todas cerradas y vacías en aquella época. Y me metí en una. Había leña y latas de conserva y hasta algo de whisky. Me quedé allí una semana y fue una de las veces que mejor lo pasé en toda mi vida. A pesar de que me dolía la nariz y tenía los ojos verdes y amarillos. Y cuando terminó de nevar, salió el sol. Nunca he visto cielo igual. Como en México. Si en México hubiera clima frío. Registré las demás cabañas y encontré jamón, una radio y un rifle. Fue estupendo. Todo el día por allá con el rifle. Dándome el sol en la cara. ¡Chico, qué bien lo pasé! Me sentía como Tarzán. Por las noches, envuelto en una manta junto al fuego, me hartaba de alubias con jamón frito, y me dormía oyendo música en la radio. Nadie se acercó por allí. Apuesto a que hubiera podido quedarme hasta la primavera.

Si la fuga tenía éxito, eso es lo que Dick pensaba hacer: dirigirse a las montañas de Colorado y buscar una cabaña donde esconderse hasta la primavera (solo, claro; el futuro de Perry le tenía sin cuidado). La perspectiva de un intermedio tan idílico aumentaba el inspirado fervor con que afilaba su alambre, limándolo hasta conseguir la flexibilidad y finura de un estilete.

Jueves, 10 de marzo. El sheriff hizo una inspección. Revisó todas las celdas y encontró un alambre afilado debajo de la colchoneta de Dick. Quisiera saber qué se proponía (sonrisa).

Y no es que Perry lo considerase cosa de risa porque Dick, en posesión de un arma eficaz, podría haber desempeñado un papel decisivo en los planes que él mismo trazaba. Con el paso del tiempo se había familiarizado con la vida de la plaza del Palacio de Justicia, con sus parroquianos y sus costumbres. Los gatos, por ejemplo: aquellos dos escuálidos gatos grises que aparecían siempre al anochecer y rondaban la plaza, parándose a inspeccionar los coches aparcados en su periferia, conducta que lo tuvo intrigado hasta que la señora Meier le explicó que los gastos buscaban los pájaros muertos que habían quedado enganchados en la rejilla de los radiadores de los coches. A partir de entonces le resultó doloroso contemplar sus maniobras.

—Porque he pasado la vida haciendo lo que ellos hacen. El equivalente.

Había un hombre al que Perry observaba con particular interés, un caballero robusto, erguido, con el pelo que parecía un casquete plata y gris; la cara llena, de mandíbula firme, tenía en reposo una expresión algo malhumorada, con las comisuras de la boca hacia abajo, los ojos bajos como sumidos en tétricos ensueños, la viva imagen, en fin, de la severidad inexorable. Y sin embargo, aquélla era una impresión en parte inexacta porque de vez en cuando el prisionero lo veía detenerse a hablar con otros hombres, bromear y reír con ellos, y entonces parecía despreocupado, jovial y generoso: «La clase de persona que ve el lado humano de las cosas…» Condición importante porque el hombre era Roland H. Tate, juez del distrito 32, el jurista que iba a presidir el tribunal del estado de Kansas en el juicio contra Smith y Hickock. Tate, como pronto supo Perry, era un nombre antiguo y temido en Kansas occidental. El juez era rico, criaba caballos, poseía muchas tierras y se decía que su mujer era muy hermosa. Había tenido dos hijos pero el menor había muerto, tragedia que afectó mucho a sus padres y les llevó a adoptar un niño comparecido ante el tribunal como abandonado y sin familia.

—Se me antoja que tiene corazón blando —le dijo Perry a la señora Meier una vez—. Puede que nos dé una oportunidad.

Pero no era eso lo que Perry de veras creía; creía lo que le había escrito a Don Cullivan con quien mantenía una correspondencia regular: su crimen era «imperdonable» y estaba plenamente convencido de que «subiría aquellos trece escalones». Sin embargo, no estaba totalmente privado de esperanzas porque también él proyectaba fugarse. Todo dependía de un par de chicos jóvenes que había advertido que le observaban. Uno era pelirrojo, el otro moreno. A veces, cuando se paraban en la plaza bajo el árbol que tocaba la ventana de su celda, le sonreían, le hacían señas o por lo menos eso imaginaba. Nunca le habían dicho nada y siempre, después de un minuto, se alejaban. Pero el preso se había convencido de que los jóvenes, posiblemente impulsados por el deseo de aventuras, querían ayudarle a escapar. Por consiguiente trazó un mapa de la plaza indicando los puntos en que el «coche de la fuga» debía estar estacionado. Al pie del mapa escribió: «Necesito una hoja de sierra n.° 5. Nada más. Pero ¿sabéis a qué os exponéis si os cogen? (Moved la cabeza si es así.) Puede significar mucho tiempo en la cárcel. O que os maten. Y todo por una persona que no conocéis. ¡MEJOR QUE LO PENSÉIS BIEN! ¡En serio! Además, ¿cómo sé que puedo confiar en vosotros? ¿Cómo sé que no es un truco para sacarme de aquí y matarme? ¿Y Hickock qué? Todo plan ha de incluirle a él también».

Perry guardó el documento en su mesa, plegado y pronto para arrojarlo por la ventana la próxima vez que aparecieran los jóvenes. Pero no volvieron a aparecer: nunca más los vio. Con el tiempo llegó a preguntarse si los habría inventado (la sospecha de que quizá fuera «anormal» o acaso «loco» le preocupaba «hasta cuando era pequeño mis hermanas se reían de mí porque me gustaba la luz de la luna, esconderme en las sombras y contemplar la luna»). Fantasmas o no, dejó de pensar en los jóvenes. Otra forma de fuga, el suicidio, los reemplazó en sus meditaciones y a pesar de las precauciones del carcelero (nada de espejo, ni cinturón, ni corbata, ni cordones de zapatos) había hallado la forma de perpetrarlo. Porque su celda estaba también provista de una bombilla en el techo que no se apagaba nunca, pero a diferencia de Hickock, tenía una escoba en la celda y con ella podía desenroscar la bombilla. Una noche, soñó que desenroscaba la bombilla, la rompía y con los cristales se cortaba las muñecas y tobillos.

—Sentí que la respiración y la luz me abandonaban —dijo posteriormente, describiendo sus sensaciones—. Las paredes de la celda se abrieron, el cielo cayó y vi el enorme pájaro amarillo.

A lo largo de toda su vida, niño, pobre y maltratado, adolescente de vida libre y hombre encarcelado, el pájaro amarillo, enorme y con cabeza de papagayo, había aparecido en los sueños de Perry, como ángel vengador que agredía a sus enemigos o, como ahora, lo socorría en momentos de peligro mortal.

—Me levantó, como si no pesara más que un ratón, y empezamos a subir y a subir. Yo veía la plaza, allá abajo, llena de hombres que corrían, aullaban, el sheriff disparaba contra nosotros, todos furiosos porque yo estaba en libertad, y volaba y estaba por encima de todos ellos juntos.

La apertura del proceso estaba fijada para el 22 de marzo de 1960. En las semanas que precedieron a esa fecha, los abogados defensores consultaron a menudo a los acusados. Se discutió la conveniencia de pedir un cambio de jurisdicción, pero como el anciano señor Fleming advirtió a su cliente:

—Cualquier lugar de Kansas será lo mismo. Los sentimientos son los mismos en todo el estado. Probablemente las circunstancias son más favorables en Garden City. Es una comunidad religiosa. Once mil habitantes, y veintidós iglesias. Y la mayor parte de ministros del culto se oponen a la pena capital, diciendo que es inmoral, poco cristiana. Hasta el reverendo Cowan, el ministro de los Clutter y gran amigo de la familia, ha venido atacando la pena de muerte en sus prédicas en este caso particular. Recuerde que sólo podemos intentar salvar sus vidas. Tenemos las mismas probabilidades aquí que en cualquier otra parte.

Poco después de que Hickock y Smith fueran oficialmente acusados, sus abogados comparecieron ante el juez Tate para solicitar un examen psiquiátrico de los acusados. Concretamente, se solicitó del tribunal que permitiera que el hospital de Larned, Kansas, institución para enfermos mentales con las máximas garantías de seguridad, tomara en custodia a los prisioneros con el propósito de determinar si uno de ellos o ambos eran «locos, imbéciles o idiotas, incapaces de comprender su posición y colaborar en su propia defensa».

Larned está a ciento cincuenta kilómetros de Garden City. El abogado de Hickock, Harrison Smith, informó al tribunal que el día anterior había ido al hospital y se había entrevistado con varios miembros del personal.

—No contamos con psiquiatras calificados en nuestra población. De hecho, Larned es el único lugar en un radio de trescientos kilómetros donde hay especialistas, médicos que pueden emitir a conciencia diagnósticos psiquiátricos. Eso lleva tiempo. De cuatro a ocho semanas. Pero los médicos con quienes hablé me dijeron que estaban dispuestos a empezar inmediatamente. Y desde luego, siendo una institución estatal, no le costará un céntimo a nadie.

El asesor especial del fiscal, Logan Creen, se oponía al proyecto. Convencido de que «locura temporal» era la defensa que sus antagonistas pensaban esgrimir y sostener en el proceso en puertas, temía que el resultado final de la propuesta sería, como había pronosticado en una conversación privada, la comparecencia en el banco de los testigos de una «cuadrilla de loqueros» llenos de comprensión para con los acusados («Esos individuos siempre están vertiendo lágrimas por los asesinos; y nunca recuerdan a las víctimas»). Bajo, combativo, nacido en Kentucky, Creen empezó por recordar al tribunal que la ley de Kansas, en lo que concierne a incapacidad mental, se adhiere a la ley de M’Naghten, antigua ley británica según la cual si el acusado conocía la naturaleza de su acto y sabía que obraba mal, es mentalmente competente y responsable de sus actos. Y además, decía Creen, en las leyes de Kansas nada indica que los médicos elegidos para determinar la condición mental del acusado deban poseer ninguna calificación especial.

—Sólo simples médicos. Médico de medicina general. Eso es todo lo que la ley requiere. Cada año tenemos vistas en este tribunal de pruebas de incapacidad mental con el propósito de internar a determinados individuos en esa institución. Pero nunca llamamos a nadie de Larned o de ninguna otra institución psiquiátrica por el estilo. Nuestros médicos locales se ocupan de la cuestión. No es tan difícil averiguar si un hombre está loco, o es imbécil o idiota… Es absolutamente innecesario, una pérdida de tiempo, enviar a los acusados a Larned.

En su refutación, el abogado defensor Smith sugirió que el caso presente era «mucho más grave que una simple comprobación de estado mental como los que tienen lugar en una causa civil».

—Hay dos vidas en juego. Sea cual fuere su crimen, esos hombres tienen derecho a un examen llevado a cabo por especialistas con experiencia. La psiquiatría —añadió dirigiéndose directamente al juez— ha madurado rápidamente en los últimos veinte años. Los tribunales federales empiezan a actuar ya de acuerdo con esta ciencia cuando se trata de individuos acusados de delitos criminales. A mí me parece que tenemos una maravillosa oportunidad de utilizar los nuevos conceptos en este campo.

Fue una oportunidad que el juez prefirió rechazar porque, como observó una vez un colega suyo:

—Tate es lo que se podría llamar un jurista de texto, no hace nunca experimentos, se atiene rigurosamente a la letra de la ley.

Pero el mismo crítico dijo también:

—Si yo fuera inocente, es él el primer hombre que quisiera tener en el tribunal, pero si fuera culpable, el último.

El juez Tate no denegó totalmente la petición, sino que se limitó a hacer lo que la ley decía, nombrando una comisión de tres médicos de Garden City y pidiéndoles que dictaminaran sobre la capacidad mental de los presos. (A su debido tiempo el trío de médicos entrevistó a los acusados y tras una hora de sondearlos en amable charla, declaró que ninguno de los dos padecía de trastorno mental alguno. Cuando le comunicaron el diagnóstico a Perry, dijo: «¿Y cómo lo saben? Querían divertirse. Enterarse de todos los detalles morbosos por boca de los asesinos. ¡Oh, les brillaban los ojos!» El abogado de Hickock estaba furioso. Fue otra vez al hospital de Larned donde pidió los servicios gratuitos de un psiquiatra que quisiera desplazarse a Garden City para entrevistarse con los acusados. El psiquiatra que se ofreció voluntariamente, doctor W. Mitchell Jones, era extraordinariamente competente; no tenía aún treinta años pero era especialista en psicología criminal y en locos criminales y había trabajado y estudiado en Europa y Estados Unidos. Accedió a examinar a Hickock y Smith y si su diagnóstico lo justificaba, a actuar de testigo en su descargo.)

La mañana del 14 de marzo, los abogados de la defensa se presentaron de nuevo ante el juez Tate, en esta ocasión para pedir que se retrasara el proceso, para el que sólo faltaban ocho días. Daban dos razones, la primera que «un testigo muy importante», el padre de Hickock, se hallaba demasiado enfermo para comparecer. La segunda era más sutil. Durante la semana anterior, en los escaparates de las tiendas, en bancos, restaurantes, en la estación de la ciudad había aparecido un cartel en grandes caracteres que decía: Subasta de la hacienda Clutter —21 marzo 1960— en la granja Clutter.

—Ahora —dijo Harrison Smith dirigiéndose al tribunal— comprendo que es casi imposible demostrar que hay prejuicio. Pero esta venta, la subasta de la hacienda de la víctima, se celebrará dentro de una semana, en otras palabras, el día antes de empezar el juicio. No estoy en condiciones de afirmar en qué grado perjudicará a los acusados. Pero esos carteles, unidos a los anuncios de los periódicos y de la radio, serán un constante recordatorio para todos los ciudadanos de la población, entre los cuales han sido convocados ciento cincuenta como posibles jurados.

El juez Tate no se dejó impresionar. Denegó la petición sin comentarios.

A principio de aquel año, el vecino japonés de Clutter, Hideo Ashida, había vendido en subasta su equipo agrícola y se había trasladado a Nebraska. La subasta de los Ashida, que se consideró un éxito, atrajo un centenar escaso de compradores. Más de cinco mil personas asistieron a la subasta de Clutter. Los ciudadanos de Holcomb se habían preparado para recibir a una concurrencia sin precedentes (el Círculo de Señoras de la Iglesia de Holcomb había convertido uno de los graneros de Clutter en una cafetería, provista de doscientos pasteles caseros, ciento veinte kilos de carne para hamburguesas y treinta kilos de jamón en lonchas), pero nadie contaba con que ésa fuera la subasta más concurrida de toda la historia de Kansas occidental. En Holcomb convergieron coches procedentes de la mitad de los condados del estado y de Oklahoma, Colorado, Texas y Nebraska.

Llegaron, uno tras otro, por la avenida que conduce a la finca de River Valley.

Era la primera vez que se permitía al público visitar la finca de los Clutter desde el descubrimiento de los asesinatos, circunstancia que explicaba la presencia de un tercio de la inmensa aglomeración, la de quienes habían ido por curiosidad. Desde luego, el tiempo contribuyó a tal afluencia porque, a mediados de marzo, la nieve alta del invierno se ha disuelto y la tierra blanda del deshielo aflora en acres y acres de barro hasta el tobillo. No hay mucho que pueda hacer el granjero hasta que el terreno se endurece.

—¡Está la tierra tan blanda y mojada! —dijo la mujer de Bill Ramsey, un granjero—. No hay modo de trabajar. Así, que pensamos que podíamos venir a la subasta.

El día era espléndido de verdad. De primavera. A pesar del fango, el sol, durante tanto tiempo velado por la nieve y las nubes, parecía un objeto recién hecho y los árboles —el huerto de los Clutter de perales, manzanos, así como los olmos que sombreaban la avenida— aparecían ligeramente cubiertos de una capa de verde virginal. El hermoso césped que bordeaba la casa de los Clutter estaba también reverdecido, y los invasores que lo pisaban, mujeres ansiosas de ver más de cerca la casa deshabitada, lo atravesaban furtivamente para espiar por las ventanas, entre temiendo y deseando descubrir en la oscuridad, más allá de las bonitas cortinas floreadas, macabras apariciones.

A gritos, el subastador ponderaba la mercancía: tractores, camiones, carretillas, kilos de clavos, acotillos, maderas, cubos para la leche, hierros de marcar ganado, caballos, herraduras, todo cuanto se necesita para llevar una hacienda, desde cuerda y arreos hasta desinfectante para ovejas y baños de estaño. La perspectiva de comprar toda esa mercancía a precios de regalo había atraído a la mayoría de aquellas personas. Pero las manos de los postores se levantaban tímidamente, manos enrojecidas por el trabajo, que no deseaban desprenderse de dinero duramente ganado. Sin embargo, nada quedó por vender: hubo hasta quien compró un manojo de llaves oxidadas y un joven cow-boy que lucía botas amarillo claro compró el vagón coyote de Kenyon Clutter, el estropeado vehículo que el muchacho muerto había usado para asustar coyotes, persiguiéndolos en las noches de luna.

Los ayudantes, los hombres que acarreaban los objetos más pequeños hasta el estrado del subastador para volver a llevárselos después, eran Paul Helm, Vic Irsik y Alfred Stoecklein, los tres viejos y todavía fieles empleados del difunto Herbert W. Clutter. Asistir a la venta de sus posesiones era su último servicio porque ése era su último día en la granja River Valley. La propiedad había sido arrendada a un hacendado de Oklahoma y a partir de entonces allí iban a vivir y trabajar gentes desconocidas. A medida que la subasta avanzaba, los bienes terrenales de Clutter desaparecían poco a poco. Paul Helm, recordando el entierro de la familia asesinada, dijo:

—Es como un segundo funeral.

Lo último en desaparecer fue el contenido del corral, en su mayoría caballos, incluida la yegua de Nancy, la enorme y gorda Babe, cuyos mejores años habían pasado ya. Acababa la tarde, la escuela había terminado y varios compañeros de Nancy se hallaban entre los espectadores, cuando comenzaron las ofertas por la yegua. Susan Kidwell estaba allí. Sue, que había adoptado otro de los favoritos de Nancy, un gato, hubiera querido poder dar un hogar a Babe, porque quería a aquella vieja yegua y sabía lo mucho que Nancy la había querido. Las dos habían montado juntas muy frecuentemente en el ancho lomo de Babe y trotado a campo traviesa por los trigales en las calurosas tardes de verano, bajando al río, haciendo que la yegua anduviera por el río contra corriente hasta que una vez, como contaba Sue, «las tres nos quedamos fresquitas como peces». Pero Sue no tenía sitio para su caballo.

—Oí cincuenta… sesenta y cinco… setenta…

El remate se demoraba. Nadie parecía querer realmente a la yegua y el hombre que por fin se la quedó, un granjero menonita que dijo que la pondría en el arado, pagó por ella setenta y cinco dólares. Cuando la sacaban del corral, Sue Kidwell corrió y levantó la mano como para decirle adiós pero tuvo que llevársela a la boca.

El Telegram de Garden City, en la víspera de la apertura del proceso, publicó el siguiente editorial: «Algunos pensarán que los ojos de la nación entera estarán fijos en Garden City durante este sensacional proceso. Pero no es así. Sólo a ciento cincuenta kilómetros más al oeste, en Colorado, pocas personas saben del caso algo más que ciertos miembros de una destacada familia fueron asesinados. Triste comentario a la situación del crimen en nuestra nación. Desde que los cuatro miembros de la familia Clutter fueron asesinados el otoño pasado, varios casos de asesinato múltiple han ocurrido en distintas partes del país. En los pocos días que han precedido a este proceso, por lo menos tres casos de asesinato en masa han usufructuado los titulares. Como resultado, este crimen y proceso no es más que uno de tantos casos que la gente leyó en el periódico y ha olvidado ya…”

Aunque los ojos de la nación no estuvieran puestos en ellos, los principales participantes en el acontecimiento, desde el archivero del tribunal hasta el juez, estaban pendientes de su propio comportamiento y aspecto la mañana de la primera convocatoria. Los cuatro abogados lucían trajes nuevos, y los nuevos zapatos de los enormes pies del fiscal del distrito crujían y gemían a cada paso. Hickock iba también pulcramente vestido con ropas proporcionadas por sus padres: pantalones ajustados de sarga azul, camisa blanca, angosta corbata azul marino. Sólo Perry Smith, que no tenía ni corbata ni chaqueta, parecía fuera de lugar. Con una camisa de cuello abierto (prestada por la señora Meier) y tejanos con el bajo arrollado, su aspecto era tan desolado y absurdo como el de una gaviota en un trigal.

La sala de la audiencia, una estancia sin pretensiones situada en el tercer piso del Palacio de Justicia del condado de Finney, tiene deslucidas paredes blancas y muebles barnizados de oscuro. Los bancos para el público dan cabida a unas ciento sesenta personas. El jueves 22 de marzo por la mañana, los bancos estaban ocupados exclusivamente por los residentes masculinos del condado de Finney convocados con vistas a la selección del futuro jurado. No muchos de los ciudadanos convocados parecían ansiosos por participar (un jurado en potencia, hablando con otro le dijo: «No podrán usarme. No oigo muy bien». A lo que su amigo, tras una corta reflexión contestó: «Ahora que pienso, yo tampoco oigo bien».), y se pensaba generalmente que la elección de los jurados llevaría varios días. Pero el procedimiento se completó en sólo cuatro horas y además el jurado, incluyendo dos elementos de reserva, fue elegido entre los primeros cuarenta y cuatro candidatos. Siete fueron rechazados por la defensa y tres fueron excusados a requerimiento del fiscal. Otros veinte fueron descartados, bien porque se oponían a la pena capital, bien porque admitieron que tenían ya formada una firme opinión respecto a la culpabilidad de los acusados.

Los catorce hombres finalmente elegidos consistían en media docena de agricultores, un farmacéutico, un director de centros de arboricultura, un empleado del aeropuerto, un perforador de pozos, dos viajantes, un mecánico y el gerente de la Bolera Ray. Todos estaban casados (varios tenían más de cinco hijos) y pertenecían activamente a una u otra de las iglesias locales. Durante el voir dire, cuatro de ellos dijeron al tribunal que habían conocido personalmente, aunque no a fondo, a Clutter. Pero a continuación declararon que no creían que esa circunstancia pudiera disminuir su capacidad de dar un veredicto imparcial. El empleado del aeropuerto, hombre de mediana edad, llamado N. L. Dunnan, dijo, cuando le preguntaron qué opinaba de la pena capital: «En general estoy en contra. Pero en este caso, no». Declaración que fue vista por algunos como claramente indicadora de prejuicio. Sin embargo, Dunnan fue aceptado como jurado.

Los acusados eran espectadores poco atentos del procedimiento de voir dire. El día anterior, el doctor Jones, el psiquiatra que voluntariamente les había examinado, estuvo hablando con cada uno de ellos por separado durante unas dos horas. Al terminar las entrevistas les sugirió que escribieron para él una declaración autobiográfica y la redacción de esa declaración era lo que tan ocupados tenía a los acusados durante las horas que se emplearon para seleccionar el jurado. Sentados en extremos opuestos de la mesa de sus abogados defensores, Hickock escribía con una pluma, Smith con un lápiz.

Smith escribió:

Yo, Perry Edward Smith, nací el 27 de octubre de 1928 en Huntington, Elko County, Nevada, que está situado allá donde Cristo dio las tres voces, por así decirlo. Recuerdo que en 1929 nuestra familia se había aventurado a instalarse en Juneau, Alaska. Mi familia constaba de mi hermano, Tex hijo (luego se cambió el nombre por James por lo ridículo del nombre de Tex y también creo que en sus primeros años odiaba a mi padre, obra de mi madre). Mi hermana Fern (que también cambió su nombre por Joy). Mi hermana Bárbara. Y yo… En Juneau mi padre fabricaba alcohol ilegalmente. Creo que fue por entonces cuando mi madre empezó a beber. Papá y mamá empezaron a tener peleas. Recuerdo que mi madre había «recibido» a unos marineros mientras mi padre estaba fuera de casa. Cuando llegó, se armó la gorda y mi padre, después de una violenta lucha, echó a los marineros y luego le dio una paliza a mi madre. Yo estaba muerto de miedo, la verdad es que todos los chicos estábamos aterrados. Llorábamos. Yo tenía miedo porque pensaba que mi padre iba a pegarme y también porque pegaba a mi madre. Yo no comprendía por qué le estaba pegando pero pensé que debía de haber hecho algo terrible… Lo que recuerdo vagamente después de eso es que vivimos en Fort Bragg, California. A mi hermano le habían regalado una escopeta de aire comprimido. Mató un colibrí y después se arrepintió. Le dije que me dejara disparar. Me apartó diciéndome que era demasiado pequeño. Me dio tanta rabia que me puse a llorar. Cuando dejé de llorar, estaba otra vez rabioso y por la tarde, la agarré y apuntando a la oreja de mi hermano grité: ¡Bang! Mi padre (o mi madre) me pegó y me hizo pedirle perdón. Mi hermano solía disparar contra el gran caballo blanco de un vecino que pasaba cerca de casa siempre que iba a la ciudad. El vecino nos cogió a mi hermano y a mí, escondidos entre los matojos, y nos llevó a nuestro padre que nos dio una paliza soberana y a mi hermano le quitaron la escopeta. ¡Qué contento me puse de que se la quitaran!… Eso es casi lo único que recuerdo de cuando vivíamos en Fort Bragg. (¡Oh! Nosotros los chicos saltábamos desde el henil, con un paraguas abierto, sobre un montón de heno que había en el suelo)… Mi recuerdo siguiente es de varios años después, cuando vivíamos en ¿California, Nevada? Recuerdo un odioso episodio entre mi madre y un negro. En verano, nosotros los niños dormíamos en la galería. Una de nuestras camas estaba justo debajo de la habitación de mis padres. Cada uno de nosotros había mirado por la cortina entreabierta y había visto lo que estaba pasando. Papá había contratado a un negro (Sam) para que trabajara en la granja, haciendo un poco de todo mientras él trabajaba en otra parte, en la carretera. Por la noche llegaba tarde, en su viejo camión. Yo no recuerdo cómo se desencadenaron los acontecimientos pero supongo que papá sabría o sospecharía lo que pasaba. Terminó con que papá y mamá se separaron, y mamá nos llevó a los chicos a San Francisco. Se escapó con el camión de papá y todos los recuerdos que él había traído de Alaska. Creo que eso fue por 1935… En San Francisco siempre estaba metido en líos. Iba con una pandilla en la que todos eran mayores que yo. Mi madre estaba siempre borracha, nunca en condiciones de proporcionarnos las cosas y cuidados que necesitábamos. Yo era tan libre y salvaje como un coyote. No había reglas ni disciplina, ni nadie que me enseñara a distinguir el bien del mal. Iba y venía a mi antojo, hasta la primera vez que me metí en un lío. Fui de un correccional a otro muchas veces por escaparme de casa y robar. Recuerdo uno. Tenía los riñones flojos y mojaba la cama todas las noches. Me humillaba mucho pero no podía controlarme. La gobernanta me pegaba muy fuerte, me insultaba y se burlaba de mí delante de los demás chicos. Venía a todas horas durante la noche para ver si había mojado la cama. Me destapaba y me pegaba furiosa con un gran cinturón de cuero negro, me agarraba del pelo para sacarme de la cama, me llevaba arrastrado hasta el cuarto de baño, me metía en la bañera, abría el grifo del agua fría y me ordenaba que me lavara, yo y las sábanas. Cada noche era una pesadilla. Luego le pareció muy divertido ponerme una pomada en el pene. Era casi insoportable. Quemaba como fuego. Más tarde la despidieron del empleo. Pero eso no me hizo cambiar de idea, acerca de lo que me hubiera gustado hacerle a ella y a toda la gente que se burlaba de mí.

Entonces, como el doctor Jones le había dicho que tenía que entregar la declaración aquella misma tarde, Smith pasó a la primera adolescencia y a los años que había pasado con su padre, recorriendo el Oeste y el Lejano Oeste buscando oro, atrapando animales, haciendo trabajos ocasionales.

Yo quería a mi padre pero había veces en que cariño y afecto goteaban de mi corazón como agua sucia. Siempre que se desentendía de mis problemas. Cuando se negaba a darme un poco de consideración, de voz, de responsabilidad. Tuve que alejarme de él. Cuando tenía dieciséis años, me alisté en la Marina Mercante. En 1948 entré en filas, el oficial de reclutamiento me dio una oportunidad y me puso más nota en mi examen. Entonces empecé a darme cuenta de la importancia de la educación. Eso sólo aumentó el odio y resentimiento que sentía por los demás. Empecé a meterme en jaleos. Arrojé a un policía japonés desde un puente, al agua. Me sometieron a consejo de guerra por arrasar un café japonés. Me volvieron a hacer consejo de guerra en Kyoto, Japón, por haber robado un taxi japonés. Pasé en el ejército cuatro años. Tuve varios arranques de cólera por entonces, mientras servía en Japón y en Corea. Estuve quince meses en Corea, fui relevado y enviado a los Estados Unidos. Se me concedió una mención especial por ser el primer veterano de Corea que regresaba al territorio de Alaska. Grandes artículos, todas esas cosas… Terminé el servicio militar en Fort Lewis, Washington.

El lápiz de Smith volaba casi indescifrable a medida que avanzaba hacia un pasado más reciente: el accidente de moto que le había dejado lisiado, el allanamiento de morada de Phillipsburg, Kansas, que le había proporcionado su primera condena.

… Me sentenciaron de cinco a diez años por hurto mayor, allanamiento de morada y fuga de la cárcel… Me pareció muy injusto. En la cárcel me volví un amargado. Cuando me soltaron tenía que haberme ido con mi padre a Alaska; no lo hice. Trabajé un tiempo en Nevada e Idaho, pasé a Las Vegas y continué hasta Kansas donde me metí en la situación en que ahora me hallo. No tengo tiempo de escribir más.

Firmó con su nombre y añadió una posdata:

Me gustaría volver a hablar con usted. Hay muchas cosas que no le dije y que podrían interesarle. He experimentado siempre una emoción profunda al encontrar personas con un fin en la vida y fuerza de voluntad para realizarlo. Estando con usted, sentí eso.

Hickock no escribía con la intensidad de su compañero. Con frecuencia se detenía para escuchar el interrogatorio de los candidatos a jurado o contemplar los rostros que tenía a su alrededor, especialmente y con evidente desagrado, la cara de Duane West, el fiscal que tenía su edad, veintiocho años.

Pero su declaración, escrita con una estilizada caligrafía que recordaba la lluvia inclinada, estuvo lista antes de que el tribunal suspendiera la vista hasta el día siguiente.

Intentaré contar todo lo que pueda de mi vida aunque los primeros años, hasta que cumplí los diez, los tengo muy oscuros. En el colegio fui como todos los chicos. Tuve mi parte de peleas, de chicas y todas las cosas propias de la edad. Mi vida familiar fue también normal, pero como ya le conté no me dejaban casi salir de mi casa ni siquiera para ir a jugar con mis compañeros. Mi padre fue siempre muy riguroso con nosotros, los hijos (yo y mi hermano), en ese aspecto. También tenía que ayudarlo mucho en la casa… Sólo recuerdo una vez que mi padre y mi madre tuvieron una discusión seria. Por qué era, no lo sé… Un día mi padre me compró una bicicleta y creo que no habría en el pueblo otro chaval más orgulloso que yo. Era una bici de chica y él me la convirtió en una de chico. La pintó toda y parecía nueva. De pequeño tenía montones de juguetes, muchos considerando la situación económica de mis padres. Fuimos siempre eso que se llama medio pobres. Nunca nos arruinamos del todo, pero varias veces estuvimos a punto. Mi padre trabajaba mucho y hacía cuanto podía para que en casa no faltara nada. Mi madre también trabajaba sin descanso: la casa estaba siempre impecable y nosotros teníamos toda la ropa limpia. Recuerdo que mi padre usaba una de esas gorras planas pasadas de moda y me obligaba a usar una y a mí no me gustaban… En bachillerato iba estupendamente bien: los dos primeros años tuve buenas notas. Pero luego empecé a bajar un poco. Me eché una novia. Era una buena chica y nunca intenté meterle mano, sólo besarla. Fue algo muy limpio… Yo tomaba parte en todos los deportes y tuve nueve premios: basket, rugby, atletismo y baseball. El último año fue el mejor. No tenía chica fija, prefería no limitarme. Fue entonces cuando por primera vez tuve relaciones con una chica. Claro que a los demás chicos les decía que había tenido mujeres a montones… Dos universidades me ofrecieron matrícula gratis con tal de que jugara en sus equipos, pero no llegué nunca a la universidad. Cuando terminé la segunda enseñanza, entré a trabajar en los ferrocarriles de Santa Fe y trabajé hasta que llegó el invierno y me despidieron. En la primavera siguiente encontré empleo en la Roark Motor Company. Hacía cuatro meses que trabajaba allí cuando sufrí un accidente conduciendo un coche de la compañía. Pasé varios días en el hospital con heridas graves en la cabeza. En aquellas condiciones no pude encontrar otro empleo, así que estuve en paro casi todo el invierno. Mientras tanto había conocido a una chica y me había enamorado. Su padre era un predicador baptista y no quería que saliera con ella. En julio nos casamos. Su padre estaba furioso hasta que supo que estaba encinta. Pero a pesar de todo nunca me deseó buena suerte, ni nada y eso siempre me pesó. Después que nos casamos, trabajé en una estación de servicio cerca de Kansas City. Trabajaba de las ocho de la noche a las ocho de la mañana. A veces mi mujer se quedaba toda la noche conmigo; temía que no lograra estar toda la noche despierto, así que venía a ayudarme. Luego me hicieron una oferta para trabajar en la Perry Pontiac que acepté de mil amores. Era un empleo muy satisfactorio aunque no ganaba mucho, sólo 75 dólares a la semana. Me llevaba muy bien con los demás y mi jefe me tenía simpatía. Allí trabajé cinco años… Mientras trabajaba allí empecé con una de las cosas más bajas que he hecho en mi vida.

Aquí Hickock revelaba sus tendencias homosexuales, y tras describir algunas de sus experiencias como muestra, seguía:

Sé que está mal. Pero en esa época nunca pensé, ni por un momento, si estaba bien o mal. Lo mismo que con el robo. Parece ser un impulso. Algo que no le dije con respecto al caso Clutter es esto: antes de entrar en aquella casa, sabía que habría una chica allí. Creo que la principal razón de que fuera allí no fue el robo, quería violar a la chica. Porque había pensado mucho en ello. Por eso quise no echarme atrás después de haber entrado. Incluso cuando vi que allí no había caja de caudales. Le hice algunos avances a la chica Clutter. Pero Perry no me lo permitió. Espero que nadie más que usted se entere de eso porque no se lo he dicho ni a mi abogado. Hay más cosas que debería decirle pero tengo miedo de que mi familia se entere. Porque me avergüenzo más de ellas (de esas cosas) que de ser ahorcado… Muchas veces me encuentro mal. Creo que es por el accidente que tuve. Desvanecimientos y a veces hemorragias por la nariz y el oído izquierdo. Tuve una en casa de unos conocidos que se llaman Crist, que son vecinos de mis padres. No hace mucho, me salió un pedacito de cristal de la cabeza. Me salió por la punta de un ojo. Mi padre me ayudó a sacármelo… Imagino que debo contarle lo que me llevó a divorciarme y por qué estuve en la cárcel. Todo comenzó a principios de 1957. Mi mujer y yo vivíamos en un piso en Kansas City. Yo había dejado mi empleo en la compañía de automóviles y puse un garaje por mi cuenta. Alquilé el garaje a una mujer que tenía una nuera que se llamaba Margaret. La conocí un día mientras trabajaba y fuimos a tomar un café juntos. Su marido estaba en Infantería de Marina. Para no alargarlo más, pues empezamos a salir juntos. Mi mujer pidió el divorcio. Yo empecé a pensar que en realidad nunca había querido a mi mujer. Porque si la hubiera querido no habría hecho todo lo que hice. Así que no me opuse al divorcio. Empecé a beber y estuve borracho por lo menos un mes. Descuidé el negocio, empecé a firmar cheques sin fondos y al final me convertí en un ladrón. Por esto último me enviaron a la penitenciaría… Mi abogado me ha dicho que debo ser sincero con usted porque quizás pueda ayudarme. Y necesito ayuda, como usted ya sabe.

Al día siguiente, miércoles, iba a tener lugar la apertura del proceso propiamente dicho. Era también la primera vez que se admitían espectadores en la sala, local demasiado pequeño para dar cabida a más que un modesto porcentaje de las personas que esperaban a la puerta. Los mejores sitios habían sido reservados para veinte miembros de la prensa y personas especiales como los padres de Hickock y Donald Cullivan (quien, a instancias del abogado de Perry, había venido desde Massachusetts para presentarse como testigo de la defensa a favor de su antiguo compañero de armas). Había corrido el rumor de que las dos hijas supervivientes de Clutter estarían presentes. No lo estuvieron ni asistieron a ninguna de las sesiones posteriores. La familia estuvo representada por el hermano menor de Clutter, Arthur, que hizo ciento cincuenta kilómetros para estar allí. Dijo a los periodistas: «Sólo quiero mirarlos bien (a Smith y a Hickock). Quiero ver qué clase de bestias son. Si me dejara llevar por lo que siento, los despedazaría». Se sentó detrás de los acusados y se quedó mirándolos fijamente, con persistencia, como si proyectara dibujarlos de memoria. Al cabo de un rato, y fue como si Arthur Clutter lo hubiera hipnotizado, Perry Smith se volvió, lo miró y reconoció un rostro muy parecido al del hombre que había asesinado: los mismos ojos mansos, labios delgados, firme mentón. Perry, que mascaba chicle, dejó de mascar; bajó los ojos y transcurrió un minuto y luego, lentamente, sus mandíbulas volvieron a ponerse en movimiento. A excepción de aquel momento, tanto Smith como Hickock adoptaron durante la audiencia una actitud a la vez indiferente y falta de interés: mascaban chicle y golpeaban con los pies el suelo, con lánguida impaciencia, mientras el estrado convocaba a sus primeros testigos.

Nancy Ewalt. Y después de Nancy, Susan Kidwell. Las jóvenes describieron lo que vieron al entrar en casa de los Clutter aquel domingo 15 de noviembre: las habitaciones en silencio, un monedero vacío en el suelo de la cocina, la luz del sol en una alcoba y su compañera de colegio, Nancy Clutter, en un charco de su propia sangre. La defensa renunció al contrainterrogatorio, política que siguió también con los tres siguientes testigos (el padre de Nancy Ewalt, Clarence, el sheriff Earl Robinson y el forense del distrito, doctor Robert Fenton) cada uno de los cuales relató los acontecimientos de aquella soleada mañana de noviembre: el descubrimiento de las cuatro víctimas, la descripción de su aspecto y, por parte del doctor Fenton, el diagnóstico clínico: «Gravísimos traumas en el cerebro y en la estructura vital craneana causados por arma de fuego.”

A continuación prestó declaración Richard G. Rohleder.

Rohleder es el investigador jefe del Departamento de Policía de Garden City. Su hobby es la fotografía y es un buen fotógrafo. Fue Rohleder quien tomó las fotografías que, una vez reveladas, descubrieron las pisadas polvorientas de Hickock en el sótano de los Clutter, huellas que la cámara pudo registrar y no el ojo humano. Y fue él quien fotografió los cadáveres, aquellas imágenes macabras sobre las que Alvin Dewey tanto había meditado mientras los asesinatos seguían sin resolverse. El objetivo del testimonio de Rohleder era dejar sentado que había sido él quien tomó las fotografías que el fiscal iba a presentar como prueba. Pero el defensor de Hickock objetó:

—La única razón para requerir esas fotografías es provocar prejuicio y apasionamiento en la mente de los jurados.

El juez Tate denegó la objeción y dio su venia para que las fotografías fueran admitidas como pruebas, es decir, mostradas a los jurados.

Mientras esto ocurría, el padre de Hickock, dirigiéndose a un periodista que estaba a su lado, comentó:

—¡Vaya un juez! En mi vida he visto hombre peor predispuesto. Es absurdo un proceso con él ahí. ¡Si era uno de los que llevaban el féretro en el funeral!

(En realidad, Tate apenas conocía a las víctimas y no estuvo presente en su funeral.)

Pero la voz del padre de Hickock fue la única que se alzó en la sala profundamente silenciosa. En total había diecisiete fotos y mientras pasaban de mano en mano, las expresiones de los jurados reflejaban el impacto de las imágenes: las mejillas de un hombre se sonrojaron como si le hubieran dado una bofetada y algunos, después de ver la primera, no tuvieron fuerzas para proseguir. Era como si aquellas fotos hubiesen abierto su mente obligándoles al fin a ver efectivamente la real y espantosa tragedia que le había ocurrido a un vecino, a su esposa e hijos. Quedaron atónitos, enfurecidos y algunos de ellos, el farmacéutico, el gerente de la bolera, miraron a los acusados con el mayor de los desprecios.

El anciano señor Hickock, sacudiendo débilmente la cabeza, no dejaba de murmurar:

—Es absurdo. Es absurdo que hagan proceso.

Como último testigo del día, el fiscal había prometido presentar a un «hombre misterioso». Era el hombre que había proporcionado la información que condujo al arresto de los acusados: Floyd Wells, el antiguo compañero de celda de Hickock. Como todavía estaba cumpliendo condena en la Penitenciaría del Estado de Kansas y, por tanto, en peligro de que los demás presos le hicieran objeto de represalias, Wells no había sido identificado públicamente como delator. Y para que pudiera prestar declaración como testigo sin riesgo, fue transferido de la penitenciaría a una pequeña cárcel de un condado vecino. No obstante, Wells al cruzar la sala en dirección al estrado de los testigos, lo hizo de forma furtiva, como si temiera hallarse con un asesino en su camino, y cuando pasó junto a Hickock los labios de Hickock se contrajeron al silbar unas pocas palabras atroces. Wells fingió no darse cuenta, pero como el caballo que ha oído el tintineo de una serpiente de cascabel, se apartó de la venenosa proximidad del hombre traicionado. Subió a la tarima y quedó mirando a la lejanía.

Era un tipo sin barbilla, con aspecto de bracero, que llevaba un traje azul marino muy sobrio, que el estado de Kansas le había comprado para la ocasión. El estado se había preocupado de que su más importante testigo tuviera aspecto respetable y, por consiguiente, digno de crédito.

El testimonio de Wells, perfeccionado por un ensayo antes del proceso, fue tan pulcro como su aspecto. Alentado por los avances comprensivos de Logan Creen, el testigo reconoció que en un tiempo, durante un año aproximadamente, había trabajado como peón en la finca River Valley. Siguió diciendo que unos diez años después, cumpliendo condena por robo, se había hecho amigo de otro ladrón, Richard Hickock, y que le había descrito la hacienda Clutter.

—Vamos —le preguntó Green—, en sus conversaciones con el señor Hickock, ¿qué dijeron del señor Clutter?

—Bueno hablamos bastante del señor Clutter. Hickock decía que estaba a punto de obtener la libertad bajo palabra y que iría al oeste a buscar trabajo y que quizás iría a ver si el señor Clutter se lo podía dar. Y yo le decía lo rico que era el señor Clutter.

—¿Eso parecía interesar al señor Hickock?

—Bueno, quería saber si el señor Clutter tenía una caja de caudales en casa.

—Señor Wells, ¿creía usted entonces que había una caja fuerte en casa del señor Clutter?

—Bueno, pues hacía tanto tiempo que yo había trabajado allí… Creí que tenía una caja fuerte. Sabía qué había una especie de armario… Todo lo que sé es que él (Hickock) se puso a hablar de robar al señor Clutter.

—¿Le dijo cómo pensaba llevar a cabo el robo?

—Me dijo que si hacía algo así, no dejaría testigos.

—¿Dijo qué pensaba hacer con los testigos?

—Sí. Me dijo que probablemente los ataría y que después de cometer el robo los mataría.

Establecida así la premeditación en primer grado, Green dejó el testigo en manos de la defensa. El anciano señor Fleming, clásico abogado de provincias, mucho más diestro en cuestiones inmobiliarias que criminales, inició el contrainterrogatorio. El objetivo de sus preguntas, como demostró bien pronto, fue introducir un tema que el fiscal había evitado cuidadosamente: la participación de Wells en el proyecto de asesinato y su responsabilidad moral.

—¿No le dijo usted —preguntó Fleming apresurándose a llegar al meollo de la cuestión— nada al señor Hickock para convencerle de que no robara ni matara a la familia Clutter?

—No. Si te dicen allá (en la Penitenciaría del Estado de Kansas) que van a hacer esto o aquello, no le haces el menor caso porque piensas que están hablando por hablar.

—¿Quiere decir que hablaban de eso pero sin que significara nada? ¿No trató usted de convencerle (a Hickock) de que el señor Clutter tenía una caja de caudales? Usted quería que el señor Hickock lo creyera, ¿no es así?

Con toda su flema, Fleming hacía pasar un mal momento al testigo.

Wells se llevó la mano a la corbata, como si de pronto el nudo le apretara demasiado.

—Y además trató de convencerle de que el señor Clutter tenía mucho dinero, ¿no es así?

—Sí, le dije que el señor Clutter tenía un montón de dinero.

Fleming quiso oír otra vez la forma en que Hickock había informado a Wells de sus planes de violencia para con la familia Clutter. Luego, como tratando de contener una íntima pesadumbre, el abogado, pensativo, dijo:

—¿Y ni siquiera después de oír todo eso, trató usted de disuadirlo?

—No creí que fuera a hacerlo.

—Usted no le creyó. Entonces, ¿por qué, cuando supo lo que había sucedido, por qué creyó que él era el culpable?

Wells rebatió con petulancia:

—¡Porque había sucedido exactamente como él había dicho!

Harrison Smith, el más joven de los defensores, entró en funciones. Adoptando una postura agresiva, llena de menosprecio que parecía forzada, pues en realidad era hombre blando e indulgente, le preguntó al testigo si no tenía algún apodo.

—No. Me llaman simplemente «Floyd».

El abogado soltó un bufido:

—¿Ahora no lo llaman «Soplón»? ¿No le conocen por «Acusica»?

—Me llaman sólo «Floyd» —repitió Wells un poco avergonzado.

—¿Cuántas veces ha estado en la cárcel?

—Unas tres veces.

—En alguna ocasión por mentir, ¿no?

Al negarlo, el testigo añadió que una vez fue a la cárcel por conducir sin permiso, que un robo fue el motivo de su segundo encarcelamiento y que el tercero, noventa días en celda de castigo del ejército, había sido el resultado de algo que sucedió cuando era soldado.

—Estábamos de guardia en un tren, nos pusimos un poco alegres y empezamos a disparar contra bombillas y ventanas.

Se produjo una carcajada general. Todos rieron menos los acusados (Hickock escupió en el suelo) y Harrison Smith que preguntó a Wells por qué después de enterarse de la tragedia de Holcomb, había demorado varias semanas en comunicar a las autoridades lo que sabía.

—¿No estaría aguardando —dijo— a que se anunciara algo? ¿Algo así, como una recompensa?

—No.

—¿No oyó hablar de una recompensa?

El abogado se refería a la recompensa de mil dólares ofrecida por el News de Hutchinson, a cualquier información de la que resultara la captura y condena de los asesinos de los Clutter.

—Lo leí en los periódicos.

—Antes de acudir a las autoridades, ¿no es así?

Y cuando el testigo admitió que eso era cierto, Smith, triunfante, prosiguió:

—¿Qué clase de inmunidad le ha ofrecido a usted el fiscal para que se presente aquí hoy a declarar?

Pero Logan Green protestó:

—Nos oponemos a la formulación de la pregunta. Su Señoría. No ha habido promesa de inmunidad alguna.

La objeción fue escuchada y el testigo despedido. Hickock anunció con voz que oyó todo el que tenía orejas:

—Hijo puta. Si alguien merece que lo ahorquen, es él. Hay que ver. Ahora sale, cobra los cuartos y lo sueltan.

La predicción resultó exacta porque no mucho después Wells obtuvo ambas cosas, la libertad y la recompensa. Pero su buena fortuna duró poco. Pronto volvió a las andadas y a lo largo de los años ha pasado por muchas vicisitudes. En la actualidad se halla en la Prisión del Estado de Mississippi de Parchman, condenado a treinta años por robo a mano armada.

El viernes, cuando la vista se aplazó por el fin de semana, el estado había terminado la acusación que incluía la comparecencia de cuatro agentes especiales de la Oficina Federal de Investigación de Washington D. C. Esos hombres técnicos de laboratorio, especializados en diversas ramas de la investigación científica criminal, habían estudiado las pruebas físicas que vinculaban a los acusados con los asesinatos (marcas de sangre, pisadas, cartuchos, cuerda y cinta adhesiva) y cada uno de ellos certificó la validez de las pruebas presentadas en el juicio. Para terminar, los cuatro agentes del KBI dieron cuenta de sus entrevistas con los detenidos y de sus confesiones. En el contrainterrogatorio de los hombres del KBI, los abogados de la defensa, sin otra salida, alegaron que la confesión de culpabilidad había sido obtenida por medios impropios: brutales interrogatorios con focos potentes, en cuartos pequeños como armarios. La alegación, que no era cierta, irritó a los detectives que la negaron con declaraciones muy convincentes. Después, en respuesta a un periodista que le preguntaba por qué había seguido con tanta obstinación aquel absurdo intento, el abogado de Hickock soltó: «¿Qué otra cosa puedo hacer? Diablos, no tengo ninguna carta en la mano. Pero no me voy a quedar ahí como una momia. Tengo que abrir la boca de vez en cuando.”

El más efectivo testigo del fiscal fue Alvin Dewey. Su declaración, el primer relato público de los sucesos narrados en la confesión de Perry Smith, mereció grandes titulares (REVELACIÓN DEL MUDO HORROR DEL DELITO. Recuento de los escalofriantes hechos) y sobrecogió al auditorio; a nadie tanto como a Richard Hickock que, sorprendido y contrariado, prestó atención cuando en el curso de su declaración el agente Dewey dijo:

—Hay un incidente que Smith me contó y que no he mencionado hasta ahora. Después que la familia Clutter hubo sido atada, Hickock le dijo que Nancy Clutter le gustaba mucho y que iba a violarla. Smith dice que le contestó a Hickock que ni soñara en hacer eso. Smith me explicó que despreciaba a la gente que no podía dominar sus impulsos sexuales y que se hubiera pegado con Hickock antes de permitirle que violara a la chica Clutter.

Hasta aquel momento Hickock ignoraba que su cómplice había informado a la policía de aquel propósito suyo y también que, con espíritu más amistoso, Perry había alterado su versión original para declarar que había sido él quien disparara contra las cuatro víctimas, hecho que Dewey reveló solamente al final de su exposición.

—Perry Smith me dijo que quería cambiar dos cosas de su primera confesión. Dijo que todo lo demás era cierto y exacto. Las dos cosas eran que él había matado a la señora Clutter y a Nancy Clutter; él, y no Hickock. Me dijo que Hickock… me dijo que no quería morir dejando que su madre creyera que había matado a alguno de los miembros de la familia Clutter. Y añadió que los Hickock eran buena gente. Entonces, ¿por qué no declararlo así?

Al oír esto, la señora Hickock lloró. Durante todo el proceso había permanecido sentada junto a su marido, silenciosa, retorciendo un pañuelo arrugado. Siempre que podía, miraba a su hijo, le hacía señas con la cabeza, y simulaba una sonrisa que, aunque forzada y débil, atestiguaba su lealtad. Pero el autodominio de la mujer había llegado a sus límites y empezó a llorar. Algunos espectadores la miraron y en seguida apartaron la vista embarazados. Los demás parecían no darse cuenta del lamento que era como un contrapunto al recuento de Dewey. Hasta su esposo, quizá porque le parecía poco masculino darse por aludido, se mantenía ajeno. Al final, una periodista, la única presente, sacó de la sala a la señora Hickock y la condujo a la intimidad del tocador de señoras.

Superada la angustia, la señora Hickock expresó su deseo de desahogarse.

—No tengo muchas personas con quienes poder hablar —le dijo a su acompañante—. No quiero decir que la gente no haya sido bondadosa, los vecinos y así. Y los desconocidos también, desconocidos que me han escrito diciéndome que comprenden lo duro que ha de ser y lo mucho que lo sienten. Nadie nos ha dicho una palabra malévola ni a Walter ni a mí. Ni siquiera aquí donde hubiera sido de esperar. Todos han hecho sólo lo posible por mostrarse cordiales. La camarera del lugar donde vamos a comer pone helado en el postre sin cobrarlo. Yo le dije que no lo hiciera, porque no podía comerlo. Antes podía comer de todo, cualquier cosa. Pero nos lo pone en el plato. Por ser amable. Sheila, que así se llama, dice que no ha sido culpa nuestra lo ocurrido. Pero a mí me parece que la gente me mira y piensa: «Bueno, alguna culpa tendrá, por el modo como educó a Dick». Quizá sí, quizá hice algo mal. Sólo que no puedo saber qué. Nosotros somos gente sencilla, campesinos nada más, que vamos tirando como cualquier otro. Tuvimos épocas felices, en casa. Yo le enseñé a Dick a bailar el foxtrot. Bailar me gustaba con locura, cuando era joven, bailar era toda mi vida. Y había un muchacho, caramba, que bailaba como los ángeles… ganamos una copa de plata bailando el vals. Durante mucho tiempo pensamos fugarnos y dedicarnos al teatro. A las variedades. Pero no era más que un sueño. Un sueño de críos. Se fue del pueblo y yo me casé con Walter y Walter Hickock no sabía ni mover los pies. Solía decirme que si quería bailar podía haberme casado con un trompo. Nadie volvió a bailar conmigo hasta que le enseñé a bailar a Dick y no es que lo hiciera muy bien pero era encantador. Dick era un niño con un carácter maravilloso.

La señora Hickock se quitó las gafas que llevaba, limpió los cristales empañados y volvió a colocarlas en su simpática cara regordeta.

—Dick es algo más de lo que dicen en la sala. Esos abogados charlando sobre lo perverso que es, sin nada bueno. Yo no encuentro excusas para lo que hizo, por la parte que tuvo en ello. No me olvido de esa familia; rezo por ella todas las noches. Pero también rezo por Dick. Y por ese chico, Perry. No hice bien odiándole; ahora sólo siento compasión por él. Y, ¿sabe?, creo que la señora Clutter le tendría compasión, también. Siendo la clase de mujer que dicen que era.

La vista se había aplazado. El ruido del público al marcharse resonaba tras la puerta del tocador. La señora Hickock dijo que tenía que volver con su marido.

—Está muriéndose. Creo que ya no le importa nada.

A muchos observadores del proceso les desconcertó la presencia del visitante de Boston, Don Cullivan. No acababan de comprender por qué aquel serio joven católico, un ingeniero próspero con título de Harvard, casado y padre de tres hijos, había ofrecido su amistad a un asesino mestizo, sin educación, al que había conocido superficialmente y hacía nueve años que no veía. Cullivan mismo decía:

—Mi esposa tampoco lo entiende. Venir hasta aquí es un lujo que yo no podía permitirme, significa perder una semana de mis vacaciones y un dinero que necesitamos para otras cosas. Pero, por otra parte, no podía dejar de hacerlo. El abogado de Perry me escribió preguntándome si querría ser testigo de la defensa y en cuanto leí la carta supe que tenía que hacerlo. Porque yo le había ofrecido mi amistad a ese hombre. Y porque… bueno, porque creo en la vida eterna. Todas las almas pueden salvarse para Dios.

La salvación de un alma, a saber, la de Perry Smith, era empresa a la que el profundamente católico vicesheriff y su mujer deseaban contribuir, a pesar de que la señora Meier había recibido un desaire de Perry cuando le sugirió que conversara con el padre Goubeaux, el sacerdote de allí. (Perry dijo: «Monjas y curas han hecho ya todo lo que podían hacer por mí. Tengo todavía las cicatrices que lo prueban».) Así que durante el descanso del fin de semana, los Meier invitaron a Cullivan a comer el domingo en la celda con el preso.

La oportunidad de recibir a su amigo, de hacer como de anfitrión, deleitó a Perry y planear el menú (ganso relleno asado con salsa, patatas a la crema, judías verdes y gelatina de ensalada, acompañado de galletas calentitas y leche fría, para terminar con tarta de cereza, queso y café) parecía preocuparle más que el resultado del proceso (que desde luego no tenía para él nada de intriga y emoción: «Esos machos de la pradera votarán para que nos cuelguen como cerdos que se tiran a la pitanza. No hay más que mirarles a los ojos. Que me aspen si soy el único asesino de la sala».) Toda la mañana del domingo se preparó para recibir a su invitado. El día era cálido, con un poco de viento y la sombra de las hojas, dóciles emanaciones de las ramas que rozaban la enrejada ventana, atormentaban a la ardilla domesticada de Perry. Red perseguía las sombras oscilantes de luz mientras su amo barría, quitaba el polvo, fregaba el suelo, refregaba el retrete y desembarazaba la mesa de la acumulación de material literario. El escritorio iba a convertirse en mesa de comedor y cuando Perry hubo terminado de arreglarla, ésta tenía un aspecto de lo más atrayente porque la señora Meier le había facilitado un mantel de lino, servilletas almidonadas y lo mejor de su plata y porcelana.

Cultivan se dejó impresionar, soltando un silbido cuando el festín, servido en bandejas, fue colocado sobre la mesa y antes de sentarse preguntó al anfitrión si podía bendecir la mesa. El anfitrión, con la cabeza alta, hacía crujir los nudillos mientras Cullivan, con la cabeza gacha y las manos juntas, murmuraba:

—Bendícenos, Señor, a nosotros y a estos tus dones que estamos a punto de recibir de tu generosidad, por misericordia de Cristo Nuestro Señor, Amén.

Perry comentó en un murmullo que en su opinión todo el mérito era de la señora Meier.

—Lo hizo todo ella. Bueno —añadió llenando el plato de su invitado—, me alegro mucho de verte, Don. Eres el mismo de siempre. No has cambiado nada.

Cullivan, con su aspecto de empleadillo de banca, de cabello ralo y cara difícil de recordar, admitió que exteriormente no había cambiado mucho. Pero su yo interno, el hombre invisible, era otra cosa.

—Me limitaba a ir tirando. Ignoraba que Dios es la única realidad. Cuando lo comprendes, todo queda en el lugar que le corresponde. La vida tiene sentido y también la muerte. Chico, ¿te dan de comer siempre así?

Perry rio.

—La señora Meier es una cocinera estupenda. Tendrías que probar su arroz a la española. He aumentado siete kilos desde que estoy aquí. Claro que estaba muy flaco. Perdí mucho peso cuando Dick y yo nos pasábamos el día en la carretera, andando sin parar, sin comer nunca caliente y siempre con un hambre de lobo. Vivíamos como animales. Dick siempre robaba comida en lata de las tiendas. Alubias cocidas y spaghetti. Las abríamos en el coche y nos lo tragábamos frío. Animales. A Dick le encanta robar. Para él es emocionante, como una enfermedad. Yo robo también pero sólo si no tengo dinero para pagar. Dick, aunque tuviera cien dólares en el bolsillo, igualmente robaría una barrita de chicle.

Más tarde, cuando pasaron a los cigarrillos y al café, Perry volvió al tema del robo.

—Mi amigo Willie-Jay solía hablar de eso; decía que todos los crímenes podían considerarse como «variantes del robo». Incluido el asesinato. Cuando matas a un hombre, le robas la vida. Lo que supongo me pone a mí entre los grandes ladrones. Fíjate, Don: yo los maté. Allí en la sala, Dewey hizo que pareciera como si yo estuviera mintiendo… a causa de la madre de Dick. Bueno, pues no. Dick me ayudó, sostenía la linterna y recogió los cartuchos. Y fue idea suya, eso sí. Pero Dick no disparó, no sería capaz de hacerlo… aunque cuando se trata de atropellar a un perro viejo, es muy rápido. No sé por qué lo hice —frunció el ceño como si el problema fuera nuevo para él, una piedra preciosa recién desenterrada de sorprendente y desconocido color—. No sé por qué —dijo como llevándola a la luz y haciéndola girar entre sus dedos para contemplarla desde distintos ángulos—. Estaba furioso con Dick. El duro, el hombre de acero. Pero no se trataba de Dick. Ni del miedo de ser descubierto. Yo quería correr la aventura. Y no era por nada que los Clutter hubieran hecho. No me habían hecho nada. Como otros. Como otros que me han dado una perra vida. Quizá sólo fuera que los Clutter tuvieron que pagar por todos.

Cullivan, tratando de averiguar la profundidad de la contrición que atribuía a Perry, lo sondeó, ¿verdad que experimentaba un remordimiento suficientemente profundo como para desear el perdón y la misericordia de Dios?

Perry dijo:

—¿Que si lo siento? Si es eso lo que quieres decir, no. No siento nada en absoluto. Y quisiera que no fuera así. Pero nada de aquello me causa preocupaciones. Media hora después, Dick me contaba chistes y yo me reía a carcajadas. Quizá no seamos humanos. Yo soy lo bastante humano como para sentir lástima de mí mismo. Me apena no poder largarme de aquí cuando tú te vayas. Pero nada más.

Cullivan no podía dar crédito a actitud tan imparcial. Perry se confundía, estaba en un error. Era imposible que un hombre estuviera tan falto de conciencia o de compasión. Perry dijo:

—¿Por qué? Los militares no pierden el sueño. Asesinan y encima les dan medallas. Las buenas gentes de Kansas quieren matarme y algún verdugo estará encantado de hacer el trabajo. Matar es muy fácil, mucho más fácil que pasar un cheque falso. Recuerda una cosa: yo conocí a los Clutter durante una hora quizá. Si de veras los hubiera conocido, imagino que mis sentimientos serían diferentes. Que me sentiría asqueado de mí mismo. Pero tal como fue la cosa, era como disparar en un tiro al blanco de feria.

Cullivan guardaba silencio y su silencio perturbó a Perry, que lo interpretó como una implícita censura.

—¡Carajo, Don! No hagas que sea hipócrita contigo. Que te suelte un montón de embustes acerca de cuánto lo siento, de que lo que quiero es postrarme de rodillas y rezar. Esas cosas no van conmigo. No puedo aceptar de un día a otro lo que siempre he negado. La verdad es que tú has hecho más por mí de lo que nunca hizo eso que tú llamas Dios. De lo que nunca hará. Al escribirme, al firmar «tu amigo». Cuando yo no tenía amigos. Excepto Joe James.

Joe James, le explicó a Don Cullivan, era un joven leñador indio con el que había vivido una vez, en un bosque cerca de Bellingham, Washington.

—Está muy lejos de Garden City. Tres mil kilómetros o más. Le escribí a Joe contándole lo que me pasaba. Joe es pobre, tiene siete hijos que alimentar, pero me ha prometido que vendrá aunque tenga que hacerlo andando. No ha venido aún y quizá no venga, pero yo creo que sí, que vendrá. Joe siempre me ha querido bien. ¿Y tú, Don?

—Sí, yo también.

La respuesta suave y enfática complació sobremanera a Perry y lo hizo sonrojar. Sonrió y dijo:

—Entonces debes de estar un poco loco.

Levantándose de pronto, cruzó la celda y cogió la escoba.

—No veo por qué he de morir entre desconocidos. Dejar que un puñado de matones de la pradera contemplen cómo estiro la pata. ¡Cristo! Sería mejor suicidarme.

Levantó la escoba y presionó las cerdas contra la bombilla que brillaba en el techo.

—No tengo más que desenroscar la bombilla, romperla y cortarme las muñecas. Eso es lo que debería hacer. Mientras tú estás todavía aquí. Mientras estoy con alguien a quien le importo un poco.

El juicio se reanudó el lunes por la mañana a las diez. Noventa minutos después, el tribunal levantó la sesión: en aquel breve espacio de tiempo la defensa había completado su tarea. Los acusados renunciaron a declarar en su propio favor, así que la cuestión de si el verdadero asesino había sido Hickock o Smith no se planteó.

De los cinco testigos que comparecieron, el primero fue el ojeroso señor Hickock. Habló con digna y triste elocuencia con un sólo propósito: demostrar que todo se debía a locura temporal. Su hijo, manifestó, en un accidente de coche ocurrido en julio del 1950, había recibido serias heridas en la cabeza. Antes de aquel accidente, Dick había sido siempre un chico «despreocupado y feliz», aplicado en el colegio y respetuoso con sus padres y querido por sus compañeros.

—Nunca fue problema para nadie.

Harrison Smith, guiando hábilmente al testigo, dijo:

—Quisiera preguntarle si a partir de julio del año cincuenta observó algún cambio en la personalidad y costumbres de su hijo Richard.

—Pues no parecía el mismo.

—¿Cuáles fueron los cambios que usted observó?

El señor Hickock, entre pensativas vacilaciones, enumeró algunos: Dick se volvió taciturno e inquieto, andaba siempre con hombres mayores que él, bebía y jugaba.

—No era la misma persona.

Esta última afirmación fue recusada inmediatamente por Logan Green, que inició el contrainterrogatorio.

—Señor Hickock, ¿afirma usted que no tuvo nunca problemas con su hijo hasta después de 1950?

—Creo que en el cuarenta y nueve lo detuvieron.

Una irónica sonrisa se dibujó en los delgados labios de Green.

—¿Recuerda por qué lo detuvieron?

—Lo acusaron de forzar un drugstore.

—¿Lo acusaron? ¿No admitió acaso que lo había forzado?

—Es verdad, lo admitió.

—Y eso fue en el cuarenta y nueve. ¿Y, sin embargo, dijo usted que su hijo cambió de conducta y actitud a partir del cincuenta?

—Yo diría que sí.

—¿Quiere decir que después del cincuenta se convirtió en un buen chico?

Accesos de fuerte tos sacudieron al viejo, que escupió en un pañuelo.

—No —declaró examinando el esputo—, yo no diría eso.

—Entonces, ¿cuál fue el cambio que tuvo lugar?

—Bueno, eso es difícil de precisar. Sólo sé que ya no parecía el chico de antes.

—¿Quiere decir que perdió sus tendencias criminales?

La salida del abogado provocó carcajadas, un alboroto en la sala que la severa mirada del juez Tate sofocó muy pronto. El señor Hickock, despedido poco después, fue reemplazado en la tarima por el doctor W. Mitchell Jones.

El doctor Jones se presentó ante el tribunal como «médico especialista en el campo de la psiquiatría» y como prueba de tal afirmación añadió que desde 1956, año en que entró a formar parte del personal residente en el hospital psiquiátrico del estado de Topeka, Kansas, había asistido a unos mil quinientos pacientes. Durante los dos últimos años había formado parte del personal del hospital que el estado tenía en Larned, como director del Pabellón Dillon, sección reservada a los locos criminales.

Harrison Smith le preguntó al testigo:

—Aproximadamente, ¿de cuántos asesinos se ha ocupado?

—Unos veinticinco.

—Doctor, he de preguntarle si conoce a mi cliente Richard Eugene Hickock.

—Sí.

—¿Ha tenido ocasión de examinarlo desde un punto de vista profesional?

—Sí…, he sometido a examen psiquiátrico al señor Hickock.

—Basándose en su examen, ¿puede decirnos si Richard Eugene Hickock era capaz de distinguir el bien del mal cuando se cometieron los crímenes?

El testigo, hombre robusto de veintiocho años, con cara redonda pero inteligente y sutil, lanzó un profundo suspiro, como preparándose para una respuesta larga, que el juez inmediatamente le advirtió no hiciera.

—Limítese a contestar sí o no, doctor. Puede contestar con un sí o un no.

—Sí.

—¿Y cuál es su opinión?

—Creo que según la definición usual el señor Hickock distinguía el bien del mal.

Así, constreñido como se veía por la ley M’Naghten («la definición usual»), fórmula totalmente ciega a cualquier matiz entre el blanco y el negro, el doctor Jones se veía impotente para contestar de modo distinto. Pero, claro, su respuesta era una contrariedad para el abogado de Hickock quien totalmente desesperanzado preguntó:

—¿Puede precisar la respuesta?

Era una empresa desesperada: aunque el doctor Jones estuviera dispuesto a extenderse, el fiscal tenía derecho a oponerse, cosa que hizo, aduciendo el hecho de que la ley de Kansas no permite otra respuesta más que sí o no a la pregunta formulada. La objeción fue admitida y el testigo despedido. Pero si el doctor Jones hubiera podido explicarse detalladamente, he aquí lo que hubiera declarado:

—Richard Hickock posee una inteligencia superior a la media, entiende con facilidad nuevas ideas y tiene un amplio bagaje de información. Capta rápidamente cuanto sucede a su alrededor y no presenta señal alguna de confusión mental ni de desorientación. Su pensamiento es organizado y lógico y parece establecer un buen contacto con la realidad. Si bien no he hallado los síntomas habituales de lesiones orgánicas cerebrales (pérdida de la memoria, anquilosamiento de conceptos, deterioro intelectual), no por eso ha de ser excluida su existencia. El acusado sufrió heridas de consideración en la cabeza, con conmoción cerebral y varias horas de inconsciencia en 1950, cosa que he verificado en el archivo del hospital. Declara que tiene momentos de pérdida de conciencia, períodos de amnesia y neuralgias desde esa época, y la mayor parte de su comportamiento antisocial corresponde al período que empieza en esa fecha. No se le ha sometido nunca a los exámenes médicos que hubieran probado o excluido definitivamente residuos de lesiones cerebrales. Serían necesarios exámenes clínicos concretos antes de formular un dictamen definitivo… Hickock presenta síntomas de anormalidad emotiva. El hecho de que supiera lo que hacía y de que a pesar de ello prosiguiera, es la más clara demostración de ello. Se trata de un individuo impulsivo en la acción, que tiende a actuar sin pensar en las consecuencias ni en lo que le espera a él y al prójimo. No parece capaz de aprender por medio de la experiencia y presenta un insólito cuadro de períodos intermitentes de actividad productiva seguidos por otros de acciones irresponsables. No puede tolerar los sentimientos de frustración que tolera una persona normal, y no consigue librarse de esos sentimientos a no ser con actividades antisociales… Se tiene en poca estima, íntimamente se cree inferior a los demás y sexualmente inadaptado. Esos sentimientos parecen estar sobrecompensados con sueños de riqueza y poder, con una tendencia a vanagloriarse de sus hazañas, con un excesivo derroche cuando tiene dinero y por el descontento ante el lento mejoramiento que normalmente cabe esperar de un trabajo honrado… La relación con los demás lo intranquiliza y tiene una incapacidad patológica para formar y mantener relaciones personales. A pesar de que profesa una moral corriente, no parece guiarse por ella en sus acciones. En resumen, presenta claras características típicas de lo que en psiquiatría se llama un grave trastorno de la personalidad. Es importante que se tomen las medidas necesarias para excluir la posibilidad de una lesión orgánica cerebral que, si existiera, podría haber influido de modo determinante en su conducta durante estos últimos años y en el momento del crimen.

Aparte de la arenga formularia al jurado, que no tendría lugar hasta el día siguiente, el testimonio del psiquiatra puso término a la defensa de Hickock. A continuación le tocó el turno a Arthur Fleming, el anciano defensor de Smith. Presentó cuatro testigos: el reverendo James E. Post, capellán protestante de la Penitenciaría del Estado de Kansas; el indio amigo de Perry, Joe james, quien había llegado por fin aquella mañana en autobús después de haber viajado un día y dos noches desde su casa de los bosques del lejano noroeste; Donald Cullivan y, otra vez, el doctor Jones. A excepción de este último, todos se ofrecían como testigos de la personalidad del acusado, personas que iban a atribuirle al acusado algunas virtudes humanas. No consiguieron mucho, aunque cada uno hizo alguna observación favorable antes de que el fiscal protestara diciendo que comentarios personales de aquella índole «no eran competentes, ni relevantes y carecían de valor», reduciéndolos al silencio.

Por ejemplo, Joe James, pelo negro y piel quizá más oscura aún que la de Perry, figura elástica que, con su descolorida camisa de cazador y sus mocasines, parecía haber salido misteriosamente de las sombras de los bosques, dijo al tribunal que el acusado había vivido con él más de dos años.

—Perry era un muchacho simpático, querido en toda la vecindad; que yo sepa, no hizo nunca nada que no estuviera bien.

El fiscal le interrumpió aquí y también interrumpió a Cullivan cuando dijo:

—En el tiempo en que tuve ocasión de tratarle, en el ejército, Perry fue siempre un muchacho muy simpático.

El reverendo Post sobrevivió algo más porque no intentó alabar al acusado, sino que describió de modo benevolente su encuentro en Lansing.

—Conocí a Perry Smith cuando vino a mi despacho, en la capilla de la penitenciaría con un dibujo a pastel hecho por él, representando la cabeza y los hombros de Jesucristo. Quería regalármelo para la capilla. Desde entonces está en la pared de mi despacho.

Fleming dijo:

—¿Tiene usted alguna fotografía de ese cuadro?

El ministro tenía un sobre lleno pero cuando las sacó evidentemente para distribuirlas entre los jurados, un Logan Green exasperado se puso en pie de un salto.

—Con el permiso de Su Señoría, creo que la cosa ha llegado demasiado lejos…

Su Señoría hizo que la cosa quedase allí.

Entonces se requirió la presencia del doctor Jones y después de los preliminares que habían acompañado su primera declaración, Fleming le hizo la pregunta crucial:

—A partir de sus conversaciones y examen, ¿sabe usted si Perry Smith distinguía el bien del mal cuando tuvo lugar la ofensa que se discute en este juicio?

Y una vez más, el tribunal advirtió al testigo:

—Conteste sí o no. ¿Lo sabe usted?

—No.

Entre murmullos de sorpresa, Fleming, sorprendido también, dijo:

—¿Puede explicar al jurado por qué no lo sabe?

Green objetó:

—El hombre no lo sabe y basta.

Lo que era cierto, legalmente hablando.

Pero si al doctor Jones le hubieran permitido explicar la causa de su indecisión, hubiera declarado:

—Perry Smith presenta síntomas indiscutibles de una grave enfermedad mental. Su infancia, que él me relató y que yo verifiqué con los informes del archivo de la penitenciaría, se caracterizó por la brutalidad e indiferencia de ambos progenitores. A lo que parece, ha crecido sin orientación, sin amor y sin asimilar nunca un sentido claro de los valores morales… Capta con hipersensibilidad todo lo que sucede a su alrededor y no presenta síntoma alguno de confusión. De inteligencia superior a la media, posee una buena cantidad de información, considerando la escasa educación recibida… En los rasgos de su personalidad, destacan dos claramente patológicos. El primero es su «paranoica» orientación hacia el mundo externo: es receloso y desconfiado, tiende a creer que los demás lo discriminan, que no son justos con él y que no lo comprenden. Hipersensible a las críticas, no puede soportar que se burlen de él. Capta inmediatamente el desprecio o la ofensa y con frecuencia interpreta mal palabras bienintencionadas. Siente que necesita amistad y comprensión pero se resiste a confiar en los demás y cuando lo hace espera ser mal interpretado o incluso traicionado. Al valorar las intenciones y sentimientos de los demás, le es casi imposible separar la situación real de su propia proyección mental. Con mucha frecuencia agrupa a las personas considerándolas en masa hipócritas, hostiles y merecedoras de cualquier cosa que él pueda hacerles. Relacionado con este rasgo, aparece otro, una rabia, siempre presente, pero dominada, que se dispara fácilmente ante la menor sensación de ser engañado, despreciado o considerado inferior. En su mayor parte, los accesos de ira de su pasado se dirigieron contra símbolos de la autoridad: padre, hermano mayor, sargento, funcionario que le concedió libertad bajo palabra; y en varias ocasiones lo impulsaron a una conducta violentamente agresiva. Tanto él como las personas que frecuenta conocen esos ataques de ira que, según dice, «le suben por dentro» y el poco dominio que tiene sobre ellos. Esa rabia, cuando se vuelve contra sí mismo, le provoca ideas de suicidio. La desproporcionada fuerza de su ira y su incapacidad para dominarla o encauzarla, traducen una grave debilidad en la estructura de su personalidad… Además de estas características, el sujeto presenta débiles síntomas de desorden en sus procesos mentales. Tiene escasa capacidad de ordenar su pensamiento, no parece en condiciones de organizarlo o sintetizarlo, perdiéndose en detalles y algunos de sus razonamientos reflejan un contenido «mágico», un desprecio de la realidad… Ha tenido pocos lazos emotivos profundos con otras personas y aun esos pocos no han podido sobrevivir a pequeñas crisis. Siente escasa consideración para con todo aquel que no forme parte de su reducido círculo de amigos y concede muy poco valor real a la vida humana. Su aislamiento emotivo y su indiferencia en ciertos campos es otra prueba de su anormalidad mental. Para un diagnóstico psiquiátrico exacto sería necesario un examen más profundo, pero la actual estructura de su personalidad se acerca mucho a una esquizofrenia paranoica.

Es significativo que un veterano muy respetado de la psiquiatría legal, el doctor Joseph Satten de la Clínica Menninger de Topeka, Kansas, después de tener una consulta con el doctor Jones, confirmara su diagnóstico de Hickock y Smith. El doctor Satten, que posteriormente prestó detenida atención al caso, sugirió que si bien el crimen no hubiera ocurrido de no producirse una fricción entre los perpetradores, fue esencialmente obra de Perry Smith quien, en su opinión, representa un tipo de asesino que él describió en un artículo: «Asesinato sin motivo aparente. Estudio sobre la desorganización de la personalidad».

El artículo, aparecido en The American Journal of Psychiatry (julio 1960) y escrito en colaboración con tres colegas, Karl Menninger, Irwin Rosen y Martin Mayman, empieza por definir su tesis: «Tratando de fijar la responsabilidad criminal de los asesinos, la ley intenta dividirlos (como hace con todo culpable) en “cuerdos” y “locos”. Se supone que el asesino es “cuerdo” cuando obra según motivos racionales comprensibles aunque condenables; y “desequilibrado” cuando actúa impulsado por motivos absurdos e irracionales. Cuando los motivos racionales son evidentes (por ejemplo, cuando alguien mata en provecho propio) o cuando los motivos irracionales aparecen acompañados de ilusiones o alucinaciones (por ejemplo, el enfermo paranoico que mata al imaginario perseguidor), el problema que se le presenta al psiquiatra es bastante sencillo. Pero los asesinos que parecen racionales, coherentes y controlados pero cuyas acciones homicidas presentan características extravagantes, aparentemente absurdas, plantean un problema difícil a juzgar por las disensiones en los tribunales y de los informes contradictorios sobre un mismo acusado. Nuestra tesis es que la psicopatología de tales asesinos forma, por lo menos, un síndrome específico que intentaremos describir. En general, tales individuos están predispuestos a graves fallos en su autodominio, lo que hace posible manifestaciones abiertas de primitiva violencia, nacida de precedentes y ahora inconscientes experiencias traumáticas».

Los autores habían examinado, como parte del recurso de apelación, a cuatro hombres condenados por homicidios sin motivo aparente. Todos ellos habían sido examinados antes de sus procesos y declarados «sin psicosis» y «cuerdos». Tres de ellos habían sido condenados a muerte y el cuarto cumplía una larga condena. En cada uno de esos casos, posteriores exámenes psiquiátricos fueron requeridos porque alguien, ya fuera el abogado defensor, un pariente o un amigo, no había quedado satisfecho con las explicaciones psiquiátricas dadas anteriormente y había preguntado:

—¿Cómo una persona tan cuerda como este hombre puede haber cometido un acto tan loco como parece el que provocó su condena?

Después de descubrir a los cuatro criminales y sus crímenes (un soldado negro que mutiló e hizo pedazos a una prostituta, un obrero que estranguló a un chico de catorce años cuando éste rechazó sus proposiciones sexuales, un cabo del ejército que dio muerte a bastonazos a otro muchacho porque creyó que se burlaba de él y un empleado de hospital que ahogó a una niña de nueve años metiéndole la cabeza bajo el agua), los autores analizaban las analogías.

Los mismos culpables se preguntan por qué han dado muerte a sus víctimas que les eran relativamente desconocidas y en cada caso el asesino parece sumido en un trance disociativo, en una especie de sueño del que despierta «para descubrir de pronto» que está agrediendo a la víctima. «El elemento más uniforme y quizás el más significativo del historial es un descontrol existente desde tiempo atrás, a veces de toda la vida, en el dominio de los impulsos agresivos. Por ejemplo, tres de los hombres, a lo largo de su vida, se enzarzaron en peleas que no tenían nada de normales y que se hubieran transformado en homicidios de no intervenir terceros».

Aquí, reproduzco un extracto de otras observaciones contenidas en el estudio:

«A pesar de la violencia de sus vidas, todos los hombres se veían a sí mismos como físicamente inferiores, débiles e inadaptados. Su historia pone de manifiesto un grave índice de inhibición sexual. Para todos ellos, la mujer adulta es una criatura amenazadora y en dos de los casos existe una declarada perversión sexual. Todos ellos, también, en su infancia sintieron angustia ante el pensamiento de que pudieran considerarlos “mariquitas”, poco desarrollados físicamente o enfermizos… En los cuatro casos, existen pruebas de estados alterados de conciencia, frecuentemente relacionados con los arranques de violencia. Dos de los hombres informaron acerca de graves estados de trance disociativo en los que tuvieron un comportamiento incoherente y violento, mientras los otros dos presentan episodios amnésicos menos graves y quizá menos completos. En los momentos de auténtica violencia, con frecuencia se sienten separados o aislados de sí mismos, como si estuvieran contemplando a otra persona… En el pasado de los cuatro hubo sucesos de extrema violencia por parte de los progenitores durante la infancia… Un sujeto declara que “le daban de latigazos siempre que asomaba la nariz”… Otro que recibió muchas palizas para “corregir” su tartamudeo, sus “ataques” y su “mal” comportamiento… Un pasado que refleja una extrema violencia bien imaginaria, bien observada en la realidad o verdaderamente experimentada por el niño, encaja en la hipótesis psicoanalítica según la cual exponer al niño a estímulos abrumadores antes de que sea capaz de dominarlos está estrechamente ligado a defectos prematuros en la formación del yo, y posteriormente, a serios trastornos del dominio de los impulsos. En todos estos casos, había pruebas de graves frustraciones emotivas en la infancia. Estas frustraciones pudieron derivar de la ausencia prolongada o repetida de uno o ambos progenitores, de una vida familiar caótica en que los padres eran desconocidos o de un abierto rechazo del niño por parte de uno o ambos padres por lo que el niño fue educado por extraños… Se notan trastornos en la organización afectiva. Muy sintomático es el hecho de que exhibían una tendencia a no experimentar ira o cólera, asociada a una acción violentamente agresiva. Ninguno experimentó sentimientos de ira en conexión con los asesinatos ni estados coléricos definidos, a pesar de que todos ellos tenían un enorme potencial de agresividad brutal… Las relaciones con la gente son de naturaleza fría y superficial, aumentando el sentimiento de aislamiento y soledad que experimentan. Los demás, en cuanto personas por las que pueden experimentar sentimientos cálidos o positivos (o de cólera), no forman parte de un mundo real… Los tres hombres condenados a muerte demuestran escasísima emoción en lo referente a su suerte y a la de sus víctimas. Culpabilidad, depresión y remordimiento, estaban notoriamente ausentes… Tales individuos pueden ser considerados asesinos potenciales en cuanto poseen una sobrecarga de energía agresiva o un inestable sistema de defensa del ego que periódicamente permite la expresión desnuda y arcaica de tal energía. El potencial homicida puede verse activado, especialmente si se ha presentado ya cierto desequilibrio, cuando la futura víctima es inconscientemente percibida como figura clave de cierta configuración traumática del pasado. La conducta o la simple presencia de esta imagen añade al inestable equilibrio de fuerzas una tensión que tiene como resultado una súbita e irresistible descarga de violencia, parecida a la explosión que tiene efecto cuando una cápsula fulminante enciende una carga de dinamita… La hipótesis de un motivo inconsciente explica por qué el asesino percibe a víctimas inocuas y relativamente desconocidas como elementos provocadores y por consiguiente satisfactorios blancos de agresión. Pero ¿por qué matarlos? La mayoría de las personas, afortunadamente, no reacciona con impulsos homicidas ni siquiera ante gravísimas provocaciones. Los casos descritos, en cambio, tenían predisposición a graves faltas de contacto con la realidad y a una debilidad extrema del dominio sobre sus impulsos durante los períodos de particular tensión y desorganización. En tales momentos, un simple conocido o incluso un desconocido podía perder fácilmente su significación “real” y asumir una identidad en la configuración traumática inconsciente. El “viejo” conflicto se reactivaba y la agresividad asumía rápidamente proporciones homicidas… Cuando se dan tales delitos absurdos, pueden explicarse como resultado final de un período de creciente tensión y desorganización en el asesino, iniciado antes del contacto con la víctima, la cual, pasando a formar parte del conflicto inconsciente del asesino, pone involuntariamente en movimiento su potencial homicida».

A causa de las muchas analogías entre el pasado y la personalidad de Perry Smith con los sujetos de su estudio, el doctor Satten no duda de que puede incluirlo en la misma categoría. Las circunstancias del crimen, además, se ajustan exactamente en su opinión al concepto de «asesinato sin motivo aparente». Sin duda, tres de los asesinatos que cometió Smith tenían un motivo lógico: Nancy, Kenyon y su madre tenían que ser asesinados porque Clutter había sido asesinado. Pero el doctor Satten arguye que sólo el primer asesinato importa, psicológicamente, y que cuando Smith atacó a Clutter, se hallaba en un eclipse mental, inmerso en una oscuridad esquizofrénica porque lo que «de pronto descubrió» que lo que estaba destruyendo no era un hombre de carne y hueso, sino «una imagen clave de una configuración traumática»: ¿su padre?, ¿las monjas del orfelinato que se habían burlado de él y le habían golpeado?, ¿el odioso sargento, el funcionario que le dio la libertad condicional prohibiéndole volver a poner los pies en Kansas? Uno de ellos, o todos a la vez.

En su confesión Smith declaró: «No tenía intención de hacerle daño a aquel hombre. Pensé que era un hombre muy amable. De voz suave. Así lo creí hasta el momento en que le corté el cuello». Hablando con Donald Cullivan, Smith dijo: «No me habían hecho ningún daño (los Clutter). Como otras personas. Como tantas personas en mi vida. Quizá los Clutter tuvieron que pagar por todos.”

Parecería que, por distintos senderos, ambos, el psicólogo profesional y el aficionado, llegaron a conclusiones no muy distintas.

La aristocracia del condado de Finney había ignorado el proceso.

—No está bien esto —anunció la esposa de un rico hacendado— demostrar mucha curiosidad por una cosa así.

Sin embargo, a la última sesión del juicio acudió buena parte de la flor y nata, que tomó asiento junto al pueblo. Su presencia era un gesto de cortesía con el juez Tate y Logan Green, estimados miembros de su misma casta. También un gran contingente de abogados forasteros, muchos de ellos venidos de muy lejos, llenó varios bancos: concretamente, querían oír la requisitoria final de Green a los jurados. Green, pequeño septuagenario dulcemente férreo, goza de una espléndida reputación entre sus pares que admiran su desenvoltura (su repertorio es el de un consumado actor, con un sentido de la gradación de tiempo digno de un cómico de night club). Experto abogado penal, generalmente su papel es el de defensor pero en este caso el estado le había contratado como ayudante especial de Duane West, creyendo que el joven fiscal del condado no era lo bastante maduro para conducir el caso sin la colaboración de un hombre de experiencia.

Pero, como les ocurre a casi todos los divos, Green era el último número del programa. La precedieron las equilibradas instrucciones del juez Tate dirigidas al jurado y la recapitulación del fiscal.

—¿Puede acaso existir en vuestras mentes la más mínima duda acerca de la culpabilidad de los acusados? ¡No! No importa cuál de ellos apretó el gatillo de la escopeta de Richard Eugene Hickock: los dos son igualmente culpables. No hay más que un camino que permita asegurar que estos hombres no volverán a deambular por las ciudades y pueblos de esta tierra. Pedimos la pena máxima: muerte. Esta petición no está dictada por la venganza, sino con toda humildad…

A continuación vino el alegato de la defensa. El discurso de Fleming, que fue calificado por un periodista «lleno de trucos», pareció un manso sermón de iglesia.

—El hombre no es un animal. Tiene un cuerpo y un alma que vive eternamente. No creo que el hombre tenga derecho a destruir la casa, el templo donde mora el alma…

Harrison Smith, aunque apeló también a los presuntos sentimientos cristianos del jurado, tomó como tema principal los males de la pena capital.

—Es una reliquia de la barbarie humana. La ley nos dice que tomar la vida de un hombre no es lícito, pero a continuación da ejemplo de lo contrario, cosa tan malvada como el crimen que trata de castigar. El estado no tiene derecho a infligirla. No sirve de nada. No impide el crimen sino que abarata la vida humana y da lugar a nuevos delitos. Todo cuando pedimos es clemencia. Seguramente la cadena perpetua no es una gran merced…

Green los despertó.

—Caballeros —dijo sin consultar ninguna anotación—, acaban de escuchar dos enérgicas demandas de clemencia en favor de los acusados. A mi parecer, es una suerte que estos admirables abogados, el señor Fleming y el señor Smith, no estuvieran en casa de los Clutter la noche de autos, una suerte que no estuvieran presentes suplicando clemencia para la familia sentenciada. Porque de estar allí… bueno, a la mañana siguiente hubiéramos hallado más de cuatro cadáveres.

De muchacho en el Kentucky que le vio nacer, a Green le llamaban Pinky, apodo que debía a su piel pecosa. Y ahora, contoneándose ante el jurado, la tensión de su tarea le calentaba el rostro salpicándolo de manchas rosadas.

—No es mi intención iniciar un debate teológico. Pero supuse que la defensa emplearía la Biblia como argumento contra la pena de muerte. Oyeron citar la Biblia. Pero yo sé leerla también —abrió un libro del Antiguo Testamento—. Y he aquí unas pocas cosas que el texto sagrado dice al respecto. En el Éxodo, capítulo veinte, versículo trece, tenemos uno de los Diez Mandamientos: «No matarás». Se refiere a matar ilegalmente. Así debe de ser porque en el capítulo siguiente, versículo doce, el castigo por desobedecer aquel mandamiento dice: «El que agrediera a un hombre causándole la muerte, será sentenciado a muerte sin remisión». Ahora bien, el señor Fleming querría hacernos creer que eso cambió con la venida de Cristo. No es así. Puesto que dice Jesucristo: «No creáis que haya venido a destruir la ley ni a los profetas, no vine a destruir, sino a colmar». Y para terminar…

Green hojeaba la Biblia y pareció cerrarla accidentalmente, ante lo cual, los dignatarios legales forasteros sonrieron dándose codazos, porque era aquél un viejísimo truco: el abogado que leyendo las sagradas escrituras hace como si perdiera el punto de la cita y luego dice, como hacía ahora Green:

—No importa. Creo que lo sé de memoria. Génesis, capítulo nueve, versículo seis: «Aquel que vertiera sangre de hombre, verá su propia sangre vertida por los hombres.”

—Pero —siguió Green— no veo que se pueda ganar nada discutiendo sobre la Biblia. Nuestro estado dispone que la pena impuesta por asesinato en primer grado sea cadena perpetua o muerte en la horca. Esa es la ley. Ustedes, caballeros, están aquí para hacer que esa ley se cumpla. Y si alguna vez hubo un caso en que la máxima pena estuviera justificada, es éste. Fueron unos asesinatos extraños y feroces. Cuatro de sus conciudadanos fueron asesinados como puercos en su pocilga. ¿Y cuál fue la razón? Ni la venganza, ni el odio: el dinero. Dinero. Fue la fría y calculada pesada de tantas onzas de plata contra tantas onzas de sangre. ¡Y qué baratas costaron aquellas vidas! Un lote de cuarenta dólares. ¡A diez dólares la vida! —giró sobre sí mismo y señaló alternativamente con el dedo de Hickock y a Smith—. Se presentaron armados de una escopeta y un puñal. Fueron allí para robar y matar…

Su voz tembló, se quebró, falló como estrangulada por la intensidad de su desprecio por aquellos acusados que mascaban chicle con aire desenvuelto. Volviéndose hacia el jurado, preguntó con voz ronca:

—¿Qué van a hacer? ¿Qué van a hacer con esos hombres que atan a un hombre de pies y manos, le abren la garganta y le vuelan los sesos? ¿Condenarlos a la mínima pena? Y ésa no es más que una de las acusaciones. ¿Qué me dicen de Kenyon Clutter, un muchacho con toda la vida por delante, atado contemplando impotente la lucha moral de su padre? O de la pequeña Nancy Clutter, que oye los disparos y sabe que ahora llega su turno. Nancy que suplicó por su vida: «No lo hagan. ¡Oh, por favor, no lo hagan! Se lo ruego. Se lo ruego». ¡Qué agonía! ¡Qué indecible tortura! Y aún queda la madre, atada y amordazada, teniendo que escuchar cómo su esposo y sus hijos adorados morían uno a uno. Oyendo todo hasta que los asesinos, los acusados que tienen ante ustedes, entraron en su cuarto y, enfocándole con la linterna en la cara, destruyeron, con el último disparo, una familia entera.

Green hizo una pausa y tocó distraídamente un divieso que tenía en la nuca, inflamación ya madura que con la ira del momento parecía pronta a reventar.

—Así, caballeros, ¿qué van a hacer? ¿Condenarles a la mínima pena? ¿Enviarlos otra vez a la penitenciaría y correr el riesgo de que se escapen o les concedan libertad bajo palabra? La próxima vez que asesinen, puede que sea a alguien de su propia familia. Lo digo —solemnemente contempló al jurado con una mirada que los abarcaba a todos y a todos desafiaba— porque algunos de los más espantosos crímenes sólo ocurren porque a veces un grupo de jurados cobardes se negó a cumplir con su deber. Y ahora, caballeros, lo dejo a ustedes y a sus conciencias.

Se sentó. West le susurró:

—Ha estado magistral, señor.

Pero algunos se mostraban menos entusiastas y después que el jurado se retiró a discutir el veredicto, uno de ellos, un periodista de Oklahoma, tuvo un agrio intercambio de palabras con otro periodista, Richard Parr del Star de Kansas City.

Al de Oklahoma, el discurso de Green le había parecido «fanático y brutal».

—Decía la verdad —contestó Parr—; la verdad puede ser brutal. Si me permites la frase.

—Pero no tenía por qué pegar tan duro. Es injusto.

—¿Qué es injusto?

—El proceso entero. Esos chicos no tienen ninguna posibilidad.

—Buena posibilidad le dieron a Nancy Clutter.

—Perry Smith. Santo Dios. Ha tenido una vida tan perra…

Parr dijo:

—Más de un hombre puede contar historias tan lastimeras como las de ese hijo de perra. Yo incluido. Quizá yo beba demasiado, pero te juro que en mi vida maté a cuatro personas a sangre fría.

—Ya, y lo de ahorcar al hijo de perra, ¿qué? También eso se hará con una puñetera sangre fría.

El reverendo Post, oyendo la conversación, intervino:

—Bueno —dijo haciendo circular una fotografía que representaba la imagen de Jesucristo pintada por Perry Smith—, un hombre capaz de pintar eso, no puede ser ciento por ciento perverso. Aun así es difícil decidir qué se debe hacer. La pena de muerte no es la respuesta; no le da al pecador tiempo de acudir a Dios. A veces me desespera.

Era un individuo jovial, con dientes de oro, cabellos plateados y pico de viudo. Repitió con calor:

—A veces me desespera. A veces creo que el viejo Doc Savage tuvo la mejor idea.

El Doc Savage a que se refería era un héroe de novela muy popular entre los adolescentes de la generación pasada.

—Si lo recordáis, Doc Savage era una especie de Supermán. Competente en todos los campos: medicina, ciencia, filosofía y arte. No había casi nada que el viejo Doc no conociera o no pudiera hacer. Uno de sus proyectos fue librar al mundo de criminales. Primero compró una enorme isla en el océano. Luego él y sus ayudantes (contaba con un ejército de ayudantes especializados) secuestraron a todos los criminales del mundo y los llevaron a la isla. Y Doc Savage les operó el cerebro. Les quitó la parte donde se forman las ideas perversas. Y cuando se recobraron, todos se habían convertido en ciudadanos honrados. No podían cometer crímenes porque aquella parte de su cerebro había desaparecido. Ahora pienso que quizá una operación quirúrgica fuera la verdadera solución de…

Una campana, señal de que el jurado regresaba, le interrumpió. Las deliberaciones del jurado habían durado cuarenta minutos. Muchos espectadores, previendo una rápida decisión, no habían abandonado sus sitios. Sin embargo, hubo que ir a buscar al juez Tate a su finca, ya que había ido a dar de comer a sus caballos. Una toga negra endosada a toda prisa ondeaba alrededor de él a su llegada, pero con solemne calma y dignidad preguntó:

—Señores del jurado, ¿han otorgado su veredicto?

—Sí, Señoría —contestó el presidente.

El alguacil del tribunal llevó al juez el veredicto sellado.

Los silbidos de una locomotora, el estruendo del expreso de Santa Fe que se acercaba, penetraron en la sala. La voz de bajo de Tate se entremezcló con la estridencia de la locomotora al leer:

—Cargo primero. Nosotros, miembros del jurado, declaramos al acusado Richard Eugene Hickock, culpable de asesinato en primer grado y lo condenamos a muerte.

Entonces, como interesado en su reacción miró a los detenidos, de pie ante él, unidos por las esposas a sus respectivos guardianes. Impasibles, le devolvieron la mirada hasta que reanudó la lectura y leyó los siete cargos que seguían: otras tres condenas para Hickock y cuatro para Smith.

—… y lo condenamos a muerte.

Cada vez que llegaba a la sentencia Tate la pronunciaba con voz tétrica y cavernosa, que parecía el eco del lúgubre silbido del tren que se alejaba. Luego, despidió al jurado («Cumplieron valientemente con su deber») y los condenados fueron sacados de la sala. Al llegar a la puerta, Smith le dijo a Hickock:

—¡No tenían corazón de gallina, ésos, no!

Ambos rieron ruidosamente y un fotógrafo los fotografió. La foto apareció en un diario de Kansas con un pie que decía: «¿La última risotada?»

Una semana después, la señora Meier estaba en su saloncito charlando con una amiga.

—Sí, ahora esto está muy tranquilo. Probablemente hemos de estar contentos de cómo se ha resuelto todo. Pero yo todavía no le he superado. Nunca tuve mucha relación con Dick, pero Perry y yo llegamos a conocernos bastante bien. Aquella tarde, después que les leyeron el veredicto, cuando lo trajeron aquí, me encerré en la cocina para no verlo. Me quedé sentada junto a la ventana y miré cómo la gente se marchaba de la audiencia. El señor Cullivan miró hacia arriba, me vio y me saludó con la mano. Los Hickock. Todos se marchaban. Esta misma mañana recibí una carta encantadora de la señora Hickock. Me hizo varias visitas durante el proceso y me hubiera gustado poder ayudarla, sólo que ¿qué vas a decirle a una persona que está en semejante situación? Pero cuando todos se marcharon y empecé a lavar los platos, oí que él lloraba. Encendí la radio. Para no oírle. Pero le oía igual. Lloraba como un niño. Nunca se había desmoronado, nunca había dado signos de desesperación. Bueno, pues me fui a verle. A la puerta de su celda. Me tendió la mano. Quería que se la cogiera y yo lo hice. Lo único que dijo fue: «Estoy lleno de vergüenza». Yo quise mandar por el padre Goubeaux, le dije que al día siguiente le haría arroz a la española, pero entonces me apretó aún más la mano.

»Y aquella noche, precisamente aquella noche, tuvimos que dejarle solo. Wendle y yo casi nunca salimos, pero teníamos un compromiso desde hacía tiempo y Wendle pensó que no debíamos faltar. Pero siempre me arrepentiré de haberlo dejado solo. Al día siguiente le hice arroz. No quiso ni tocarlo. Ni hablarme siquiera. Odiaba al mundo entero. Pero la mañana que los hombres vinieron para llevárselo a la penitenciaría, me dio las gracias y una fotografía suya. Una foto Kodak de cuando tenía dieciséis años. Me dijo que era como quería que yo le recordara, como el muchacho de la foto.

»Lo peor fue decir adiós. Sabiendo adonde iba y lo que le esperaba. Esa ardilla que tenía, seguro que echa de menos a Perry. Sigue viniendo a la celda en su busca. He intentado darle de comer pero no quiere saber nada conmigo. Sólo quería a Perry.

Las prisiones juegan un papel muy importante en la economía de Leavenworth County, Kansas. Las dos penitenciarías del estado, una para cada sexo, se hallan allí. Y también la mayor prisión federal, Leavenworth, así como la más importante prisión militar de todo el país, Fort Leavenworth, lúgubres cuarteles disciplinarios del ejército y de la aviación de los Estados Unidos. Si todos esos reclusos quedaran en libertad, juntos podrían poblar una pequeña ciudad.

La más antigua de las prisiones es la penitenciaría masculina del estado de Kansas, un palacete blanco y negro coronado de torres, cuya presencia, caracteriza una ciudad rural que sin ella sería del montón, Lansing. Construida durante la guerra civil, recibió su primer residente en 1864. Hoy en día los presos son unos dos mil. El actual alcaide Sherman H. Crouse lleva un registro en el que anota diariamente el total subdividiéndoles por razas (por ejemplo, blancos 1.405, negros 360, mexicanos 12, indios 6). Sea cual fuere su raza, cada recluso es ciudadano de un pueblo de piedra que existe en el interior de los muros de la cárcel, guardados por ametralladoras: cinco hectáreas grises de calles de cemento, bloques de celdas y talleres.

En la zona sur del recinto de la penitenciaría se alza un pequeño y curioso edificio de dos pisos y forma de ataúd. Este edificio, llamado oficialmente Edificio de Segregación y Aislamiento, constituye una prisión dentro de la prisión. Entre los presos, la planta baja es conocida por El Hoyo, lugar donde son encerrados los prisioneros difíciles, los provocadores de desórdenes.

Al piso de arriba se llega por una escalera de caracol de hierro: el piso de arriba es la Hilera de las Celdas de la Muerte.

La primera vez que los asesinos de los Clutter ascendieron por aquella escalera fue una lluviosa tarde de abril. Llegados a Lansing después de un viaje de ocho horas en coche a través de los seiscientos kilómetros que lo separan de Garden City, los recién llegados fueron desnudados, duchados, rapados casi al cero y provistos de bastos uniformes de dril y zapatillas de fieltro (calzado habitual de los presos en las prisiones americanas). Luego, una escolta armada los condujo en el crepúsculo lluvioso hacia el edificio en forma de ataúd, los hizo subir aprisa por la escalera de caracol hasta dos de las doce celdas que, una al lado de otra, constituyen la Hilera de la Muerte de Lansing.

Las celdas son todas idénticas. Todas miden dos metros por tres y no tienen otro mobiliario que una cama, un retrete, un lavabo y una bombilla en el techo que no se apaga ni de día ni de noche. Las ventanas de las celdas son muy estrechas y no sólo tienen barrotes, sino que están cerradas por una fina red de alambre, negra como un velo de viuda. De modo que los rostros de los condenados a muerte pueden ser apenas entrevistos por el que pase por delante. Desde dentro todo lo que se alcanza a ver es un solar vacío y sucio que en verano hace las veces de campo de béisbol; más allá del solar, una sección del muro de la prisión y por encima de todo ello se divisa un trozo de cielo.

La pared es de piedra tosca y las palomas anidan en sus grietas. Una puerta de hierro oxidada, inserta en la parte de muro visible para los ocupantes de la Hilera, pone en fuga a las palomas con el consiguiente estrépito de alas cada vez que se abre, pues los goznes chirrían muy desagradablemente. La puerta da a un cavernoso almacén donde, aun en los días más calurosos, el aire es húmedo y frío. Varias cosas se guardan allí: piezas de hierro que los detenidos emplean para fabricar placas de coche, trastos viejos, maquinaria antigua, atavíos de béisbol… y también una horca de madera sin pintar que huele vagamente a pino. Esa es la cámara de ejecuciones del estado. Cuando a un hombre lo llevan a ella para ser ahorcado, los prisioneros dicen que «se fue a El Rincón» o también que «hizo una visita al almacén».

Según la sentencia del tribunal, Smith y Hickock tenían que visitar el almacén seis semanas después de la condena: un minuto después de la medianoche del viernes 13 de mayo de 1960.

La pena de muerte fue abolida en el estado de Kansas en 1907. En 1935, debido a un desenfrenado recrudecimiento y proliferación de criminales profesionales (Alvin «Old Creepy» Karpis, Charles «Pretty Boy» Floyd, Clyde Barrow y su amante asesina Bonnie Parker), los legisladores del estado votaron para que fuese restaurada. Sin embargo, hasta 1944 ningún verdugo tuvo ocasión de ejercer su oficio. En los diez años siguientes sólo tuvo nueve ocasiones más. Pero por un espacio de seis años, es decir, desde 1954, no hubo verdugo que cobrase un céntimo en Kansas (aparte de que ejerciera sus funciones en el cuartel disciplinario del ejército y la aviación, que cuenta también con una horca). El recientemente fallecido George Docking, gobernador de Kansas desde 1957 hasta 1960, fue el responsable de esta interrupción pues se mostró sin reservas contrario a la pena capital. («Es que no me gusta, sencillamente, matar a la gente».)

Entonces, en abril de 1960, había en las prisiones de Estados Unidos ciento noventa personas en espera de ser ajusticiadas; cinco de ellas, incluidos los asesinos de los Clutter, se contaban entre los reclusos de Lansing. De tarde en tarde, los visitantes importantes de la prisión son invitados a eso que los altos funcionarios llaman «echar un vistazo a la Hilera de la Muerte». Los que aceptan, son acompañados por un guardián, que, mientras guía al turista a lo largo del corredor que una reja de hierro separa de las celdas de la muerte, va presentando a los condenados en lo que debe de considerar un cómico formulismo.

—Y éste —le decía a un visitante en 1960— es el señor Perry Edward Smith. En la celda siguiente vemos al compañero del señor Smith, el señor Richard Eugene Hickock. Y más allá tenemos al señor Earl Wilson. A continuación del señor Wilson, vemos al señor Bobby Joe Spencer. Y en cuanto a este último caballero, seguro estoy de que reconoce al famoso señor Lowell Lee Andrews.

Earl Wilson, un fornido negro que cantaba himnos, había sido condenado a muerte por haber raptado, violado y torturado a una joven mujer blanca que, aunque había salvado su vida, quedó severamente incapacitada. Bobby Joe Spencer, de raza blanca, joven afeminado, se había confesado autor del asesinato de una anciana de Kansas City, propietaria de la pensión donde él vivía. Antes de dejar su cargo en enero de 1961, el gobernador Docking, que no había sido reelegido (en buena parte por su actitud hacia la pena capital) conmutó las sentencias de ambos hombres por cadena perpetua, lo que significaba que podían pedir la libertad bajo palabra al cabo de siete años.

Pero Bobby Joe Spencer, pronto volvió a matar: apuñaló a otro joven convicto, su rival en los favores de un recluso de más edad (como dijo un guardián de la penitenciaría: «Dos trastos pegándose por otro más trasto».)

Tal aventura le costó a Spencer una segunda condena a cadena perpetua. Pero el público no sabía demasiado quiénes eran Wilson ni Spencer en comparación con Smith y Hickock o con el quinto hombre de la Hilera, Lowell Lee Andrews, porque la prensa los había pasado más bien por alto.

Dos años atrás Lowell Lee Andrews, muchacho de dieciocho años, muy corpulento y corto de vista, con gafas de gruesa montura y que pesaba casi ciento cincuenta kilos, cursaba el segundo año en la Universidad de Kansas como estudiante de biología, colmado de premios y honores. A pesar de que era una criatura solitaria, encerrada en sí misma y difícilmente comunicativa, los que lo conocían, tanto en su ciudad natal Wolcott, Kansas, como en la Universidad lo consideraban un muchacho extraordinariamente gentil y de «naturaleza amable», (posteriormente, un artículo sobre él aparecido en un diario de Kansas llevaba el título: «El chico más encantador de Wolcott»). Pero dentro del callado y joven erudito existía una doble personalidad insospechada, de motividad atrofiada, una mente anormal y retorcida por la que discurrían los pensamientos más fríos y crueles. Su familia compuesta de sus padres y una hermana un poco mayor, Jennie Marie, se hubieran quedado pasmados si hubieran conocido los sueños que con los ojos bien abiertos nutría Lowell durante el verano y otoño de 1958: el hijo inteligente, el adorado hermano, planeaba envenenarlos a todos.

El padre de Andrews era un próspero granjero. No tenía mucho dinero en el banco, pero poseía tierras por valor de doscientos mil dólares. El ansia de heredar aquella propiedad fue evidentemente el motivo que impulsó a Lowell a maquinar la destrucción de su familia. Porque el secreto Lowell Lee, que se escondía tras el tímido estudiante de biología que frecuentaba la iglesia, era que se creía un maestro del crimen con un corazón de hielo: soñaba con llevar camisa de seda como los gángsters y conducir llamativos coches deportivos, ser algo más que un simple estudiantillo con gafas, demasiado gordo y virginal y si bien no tenía nada contra ninguno de los miembros de su familia, por lo menos conscientemente, asesinarlos le parecía el modo más expeditivo, más sensato de llevar a cabo las fantasías que lo poseían. Como arma, se había decidido por el arsénico. Después de haber envenenado a las víctimas, pensaba acostarlas en sus camas y prender fuego a la casa con la esperanza de que la policía creyera que las muertes habían ocurrido por accidente. Sin embargo, un detalle le preocupaba: ¿y si la autopsia revelaba la presencia de arsénico? ¿Y si se descubría que el veneno lo había comprado él? A finales del verano, había elaborado otro plan. Se pasó tres meses perfeccionándolo. Por fin, una noche de noviembre en que el termómetro marcaba cero, se dispuso a actuar.

Era la semana de Acción de Gracias, y Lowell Lee pasaba en casa esas cortas vacaciones universitarias, así como Jennie Marie, muchacha inteligente pero poco atractiva que estudiaba en la Universidad de Oklahoma. La noche del 28 de noviembre, a eso de las siete, Jennie Marie estaba con sus padres, viendo la televisión en la sala; Lowell Lee, encerrado en su cuarto, leía los últimos capítulos de Los hermanos Karamazov. Terminado lo cual, se afeitó, se puso el mejor traje que tenía y pasó a cargar un rifle semiautomático calibre 22 y un revólver «luger» calibre 22. Se colocó el revólver en una pistolera, se echó el fusil al hombro y recorrió el corredor que lo separaba de la sala, sólo iluminada por la pantalla del aparato de televisión. Encendió la luz, apuntó con el rifle y disparó a su hermana entre los ojos, matándola instantáneamente.

Le disparó tres veces a su madre y dos a su padre. La madre, con los ojos dilatados, se tambaleó hacia él, tratando de hablar, abrió y cerró la boca, pero Lowell Lee le dijo:

—Cállate.

Y para asegurarse de que le obedecía, le disparó tres tiros más. El señor Andrews, sin embargo, seguía con vida: sollozando, gimiendo, se arrastró por el suelo hacia la cocina; pero al llegar al umbral, el hijo desenfundó el revólver y le disparó todas las balas. A continuación volvió a cargar el arma y a vaciarla otra vez. En total, el padre recibió diecisiete balazos.

Andrews dijo, según declaración que se le atribuye: «No sentí nada. Había llegado el momento, y yo hice lo que debía. Y eso fue todo». Después de los disparos, abrió una ventana de su cuarto y sacó la tela metálica protectora. Luego anduvo por la casa abriendo cajones y desparramando su contenido: tenía la intención de atribuir el crimen a unos supuestos ladrones. A continuación, al volante del coche de su padre, recorrió sesenta kilómetros por carreteras resbaladizas de nieve hasta Lawrence, ciudad donde se encuentra la Universidad de Kansas. De camino, paró en un puente, desmontó las armas homicidas y se libró de ellas arrojando las piezas al río Kansas. Pero, naturalmente, el propósito del viaje era proporcionarse una coartada. Primero paró en su residencia del campus, habló con la directora y le dijo que había venido a recoger su máquina de escribir y que a causa del mal tiempo el viaje de Wolcott a Lawrence le había llevado dos horas. Saliendo de allí, entró en un cine, y contrariamente a su costumbre, charló un momento con un acomodador y con un vendedor de caramelos. A las once, cuando la película terminó, regresó a Wolcott. El perro que tenían, que no era de raza, aguardaba en el porche gimiendo de hambre. Lowell Lee entrando en la casa y pasando por encima del cadáver de su padre, le preparó un tazón de leche caliente y gachas. Luego, mientras el perro comía, telefoneó al despacho del sheriff, y dijo:

—Le llamo Lowell Lee Andrews. Vivo en el seis mil cuarenta de Wolcott Drive y quiero denunciar un robo…

Cuatro agentes de la patrulla del sheriff de Wyandotte County se presentaron. Uno de ellos, el agente Meyers, describe así la escena:

—Bueno, era la una de la madrugada cuando llegamos allí. Todas las luces de la casa estaban encendidas. Y ese enorme niño de pelo oscuro, Lowell Lee, estaba sentado en el porche acariciando a su perro.

Le daba palmadas en la cabeza. El teniente Athey le preguntó qué había sucedido. Se limitó a señalar la puerta y a decir, con cierta negligencia: «Echen un vistazo.”

Después de hacerlo, los aturdidos agentes llamaron al forense del distrito (un caballero que también quedó impresionado con la insensible indiferencia del joven Andrews). Cuando el forense le preguntó qué disposiciones pensaba tomar para el funeral, Andrews, encogiéndose de hombros, contestó:

—No me importa qué haga con ellos.

En seguida llegaron dos detectives que empezaron a hacer preguntas al único superviviente de la familia. A pesar de que estaban convencidos de que mentía, los dos detectives escucharon pacientemente el cuento de que se había ido en coche hasta Lawrence a buscar su máquina de escribir, de que luego había entrado en el cine y que al llegar a casa después de medianoche halló las alcobas saqueadas y su familia asesinada. Mantuvo esta historia y puede que la hubiera mantenido siempre si, después de su arresto y traslado a la prisión del distrito, las autoridades no hubieran conseguido la ayuda del reverendo Virto C. Dameron.

El reverendo Dameron, personaje sacado de un libro de Dickens, persuasivo y excelente orador de azufre y fuego eterno, era el ministro de la Iglesia baptista de Grandview de Kansas City, la iglesia que los Andrews frecuentaban regularmente. Despertado por una llamada urgente del forense, Dameron se personó en la cárcel a las tres de la madrugada. Los detectives que habían interrogado al sospechoso intensa pero infructuosamente pasaron a otra habitación dejando que el ministro mantuviera una consulta privada con aquel elemento de su parroquia. Resultó ser una entrevista fatal para el último, quien muchos meses después le contaba a un amigo:

—El señor Dameron me dijo: «Piensa, Lee, te conozco desde que naciste. Desde que no eras más que un renacuajo. Y que a tu padre lo conocía de siempre, que crecimos juntos, que éramos amigos de infancia. Y por eso he venido hasta aquí, no sólo porque soy tu ministro religioso, sino porque te considero como a un miembro de mi propia familia. Y porque tú necesitas un amigo en quien poder confiar y confiarte. Este espantoso suceso me ha conmovido como no puedes imaginar y tengo tantas ganas como tú de ver al culpable detenido y castigado.”

»Me preguntó si tenía sed, y, como sí la tenía, me trajo una Coca-Cola y empezó a hablarme de las vacaciones, del Día de Acción de Gracias y de si me gustaba la universidad, hasta que de pronto dijo: “Según parece, Lee, dudan de tu inocencia. Estoy seguro de que no te importará someterte al detector de mentiras para convencer a esos hombres de tu inocencia, así pueden empezar a ocuparse de atrapar al culpable.” Luego me dijo: “Lee, tú no has cometido esa acción atroz, ¿verdad? Si lo hiciste, ahora es el momento de purgar tu alma.” Entonces pensé: qué más da, y le conté la verdad, prácticamente todo. No dejaba de sacudir la cabeza, poner los ojos en blanco y frotarse las manos. Me dijo que era una acción terrible y que yo tendría que responder de ella ante el Altísimo y purgar mi alma diciéndoles a los policías lo que acababa de contarle a él. Me preguntó si estaba dispuesto a hacerlo.

Al recibir como respuesta un movimiento de cabeza afirmativo, el consejero espiritual del detenido pasó a la habitación contigua, atestada de policías expectantes, y les anunció con alivio:

—Ya pueden entrar. El muchacho está dispuesto a declarar.

El caso Andrews se convirtió en el fundamento de una cruzada médica y legal. Antes de iniciarse el proceso, en el que Andrews se declaró inocente en razón de enfermedad mental, el personal psiquiátrico de la Clínica Menninger llevó a cabo un exhaustivo examen del acusado, que dio como resultado el diagnóstico de «esquizofrenia simple». Por «simple» los especialistas entendían el hecho de que Andrews no sufría ilusiones, ni percepciones falsas, ni alucinaciones, sino el primer estadio de la enfermedad mental que consiste en la separación de pensamiento y sentimiento. Comprendía la naturaleza de sus actos y sabía que eran prohibidos y que por ellos se hacía merecedor de castigo.

—Pero —declaró el doctor Joseph Satten, uno de los que lo examinaron— Lowell Lee Andrews no experimenta emoción alguna. Se considera a sí mismo la única persona importante y significativa del mundo entero. Y en ese recluido mundo suyo, se siente con igual derecho a matar a su madre como a un animal o a una mosca.

En opinión del doctor Satten y sus colegas, el crimen de Andrews ofrecía un ejemplo tan indiscutible de irresponsabilidad, que el caso se prestaba admirablemente para debatir la ley M’Naghten en los tribunales de Kansas. La ley M’Naghten, como hemos dicho ya, no reconoce forma alguna de enfermedad mental cuando el acusado es capaz de distinguir entre el bien y el mal: legalmente y no moralmente. Con gran contrariedad de psiquiatras y juristas liberales, esta ley prevalece en los tribunales de la Comunidad Británica de Naciones y en Estados Unidos, en todos los estados, además del distrito de Columbia (excepto una media docena de ellos donde rige la ley más indulgente, si bien para algunos poco práctica, de Durham, según la cual un acusado no es criminalmente responsable de su acto contra la ley, si es producto de enfermedad o defecto mental).

En resumen, lo que pretendían conseguir los defensores de Andrews, un equipo compuesto por los psiquiatras de la Clínica Menninger y dos abogados de primera categoría, era una victoria que sentara un rotundo precedente legal. El objetivo fundamental era persuadir al tribunal de que sustituyera la ley M’Naghten por la de Durham. De conseguirlo, Andrews, con la abundancia de pruebas sobre su esquizofrenia, no sería condenado a la horca, ni siquiera a la cárcel, sino que sería confinado en el Hospital del Estado para insanos criminales.

Pero la defensa había hecho planes sin contar con el consejero religioso del acusado, sin contar con el incansable reverendo señor Dameron, que apareció en el proceso como testigo principal de la acusación y que, con el complicado estilo rococó de un teatral predicador de feria, declaró al tribunal que había advertido con frecuencia a su antiguo alumno de la escuela dominical contra la cólera divina.

—Y yo afirmo que no hay nada en este mundo tan precioso como tu alma y que reconociste ante mi muchísimas veces que tu fe era débil, que no tenías fe en Dios. Sabes muy bien que todos los pecados atentan contra Dios y que Dios será tu juez supremo y que ante El tendrás que responder de tu delito. Todo cuanto he dicho, lo declaro para hacer comprender el acusado lo terrible de su crimen y que tendrá que responder de él ante el Todopoderoso.

Al parecer, el reverendo Dameron había determinado que el joven Andrews tenía que responder de su acto no sólo ante el Todopoderoso, sino también ante poderes más temporales, pues fue su testimonio, unido a la confesión del acusado, lo que decidió el asunto. El juez que presidía se atuvo a la ley M’Naghten y el jurado condenó a pena de muerte al acusado.

El viernes 13 de mayo, primera fecha establecida para la ejecución de Smith y Hickock, pasó inofensivamente: la Corte Suprema de Kansas había concedido un aplazamiento en espera de la resolución de las demandas de nuevo proceso presentadas por los abogados de la defensa. Por entonces, el veredicto del caso Andrews estaba pendiente también de revisión por la misma Corte.

La celda de Perry era contigua a la de Dick. Aunque invisibles el uno para el otro, podían conversar con toda facilidad. Sin embargo, Perry raramente se dirigía a Dick y no porque hubiera una clara animosidad entre ellos (tras el intercambio de unos cuantos reproches mutuos, su amistad se había convertido en recíproca tolerancia: la aceptación de dos hermanos siameses incompatibles pero impotentes), sino porque a Perry, receloso como siempre, cauto y precavido, no le gustaba que los guardianes y los demás presos se enteraran de sus «asuntos personales», especialmente Andrews o Andy como le llamaban en la Hilera. El culto acento de Andrews, su inteligencia cultivada y salida de universidad eran anatema para Perry que, aunque no había pasado de tercer grado, se creía mucho más instruido que la gente que solía tratar, que disfrutaba corrigiendo, especialmente en gramática y pronunciación. Pero de improviso se había tropezado con alguien, «¡un chaval!», que le corregía a él de continuo. ¿Era de extrañar que se abstuviese de abrir la boca? Mejor tener la boca cerrada que aguantar que un mocoso universitario le mantuviera a raya.

—No digas ininteresado. Cuando lo que quieres decir es desinteresado.

Andrews lo decía bien, sin malicia, pero Perry hubiera querido poder freírlo en aceite hirviendo y aunque jamás hubiese admitido tal cosa, ni dejado adivinar a nadie la razón, después de uno de esos humillantes incidentes, permaneció enfurruñado en su asiento, dándose por no enterado de la comida que le servían tres veces al día. A principios de junio, se abstuvo completamente de comer. Le dijo a Dick:

—Quédate ahí esperando la cuerda. Yo no.

Y a partir de aquel momento se negó a tocar comida y agua y a decir una palabra a nadie.

El ayuno duró cinco días antes de que el guardián lo tomase en serio. Al sexto día, ordenó que Perry fuera trasladado al hospital de la prisión, pero la medida no alteró la decisión de Perry. Cuando intentaron hacerle comer a la fuerza, peleó para que no lo consiguieran: movía la cabeza y cerraba las mandíbulas hasta tenerlas tan rígidas como herraduras. Al final tuvieron que maniatarle y alimentarlo por vía intravenosa o por una sonda en la nariz. Aun así, en nueve semanas, su peso bajó de 76 kilos a 52 y el alcaide fue advertido de que aquella alimentación forzada, de por sí, no mantendría al paciente con vida indefinidamente.

Dick, si bien la fuerza de voluntad de Perry le había impresionado, no quería creer que su propósito fuera llegar al suicidio. Incluso cuando le comunicaron que Perry había entrado en coma, le dijo a Andrews, del que se había hecho muy amigo, que aquel antiguo cómplice suyo pretendía valerse de un truco.

—Sólo quiere que lo tomen por loco.

Andrews, devorador compulsivo (había llenado un cuaderno de ilustraciones de comestibles, desde un pastel de fresa a un cerdo asado) dijo:

—Quizá lo esté. ¡Matarse de hambre así…!

—No quiere más que salir de aquí. Hace teatro. Para que digan que está loco y lo pongan en el manicomio.

A Dick le encantaba repetir con frecuencia la respuesta de Andrews porque le parecía una clara muestra del «divertido modo de pensar» del muchacho, de aquella autosatisfacción «del que vive en las nubes».

—Bueno —según parece añadió Andrews—, a mí, desde luego, me parece un sistema un poco drástico. Matarse de hambre. Porque al fin y al cabo, todos saldremos de aquí. O caminando o llevados dentro de un ataúd. A mí igual me da andar o que me lleven. Al final siempre acaba por ser lo mismo.

Dick le dijo:

—Lo que tienes de malo, Andy, es que no sientes respeto alguno por la vida humana. Ni por la tuya.

Andrews asintió.

—Y —añadió— voy a decirte algo más. Si llego a salir de aquí vivo, quiero decir fuera de estas paredes, quizá nunca sepa nadie adonde se ha ido Andy, pero te juro que sí sabrán por dónde pasó.

Durante todo el verano, Perry flotó entre un estado de adormilado sopor y un sueño enfermizo y afiebrado. Oía voces en su cabeza, una que persistentemente le preguntaba: «¿Dónde está Jesús? ¿Dónde?» Y un día se despertó gritando. «El pájaro es Jesús. ¡El pájaro es Jesús!» Aquella antigua fantasía suya, aquel deseo de actuar en escenarios como «Perry O’Parsons, el Hombre Orquesta», volvió a su cabeza en forma de sueño recurrente. El centro geográfico del sueño era un night club de Las Vegas donde, con un sombrero de copa blanco y un smoking blanco también, actuaba en un proscenio iluminado por los focos, tocando por turnos armónica, guitarra, banjo y tambor a la vez que cantaba You are my sunshine [27] y bailaba zapateado en un breve tramo de escalones dorados. En la cima de ellos, sobre una plataforma, se inclinaba a saludar. No había aplausos, ni uno solo y, sin embargo, miles de clientes se habían reunido en el vasto, lujoso local: extraño público, casi todos hombres y casi todos negros. Mientras los contemplaba, sudando, el artista comprendía por fin el significado de su silencio, dándose cuenta al cabo de que no eran más que fantasmas, los espíritus de aquellos que habían sido legalmente aniquilados en la horca, en la cámara de gas, en la silla eléctrica. En el mismo instante comprendía también que él se hallaba allí para reunirse con ellos, que aquellos escalones dorados conducían al patíbulo, que la plataforma que lo sostenía se estaba abriendo bajo sus pies. El sombrero de copa rodaba por tierra; orinando, defecando, Perry O’Parsons entraba en la eternidad.

Una tarde, sustrayéndose a un sueño, se despertó y encontró al alcaide de pie junto a su cama. Este le dijo:

—Por lo que parece tenías una pesadilla, ¿no?

Pero Perry no le contestó y el alcaide, que había visitado el hospital en repetidas ocasiones tratando de persuadir al preso para que rompiera su ayuno, le dijo:

—Te traigo una cosa. De tu padre. Pensé que querrías verla.

Perry, ojos inmensos que relucían ahora en un rostro de palidez fosforescente, contemplaba el techo. Y poco después, poniendo la tarjeta postal en la mesita de noche del paciente, el desairado visitante se marchó.

Por la noche, Perry miró la postal. Iba dirigida al alcaide y venía de Blue Lake, California. El mensaje, escrito en una caligrafía irregular y familiar, decía: «Muy señor mío: Tengo entendido que tiene otra vez a mi muchacho Perry en custodia. Escríbame, por favor, qué fue lo que hizo de malo y dígame si podré verle si voy. Estoy bien y espero que usted también. Tex J. Smith». Perry destruyó la postal, pero su imaginación la conservó, pues aquellas pocas palabras toscas le hicieron resucitar emocionalmente, despertando amor y odio, y recordándole que todavía estaba como él había tratado de no estar, con vida.

—Y entonces decidí —le contaba después a un amigo— que debía seguir viviendo. Si alguien quería mi vida, no iba a obtener más ayuda de mi parte. Tendrían que luchar para llevársela.

Al día siguiente pidió un vaso de leche, el primer alimento que aceptaba voluntariamente en catorce semanas. Poco a poco, con una dieta a base de yemas de huevo y zumo de naranja, fue ganando peso. En octubre, el médico de la prisión, doctor Robert Moore, lo consideró suficientemente fortalecido como para ser reintegrado a la Hilera. Cuando llegó, Dick se rio y le dijo:

—Bien venido a casa, encanto.

Pasaron dos años.

La partida de Wilson y Spencer dejó a Smith, Hickock y Andrews solos en la Hilera, con las luces siempre encendidas y las ventanas, veladas. Los privilegios concedidos a los prisioneros ordinarios, a ellos les estaban vedados: ni radios, ni cartas, ni siquiera un rato de ejercicio. En realidad, no estaban autorizados a dejar la celda a excepción hecha del sábado en que los llevaban a la ducha y a continuación les entregaban la muda. Las otras únicas ocasiones de salir momentáneamente eran las distanciadas visitas de abogados o parientes. La señora Hickock venía una vez al mes; su marido había muerto, ella había perdido la granja y, como le contó a Dick, vivía ahora con un pariente y luego con otro.

A Perry le parecía estar viviendo «en el fondo del mar» quizá porque la Hilera era, de costumbre, tan estática y gris como las profundidades del océano, igualmente silenciosa aparte de ronquidos, toses, el susurro de las zapatillas, el alboroto de plumas de las palomas que habían hecho su nido en el muro de la cárcel. Pero no siempre. En una carta a su madre, Dick le decía: «Hay veces en que no se puede ni oír tu propio pensamiento. Meten hombres en las celdas de abajo, ahí en eso que llaman El Hoyo y muchos rabian y se pelean como locos de atar. Maldiciones y alaridos todo el tiempo, es intolerable y entonces todo el mundo les grita que se callen. Me gustaría que me enviaras tapones para los oídos. Sólo que no me dejarían ponérmelos. No hay descanso para el malvado, imagino».

El pequeño edificio había sido construido hacía más de un siglo y los cambios de estación habían marcado síntomas diversos de su antigüedad: el frío del invierno saturaba las junturas de hierro y piedra y en verano, cuando la temperatura llegaba a veces a los 38° C las celdas viejas eran malolientes calderos. En una carta a su madre del 5 de julio de 1961, Dick le escribía: «Hace tanto calor que mi piel apesta. Procuro no moverme mucho. Me paso el día sentado en el suelo: la cama está demasiado sudada para echarme en ella. El hedor que despido me da náuseas porque sólo me baño una vez a la semana y siempre llevo puesta la misma ropa. Nada de ventilación y las bombillas siempre encendidas calientan aún más el aire. Las chinches siguen saltando en las paredes».

A diferencia de los presos normales, los condenados a muerte no están sujetos a la rutina de un trabajo. Pueden hacer de su tiempo lo que quieren: dormir el día entero como Perry solía («Me imagino que soy un bebé pequeñín que no puede tener los ojos abiertos») o, como Andrews, leer toda la noche. Andrews se tragaba por término medio de quince a veinte libros a la semana, lo mismo libracos que belles-lettres [28], y le gustaba la poesía, especialmente Robert Frost y admiraba también a Whitman, Emily Dickinson y los poemas cómicos de Ogden Nash. Aunque su insaciable sed de literatura pronto agotó las estanterías de la biblioteca de la prisión, el capellán del penal y otras personas que se compadecían de Andrews le enviaban continuamente paquetes de libros de la Biblioteca Pública de Kansas City.

Dick era también un ratón de biblioteca pero su interés se centraba sólo en dos temas: el sexo según lo tratan las novelas de Harold Robbins, e Irving Wallace (le prestó uno a Perry y éste se lo devolvió con una notita indignada: «¡Degenerada inmundicia para degeneradas mentes inmundas!») y textos legales. Todos los días se pasaba horas enteras hojeando libros de derecho, recopilando datos que esperaba le ayudaran a conmutar su condena. También, persiguiendo el mismo fin, envió montones de cartas a organizaciones tales como American Civil Liberties Union y Kansas State Bar Association [29], cartas atacando su juicio, al que calificaba de «parodia de proceso» y apremiando a los destinatarios a que le ayudaran a obtener un nuevo juicio. Convenció a Perry de que hiciera a su vez peticiones por el estilo, pero cuando Dick le sugirió a Andy que siguiera su ejemplo y escribiera protestas en su propio favor, Andrews contestó:

—De mi cuello me ocupo yo, y tú ocúpate del tuyo.

(En verdad no era el cuello la parte del cuerpo que a Dick preocupaba mayormente. En otra de las cartas dirigidas a su madre, escribía: «El pelo se me cae a montones. Me pone frenético. Nadie en nuestra familia fue calvo, que yo recuerde, y me pone frenético pensar que voy a ser un horrible viejo calvo».)

Los dos guardianes que hacían el turno de noche en la Hilera, al entrar en su trabajo una noche de otoño de 1961, llevaron noticias.

—Vaya —anunció uno de ellos—, parece, chicos, que vais a tener compañía.

El significado de la frase era clarísimo para el público a quien iba dirigida: los dos soldados jóvenes que habían sido procesados por el asesinato de un obrero de ferrocarriles de Kansas habían sido condenados a la pena máxima.

—Sí, señores —añadió el guardián confirmándolo—, les han dado pena de muerte.

Dick comentó:

—Pues claro, es muy popular en Kansas. Los jurados la dan como si repartieran caramelos a los chavales.

Uno de los soldados, George Ronald York, tenía dieciocho años y su compañero, James Douglas Latham, un año más. Ambos eran extraordinariamente bien parecidos, lo que explicaba el enjambre de jovencitas que había acudido al proceso. A pesar de haber sido condenados por un solo asesinato, se les atribuían siete víctimas, en una especie de juerga que se corrieron pasando de un estado a otro.

Ronnie York, rubio y de ojos azules, nació y se educó en Florida donde su padre era un famoso y bien remunerado buceador submarino. Los York llevaban una confortable y grata vida de familia y Ronnie, amado con exceso, con exceso alabado por sus padres y por una hermana que lo idolatraba, era el adorado centro de ella. El pasado de Latham había que situarlo en el extremo opuesto: tan solitario y sombrío como el de Perry Smith. Nacido en Texas, era el menor de los hijos de unos prolíficos padres, sin dinero, que vivían en continua pelea y que cuando acabaron por separarse dejaron que la prole se las compusiera por su cuenta, despreciada, perdida y dispersada como manojos de hierba que el viento lleva. A los diecisiete años, necesitado de refugio, Latham se alistó en el ejército. Dos años después fue declarado prófugo por ausentarse sin licencia y arrestado en las celdas de castigo de Fort Hood, Texas. Fue allí donde conoció a Ronnie York que cumplía condena por la misma infracción. Aunque eran muy distintos, incluso físicamente —York alto y flemático, mientras el tejano era un hombre bajo con oscuros ojos de zorra que animaban un rostro pequeño, ladino y compacto—, descubrieron que por lo menos compartían una firme opinión: el mundo era odioso y todos sus habitantes estarían mejor muertos.

—Es un mundo podrido —decía Latham—. No se le puede responder más que con maldad. Es la única cosa que todo el mundo entiende: la maldad. Quémale la casa a un hombre, entonces comprenderá. Envenénale el perro. Asesínalo.

Ronnie afirmó que Latham «tenía razón cien por cien». Y luego añadió:

—De todos modos, si matas a alguien, no le haces más que un favor.

Las primeras personas elegidas para hacerles ese favor fueron dos mujeres de Georgia, respetables amas de casa que tuvieron la desgracia de tropezarse con York y Latham cuando el par de asesinos, fugándose de las celdas de castigo de Fort Hood, habían robado una camioneta y se dirigían a Jacksonville, Florida, cuna de York. El escenario del encuentro fue una estación de Esso, en la oscura periferia de Jacksonville. La fecha, la noche del 29 de mayo de 1961. En un principio, los dos prófugos tenían intención de ir a aquella ciudad de Florida para hacerle una visita a la familia de York, pero una vez allí, York creyó poco prudente ponerse en contacto con los suyos, porque a veces su padre sacaba un genio de todos los diablos. Él y Latham lo comentaron y habían decidido como nuevo destino Nueva Orleáns, cuando pararon en una estación de Esso a poner gasolina. A su lado, otro coche reponía combustible. En él se hallaban dos señoras, las futuras víctimas, que después de pasar el día de compras y recreo en Jacksonville se volvían a sus casas de una pequeñísima población junto a la frontera Florida-Georgia. ¡Ay!, habían perdido el camino. York, a quien se lo preguntaron, estuvo muy cortés.

—No tienen más que seguirnos. Las dejaremos en la buena carretera.

Pero la carretera a la que las llevaron, de buena no tenía nada: estrecha, curva tras curva, iba a perderse en unas marismas. Sin embargo, las señoras, confiadas, fueron siguiendo hasta que el vehículo que las precedía se detuvo y entonces vieron, a la luz de los faros, que los dos serviciales jóvenes se acercaban a pie y vieron también, pero demasiado tarde, que cada uno iba armado con una vara de ganado negra. Las varas pertenecían al dueño de la camioneta robada, un ganadero. Fue idea de Latham usarlas como garrote, que fue lo que, tras robar a las señoras, hicieron. En Nueva Orleáns, los mozos se compraron una pistola y marcaron en la culata dos muescas.

En el transcurso de los diez días siguientes, fueron sucesivamente añadidas más muescas: En Tullahoma, Tennessee, donde se hicieron con un elegante Dodge rojo convertible, matando a tiros a su dueño, un viajante de comercio; en un suburbio de St. Louis, Illinois, donde otros dos hombres fueron asesinados. La víctima de Kansas, que siguió a estas cinco, fue un abuelo, de sesenta y dos años, Otto Ziegler; robusto y cordial, una de esas personas que no saben seguir carretera adelante sin ofrecer ayuda cuando ven a alguien con el coche parado. Una bonita mañana de junio, a toda velocidad en su coche por una autopista de Kansas, el señor Ziegler vio de pronto un coche rojo convertible parado en la cuneta con el capó levantado y un par de bien parecidos jóvenes hurgando en el motor. ¿Cómo iba a saber el generoso señor Ziegler que el coche no tenía falla alguna? ¿Que se trataba sólo de un truco para robar y matar a todo aquel que se sintiera samaritano? Sus últimas palabras fueron:

—¿Les puedo ayudar en algo?

York, a una distancia de seis metros, disparó contra el cráneo del anciano y volviéndose a Latham le dijo:

—No está mal la puntería, ¿eh?

Su última víctima fue la más patética. Una muchacha de dieciocho años que trabajaba de camarera en un motel de Colorado, donde el desenfrenado par pasó la noche, durante la que ella se prestó a hacerles el amor. Le dijeron que se iban a California y la invitaron a irse con ellos.

—Anda, vente —le apremió Latham—, puede que acabemos todos como estrellas de cine.

La muchacha y su maleta de cartón apresuradamente hecha acabaron como sangrientos despojos en el fondo de una hondonada cerca de Craig, Colorado. Pero no muchas horas después de haberla asesinado y arrojado al barranco, sus asesinos se hallaban realmente ante las cámaras filmadoras.

Descripciones de los ocupantes del coche rojo, suministradas por los testigos que los vieron aparcados en la zona donde el cuerpo de Otto Ziegler fue hallado, circulaban por el Midwest y por los estados del oeste. Se enviaron destacamentos a las carreteras y helicópteros las vigilaban desde el aire. Fue un destacamento de Utah el autor de la detención de York y Latham. Luego, en el cuartel general de la policía de Salt Lake City, una compañía de televisión local obtuvo permiso para televisar una entrevista con los dos que, si se prescindía del sonido, parecían dos jóvenes atletas, sanos de cuerpo y alma, que hablaran de hockey o béisbol. De todo menos de crímenes y de los roles, jactanciosamente confesados, que jugaron en la muerte de siete personas.

—Pero… ¿por qué? —pregunta el locutor—, ¿por qué lo hicisteis?

Y York, con una sonrisa de autocomplacencia, contesta:

—Nosotros odiamos al mundo.

En los cinco estados con derecho a procesar a York y Latham existía pena de muerte: Florida (silla eléctrica), Tennessee (silla eléctrica), Illinois (silla eléctrica), Kansas (horca) y Colorado (cámara de gas). Pero como disponía de las pruebas más contundentes, Kansas se llevó la victoria.

Los hombres de la Hilera conocieron a sus nuevos compañeros el 2 de noviembre de 1961. El guardián que escoltaba a los recién llegados hizo la presentación diciendo:

—Señor York y señor Latham, les presento al señor Smith. Y al señor Hickock. Y al señor Lowell Lee Andrews, «el chico más simpático de Wolcott».

Cuando el cortejo hubo pasado, Hickock oyó que Andrews ahogaba una risa y le preguntó:

—¿Qué tiene de divertido ese hijo de puta?

—Nada —contesto Andrews—. Pensaba: si contamos los tres míos, vuestros cuatro y sus siete, hacen catorce entre nosotros cinco. Así que catorce divididos entre cinco son…

—Catorce divididos entre cuatro —corrigió secamente Hickock—. Aquí sólo hay cuatro asesinos y un falso culpable. Yo no soy un maldito asesino. Nunca le toqué ni un pelo de la cabeza a nadie.

Hickock seguía escribiendo cartas protestando de su condena y al fin una de ellas dio fruto. El destinatario, Everett Steerman, presidente del Comité de Asistencia Legal de la Asociación de Abogados del Estado de Kansas, se preocupó de los alegatos del remitente, que insistía en que ni él ni su compañero tuvieron un proceso como correspondía. Según Hickock «la atmósfera hostil» de Garden City había hecho imposible la designación de un jurado imparcial y por ello debía garantizarse otro lugar para la elección de jurado. En cuanto a los jurados elegidos entonces, por lo menos dos habían demostrado claramente su prejuicio de culpabilidad en el voir dire. (Preguntado sobre su opinión sobre la pena de muerte, uno de ellos declaró que en principio se hubiera pronunciado en contra, pero que en este caso no) Desgraciadamente el voir dire no había sido registrado porque la ley de Kansas no lo requiere así, a menos que se exija en una demanda. Muchos de los jurados, además, «conocían bien a las víctimas. Y también el juez. El juez Tate era amigo íntimo del señor Clutter».

Pero los peores dardos de Hickock iban dirigidos contra los dos abogados defensores, Arthur Fleming y Harrison Smith, cuya «incompetencia e impropiedad» eran el motivo principal de la actual situación del remitente, pues a los acusados no se les había suministrado ni ofrecido verdadera defensa y esa falta de interés se sobreentendía como deliberada… un acto de confabulación entre la defensa y el fiscal.

Eran afirmaciones graves que ponían en duda la integridad de dos abogados respetables y de un distinguido juez de distrito, y aunque sólo fueran ciertas en parte, bastarían para establecer que los derechos constitucionales de los acusados no habían sido respetados. Solicitada por el señor Steerman, la Asociación de Abogados emprendió una acción sin precedentes en la historia legal de Kansas: un joven abogado de Wichita, Russell Schultz, fue designado para que llevara a cabo la investigación de los cargos y, si las pruebas lo justificaban, declarase la invalidez de la condena mediante requerimiento de habeas corpus a la corte Suprema de Kansas que había confirmado el veredicto recientemente.

Al parecer, la investigación de Shultz fue algo unilateral ya que consistió en poco más que un coloquio con Smith y Hickock, del que el ambicioso abogado salió con declaraciones para una campaña de prensa.

—La pregunta es ésta: ¿tienen los acusados pobres, claramente culpables, derecho a una defensa completa? No creo que el estado de Kansas se viera muy afectado ni por mucho tiempo con la muerte de estos acusados. Pero no creo que pudiera nunca recobrarse de la muerte de un proceso en regla.

Shultz compiló su petición de habeas corpus y la Corte Suprema de Kansas designó a uno de sus jueces retirados, el honorable Walter G. Thiele, para que dirigiera una encuesta exhaustiva. Así fue como pasaron casi dos años, desde el proceso, hasta que toda la galería de protagonistas se reunió de nuevo en la audiencia de Garden City. Los únicos importantes ausentes fueron los antiguos acusados. En su lugar estaban el juez Tate, el anciano señor Fleming y Harrison Smith, cuyas carreras se hallaban en peligro, no a causa de las afirmaciones de los acusados en sí, sino por el aparente crédito que la Asociación de Abogados les otorgaba.

El examen de testigos, que en un momento dado debió llevarse a cabo en Lansing, donde el juez Thiele fue a tomar declaración a Hickock y Smith, tardó seis días en completarse. Finalmente, todos los puntos quedaron tratados. Ocho jurados prestaron juramento y declararon no haber conocido a ningún miembro de la familia asesinada, cuatro admitieron haber conocido superficialmente al señor Clutter, pero todos, incluso el señor N. L. Dunnan, empleado del aeropuerto, el señor que había dado la respuesta objeto de la controversia durante el voir dire, testimoniaron que habían llegado a la tribuna del jurado libres de prejuicio. Shultz provocó a Dunnan.

—¿De veras cree usted que se hubiera dispuesto a afrontar un proceso en el que el jurado se hallara en la disposición mental de usted?

Dunnan dijo que sí y Shultz entonces añadió:

—¿Recuerda usted que se le preguntó si era contrario o no a la pena de muerte?

Asintiendo con la cabeza el testigo respondió:

—Dije que en condiciones normales probablemente me pronunciaría en contra, pero que dada la magnitud del crimen de que se trata probablemente votaría a favor.

Enredarse con Tate fue más difícil: Shultz pronto reconoció que tenía a un tigre cogido por la cola. En respuesta a la pregunta de si era cierta aquella supuesta amistad personal con el señor Clutter, el juez respondió:

—En una ocasión se presentó (Clutter) como litigante en este tribunal, caso que yo presidí y que se refería a los perjuicios ocasionados en su propiedad por la caída de un avión. Había presentado querella, según recuerdo, por los daños causados en unos árboles frutales. Fuera de ésta, no tuve otra ocasión de vincularme con él. Absolutamente ninguna. Le habré visto una o dos veces en el curso de un año…

Shultz, torpemente, cambió de tema.

—¿Sabría decir —le preguntó— cuál era el estado de ánimo de la población tras el arresto de aquellos dos hombres?

—Creo que sí —contestó el juez con cáustica seguridad—. En mi opinión, el estado de ánimo era el normal que se experimenta para con cualquier reo de ofensa criminal: que fueran juzgados de acuerdo con la ley, que si resultaban culpables, debían ser condenados, que recibieran, en todo caso, el mismo trato que cualquier otra persona, no existía prejuicio contra ninguno de ellos porque estuvieran acusados de un crimen.

—¿Quiere usted decir —insinuó sutilmente Shultz— que no veía razón por la que el tribunal debiera cambiar de jurisdicción para el proceso?

Los labios de Tate se curvaron hacia abajo, sus ojos brillaban.

—Señor Shultz —dijo, como si aquel nombre fuera un prolongado siseo—, el tribunal no puede por propia iniciativa decidir un cambio de jurisdicción procesal. Ello sería contrario a la ley de Kansas. Yo no podía decidir un cambio, a menos que fuera requerido por la vía correspondiente.

Pero ¿por qué no lo habían requerido los abogados defensores? Shultz presentó la cuestión ante los mismos abogados allí presentes ya que desacreditarlos y probar que no habían facilitado a sus clientes un mínimo de protección era, desde el punto de vista del abogado de Wichita, el principal objetivo de la encuesta. Fleming y Smith soportaron el ataque con mucha clase, especialmente Fleming que, con una audaz corbata roja y permanente sonrisa, aguantó a Shultz con resignación caballeresca. Explicando por qué no había requerido el cambio de sede procesal, dijo:

—Yo entendía que desde que el reverendo Cowan, ministro de la Iglesia metodista y hombre de peso en la comunidad y muy respetado, así como otros muchos ministros, se habían pronunciado en contra de la pena capital en esta zona, ello habría influido en la gente y habría aquí más personas que se inclinarían por la benevolencia, que quizás en cualquier otro lugar del estado. Además, creo que fue el hermano de la señora Clutter quien también hizo una declaración que apareció en los periódicos diciendo que él no sentía necesidad de que tuviera que condenarse a muerte a los acusados.

Shultz tenía una veintena de cargos, pero bajo todos ellos yacía la insinuación de que, a causa de la presión local, Fleming y Smith, deliberadamente, habían desatendido sus deberes. Ambos hombres, mantenía Shultz, habían traicionado a sus clientes por no consultarles suficientemente. (Fleming replicó: «Trabajé el caso dedicándole todo mi saber y entender y mucho más tiempo que el de costumbre concedo a otros casos».) Que habían renunciado al examen previo de testigos (Smith contestó: «Pero señor, ni el señor Fleming ni yo habíamos sido nombrados abogados defensores en el momento de la renuncia»). Que hicieron declaraciones a los periodistas en detrimento de los acusados (Shultz a Smith: «¿Sabe usted que un periodista, Ron Kull del Daily Capital de Topeka, citando palabras pronunciadas por usted el segundo día del juicio, publicó que a usted no le cabía duda sobre la culpabilidad de Hickock y que su única preocupación era conseguir una cadena perpetua en lugar de la pena de muerte?» Smith a Shultz: «No, señor. Si se me atribuyeron semejantes palabras, fue por error».) Que no habían preparado una defensa apropiada.

Esta última afirmación fue la que Shultz sostuvo con más firmeza. Es útil reproducir aquí, por lo tanto, la opinión firmada por tres jueces federales, como resultado del subsiguiente recurso al tribunal de apelación de los Estados Unidos, décima jurisdicción volante:

«Sostenemos, sin embargo, que al considerar la situación retrospectivamente se han perdido de vista los problemas con que tuvieron que enfrentarse los abogados Smith y Fleming cuando tomaron a su cargo la defensa de los peticionarios. Cuando aceptaron la designación, ya cada uno de los peticionarios había confesado, sin argüir ni entonces ni después ante ningún tribunal del estado que aquella confesión no hubiera sido voluntaria. Una radio tomada en casa de los Clutter y vendida por los peticionarios en Ciudad de México, había sido recobrada, y los abogados conocían además otras pruebas de culpabilidad que, por entonces, se hallaban en poder de Fiscalía. Cuando fueron invitados a defenderse de los cargos que se les imputaban, permanecieron mudos y fue necesario que el tribunal hiciera por ellos una declaración de no culpabilidad. Entonces no existían pruebas sustanciales, ni desde el proceso se presentó ninguna, para sostener la defensa basada en enfermedad mental. El intento de alegar enfermedad mental, como defensa, provocada por graves daños sufridos años atrás, en accidente, por neuralgias y alguna que otra pérdida de conciencia de Hickock, fue como prenderse al proverbial clavo ardiendo. Los abogados se enfrentaban con una situación en la que atroces crímenes cometidos contra inocentes víctimas habían sido ya admitidos. Bajo esas circunstancias, se hubiera justificado aconsejar a los peticionarios que se declarasen culpables y que se entregaran a la misericordia del tribunal. La única esperanza que les cabía era que un giro imprevisto del destino salvara las vidas de aquellos descarriados».

En el informe que presentó al Tribunal Supremo de Kansas el juez Thiele declaró que los peticionarios habían tenido un proceso constitucionalmente justo y, por consiguiente, el tribunal denegó el auto para abolir el veredicto y estableció nueva fecha para la ejecución: el 25 de octubre de 1962. La ejecución de Lowell Lee Andrews, cuyo caso había sido presentado dos veces a la Corte Suprema de los Estados Unidos, estaba prevista para un mes más tarde.

Los asesinos de Clutter, a los que un juez federal concedió la suspensión temporal de la ejecución, pudieron sobrevivir a aquella fecha. Andrews cumplió con la suya.

Según la disposición general que rige para los condenados a la pena capital en los Estados Unidos, el término medio que ha de transcurrir entre sentencia y ejecución es aproximadamente unos diecisiete meses. Recientemente en Texas, un culpable de robo a mano armada fue electrocutado un mes después de su condena; pero en Louisiana, en el momento de escribir estas líneas, dos reos de un delito de violación llevan esperando el tiempo récord de doce años. Las variaciones dependen un poco de la suerte y mucho de la extensión y alcance del litigio. En su mayoría, los abogados que se ocupan de tales casos son nombrados por el tribunal y trabajan sin recompensa. Pero casi siempre los tribunales, para evitar futuros recursos de apelación basados en demandas por representación incompetente, designan hombres de primera categoría que se encargan de la defensa con loable energía. Sin embargo, hasta un abogado de mediano talento puede aplazar el juicio definitivo año tras año, mediante un sistema de apelaciones vigente en la jurisprudencia americana y que constituye una rueda de la fortuna legal, un juego de azar, ligeramente favorable al criminal que los participantes juegan indefinidamente, primero en los tribunales del estado, luego pasando por los tribunales federales hasta llegar al tribunal último, la Corte Suprema de los Estados Unidos. Pero aun una negativa de la Corte, no significa que la defensa no pueda descubrir o inventar nuevas bases para un recurso nuevo. Por lo general, lo consiguen y así la rueda sigue girando hasta quizás años después, cuando el preso llega otra vez al más alto tribunal de la nación, probablemente sólo para comenzar de nuevo la lenta y cruel impugnación. Pero a intervalos la rueda hace una pausa para declarar un ganador, o, con incrementada frecuencia, un perdedor: los abogados de Andrews lucharon hasta el último momento, pero su cliente fue a la horca el viernes 30 de noviembre de 1962.

—La noche era fría —decía Hickock a un periodista con el que mantenía correspondencia y que tenía permiso para visitarle periódicamente—. Fría y húmeda. Había estado lloviendo a cántaros, y en el campo de béisbol el barro te llegaba hasta los cojones [30]. Así que cuando se llevaron a Andy al almacén, tuvieron que hacerle pasar por el sendero. Todos estábamos en las ventanas mirándolo: Perry y yo, Ronnie York, Jimmy Latham. Acababan de dar las doce y el almacén estaba iluminado como una calabaza de Halloween. Las puertas abiertas de par en par. Podíamos distinguir los testigos, muchos guardianes, el doctor y el alcaide: cualquier maldita cosa menos la horca. Estaba en un rincón pero podíamos ver su sombra. Una sombra en la pared como la de un cuadrilátero de boxeo.

—Andy estaba a cargo del capellán y cuatro guardianes, y cuando llegaron a la puerta se detuvieron un segundo. Andy se quedó mirando la horca. Te dabas cuenta de que la miraba. Tenía los brazos atados por delante. De pronto, el capellán alargó el brazo y le quitó las gafas a Andy. Daba lástima Andy sin sus gafas. Lo metieron dentro y me pregunté si vería para subir los escalones. Había un silencio de verdad, nada más que el ladrido de un perro a lo lejos. Un perro del pueblo. Entonces lo oímos, el ruido, y Jimmy Latham preguntó: “¿Qué ha sido?” Y yo le dije lo que había sido: el escotillón.

—Luego se hizo otro gran silencio excepto ese perro. El pobre diablo de Andy bailó un buen rato. Debió de darles mucho que hacer. A cada momento, el doctor salía a la puerta y se quedaba afuera con el estetoscopio en la mano. Yo me atrevería a decir que no estaba disfrutando de su trabajo, no dejaba de suspirar, como si le faltara el aire y además lloraba. Jimmy dijo: “Le carga la danza.” Imagino que saldría afuera para que los demás no le vieran llorar. Luego tuvo que volver a entrar para ver si el corazón de Andy había parado. Parecía que nunca lo haría. El hecho es que su corazón siguió latiendo durante diecinueve minutos.

—Andy era un tipo divertido —añadió Hickock sonriendo de lado porque tenía un cigarrillo entre los labios—. Era como le dije yo: no tenía respeto por la vida humana, ni por la suya. Poco antes de que lo ahorcaran, se sentó y comió un par de pollos fritos. Y su última tarde estuvo fumando puros, bebiendo Coca-Cola y escribiendo poesías. Cuando vinieron a buscarle y le dimos nuestro adiós, le dije: “Te veré pronto, Andy. Que estoy seguro que hemos de ir al mismo sitio. Así que date una vuelta y mira si puedes encontrar un lugarejo fresquito Allá Abajo, para nosotros.” Se rio y me dijo que no creía ni en el cielo ni en el infierno, sólo en polvo sobre polvo. Y añadió que unos tíos suyos habían venido a verle y le habían dicho que tenían un ataúd esperando para llevarle hasta un pequeño cementerio en el norte de Missouri. Al mismo donde estaban sepultados los tres que él se había cargado. Habían planeado poner a Andy junto a ellos. Me dijo que mientras se lo decían, no podía mantener la cara seria. Yo le consolé: “Bueno, eres afortunado de contar con una tumba. Con toda seguridad a Perry y a mí nos van a entregar a la vivisección.” Hicimos un poco de broma hasta que fue hora de marcharse y cuando ya se iba, me dio un trozo de papel con una poesía. No sé si la escribió él o si la sacó de un libro. Mi impresión es que la escribió él. Si le interesa, se la puedo mandar.

Más tarde, así lo hizo y el mensaje de adiós de Andrews resultó ser la novena estrofa de la «Elegía escrita en un cementerio de campaña», de Gray.

La ostentación heráldica, la pompa del poder

y toda esa belleza, toda esa riqueza recibida

aguardan juntos la hora inevitable:

los senderos de gloria sólo conducen a la tumba.

—Yo le tenía verdadera simpatía a Andy. Estaba loco. No loco de verdad como no han dejado de repetir. Sino que, ¿sabe?, un poco guillado. Hablaba siempre de escaparse de aquí y de ganarse la vida como pistolero. Le gustaba imaginarse en Chicago o en Los Angeles con un fusil ametrallador metido en un estuche de violín. Cargándose a tíos. Decía que pediría mil dólares por fiambre.

Hickock se rio, supuestamente, por lo absurdo de las ambiciones de su amigo, suspiró y movió la cabeza.

—Pero para la edad que tenía es la persona más inteligente que yo he conocido. Una biblioteca humana. Cuando el muchacho leía un libro, todo le quedaba grabado. Desde luego no sabía ni una mala puñeta de la vida. Yo soy un ignoramus, excepto cuando se trata de la vida. Las he pasado todas. He visto azotar a un blanco. He visto nacer críos. He visto a una chica, que no tendría más de catorce años, darse a tres tipos a un tiempo y darles lo que su dinero valía. Un día me caí de un barco a cinco millas de la costa. Nadé cinco millas con la vida que se me iba a cada brazada. Una vez le estreché la mano al presidente Truman en el vestíbulo del Hotel Muehlebach. A Harry S. Truman. Cuando trabajaba en el hospital, al volante de una ambulancia, vi todo lo que hay que ver: cosas que harían vomitar a un perro. Pero Andy. No sabía nada de nada, salvo lo que había leído en los libros.

»Era inocente como un crío, como un niño que se come un cartucho de rosetas. No había estado nunca, ni una sola vez, con una mujer. Hombre o mula. Lo dijo él mismo. Quizá fuera eso lo que más me gustaba de él. Que no contaba cuentos. Todos los demás de la Hilera, éramos un hatajo de embusteros. Yo soy uno de los peores. De algo hay que hablar. Fanfarroneas. De otro modo no eres nadie, nada, una patata vegetando en un limbo de tres metros por dos. Pero Andy nunca se nos unió. Decía que de qué servía contar montones de cosas que nunca habían sucedido.

»Perry, en cambio, poco sintió él el fin de Andy. Andy era lo único que este mundo Perry había querido ser: educado. Y Perry no podía perdonarle eso. ¿Ya sabe, no, cómo hace Perry, siempre empleando preciosas palabras cuyo significado ignora? Parece uno de esos negros de universidad. Caramba, cómo hervía cuando Andy le corregía una y le daba un revolcón. Y claro, Andy no hacía más que intentar darle lo que él tanto ansiaba: educación. La verdad es que no hay quien aguante a Perry. No tiene ni un solo amigo. Además, ¿quién diablos se ha creído que es? Mirando a todo el mundo con burla y desprecio. Llamando a todo el mundo pervertido y degenerado. Siempre hablando del bajo cociente intelectual que tienen. Es una lástima que no todos tengamos almas tan sensibles como la del pequeño Perry. Santos. Chico, conozco algunos que se vendrían contentos a El Rincón con tal de encontrarse con él a solas en la ducha un minuto. ¡Y cómo se da de menos con York y Latham! Ronnie dice que le gustaría de veras echar mano de una vara. Le gustaría apretar un rato a Perry. No lo censuro. Al fin y al cabo, vamos todos en la misma barca y son buenos chavales.

Hickock ahogó una risa de conmiseración, se encogió de hombros y dijo:

—Bueno, usted sabe a qué me refiero. Buenos, teniendo en cuenta las cosas. La madre de Ronnie York ha venido aquí de visita varias veces. Un día, en la sala de espera, conoció a mi madre y ahora son íntimas amigas. La señora York quiere que mi madre vaya a verla a Florida, quizás a quedarse a vivir allí. Jesús, lo que me gustaría. Así no tendría que pasar este calvario. Tomar una vez al mes el autobús para venir a verme. Sonriendo, tratando de encontrar qué decir haciendo que me ponga contento. Pobre mujer. No sé cómo lo aguanta. No entiendo cómo no se ha vuelto loca.

Los desiguales ojos de Hickock se volvieron hacia una ventana de la sala de visita. Su rostro abotargado, pálido como un lirio fúnebre, era como un destello en la débil luz infernal que se filtraba por los cristales detrás de los barrotes.

—Pobre mujer. Escribió al alcaide preguntándole si podía hablar con Perry la próxima vez que viniera. Quería oír de boca de Perry que había sido él quien mató a la gente aquella, que yo no había hecho ni un disparo. Todo lo que espero es que un día consigamos un nuevo proceso y que en él Perry declare y diga la verdad. Pero lo dudo. Tiene decidido que si él va, voy yo. Espalda contra espalda. No es justo. Más de uno ha asesinado y jamás ha visto por dentro una celda de condenado a muerte. Y yo nunca maté a nadie. Si te sobran cincuenta mil dólares, puedes cargarte media Kansas City y reírte encima —una súbita sonrisa puso fin a su abatida indignación—. ¡Ajajá! Ya estoy otra vez. Pobre llorón. ¿Se imagina que he aprendido la lección? Le juro que hice todo lo posible por congeniar con ese Perry de la puñeta. Pero es tan criticón. Tiene dos caras. Celoso de cualquier cosa: de cada carta que recibo, de cada visita. Nadie le viene a ver a él excepto usted —dijo refiriéndose al periodista, que tan amigo era de Smith como de Hickock—. O su abogado. ¿Se acuerda de cuando estaba en el hospital? ¿Por aquel truco del ayuno? ¿Y que su padre le envió una postal? Bueno, pues el alcaide le escribió al padre de Perry diciéndole que podía venir cuando quisiera. Pero nunca le vimos el pelo. No sé. A veces te da pena Perry. Debe de ser una de las personas más solas que han existido. Pero… ¡Oh, al diablo con él! La culpa no es nada más que suya.

Hickock tomó otro cigarrillo del paquete de Pall Mall, arrugó la nariz y dijo:

—He intentado dejar de fumar. Luego pensé qué diferencia había, dadas las circunstancias. Con un poco de suerte quizá pesque un cáncer y le gane la partida al estado. Durante un tiempo fumé puros. De Andy. Al día siguiente de que lo colgaran, al despertarme lo llamé: «¿Andy?», como hacía siempre. Entonces recordé que iba camino de Missouri con su tío y su tía. Habían limpiado su celda y todos los trastos estaban en un montón. El colchón fuera del catre, las zapatillas y el cuaderno con todos los dibujos de comestibles que él llamaba su nevera. Y esta caja de puros Macbeth. Le dije al guardián que Andy me los había dejado a mí en su testamento. La verdad es que nunca llegué a fumármelos todos. Quizá porque me recordaban a Andy, pero me producían indigestión.

»Y bueno, ¿qué se puede decir sobre la pena de muerte? Yo no estoy en contra. Se trata de una venganza, ¿y qué tiene de malo la venganza? Es muy importante. Si yo fuera pariente de los Clutter o de cualquiera de aquellos que York y Latham despacharon, no podría descansar en paz hasta ver a los responsables colgando de la horca. Esa gente que escribe cartas a los periódicos. El otro día en un diario de Topeka había, dos, una de un ministro. Preguntando, en resumen, qué clase de farsa legal era ésta, por qué esos hijos de puta de Hickock y Smith tienen aún el cuello entero, y cómo esos asesinos hijos de puta todavía están comiendo los dineros del contribuyente. Bueno, comprendo su punto de vista. Que están que rabian porque no consiguen lo que quieren: venganza. Y no lo van a conseguir si yo puedo evitarlo. Yo creo en la horca. Mientras no sea a mí a quien cuelguen.

Pero después lo fue.

Transcurrieron otros tres años y durante ellos, dos abogados de Kansas City, excepcionalmente competentes, Joseph P. Jenkins y Robert Bingham, sustituyeron a Shultz que había renunciado al caso. Designados por un juez federal y trabajando sin compensación (pero impulsados por la firme convicción de que los acusados habían sido víctimas de un «proceso injusto, de pesadilla»), Jenkins y Bingham hicieron varias apelaciones ciñéndose al sistema de justicia federal, y consiguieron aplazar sucesivamente tres fechas fijadas para la ejecución: el 25 de octubre de 1962, el 8 de agosto de 1963 y el 18 de febrero de 1965. Los abogados sostenían que sus clientes habían sido injustamente condenados, porque no les había sido procurada asistencia legal hasta después de su confesión, por haber renunciado al examen de testigos y además por no haber estado representados con competencia en el proceso. Que habían sido condenados gracias a una prueba adquirida y presentada sin orden de allanamiento (la escopeta y el cuchillo tomados de casa de Hickock), y que no les había sido concedido un cambio de sede procesal cuando aquella en que se celebró el proceso estaba «saturada» de publicidad contra los acusados.

Con estos argumentos, Jenkins y Bingham lograron llevar el caso tres veces a la Corte Suprema de la nación, al «Grande», como lo llaman muchos de los presos que recurren a él. Pero en las tres ocasiones, el tribunal, que nunca comenta sus decisiones en tales casos, denegó los recursos de apelación y la orden de avocación que hubiera autorizado a los apelantes a una vista completa ante el tribunal. En marzo de 1965, cuando hacía casi dos mil días que Smith y Hickock estaban confinados en la Hilera de la Muerte, el Tribunal Supremo de Kansas decretó definitivamente que sus vidas terminarían entre la medianoche y las dos de la madrugada del miércoles 14 de abril de 1965. Inmediatamente fue presentada una demanda de clemencia al recién elegido gobernador de Kansas, William Avery, pero Avery, un granjero rico muy sensible a la opinión pública, se negó a intervenir, decisión que consideró tomada «en interés de la población de Kansas». (Dos meses después, Avery denegó también las peticiones de clemencia de York y Latham que fueron ahorcados el 22 de junio de 1965.)

Y así, a primeras horas de la madrugada de aquel miércoles, Alvin Dewey, que tomaba su desayuno en la cafetería de un hotel de Topeka, leyó en primera página del Star de Kansas, el titular que hacía tanto tiempo esperaba: «Ahorcados por sangriento crimen». El artículo, escrito por un cronista de la Associated Press, empezaba: «Richard Eugene Hickock y Perry Edward Smith, socios en el crimen, murieron en la horca de la prisión del estado, por uno de los más sangrientos asesinatos con que cuentan los anales criminales de Kansas. Hickock, de 33 años, murió a las 12:41. Smith, de 36, murió a la 1:19».

Dewey los había visto morir, pues contaba entre los veintiún testigos invitados a la ceremonia. No había presenciado nunca una ejecución y cuando, hacia medianoche, entró en el frío almacén, el escenario le sorprendió: había esperado un lugar digno y no aquella caverna mal iluminada, llena de maderas y trastos en total desorden. Pero la horca, con sus dos lazos pálidos atados a la viga, se imponía lo suficiente. Y también allí, con inesperada elegancia, estaba el verdugo, proyectando una larga sombra desde su plataforma sobre los trece escalones de madera. El verdugo, individuo anónimo, endurecido, importado especialmente de Missouri para el evento, por el que recibiría seiscientos dólares, llevaba un viejo traje cruzado a rayas, demasiado holgado para su escuálida figura: la chaqueta le llegaba casi hasta las rodillas; y llevaba en la cabeza un sombrero de cow-boy que quizá fue verde brillante, pero que ahora se había convertido en una cosa extraña, desteñida por el sudor y el tiempo.

Dewey encontró además desconcertante la charla, voluntariamente indiferente, de los demás testigos al acto, mientras esperaban el comienzo de lo que uno de ellos llamó «las festividades».

—Oí decir que pensaban echar a suertes quién de los dos tenía que ser el primero. Echando una moneda al aire. Pero Smith dijo que por qué no por orden alfabético. Quizá porque la S viene después de la H. ¡Ja!

—¿Leíste en el diario, en el de la tarde, lo que pidieron para su última comida? Pidieron el mismo menú: gambas, patatas fritas, pan al ajo, helado y fresas con nata. Tengo entendido que Smith no le hizo gran caso.

—Ese Hickock tiene buen sentido del humor. Me contaron que hará una hora, uno de los guardas le dijo: «Esta debe ser la noche más larga de toda tu vida». Y Hickock va, se ríe y contesta: «No, la más corta».

—¿Has oído lo de los ojos de Hickock? Se los deja a un oculista. En cuanto lo cuelguen, ese médico le sacará los ojos y los pondrá en la cara de alguien. No querría yo estar en el pellejo de ese alguien. Me sentiría algo extraño al tener sus ojos en mi cara.

—¡Cristo! ¿Es esto lluvia? ¡Abajo todas las ventanas! Mi Chevy nuevo. ¡Cristo!

La repentina lluvia golpeaba sobre el tejado del almacén. Su ruido, no demasiado distinto del ram-ram-ra-ta-plam de los tambores, anunció la llegada de Hickock. Acompañado de seis guardias y un capellán que rezaba, entró en el lugar de la muerte, esposado y con una especie de arnés de cuero negro que le ataba los brazos al torso. Al pie de la horca, el alcaide le leyó la orden oficial de ejecución, un documento de dos páginas. A medida que el alcaide leía, los ojos de Hickock, debilitados por media década de sombras en la celda, escudriñaron el pequeño auditorio y, no viendo lo que buscaban, le preguntó al guardián que tenía más cerca, en un susurro, si no había ningún miembro de la familia Clutter presente. Al contestarle que no, el prisionero pareció contrariado, como si pensara que el protocolo de aquel ritual de venganza no hubiera sido observado.

Como es costumbre, terminada la lectura el alcaide le preguntó al condenado si tenía alguna postrera declaración que hacer. Hickock asintió con la cabeza.

—Sólo quiero decir que no os guardo rencor. Me enviáis a un mundo mejor de lo que éste fue para mí.

A continuación, como para dar más énfasis a sus palabras, estrechó las manos a los cuatro hombres principalmente responsables de su captura y condena, los cuales, todos, habían pedido presenciar la ejecución: los agentes del KBI, Roy Church, Clarence Duntz, Harold Nye y Dewey.

—Un placer volver a verles —dijo con su más encantadora sonrisa.

Era como saludar a los invitados a su propio funeral.

El verdugo tosió, se quitó con impaciencia su sombrero de cowboy y se lo volvió a poner, gesto que recordaba en cierto modo una gallina que erizase las plumas del cuello y las volviera a bajar. Hickock, empujado suavemente por un asistente, subió los escalones del patíbulo.

—El Señor nos la da, el Señor nos la quita. Loado sea el nombre del Señor —entonó el capellán mientras arreciaba la lluvia, el lazo era colocado y una suave máscara negra era atada sobre los ojos del prisionero—. Que el Señor tenga piedad de tu alma.

El escotillón cayó y Hickock quedó colgando a la vista de todos durante veinte minutos enteros, hasta que al fin el doctor dijo:

—Declaro que este hombre ha muerto.

Un coche fúnebre, con los faros encendidos y perlados de lluvia, entró en el almacén y el cuerpo, colocado en una camilla y cubierto con una manta, fue llevado hasta el coche y luego afuera, en la noche.

Viéndolo marchar, Roy Church movió la cabeza.

—No creí nunca que tuviera tantas agallas. Que se lo tomara así. Lo tenía por un cobarde.

Su interlocutor, otro agente, le contestó:

—¡Oh, Roy! El tío era un mierda. Un malvado cretino. Se lo merecía.

Church, con ojos pensativos, seguía moviendo la cabeza.

Mientras aguardaban la segunda ejecución, un periodista y un guardián entablaron conversación. El periodista decía:

—¿Es el primer ahorcado que ve?

—Vi a Lee Andrews.

—Para mí, éste es el primero.

—Ah. ¿Y qué le parece?

El periodista frunció los labios.

—Nadie del periódico quería venir. Ni yo tampoco. Pero no ha sido tan malo como pensé. Igual que saltar de un trampolín. Sólo que con una cuerda alrededor del cuello.

—No sienten nada. Caen de pronto, instantáneamente, y ya está. No sienten nada.

—¿Está seguro? Yo estaba muy cerca y le oía que intentaba aspirar aire.

—Uff, pero no sienten nada. No sería humano si no.

—Bueno, y además supongo que los llenan de píldoras. Sedantes.

—No, puñeta. Va contra el reglamento. Ahí llega Smith.

—Caramba, no sabía que fuera un renacuajo así.

—Sí, es pequeño. También lo es la tarántula.

Cuando lo llevaron al almacén, Smith reconoció a su enemigo Dewey. Dejó de mascar la goma de menta que tenía en la boca, sonrió y le guiñó el ojo a Dewey, entre desenvuelto y malicioso. Pero cuando el alcaide le preguntó si quería decir algo, su expresión era seria. Sus ojos sensibles contemplaron gravemente los rostros que le rodeaban, se alzaron hacia el verdugo en sombras, luego se posaron en sus manos esposadas. Se miró los dedos sucios de tinta y pintura, porque se había pasado sus últimos tres años en la Hilera de la Muerte pintando autorretratos y retratos de niños de los detenidos que le dejaban las fotos de su progenie que tan raramente veían.

—Pienso —dijo— que es una cosa infernal quitar la vida de este modo. No creo en la pena de muerte ni legal ni moralmente. Puede que hubiera podido contribuir en algo, algo… —le falló la seguridad, la timidez le redujo la voz hasta que se hizo casi inaudible—. No sirve de nada que pida perdón por lo que hice. Hasta está fuera de lugar. Pero lo hago. Pido perdón.

Escalones, lazo, máscara. Pero antes de que le ajustaran la venda, el prisionero escupió su chicle en la mano tendida del capellán. Dewey cerró los ojos y los mantuvo cerrados hasta que oyó el golpe seco que anuncia que la cuerda ha partido el cuello. Como casi todos los funcionarios de la ley americana, Dewey estaba convencido de que la pena capital representa un freno para el crimen violento y creía que si alguna vez la sentencia había sido plenamente merecida, era ésta. La precedente ejecución no le había turbado: Hickock nunca le había parecido gran cosa, sino que lo veía como «un estafador ocasional, que se había salido de su radio de acción, un ser hueco sin ningún valor». Pero Smith, a pesar de que era el verdadero asesino, despertaba en él otra reacción. Había algo en él, un aura de animal exiliado, de criatura herida, que el detective no podía dejar de ver. Recordaba su primer encuentro con Perry en la sala interrogatoria de la policía de Las Vegas: aquel enano sentado en la silla metálica, con sus diminutos pies metidos en unas botas que no llegaban al suelo. Y ahora, cuando Dewey volvió a abrir los ojos, fue aquello lo que vio, los mismos diminutos pies que colgaban, oscilantes.

Dewey había imaginado que con las ejecuciones de Hickock y Smith se sentiría satisfecho, que experimentaría una sensación de liberación, de justicia cumplida. En lugar de ello, descubrió que estaba recordando un incidente ocurrido casi un año atrás, un encuentro casual en el cementerio de Valley View que, ahora retrospectivamente, le parecía que había cerrado el caso Clutter.

Los pioneros que fundaron Garden City, tuvieron que ser gente espartana, pero cuando llegó el momento de establecer un cementerio formal, decidieron, a pesar de la aridez del suelo y las dificultades para transportar agua, crear aquel rico contraste con las polvorientas calles y las austeras llanuras. El resultado, que llamaron Valley View, está situado por encima de la ciudad, en una meseta de altura moderada. Visto hoy, es una oscura isla lamida por el ondulante oleaje de los trigales que la rodean, un buen refugio para un día caluroso, porque se hallan en ella muchos senderos umbríos, gracias a árboles plantados generaciones atrás.

Una tarde del pasado mayo, mes en que los campos arden con el fuego verdeoro del trigo a medio crecer, Dewey llevaba varias horas en Valley View limpiando de malezas la tumba de su padre, deber que había descuidado por mucho tiempo. Dewey tenía cincuenta y un años, cuatro años más que cuando dirigió la investigación del caso Clutter. Pero seguía espigado y ágil y era el principal agente del KBI de la Kansas occidental. La semana anterior, había arrestado a un par de ladrones de ganado. El sueño aquel de establecerse en una granja propia no se había convertido en realidad, pues su esposa no había perdido el miedo a vivir aislada. En cambio, los Dewey se habían construido una casa nueva en la ciudad. Se sentían orgullosos de ella y orgullosos también de sus dos hijos, que ahora ya tenían voz grave y eran tan altos como su padre. El mayor iba a ingresar en la universidad en otoño.

Al acabar de arrancar las hierbas, Dewey se paseó por los senderos silenciosos. Se detuvo ante un tumba señalada con un nombre recientemente grabado: Tate. El juez Tate había muerto de pulmonía el noviembre pasado: coronas, rosas parduscas y cintas descoloridas por la lluvia, todavía cubrían la tierra desnuda. Junto a ella, pétalos de rosas recién esparcidos sobre un montón de tierra más reciente, la tumba de Bonnie Jean Ashida, hija mayor de los Ashida muerta en accidente de coche cuando se hallaba de visita en Garden City. Muertes, nacimientos, bodas… precisamente el otro día se había enterado que el novio de Nancy Clutter, Bobby Rupp, se había marchado y se había casado.

Las tumbas de la familia Clutter, cuatro tumbas reunidas bajo una única piedra gris, se hallaban en una lejana esquina del cementerio, más allá de los árboles, a pleno sol, casi al borde luminoso del trigal.

Al acercarse, Dewey vio que había junto a ellas otro visitante, una esbelta jovencita con guantes blancos, cascada de pelo castaño oscuro y largas y elegantes piernas. Vio que le sonreía y él se preguntó quién podría ser.

—¿Ya me ha olvidado, señor Dewey? Soy Susan Kidwell.

Él se echó a reír. Ella se acercó.

—¡Sue Kidwell, si eres tú, que me aspen! —no la había visto desde el proceso. Era entonces una niña—. ¿Cómo estás? ¿Cómo está tu madre?

—Muy bien, gracias. Sigue dando clase de música en el colegio de Holcomb.

—No he estado por allí últimamente. ¿Algo nuevo?

—Oh, hablan de pavimentar las calles. Pero ya conoce Holcomb. La verdad es que yo no estoy mucho allí. Es mi penúltimo año en la Universidad de Kansas. Sólo estoy en casa pasando unos días.

—Eso es estupendo, Sue. ¿Qué estás estudiando?

—De todo. Arte principalmente. Me encanta. Estoy muy contenta —miró a través de la pradera—. Nancy y yo habíamos planeado ir juntas a la universidad. Pensábamos compartir una habitación. A veces lo recuerdo. De pronto, cuando estoy muy feliz, pienso en todos los planes que habíamos hecho.

Dewey miró la piedra gris que tenía grabados cuatro nombres y la fecha de su muerte, 15 de noviembre de 1959.

—¿Vienes por aquí a menudo?

—De vez en cuando. Caramba, el sol está fuerte —se protegió los ojos con gafas ahumadas—. ¿Se acuerda de Bobby Rupp? Se ha casado con una chica guapísima.

—Eso oí decir.

—Con Colleen Whitehurst. Es de veras hermosa. Y muy simpática además.

—Me alegro por Bobby —y en tono de broma, Dewey añadió—: ¿Y tú? Seguro que tienes montones de admiradores.

—Bueno, nada serio. Pero eso me recuerda algo. ¿Tiene hora? ¡Oh! —exclamó al decirle que eran más de las cuatro—. ¡Tengo que irme corriendo! Pero me ha encantado volver a verle, señor Dewey.

—Yo me he alegrado también, Sue. ¡Buena suerte! —le gritó mientras ella desaparecía sendero abajo, una graciosa jovencita apurada, con el pelo suelto flotando, brillante.

Nancy hubiera podido ser una jovencita igual.

Se fue hacia los árboles, de vuelta a casa, dejando tras de sí el ancho cielo, el susurro de las voces del viento en el trigo encorvado.