Aquel lunes, el 16 de noviembre de 1959, en los altos trigales de la Kansas occidental, hizo otra magnífica jornada de la temporada del faisán —un maravilloso día de cielo claro y luminoso como la mica. En el pasado y en esta clase de días, Andy Erhart solía disfrutar de largas tardes de caza en la finca River Valley, la casa de su buen amigo Herb Clutter, y a menudo le habían acompañado en esas expediciones deportivas otros tres amigos de Herb: Dr. J. E. Dale, veterinario; Carl Myers, dueño de una finca lechera, y Everett Ogburn, comerciante. Como Erhart, superintendente del Centro Experimental Agrícola de la Universidad de Kansas, todos ellos eran prominentes ciudadanos de Garden City.

Aquel día este cuarteto de compañeros de cacería estaban otra vez reunidos para recorrer el familiar trayecto, pero con un estado de ánimo que nada tenía de familiar y provistos de un equipo raro y poco deportivo: estropajos y cubos, cepillos de fregar y una cesta llena de bayetas y enérgicos detergentes. Vestían lo más viejo que tenían. Porque, tomándolo como un deber, como conducta cristiana, aquellos hombres se habían ofrecido voluntariamente a limpiar algunas de las catorce habitaciones de la casa principal de River Valley: aquellas donde los cuatro miembros de la familia Clutter habían sido asesinados, según declaraban sus certificados de defunción, «por persona o personas desconocidas».

Erhart y sus compañeros guardaban silencio en el coche. Uno de ellos, refiriéndose a aquel viaje, declaró tiempo después:

—Te dejaba mudo lo increíble del caso. Hacer el camino hacia allá arriba, donde siempre nos recibían con una bienvenida.

En esta ocasión fueron recibidos por un agente de tráfico de la autopista. El agente, guardián de la barrera que las autoridades habían levantado a la entrada de la finca, les hizo seña de que se acercaran y continuaran adelante hasta cubrir media milla más por la avenida sombreada de olmos que llevaba a la casa de los Clutter. Alfred Stoecklein, el único empleado que realmente vivía en la propiedad, les esperaba para dejarles pasar.

Fueron primero a la habitación de la caldera del sótano, donde había sido encontrado el señor Clutter en pijama tendido encima de una caja de colchón. Cuando terminaron allí, pasaron al cuarto de juegos donde Kenyon había sido asesinado de un disparo. El diván, una reliquia que Kenyon había rescatado y remendado y que Nancy había cubierto con una funda y muchos almohadones con un lema cada uno, estaba hecho una ruina sangrienta, de modo que, como la caja del colchón, no habría más remedio que quemarlo. A medida que el equipo de limpieza avanzaba en su tarea desde el sótano a los dormitorios del segundo piso, donde Nancy y su madre habían sido asesinadas en su propio lecho, fueron aprovisionándose con más combustible para la inminente hoguera: ropas de cama empapadas en sangre, colchones, una alfombrilla, un oso de felpa.

Alfred Stoecklein, que solía ser poco conversador, tenía en esta ocasión mucho que decir mientras les alcanzaba agua caliente y les ayudaba en la limpieza.

—Sólo quisiera yo que no anduviesen todos que si patatín que si patatám, y que me dijeran cómo pasó y qué fue.

Porque él y su mujer, que vivían a menos de cien metros de la casa de los Clutter, no habían oído «nada», ni el más mínimo eco de un disparo, de las violencias que se cometieron.

—El sheriff y todos esos que han andado por ahí husmeando, digo, y con lo de las huellas, ésos sí que saben lo que ha pasao. Esos, sí. Que sí entienden, digo, que no pudimos oír. Por una cosa, por el viento. El viento del oeste que sopla todo para el otro lao. Y endemás, que entre esa casa y la nuestra, está el granero grande. Y que él chupó el alboroto antes de que llegara a la casa nuestra. ¿Y sabe usté lo que le digo? ¿Se da cuenta? Ese que lo hizo, que se sabía mu bien que, haiga lo que haiga, no íbamos a oír nada. Si no que no se la juega…, pegar cuatro tiros a mitá la noche. Pues digo, que hubiera perdido la chaveta, digo. Que sí, que claro, que la chaveta la tiene perdía de todos modos. Digo, que pa hacé lo que hizo, digo. Porque a mí, saben, que a mí no, porque ése, el que lo hizo se las tenía todas pensadas, se lo sabía todo de pe a pa. ¡Que si se las sabía! Y hay algo ansina que yo me sé: que mi mujer y yo que va, que esta, digo, es la última noche que dormimos aquí. Que lo puedo jurar. Que nos vamos a la casa de la autovía, digo.

Los hombres trabajaron desde mediodía hasta que anocheció. Cuando llegó el momento de quemar lo que habían recogido, lo apilaron en una camioneta y, con Stoecklein al volante, se internaron hacia el norte de la hacienda hasta llegar a un lugar llano y pleno de un color único: el amarillo resplandeciente y leonado del rastrojo del trigo en noviembre. Allí descargaron la camioneta e hicieron una pirámide con los almohadones de Nancy, las ropas de cama, los colchones, el diván del cuarto de juegos. Stoecklein lo roció todo con petróleo y arrojó una cerilla encendida.

De los presentes, ninguno había sido tan allegado a la familia Clutter como Andy Erhart, compañero de clase de Herb en la Universidad del Estado de Kansas, nombre noble, digno, erudito de manos callosas y cuello tostado por el sol.

—Fuimos amigos durante treinta años —dijo tiempo después.

Erhart había visto cómo su amigo se convertía, desde el consejero agrícola mal pagado del condado, en uno de los más conocidos y respetados terratenientes de la región.

—Todo lo que Herb tenía lo había ganado con la ayuda de Dios. Era un hombre modesto pero orgulloso, y tenía derecho a estarlo. Había creado una hermosa familia. Había hecho algo de su vida.

Pero aquella vida, qué había hecho de ella. —¿Cómo pudo suceder esto?, se preguntaba Erhart mientras veía arder la hoguera. ¿Cómo era posible que tanto esfuerzo, tanta virtud pudiera, de la noche a la mañana, haberse reducido a eso?—: humo deshaciéndose al subir y fundirse en el enorme y aniquilante cielo.

El Departamento de Investigaciones de Kansas, una amplia organización estatal con cuartel general en Topeka, contaba con una plantilla de diecinueve experimentados detectives diseminados por todo el estado, y el servicio de estos hombres estaba a disposición siempre que un caso se viera fuera de la competencia de las autoridades locales. El representante de Garden City, y agente responsable de una considerable porción del oeste de Kansas, es un hombre sobrio y apuesto; originario de Kansas desde cuatro generaciones atrás, de cuarenta y siete años, llamado Alvin Adams Dewey. Era inevitable que Earl Robinson, sheriff de Finney County, le encargara a Al Dewey el caso Clutter. Inevitable y muy apropiado. Dewey había sido sheriff de Finney County anteriormente (de 1947 a 1955) y antes de ello, agente especial del FBI (entre 1940 y 1945 prestó sus servicios en Nueva Orleáns, San Antonio, Denver, Miami y San Francisco). Estaba, por lo tanto, profesionalmente calificado para encarar un caso tan falto de motivo aparente, tan falto de indicios, como el asesinato de los Clutter. Más aún, como declararía después, se sentía obsesionado en descubrir al autor del delito como si se tratara de «una cuestión personal». Añadiendo que él y su mujer «apreciaban de veras a Herb y a Bonnie», que «los veían cada domingo en la iglesia y se hacían frecuentes y recíprocas visitas», para acabar por decir que «aunque no los hubiera conocido ni hubiese simpatizado con la familia entera, mi empeño en descubrir al criminal sería el mismo. Porque en mi vida he visto muchas cosas terribles y siniestras, lo juro, pero ninguna tan depravada como ésta. Cueste lo que cueste, aunque tenga que dedicar a ello el resto de mi vida, sabré lo que ocurrió en aquella casa: el quién y el por qué».

Dieciocho hombres en total se dedicaban exclusiva e íntegramente al caso, entre ellos tres de los mejores miembros del KBI [13], los agentes especiales Harold Nye, Roy Church y Clarence Duntz. Con la llegada de este trío a Garden City, Dewey dio por seguro que contaba con un «poderoso equipo». «Será mejor que cierta persona esté alerta», declaró.

El despacho del sheriff está en el tercer piso de la Casa de Justicia de Finney County, edificio corriente de piedra y cemento situado en el centro de una plaza, por lo demás, atractiva y con árboles. Hoy Garden City, que fue en tiempos una ciudad fronteriza bastante agitada, es un lugar tranquilo. En realidad el sheriff no tiene mucho que hacer y sus dependencias, tres habitaciones con escaso mobiliario, son un plácido lugar, frecuentado con agrado por el personal de la Audiencia que dispone de un rato de ocio. La señora Edna Richardson, su hospitalaria secretaria, tiene siempre el café a punto y tiempo de sobra para «darle a la lengua». O mejor dicho, lo tuvo hasta «que se presentó eso de los Clutter» que había traído «todos aquellos forasteros y todo aquel jaleo de periodistas». El caso, por entonces en los titulares de primera plana de todos los diarios de Chicago a Denver, había atraído ciertamente a considerable número de gente del periodismo.

El lunes a mediodía, Dewey tuvo una rueda de prensa en el despacho del sheriff.

—Referiré los hechos y no hablaré de teorías —informó a los periodistas reunidos—. De modo que el hecho más relevante y que no debemos olvidar es que no se trata de uno sino de cuatro asesinatos. Y no sabemos cuál de los cuatro era el objetivo principal. La víctima fundamental. Pudo ser Nancy o Kenyon o cualquiera de sus padres. Quizás algunos digan, bueno, debió de ser el señor Clutter. Porque, además, le cortaron el cuello y fue al que mayormente maltrataron. Pero esto es una teoría, no un hecho. Nos ayudaría mucho saber en qué orden los miembros de la familia murieron, pero el forense no puede establecerlo: sólo sabe que los asesinatos se cometieron entre las once de la noche del sábado y las dos de la madrugada del domingo.

Luego, respondiendo a una pregunta, dijo que no, que ninguna de las dos mujeres había sufrido «abuso sexual» y que tampoco, por lo que se sabía hasta entonces, habían robado nada de la casa y que lo que sí era en verdad «una extraña coincidencia» es que el señor Clutter se hubiera hecho un seguro de vida de cuarenta mil dólares con doble indemnización prevista en caso de accidente o muerte violenta, precisamente ocho horas antes de que lo asesinaran. Aunque Dewey «estaba más que seguro» de que no existía relación alguna entre este hecho y el delito. ¿Cómo podía haberla cuando las únicas beneficiarias eran las dos hijas mayores de Clutter supervivientes, es decir, la esposa de Donald Jarchow y Beverly Clutter? Y sí, les dijo a los periodistas, que sí tenía su opinión formada sobre si los asesinatos eran obra de un hombre o de dos, pero que prefería no exponerla.

En realidad, por entonces Dewey no estaba aún muy seguro sobre el particular. A su entender cabían dos posibilidades, o como él las llamaba «hipótesis», y en la reconstrucción de los crímenes había enunciado las dos: «hipótesis de un solo asesino» e «hipótesis de dos asesinos». Según la primera, el criminal era un pretendido amigo de la familia, o por lo menos un hombre que poseía algo más que un conocimiento casual de la casa y sus habitantes, alguien que sabía que las puertas raramente se cerraban con llave, que el señor Clutter dormía solo en el dormitorio matrimonial de la planta baja, que la señora Clutter y los niños ocupaban dormitorios separados en el segundo piso. Tal persona, imaginaba Dewey, se aproximó a la casa a pie, probablemente alrededor de la medianoche. Las ventanas estaban oscuras, los Clutter durmiendo y, en cuanto a Teddy, el perro guardián de la casa, era famoso por su pánico a las armas de fuego. A la vista del arma del intruso hubiese agachado la cabeza y habría huido corriendo. Al entrar en la casa, el asesino cortó primero las instalaciones telefónicas —la del despacho del señor Clutter y la de la cocina— y luego entró en el dormitorio del señor Clutter para despertarle. El señor Clutter, a merced del arma del intruso, se vio obligado a obedecer sus órdenes y acompañarle al segundo piso donde despertaron al resto de la familia. Entonces, con cuerda y cinta adhesiva suministradas por el asesino, el señor Clutter ató y amordazó a su mujer, ató a su hija (quien inexplicablemente no fue amordazada) y las amarró a sus camas. A continuación, padre e hijo fueron escoltados hasta el sótano y Clutter forzado a taparle a su hijo la boca con cinta adhesiva y atarlo al diván del cuarto de juegos. Después el señor Clutter fue llevado a la habitación de la caldera, golpeado en la cabeza y, a su vez, amordazado y amarrado. Entonces, libre de hacer cuanto se le antojara, el asesino los fue matando uno a uno, siempre con la precaución de recoger el cartucho vacío. Cuando hubo acabado, apagó todas las luces y se marchó.

Pudo haber ocurrido así, era sólo una posibilidad, pero Dewey tenía sus dudas.

—Si Herb hubiera imaginado que su familia estaba en peligro, en peligro de muerte, hubiera luchado como un tigre. Y Herb no tenía nada de mentecato. Era un hombre robusto en excelentes condiciones. Y lo mismo Kenyon, muchacho de anchas espaldas, fornido como su padre, o más. Se hacía difícil comprender cómo un solo hombre, armado o no, pudo con ellos dos.

Además había razones para suponer que los cuatro habían sido atados por la misma persona: en los cuatro casos se había empleado la misma clase de nudo, nudo de media vuelta.

Dewey, así como la mayoría de sus colegas, se inclinaba por la segunda hipótesis, que coincidía en muchos puntos esenciales a la primera, con la diferencia de que el asesino no iba solo sino que tenía un cómplice que le había ayudado a dominar a toda la familia, a atarlos y a amordazarlos. Aunque, también como teoría, tenía sus flaquezas. A Dewey, por ejemplo, se le hacía difícil entender «cómo dos individuos podían llegar al mismo grado de violencia, de furia psicopática, para cometer delito semejante». Y proseguía explicando «presumiendo que el asesino fuese alguien que la familia conocía, un miembro de esta comunidad, presumiendo que fuera un hombre normal, excepto en ese rencor insano contra los Clutter o contra uno de los Clutter, ¿dónde iba a encontrar un cómplice, alguien tan demencial como para ayudarle? Hay algo que no cuaja. La cosa no tiene sentido. Pero, en el fondo, si nos paramos a pensar, nada lo tiene».

Terminada la conferencia de prensa, Dewey se retiró a su despacho, una habitación que el sheriff le había cedido temporalmente. No tenía más que una mesa y dos sillas de respaldo vertical. Esparcidos sobre la mesa, estaban los objetos que un día serían exhibidos en un tribunal, o así lo esperaba Dewey: la cinta adhesiva y los metros de cuerda con que habían atado a las víctimas, encerrados ahora en saquitos de plástico sellados (como indicios no parecían muy prometedores porque ambos eran productos corrientes en el mercado y podían haberse comprado en cualquier sitio de los Estados Unidos), y fotografías del escenario del crimen tomadas por un fotógrafo de la policía: veinte ampliaciones en papel satinado que mostraban el cráneo destrozado del señor Clutter, el rostro destrozado de su hijo, las manos atadas de Nancy, los ojos muertos de su madre que aún parecían ver, etc. En días sucesivos, Dewey iba a pasarse muchas horas examinando aquellas fotografías, con la esperanza de «descubrir de repente algo», el detalle significativo.

«Como en esos entretenimientos: “¿Cuántos animales puede usted descubrir en este dibujo?” En cierto modo, eso es lo que estoy tratando de hacer yo. Hallar los animales escondidos. Presiento que deben estar ahí… ¡Si sólo, pudiera descubrirlos!”

En realidad, una de las fotografías, un primer plano del señor Clutter tendido en la caja de colchón, había suministrado una valiosa sorpresa: huellas, trazas polvorientas de un zapato con suela a rombos. Las huellas, imperceptibles a simple vista, estaban registradas en la película. La lámpara reveladora del flash había mostrado su presencia con soberbia exactitud. Esas huellas, junto con otra hallada en la misma cubierta de la caja de cartón (clarísima marca sanguinolenta de una media suela marca Cat’s Paw) eran las únicas «evidencias serias» que los investigadores podían declarar como tales. Y no es que estuvieran «declarándolas», pues Dewey y todo su equipo habían decidido mantener en secreto su existencia.

Entre otras cosas, sobre la mesa de Dewey estaba el diario de Nancy Clutter. Solamente lo había ojeado y ahora se proponía leer cuidadosamente las anotaciones hechas día a día, que comenzaban en su decimotercer cumpleaños para terminar sólo dos meses antes de su decimoséptimo. Eran las confidencias, que nada tenían de sensacionales, de una niña inteligente que amaba a los animales, que le gustaba leer, guisar, coser, bailar, montar a caballo; una muchacha bonita, virginal y muy querida, que consideraba «divertido flirtear» pero que, sin embargo, «estaba real y sinceramente enamorada de Bobby». Dewey leyó primero la última anotación. Consistía en tres líneas escritas un par de horas antes de que la asesinaran: «Estuvo Jolene K. y le enseñé a hacer una tarta de cereza. Ensayado con Roxie, Bobby estuvo aquí y vimos la televisión. Se fue a las once.”

El joven Rupp, la última persona que vio a la familia con vida, había soportado ya un exhaustivo interrogatorio y, a pesar de haber declarado francamente que habían pasado «una velada común y corriente», fue citado para un segundo interrogatorio en el que iba a ser sometido a la prueba de un detector de mentiras. El hecho cierto era que la policía todavía no estaba dispuesta a descartarlo como sospechoso. Dewey no creía que el muchacho tuviera algo que ver. Sin embargo, era verdad que al comenzar la investigación, Bobby resultaba ser la única persona a quien atribuir un motivo, aunque fuera poco consistente. En su diario Nancy se refería con frecuencia a la situación que supuestamente pudo ser el motivo: la insistencia de su padre en que Bobby y ella «rompieran», dejaran de «verse tanto». Tal oposición se debía al hecho de que los Clutter fueran metodistas y los Rupp católicos, hecho que, según Clutter, eliminaba cualquier posibilidad de que la joven pareja, algún día, pudiera contraer matrimonio. Pero la anotación del diario que más atormentaba a Dewey, no se refería al problema Clutter-Rupp ni tenía relación alguna con ser metodista o católico, sino con un gato, con la misteriosa desaparición del garito preferido de Nancy, Boobs, pues según constaba en el diario, dos semanas antes de su propia muerte, ella lo había encontrado «tendido en el granero», víctima, o así lo creía (sin decir por qué) de un veneno. «Al pobre Boobs lo he enterrado en un lugar especial». Al leerlo, Dewey pensó que podía ser «muy importante». Si el gato había sido envenenado, ¿no podía tratarse de un pequeño malévolo preludio de los asesinatos? Decidió que debía encontrar ese «lugar especial» donde Nancy había sepultado a su garito, aunque ello significase rastrear toda la vasta propiedad River Valley.

Mientras Dewey estaba ocupado con el diario, sus principales ayudantes, los agentes Church, Duntz y Nye, recorrían toda aquella zona hablando, como decía Duntz, «con cualquiera que pueda decirnos algo»: con los profesores del colegio de Holcomb del que Nancy y Kenyon habían sido alumnos destacados, siempre con las máximas calificaciones; con los empleados de River Valley Farm (que en primavera y verano sumaban dieciocho, pero en la estación actual, de barbecho, eran solamente Gerald van Vleet y otros tres además de la señora Helm); con amigos de las víctimas; con sus vecinos y muy especialmente con sus parientes. De aquí y de allá, habían llegado una veintena de ellos para asistir al funeral, que iba a llevarse a cabo el miércoles por la mañana.

El más joven de los agentes del KBI, Harold Nye, inquieto hombrecillo de treinta y cuatro años, de ojos inquietos y desconfiados, nariz, barbilla e inteligencia agudas, tenía la misión, que él llamaba «ese condenado y delicado asunto», de entrevistar al clan Clutter entero.

—Es penoso para mí y penoso para ellos. Cuando hay en juego asesinatos, no se pueden tener muchas consideraciones con el dolor personal. Ni con la intimidad. Ni con los sentimientos personales. Hay que hacer preguntas. Y algunas hieren profundamente.

Pero ninguna de aquellas personas a quienes interrogó, ninguna de las preguntas que hizo («Indagaba respecto a la cuestión afectiva. Pensé que quizá la respuesta fuera otra mujer: un triángulo. Bueno, considerando los hechos, el señor Clutter era un hombre sano, relativamente joven, pero su mujer era casi una inválida, incluso dormía en otra habitación…») le proporcionó una sola información útil. Ni siquiera las dos hijas podían sugerir el menor motivo para el crimen. En resumen, Nye sólo consiguió enterarse de esto: «De toda la gente que hay en el mundo entero, los Clutter eran quienes menos probabilidades tenían de ser asesinados.”

Al terminar el día, cuando los tres agentes se reunieron en el despacho de Dewey, se vio que Duntz y Church habían tenido mejor suerte que Nye, Hermano Nye, como le llamaban los demás. (Los miembros del KBI tienen debilidad por los apodos: a Duntz le llaman Viejo, injustamente porque todavía no llega a los cincuenta, es fornido pero ágil y con una cara ancha de gato, y a Church, que tiene ya unos sesenta, es de piel rosada y aspecto profesional, aunque «duro», según sus colegas, además de «la pistola más rápida de todo Kansas», le llaman Rizos, porque es casi calvo.) Ambos, en el curso de sus investigaciones habían obtenido «prometedoras pistas».

La de Duntz hacía referencia a un padre e hijo que llamaremos Juan el Viejo y Juan el Chico. Unos años atrás, Juan el Viejo había concertado con el señor Clutter una pequeña transacción comercial cuyo resultado había encolerizado a Juan el Viejo, convencido de que Clutter le había hecho una mala jugada. Tanto Juan el Viejo como Juan el Chico, eran bebedores empedernidos; es más, con frecuencia Juan el Chico daba con sus huesos en la cárcel por alcohólico. Un desafortunado día, padre e hijo, envalentonados por el whisky, aparecieron por la casa de Clutter con la intención de «vérselas con Herb». No tuvieron ocasión, porque Clutter, un abstemio decidido a combatir activamente contra la bebida y contra los borrachos, tomó un fusil y los echó de su finca. Los Juanes no habían podido perdonar nunca tal descortesía. No hacía ni un mes Juan el Viejo le había dicho a un amigo:

—Cada vez que pienso en aquel bastardo, mis manos comienzan a temblar. Lo destrozaría.

La pista de Church era parecida. También él oyó hablar de alguien que sentía declarada antipatía por el señor Clutter: cierto señor Smith (no es éste su verdadero nombre) que estaba convencido de que el señor de River Valley había matado de un tiro a su perro de caza. Church había ido a inspeccionar la granja de Smith y allí, colgando de una viga del granero, había visto una cuerda con la misma clase de nudo utilizado para atar a los Clutter.

—Quizás uno de ellos sea nuestro hombre —dijo Dewey—. Un asunto personal…, un rencor que hizo que alguien perdiera el juicio. Se saliera de quicio.

—A menos que se trate de robo —observó Nye, a pesar de que el robo como motivo se había discutido mucho ya y, poco más o menos, descartado.

Los argumentos en contra eran válidos: el mayor de ellos, la legendaria resistencia que sentía el señor Clutter a poseer dinero en efectivo: no tenía caja fuerte y nunca llevaba encima una suma importante. Además, si el motivo era robo, ¿por qué el ladrón no se había llevado las joyas que llevaba puestas la señora Clutter, un aro de oro y un anillo con un brillante? Pero Nye no estaba convencido:

—Toda la maquinación huele a robo. ¿Qué decir del portamonedas de Clutter? Alguien lo dejó vacío y abierto sobre su cama y no creo que fuese su propietario. ¿Y el bolso de Nancy? Estaba tirado por el suelo, en la cocina. ¿Cómo llegó allá? Sí, y desde luego en toda la casa no había ni un céntimo. Bueno dos dólares que tenía Nancy en su mesa, dentro de un sobre. Y sabemos que Clutter había firmado un cheque de sesenta dólares el día antes. Calculemos que le quedarían por lo menos unos cincuenta. Claro que algunos dirán:

»—Nadie mata a cuatro personas por cincuenta dólares.

»O también:

»—Claro, quizá el asesino tomó el dinero pero sólo para despistarnos, para hacernos creer que el motivo era el robo. Bueno, pero yo sigo con mis dudas —concluyó Nye.

Cuando oscureció, Dewey interrumpió la consulta para llamar por teléfono a su esposa Marie y decirle que no le esperase a cenar. Ella le dijo:

—Bueno. Muy bien, Alvin.

Dewey notó en el tono cierta inquietud inhabitual. Los Dewey, padres de dos niños, hacía diecisiete años que estaban casados y Marie, nacida en Louisiana y antigua taquígrafa del FBI, a quien él había conocido cuando lo destinaron a Nueva Orleáns, aceptaba y comprendía los avatares de su profesión, los insólitos horarios, las inesperadas llamadas que lo llevaban de improviso de uno a otro extremo del estado.

—¿Sucede algo? —le preguntó.

—Nada —le aseguró ella—. Sólo que cuando regreses esta noche tendrás que llamar al timbre. He hecho cambiar todas las cerraduras.

Él comprendió entonces y le contestó:

—No te preocupes, cariño. Sólo cierra las puertas y deja encendida la luz del porche.

Después que hubo colgado, uno de sus colegas le preguntó:

—¿Qué pasa? ¿Está Marie asustada?

—Sí, ¿y quién no lo estaría? —contestó.

Había quien no lo estaba. Desde luego, la viuda encargada del correo, la intrépida Myrtle Clare, no estaba asustada. Hablaba desdeñosamente de sus conciudadanos calificándolos de «hatajo de pusilánimes que tienen miedo hasta de cerrar los ojos».

Refiriéndose a sí misma declaraba:

—Esta pobre vieja duerme tranquila como siempre. El que quiera jugarme una mala pasada, que lo intente y ya verá.

(Once meses después, unos enmascarados armados con fusiles, tomándole la palabra, invadieron la estafeta de correos y aligeraron a la dama de novecientos cincuenta dólares.)

Como siempre, la opinión de la señora Clare no coincidía casi con ninguna otra.

—Lo que es por acá —opinaba el dueño de una ferretería de Garden City—, lo que más se vende en estos días son cerraduras y cerrojos. A nadie le preocupa de qué marca sean, lo único que quieren es que sean resistentes.

Claro que la imaginación siempre puede abrir cualquier puerta, girar la llave y dejar paso al terror. El martes al alba, unos cazadores de faisanes procedentes de Colorado, forasteros ignorantes del desastre ocurrido en el lugar, se quedaron atónitos ante el espectáculo que presentaba Holcomb desde su coche: las ventanas iluminadas, casi todas las ventanas de casi todas las casas, y en la habitaciones, inundadas de luz, se veían gentes completamente vestidas, familias enteras que se habían pasado la noche entera en estado de alerta, vigilando, escuchando. ¿De qué tenían miedo?

—Puede que vuelva a ocurrir —era la usual respuesta, con algunas variaciones.

No obstante, una mujer, una maestra, observó:

—La impresión que nos hubiese causado el crimen no hubiera sido tan tremenda si no se hubiese tratado justamente de los Clutter. De alguien menos admirado que ellos, menos próspero y seguro. Pero es que esa familia representaba todo cuanto la gente de por acá realmente valora y respeta. Y que una cosa así les haya podido suceder precisamente a ellos…, bueno, es como si nos dijeran que no existe Dios. Hace que la vida carezca de sentido. Creo que la gente se halla más que asustada, profundamente deprimida.

Otra razón, la más simple, la más desagradable, era que aquella tranquila comunidad de buenos vecinos y amigos de toda la vida, se vio de pronto enfrentada con la insólita experiencia de tener que desconfiar unos de otros. Razonablemente, creían que el asesino era uno de ellos y todos, hasta el último hombre, compartían la opinión que Arthur Clutter, hermano del finado, adelantara a los periodistas reunidos en el vestíbulo de un hotel de Garden City el 17 de noviembre:

—Apuesto que cuando se aclare esto, comprobaremos que lo hizo alguien que no está ni a diez millas de aquí.

Aproximadamente a seiscientos kilómetros al este de donde se hallaba Arthur Clutter en ese momento, dos jóvenes compartían un reservado en el Eagle Buffet, un restaurante de Kansas City. Uno de ellos, de cara alargada y con un gato azul tatuado en la mano derecha, había engullido varios emparedados de ensaladilla de pollo y ahora miraba codiciosamente lo que su compañero tenía delante: una hamburguesa intacta y un vaso de root beer en el que tres aspirinas se iban disolviendo.

—Chico, Perry —dijo Dick—, veo que no quieres esa hamburguesa. Me la comeré yo.

Perry empujó el plato al otro lado de la mesa:

—¡Cristo! ¿Es que no puedes dejar que me concentre?

—No necesitas leerlo cincuenta veces.

Aludía a un artículo en primera plana del Star de Kansas City del 17 de noviembre.

Bajo el título de «Hay escasos indicios en el cuádruple asesinato», el anterior, terminaba con un párrafo resumen:

Los investigadores se enfrentan con la búsqueda de un asesino o asesinos cuya astucia es evidente, si bien él o los motivos no lo son. Puesto que este asesino o asesinos cortaron cuidadosamente los cables de los dos teléfonos de la casa, ataron y amordazaron a sus víctimas con gran habilidad, sin huellas de lucha con ninguna de ellas, no dejaron nada olvidado en la casa, ni elemento alguno que indique que anduvieran buscando algo, excepto el detalle del billetero, asesinaron a cuatro personas disparando sobre ellas en distintas habitaciones y recuperaron tranquilamente los cartuchos usados, llegaron y se supone que abandonaron la casa con el arma criminal, sin ser vistos, actuaron sin motivo, a no ser que se considere como tal un fracasado intento de robo, como los investigadores se inclinan a pensar.

—«Puesto que este asesino o asesinos» —dijo Perry leyendo en voz alta—. No es correcto. Hay un error gramatical. Debería decir: «Puesto que este asesino o estos asesinos» —y sorbiendo su root beer con aroma de aspirina prosiguió—: Bueno, de todos modos, no me lo creo. Ni tú tampoco. Confiésalo, Dick, honestamente. Tú no te crees todo eso de la «falta de indicios», ¿verdad?

El día anterior, tras leer prolijamente los periódicos, Perry había planteado la misma cuestión, y a Dick, creyendo que ya había contestado de una vez por todas («Mira, si esos cow-boys pudieran establecer la mínima conexión, oiríamos resonar los cascos de sus caballos a doscientos kilómetros»), le fastidió oírla nuevamente. Le aburría demasiado contestar y se quedó callado, pero Perry insistió:

—Siempre me he guiado por mi intuición, por eso estoy vivo todavía. ¿Sabes? Willie-Jay decía que yo era un médium nato y de esas cosas él entiende bastante porque le interesan mucho. Me dijo que yo poseía un alto grado de «percepción extrasensorial». Un poco como si tuviera radar por dentro: percibes las cosas antes de verlas. Presientes lo que va a suceder. Mira por ejemplo mi hermano y su mujer, Jimmy y su mujer. Estaban locos el uno por el otro, pero él era celoso como un demonio y con sus celos la hacía tan infeliz, pensando siempre que ella le estaba engañando a sus espaldas, que al final ella se pegó un tiro y, al día siguiente, Jimmy se disparó una bala en la cabeza. Cuando sucedió, era en 1949 y yo estaba en Alaska con mi padre, por Circle City, y le dije a mi padre: «Jimmy ha muerto». Una semana después nos llegaba la noticia. La pura verdad. Otra vez estando en el Japón, yo trabajaba descargando en un barco y me senté para descansar un minuto. De pronto una voz en mi interior me gritó: «¡Salta!» Y yo di un brinco de tres metros. En aquel mismo instante, y en el mismo lugar donde yo había estado sentado, vino a desplomarse una tonelada de mercancía. No me importa que te lo creas o no. Te podría contar cien casos así. Por ejemplo, antes de tener aquel accidente con la moto, lo vi todo, todo lo que iba a suceder. Lo vi en mi cabeza: la lluvia, la huella de las ruedas que habían patinado y yo por la carretera, tirado en el suelo, sangrando y con las piernas rotas. Eso es lo que me pasa ahora. Una premonición. Algo me dice que esto es una trampa —golpeó el diario con el dedo—. Un montón de prevaricaciones.

Dick pidió otra hamburguesa. En los últimos días venía arrastrando un hambre que nada (tres sucesivos bistecs, una docena de chocolatinas «Hershey», medio kilo de pastillas de goma) parecía satisfacer. En cambio, Perry, por su parte, no tenía apetito: se mantenía de root beer, aspirinas y cigarrillos.

—No me extraña que tengas visiones —le dijo Dick—. Anda, vamos, rico. Sacúdete el canguelo. Nos salimos con la nuestra. Ha estado perfecto.

—Considerando bien las cosas, me sorprende que lo digas —murmuró Perry.

El tono tranquilo subrayaba la malicia que la respuesta encerraba. Pero Dick supo acusarla, hasta llegó a sonreír y su sonrisa era pura astucia. Fíjate, decía su sonrisa de buen chico, fíjate qué personaje tan simpático soy, qué apuesto, un tipo por el que cualquiera se dejaría afeitar.

—Muy bien —dijo Dick—. Puede que me hubieran dado una información falsa.

—Aleluya.

—Pero en conjunto, ha sido perfecto. No dejamos huella alguna. La han perdido. Y quedará perdida para siempre. No hay ni una sola conexión.

—Yo puedo pensar en una.

Perry había ido demasiado lejos, pero aún fue más allá:

—Floyd, ¿no es ése el nombre?

Un golpe bajo, pero Dick lo merecía. Su confianza era como una cometa que necesitara de vez en cuando que le arriaran la cuerda. Sin embargo, Perry pudo observar, no sin cierta aprensión, síntomas de cólera que iban transfigurando la expresión de Dick: mandíbulas, labios, la cara entera se distendió y en las comisuras de los labios aparecieron incipientes espumarajos. Muy bien, si llegaban a pelear, Perry sabría cómo defenderse. Era bajo, algunos centímetros más bajo que Dick y no podía contar con sus piernas cortas y dañadas, pero, en cambio, le superaba en peso, era más fornido y tenía unos brazos que podían cortar el aire a un oso. Pero demostrarlo, tener una pelea, una lucha jugándose el todo por el todo, era lo menos deseable en esa ocasión. Le gustara Dick o no (y no es que ahora dejara de gustarle, si bien en otro momento le había gustado más, o por lo menos respetado más), estaba claro que, por razones de seguridad, no les convenía separarse así sin más. Sobre este punto estaban de acuerdo los dos porque Dick había dicho:

—Si nos han de coger, que nos cojan juntos. Así podremos respaldarnos. Cuando empiecen a intentar tirarnos de la lengua para hacernos confesar, eso del careo de si tú dijiste y si yo dije.

Además, romper con Dick significaba renunciar a aquellos planes todavía atractivos para Perry y que, a pesar de los recientes reveses, aún creía posible realizar a dúo: una vida de inmersiones submarinas a la caza de tesoros en las islas o al otro lado de la frontera del Sur.

—¡El señorito Wells! —exclamó Dick empuñando el tenedor—. Habría que verlo. Y habría que verme a mí si volvía allá dentro. No tengo más que hacer que me metan por falsificar un cheque. Habría que ver lo que le pasaba. —El tenedor cayó de punta sobre la mesa—. Hasta el corazón, ¿sabes?

—No creo que vaya a hacerlo —contestó Perry queriendo hacer una concesión ahora que la cólera de Dick había pasado de su persona para centrarse en otra—. Se moriría de miedo antes de hacer algo así.

—Pues claro —asintió Dick—. Seguro que sí. Se moriría de miedo.

Una maravilla, realmente, la facilidad con que Dick podía cambiar de humor. En un instante, toda huella de crueldad, de hostilidad se había evaporado. Añadió:

—Y en cuanto a ese asunto de tus premoniciones, a ver si me aclaras algo: si estabas tan totalmente seguro de que te ibas a dar el golpe con la moto; ¿por qué no la dejaste antes?, nada te hubiera pasado si no hubieras estado montado en ella, ¿no?

Era un enigma sobre el que Perry había hecho sus reflexiones y creía haber hallado su porqué, que era muy simple aunque también algo confuso:

—No, porque cuando una cosa ha de ocurrir no se puede hacer más que esperar que no te ocurra. O que te ocurra cuanto antes, depende. Porque mientras estás en esta vida, siempre tienes algo esperándote y aunque lo sepas y sepas, además, que es algo malo, ¿qué le vas a hacer? No puedes dejar de vivir. Como en mi sueño. Desde que era pequeño, tengo el mismo sueño. Estoy en África. En la jungla. Voy caminando entre los árboles hacia un árbol que está aislado. ¡Jesús, y qué mal huele! El árbol apesta tanto que casi me desvanezco. Pero me da gusto verlo: tiene las hojas azules y cuelgan de él montones de diamantes como naranjas. Y es ésa la razón de que yo esté allí: quiero coger una carretada de diamantes. Pero lo que yo sé es que en el preciso instante en que intente alargar la mano para cogerlos, una serpiente me caerá encima. Una serpiente que custodia el árbol. Esa gorda hija de puta vive allí en sus ramas. Lo sé de antemano, ¿sabes? Y por Cristo que no tengo idea de cómo puedo luchar contra una serpiente. Pero pienso: «Bueno, correré el riesgo». Lo que quiere decir que mi deseo de poseer los diamantes es mayor que mi miedo. Así que me acerco para coger uno, lo tengo en mi mano y en cuanto empiezo a tirar de él para arrancarlo, la serpiente se me echa encima. Empieza la lucha, pero la serpiente es una viscosa hija de puta y yo no puedo zafarme, se me enrosca, me estruja. ¡Puedo oír cómo las piernas me crujen! Y entonces viene la parte en que sólo de pensarlo me da sudores, empieza a engullirme, ¿sabes? Empezando por los pies. Como si te tragaran las arenas movedizas.

Perry se interrumpió. No podía dejar de advertir que Dick, ocupado en hurgarse las uñas con el diente del tenedor, no estaba nada interesado en su sueño.

—¿Y entonces? —dijo Dick—. ¿Te traga la serpiente o qué?

—¡Qué más da! No tiene importancia.

¡Claro que la tenía! El final era muy importante, lo que más íntimo placer le producía. Una vez se lo contó a su amigo Willie-Jay, le explicó cómo era el pájaro enorme, aquella «especie de papagayo amarillo». Claro que Willie-Jay era distinto, era sensible, era un «santo». Él le hubiera comprendido, pero ¿Dick? Dick se hubiera reído. Y Perry no lo podía soportar: que nadie se riera de aquel papagayo que había volado por primera vez en sus sueños cuando sólo tenía siete años y no era más que un chiquillo mestizo, odiado y lleno de odio, en un orfelinato de monjas, verdugos amortajados que le azotaban porque se meaba en la cama. Fue precisamente después de una de esas palizas, una que no podría nunca olvidar («Me despertó. Tenía una linterna y empezó a darme golpes con ella. Siguió pegándome y pegándome. La linterna se le rompió, y siguió pegándome a oscuras»), cuando apareció el gran pájaro amarillo. Llegó mientras dormía, un pájaro «más alto que Cristo, amarillo como un girasol», un ángel guerrero que dejó ciegas a las monjas a picotazos, «les comió los ojos y las mató mientras le rogaban que tuviera piedad» y entonces se lo llevó a él suavemente, estrechándolo en sus alas, al «paraíso».

A medida que transcurrían los años, iban cambiando los particulares tormentos de que el pájaro le libraba. Otras cosas (niños mayores, su padre, una novia infiel, un sargento que conoció en el servicio militar) reemplazaban a las monjas, pero el pájaro, su vengador alado, reaparecía siempre. De modo que la serpiente, que custodiaba el árbol de los diamantes, no acababa nunca devorándolo y en cambio era ella la devorada. Y luego, ¡la maravillosa ascensión! A un paraíso que en una versión no era más que una «sensación», una sensación de poder, de superioridad inatacable, y en otras se transformaba en un «lugar verdadero», como en una película. «Quizá fuera efectivamente en una película donde lo vi, quizá sólo lo recordara de verlo en una película. Porque, ¿en qué otro lugar pude haber visto un jardín así? ¿Con escalinatas de mármol? ¿Y fuentes? Y allá lejos, abajo, yendo hasta el final del jardín, se ve el océano. ¡Fantástico! Como allá por Carmel, en California. Y lo mejor de todo aún…, bueno, pues es una mesa muy larga. ¡No puedes imaginar la cantidad de comida que hay! Ostras. Pavos. Salchichas. Fruta como para hacer un millón de macedonias. Y, oye, todo a tu disposición. Quiero decir que no hay que tener miedo de tocarlo. Puedo comer tanto como quiera y no me cuesta un céntimo. Por eso sé dónde me encuentro.”

Dick murmuró:

—Yo soy una persona normal. Y sólo sueño con pollos dorados. Y hablando de pollos, ¿conoces aquello de la pesadilla de la cabra?

Así era Dick, siempre con un chiste verde a punto sobre cualquier tema. Pero sabía contarlos tan bien que Perry, a pesar de que en cierta medida era un mojigato, no pudo dejar de reírse como siempre.

Hablando de su amistad con Nancy Clutter, Susan Kidwell dijo: —Éramos como hermanas. Por lo menos así lo consideraba yo…, como si fuera mi hermana. No podía ni asistir a clase, por lo menos aquellos primeros días. No volví a la escuela hasta después del funeral. Y lo mismo hizo Bobby Rupp. Durante un tiempo, después de aquello, Bobby y yo estábamos juntos. Es un chico agradable, de gran corazón, pero hasta entonces nunca le había ocurrido nada muy terrible. Nada como perder a una persona querida. Y además, encima, tener que someterse al detector de mentiras. Y no digo que eso le amargara, no, ya que sabía muy bien que la policía no hacía más que cumplir con su deber. A mí ya me habían pasado algunas cosas muy duras, dos o tres, pero a él no; así que fue un verdadero golpe para él, darse cuenta, de pronto, que la vida era algo más que un largo partido de basket, fue un buen golpe. Casi siempre nos íbamos a dar un paseo en su viejo Ford. Autopista arriba autopista abajo. Hasta el aeropuerto y vuelta. O nos llegábamos al Cree-Mee que es un drive-in [14], y nos quedábamos sentados en el coche tomando una Coca-Cola y escuchando la radio.

»La radio estaba siempre encendida, nosotros no teníamos nada que decirnos. Muy de vez en cuando, Bobby me contaba cuánto había querido a Nancy, y que ya no podría nunca jamás interesarse por otra chica. Bueno, yo pensaba que Nancy no lo hubiera querido así y se lo decía a él. Recuerdo, creo que fue el lunes, que bajamos con el coche hasta el río, aparcamos en el puente. Desde allí se ve la casa, la casa de los Clutter. Y parte del campo: los frutales del señor Clutter y los trigales perdiéndose en la lejanía. Allá lejos, en uno de los campos, ardía una fogata: estaban quemando cosas de la casa. Dondequiera que fuéramos, siempre había algo que nos lo recordaba. En las márgenes del río, había hombres con redes y palos que andaban pescando. Pero no pescando por pescar, Bobby dijo que buscaban las armas. El cuchillo. La escopeta.

»A Nancy le encantaba el río. Las noches de verano solíamos montarnos las dos a lomos de Babe, esa yegua gorda y gris de Nancy, ¿sabe? Nos íbamos directamente al río y nos metíamos en él. Luego Babe se iba al bajío mientras nosotras tocábamos la flauta y cantábamos. Hasta que nos entraba frío. Me gustaría saber qué ha sido de ella, de Babe. Una señora de Garden City se quedó con el perro de Kenyon. Se quedó con Teddy. Pero el animal se le escapó, se volvió otra vez a Holcomb. Ella vino y se lo volvió a llevar. Y yo tengo el gato de Nancy, Evinrude. Pero Babe, imagino que la venderán. ¿No le hubiera parecido odioso a Nancy? Se hubiera puesto furiosa. Otro día, la víspera del funeral, Bobby y yo estuvimos sentados junto a la vía viendo pasar los trenes, realmente tonto. Como ovejas en una ventisca. De pronto, Bobby se levantó y dijo: “Tenemos que ir a ver a Nancy. Tenemos que estar con ella.” Fuimos en el coche hasta Garden City, a la casa de pompas fúnebres Phillips que está en la calle Mayor. Creo que el hermano pequeño de Bobby estaba con nosotros. Sí, seguro que estaba. Porque recuerdo que fuimos a buscarlo a la salida del colegio. Y recuerdo que él dijo que no iban a dar clases en ninguna escuela al día siguiente, así todos los niños de Holcomb podrían ir al funeral. Y estuvo diciéndonos lo que pensaban sus compañeros. Nos dijo que estaban convencidos que había sido obra de un “asesino a sueldo”. Yo no quería oír ni una palabra de semejante cosa. No eran más que chismes y habladurías, dos cosas que Nancy detestaba. De todos modos, a mí poco me importa quién lo hiciera. De alguna manera me parece como si no tuviese nada que ver. Mi mejor amiga se ha ido. Saber quién la ha matado no va a traerla de vuelta. ¿Qué importa? No querían dejarnos entrar. En la casa de pompas fúnebres, me refiero. Nos dijeron que nadie podía “ver a la familia”. Excepto los parientes. Pero Bobby insistió y al final, el director de la funeraria (conocía a Bobby y supongo que le daría lástima) nos dijo que estaba bien, que entráramos, pero advirtiéndonos que no se lo dijésemos a nadie. Ahora yo preferiría que no nos hubiese dejado entrar.

»Los cuatro ataúdes, que ocupaban casi por completo el saloncito lleno de flores, iban a estar cerrados durante el funeral (cosa muy comprensible, porque a pesar de los cuidados tomados para mejorar la apariencia de las víctimas, el efecto que producían era inquietante). Nancy llevaba puesto su vestido de terciopelo cereza, su hermano una camisa escocesa de tonos vivos; sus padres estaban vestidos de modo más sobrio, el señor Clutter con un traje de franela azul marino y su esposa con un vestido de crepé azul marino también, y (eso era lo que daba a la escena un aire atroz) la cabeza de cada uno estaba completamente envuelta en algodón, como un abultado capullo que hacía el doble de un globo normalmente inflado, y el algodón, como lo habían rociado con una sustancia brillante, relucía como la nieve de los árboles de Navidad.

Susan se retiró inmediatamente.

—Fui afuera y esperé en el coche —recordó—. Al otro lado de la calle, un hombre barría hojas. Me quedé mirándole. Porque no quería cerrar los ojos. Pensaba: «Si los cierro me desmayo». Lo estuve, pues, mirando cómo barría las hojas y las quemaba. Lo miraba sin ver nada. Porque todo lo que tenía ante mis ojos era su vestido. ¡Lo conocía tan bien! Le ayudé a elegir la tela. El modelo fue idea suya y se lo hizo ella misma. Recuerdo lo satisfecha y contenta que estaba el día que lo estrenó. En una fiesta. Todo lo que podía ver era el vestido rojo de Nancy. Y Nancy en él. Bailando.

El Star de Kansas City publicaba una exhaustiva descripción del funeral de los Clutter, pero ya hacía dos días que había salido el diario cuando Perry, tumbado en la cama de una habitación del hotel, acertó a leerlo. Pero aun así, se limitó a echarle un vistazo, saltándose párrafos:

Unas mil personas, la mayor aglomeración registrada en la Primera Iglesia Metodista en sus cinco años de existencia, asistieron hoy a los funerales de las cuatro víctimas… Varias compañeras de Nancy del colegio de Holcomb estallaron en llanto cuando el reverendo Leonard Cowan dijo: «Dios nos ofrece valor, amor o esperanza aun a pesar de que caminemos a través de las sombras del valle de la muerte. Estoy seguro de que Él estuvo con ellos en sus últimos momentos. Nunca prometió Jesús que viviríamos sin tristeza ni dolor, lo que siempre dijo fue que Él estaría con nosotros para ayudarnos a soportar la tristeza y el dolor…» En este día peculiarmente cálido para la estación, seiscientas personas llegaron hasta el cementerio de Valley View situado al norte de la ciudad. Allí, durante el servicio religioso llevado a cabo ante las tumbas, rezaron el «Padrenuestro», sus voces unidas en un grave susurro resonaban en todo el cementerio.

¡Mil personas! Perry estaba impresionado. Se preguntaba cuánto habría costado el funeral. Tenía el dinero metido en la cabeza aunque quizá mucho menos que a primera hora del día, un día que había comenzado exactamente «sin un cobre». Pero, gracias a Dick, la situación había mejorado desde entonces. Ahora Dick y él, poseían «una bonita suma», suficiente como para llevarles a México.

¡Dick! Sagaz, listo. Sí, eso había que reconocérselo. Cristo, era increíble cómo «sabía madrugar a un tipo». Como a aquel dependiente de la tienda de confecciones de Kansas City, Missouri [15], la primera elegida por Dick para «dar un golpe». En cuanto a Perry, que era novato en eso de hacer pasar un cheque, estaba tan nervioso que Dick tuvo que decirle:

—Todo lo que quiero que hagas es que te quedes a mi lado. Que no te rías ni te sorprendas de nada de lo que yo diga. Esas cosas hay que improvisarlas.

Para lo que se proponían, Dick era al parecer la persona indicada.

Entró con desenvoltura y con desenvoltura presentó a Perry al vendedor, como «un amigo mío que está a punto de casarse» y siguió diciendo: «Yo voy a ser testigo y le estoy ayudando a comprarse lo que le hace falta. Ja, ja, digamos, ja, ja, para su ajuar». El vendedor «tragó el anzuelo» e inmediatamente se vio Perry quitándose los pantalones de dril para probarse un tétrico traje que el dependiente consideraba «ideal para una ceremonia informal». Después de comentar el extrañamente desproporcionado tipo de su cliente, su superdesarrollado torso sostenido por aquellas piernas cortas, añadió:

—Me temo que no tenemos nada que pueda irle bien sin necesidad de un arreglo.

¡Oh!, contestó Dick, no había inconveniente. Sobraba tiempo porque la boda era «de mañana en una semana». Una vez aclarado aquello, se pusieron a elegir un equipo de chaquetas y pantalones menos sobrios, apropiados para lo que, según Dick, iba a ser una luna de miel en Florida.

—¿Conoce el Eden Rock? —preguntó Dick al vendedor—. ¿El que está en Miami Beach? Pues ya tienen reservas. Es regalo de los padres de ella: dos semanas a cuarenta dólares por día. ¿Qué me dice? Un enano feo como éste va y encuentra un bombón que no sólo es un bombón sino que además está cargada de oro. Mientras que tipos como usted y yo, con buena presencia…

El vendedor presentó la cuenta. Dick se llevó la mano al bolsillo trasero del pantalón, frunció el ceño, hizo chasquear los dedos y exclamó:

—¡Puñeta! Me he dejado el billetero en casa.

Frase que a su compañero le pareció tan poco original que creyó que no podría engañar «ni a un tonto negro recién nacido». Pero al parecer, el vendedor lo creía porque cuando Dick sacó un cheque en blanco y lo firmó por ochenta dólares más del total de la cuenta, le entregó inmediatamente el cambio en efectivo.

Afuera Dick le dijo:

—¿Así que te casas la semana que viene? Bueno, pues vas a necesitar un anillo.

Poco después, en el viejo Chevrolet de Dick, llegaban a una tienda llamada Las Mejores Joyas. De allí, después de pagar con un cheque un anillo de boda y otro de brillantes, fueron a una casa de empeños. A Perry le dolía desprenderse de ellos. Casi había comenzado a creer en aquella pretendida novia, si bien, en su imaginación, contrariamente a la descripción de Dick, no era ni rica ni guapa sino muy bien educada, sabía hablar con corrección y probablemente poseía título universitario, «un tipo de chica muy intelectual»: la clase de muchacha que siempre había deseado encontrar y que nunca tuvo en la realidad.

A menos de contar a Cookie, aquella enfermera que había conocido cuando estuvo hospitalizado como resultado del accidente de moto. Una muchacha estupenda, Cookie, le había iniciado en la «literatura seria»: Lo que el viento se llevó, This is my beloved [16]. Tuvieron lugar algunos episodios sexuales, extraños, furtivos; se llegó a hablar de amor y hasta de matrimonio, pero luego, ya repuesto de sus lesiones, le dijo adiós y a modo de explicación le dio un poema que pretendía haber escrito:

Hay una raza de hombres inadaptados

una raza que no puede detenerse

hombres que destrozan el corazón a quien se les acerca

y vagan por el mundo a su antojo…

Recorren los campos y remontan los ríos

escalan las cimas más altas de las montañas;

Llevan en sí la maldición de la sangre gitana

y no saben cómo descansar.

Si siguieran siempre en el mismo camino

llegarían muy lejos;

son fuertes, valientes y sinceros.

Pero siempre se cansan de las cosas que ya están,

y quieren lo extraño, lo nuevo, siempre.

No había vuelto a verla ni había sabido nada más de ella, pero algunos años más tarde se hizo tatuar su nombre en el brazo y una vez en que Dick le preguntó quien era «Cookie» contestó:

—No es nadie. Una chica con la que estuve a punto de casarme.

(El hecho de que Dick hubiera estado casado-casado dos veces y que tuviera tres hijos, era algo que le envidiaba. Una mujer, hijos representaban experiencias que «un hombre debía tener» aun si, como en el caso de Dick, «ni le hacían feliz ni le servían de nada».)

Los anillos fueron empeñados por ciento cincuenta dólares. Visitaron otra joyería, Goldman’s y salieron de ella con un reloj de pulsera de hombre, de oro. La parada siguiente, fue en una casa de artículos fotográficos Elko y «compraron» una sofisticada cámara filmadora.

—Las cámaras son la mejor inversión —le informó Dick a Perry—. Los objetos más fáciles de empeñar o vender. Las cámaras y los aparatos de televisión.

Así que decidieron conseguir varios de estos últimos y una vez cumplida la tarea, se dedicaron a asaltar algún que otro almacén de prendas de vestir: Sheperd and Foster’s, Rothschild’s, Shopper’s Paradise. Al anochecer, cuando las tiendas cerraban, tenían los bolsillos repletos de dinero en efectivo y el coche cargado de mercancía vendible o empeñable. Contemplando toda aquella cosecha de camisas y encendedores, caros aparatos y gemelos, Perry se sentía agrandado: ahora México, una nueva oportunidad, una vida «que realmente valiera la pena». Pero Dick parecía deprimido. Se desentendió de los elogios que le prodigaba Perry: «Te lo digo en serio, Dick. Has estado asombroso. La mitad de las veces hasta yo me lo creía». Perry estaba desorientado, le resultaba incomprensible que Dick, siempre tan pagado de sí mismo, teniendo ahora motivos para vanagloriarse, pareciera turbado, desalentado y triste. Perry le dijo:

—Te invito a una copa.

Se pararon en un bar. Dick bebió tres Orange Blossom. Después del tercero preguntó bruscamente:

—¿Y mi padre qué? Pienso que, ¡Jesús!, es un hombre tan bueno. Y mi madre…, bueno, ya la viste. ¿Y ellos qué? Yo estaré lejos en México. O donde sea. Pero ellos estarán aquí cuando los cheques empiecen a rebotar. Ya sé cómo es mi padre. Querrá pagarlos. Como intentó hacerlo ya otras veces. Pero no podrá, está viejo y enfermo y no tiene nada.

—Te comprendo en eso —dijo Perry sinceramente. Sin ser bondadoso, era un sentimental y el afecto que tenía Dick por sus padres, su declarada solicitud para con ellos, era algo que le conmovía de veras—. Pero, puñeta, Dick. Es muy sencillo —siguió diciendo Perry—. Nosotros pagaremos los cheques. En cuanto estemos en México, en cuanto hayamos empezado con lo nuestro, haremos dinero. Mucho dinero.

—¿Cómo?

¿Cómo? ¿Qué querría decir Dick? Aquella pregunta dejó aturdido a Perry. Habían estado los dos discutiendo tantas y tan variadas aventuras: la búsqueda de oro, inmersiones para rescatar tesoros hundidos en el mar… Y ésos no eran más que dos de los proyectos que Perry había propuesto con más entusiasmo. Había otros más. El del barco, por ejemplo. Habían hablado a menudo de un barco de pesca de altura que comprarían, tripularían ellos mismos y alquilarían a los turistas, ello, desde luego, a pesar de que ninguno de los dos hubiera jamás guiado una canoa ni pescado un albur. Se podía hacer fácilmente dinero, también, pasando coches robados por las fronteras sudamericanas. («Te pagan quinientos dólares por viaje», al menos recordaba Perry haber leído en alguna parte.) Pero entre las muchas respuestas que pudo haberle dado, escogió recordar a Dick la fortuna que les estaba aguardando en las Islas de los Cocos, una manchita de tierra que emergía cerca de Costa Rica.

—No bromeo, Dick —le contestó Perry—. De veras que existe. Tengo un mapa. Conozco toda la historia. Lo enterraron allí en mil ochocientos veintiuno: lingotes de oro peruano, joyas. Sesenta millones de dólares, eso es lo que dicen que vale. Aun si no lo encontramos todo, si solo encontramos algo de eso… ¿Me escuchas, Dick?

Siempre hasta entonces Dick le había alentado, siempre había prestado atención a sus relatos de mapas, sus historias sobre tesoros, pero ahora (nunca le había pasado por la cabeza hasta ahora) empezaba a preguntarse si Dick no había estado fingiendo, simplemente, tomándole el pelo.

Aquel pensamiento, de lo más doloroso, se desvaneció porque Dick, con un guiño y un codazo jocoso le contestó:

—Seguro, hombre. Te escucho desde el comienzo, sin perderme nada.

Eran las tres de la madrugada y el teléfono volvió a sonar. No es que la hora importara demasiado ya que de todos modos, Al Dewey estaba despierto y también Marie y los niños, Paul de nueve años y Alvin Adams Dewey, hijo, de doce. Porque ¿quién podría dormir en una casa (una modesta casita de una planta) si el teléfono estaba sonando cada pocos minutos durante toda la noche? Mientras se levantaba de la cama, Al Dewey le prometió a su esposa:

—Esta vez lo dejaré descolgado.

Pero era una promesa que no podía mantener. Desde luego, muchas de las llamadas las hacían periodistas cazadores de noticias, o bromistas o teorizantes: «¿Al? Oiga, yo lo veo así. Se trata de suicidio y asesinato. Se da el caso que yo que Herb andaba financieramente quebrado. Su situación era ciertamente apurada. ¿Y qué es lo que hace? Suscribe esa fabulosa póliza de seguro, les pega un tiro a Bonnie y a los niños y luego se mata él mismo con una bomba. Una granada llena de perdigones». O personas anónimas con veneno en la lengua: «¿Conoce a los L? ¿Que son extranjeros? ¿Que no trabajan? ¿Y dan fiestas? ¿Y cócteles? ¿De dónde sacan el dinero? No me extrañaría nada que fueran ellos la clave del asunto Clutter». O nerviosas damas inquietas por alguna habladuría, por algo que habían oído decir, por algún rumor sin pies ni cabeza: «Alvin, escucha, te conozco desde que eras niño. Y quiero que me digas francamente si es cierto. Yo quería y respetaba al señor Clutter y me niego a creer que ese hombre, un hombre cristiano, me niego a creer que anduviese tras las mujeres…”

Pero la mayoría de personas que llamaban, eran ciudadanos responsables que deseaban ser útiles: «Quisiera saber si ha interrogado usted a la amiga de Nancy, a Sue Kidwell. Estuve hablando con la niña y me ha dicho algo que me ha llamado mucho la atención: que la última vez que habló con Nancy, Nancy le dijo que el señor Clutter estaba de muy mal humor. Desde hacía tres semanas. Que pensaba que estaba profundamente preocupado por algo, tan preocupado que incluso había empezado a fumar cigarrillos…» O bien, se trataba de personas oficialmente interesadas en el caso: gentes de leyes y detectives de otras partes del estado. «Quizá tenga algo que ver o quizá no, pero aquí uno que tiene un bar dice que oyó cómo dos tipos discutían el caso en tales términos que le pareció que tenían no poco que ver con el mismo…» Y si bien ninguna de esas llamadas había conseguido hasta entonces otra cosa que darles trabajo extra a los detectives, siempre cabía la posibilidad de que la próxima fuera distinta, y que, como Dewey decía, «fuera el cabo del ovillo».

Al contestar a la llamada aquella, inmediatamente Dewey oyó:

—Quiero hacer una confesión.

—¿Con quién hablo, por favor? —preguntó.

El que llamaba, un hombre, repitió su primera frase y añadió:

—Yo lo hice. Yo los maté a todos.

—Ya —dijo Dewey—. Ahora, si me pudiera usted dar su nombre y dirección…

—¡Oh, eso no!… —contestó el hombre con alterada voz de borracho—. No le diré nada. No hasta que me entregue la recompensa. Usted me envía la recompensa y yo le digo quién soy. O eso o nada.

Dewey se volvió a la cama.

—No, cariño. Nada importante. Otro borracho.

—¿Y qué quería?

—Hacer una confesión. Siempre que le enviara primero la recompensa.

(Un periódico de Kansas, el News de Hutchinson, había ofrecido mil dólares a cualquier información que llevara a esclarecer el crimen.)

—Alvin, ¿estás encendiendo otro cigarrillo? En serio, Alvin, ¿no puedes ni siquiera intentar dormir?

Demasiada tensión para dormir; aunque el teléfono no sonara más, se sentía demasiado insatisfecho y fracasado. Ninguna de las «pistas» le había conducido a otra parte que a un callejón sin salida con la más negra de las paredes al fondo. ¿Bobby Rupp? El detector de mentiras había eliminado a Bobby. Y el señor Smith, el agricultor que hacía nudos idénticos a los del asesino, también había sido eliminado de la lista de sospechosos después de demostrar que la noche del asesinato estaba allá en Oklahoma. Así sólo quedaban los Juanes, padre e hijo, pero también ellos tenían coartadas comprobables.

—De modo que —como Harold Nye decía— el resultado es un bonito y redondo número: cero.

Incluso la búsqueda de la tumba del gato de Nancy había dado resultado negativo.

No obstante, se habían descubierto dos detalles significativos. Primero: clasificando los trajes de Nancy, la señora Elaine Selsor, tía suya, había encontrado en la punta de un zapato, un reloj de pulsera de oro. Segundo: la señora Helm, acompañada de un agente del KBI, había examinado las habitaciones de River Valley una por una, había dado la vuelta a la casa entera con la esperanza de encontrar algo fuera de sitio, algo que faltara y por fin lo encontró. En la habitación de Kenyon. La señora Helm miró y volvió a mirar por todas partes, dio una y otra vez la vuelta a la habitación con los labios apretados tocando esto y aquello: el viejo guante de béisbol de Kenyon, las botas de trabajo de Kenyon sucias de barro, sus patéticas gafas abandonadas. Y durante todo el rato la mujer no dejaba de decir:

—Hay algo que no encaja. Lo siento. Lo sé. Pero no veo lo que es.

Hasta que lo supo.

—¡La radio! ¿Dónde está la pequeña radio de Kenyon?

Los dos descubrimientos juntos obligaron a Dewey a considerar nuevamente la posibilidad de que el motivo fuera un «simple robo». Es verdad que el reloj de Nancy no habría caído en el fondo de su zapato accidentalmente. Ella debió, tendida en la cama en la oscuridad, oír ruidos, pasos, quizá voces, que le hicieron pensar que había ladrones por la casa y creyéndolo así, debió de apresurarse a esconder su reloj, regalo de su padre, que ella consideraba un tesoro. En cuanto a la radio portátil gris, marca Zenith, sin duda alguna, había desaparecido. De todos modos, Dewey no podía aceptar la teoría de que toda una familia había sido asesinada por provecho tan mezquino «por unos pocos dólares y una radio».

Aceptarla hubiera sido invalidar la imagen que se había formado del asesino, o mejor dicho, de los asesinos. Él y sus colaboradores habían decidido pluralizar el término. La experta realización de los crímenes constituía una prueba suficiente de que por lo menos uno de ellos era dueño de una astucia y serenidad poco comunes y de que era, debía de ser, una persona demasiado inteligente para haberse metido en semejante aventura sin un motivo calculado. Además, Dewey había tenido en cuenta varios detalles que reforzaban su convicción de que, por lo menos, uno de los asesinos estaba emocionalmente ligado a las víctimas y que sentía por ellas, incluso aunque hubiera llegado a ocasionarles la muerte, cierta retorcida ternura. ¿Cómo explicar si no lo de la caja de colchón?

El asunto de aquella caja de colchón era una de las cosas que más atormentaban a Dewey. ¿Por qué los asesinos se habrían tomado la molestia de trasladar la caja desde un extremo del sótano hasta la caldera y depositarla allí en el suelo, a no ser con la intención de que el señor Clutter estuviera más cómodo? ¿De hacer que tuviera, mientras veía acercarse el cuchillo, un jergón menos duro que el frío cemento? Y, observando las fotografías del escenario del crimen, Dewey había sabido discriminar otros detalles más que parecían subrayar su idea de un asesino que ocasionalmente se sentía movido por impulsos de consideración.

—O —nunca lograba encontrar la expresión exacta— por una especie de enfermiza meticulosidad. De blandura. Lo de los cubrecamas. Vamos, ¿qué clase de persona hubiera hecho aquello? ¿Atar dos mujeres como Bonnie y Nancy fueron atadas, para luego cubrirlas con la colcha, arroparlas, como diciéndoles dulces sueños y buenas noches? O lo de la almohada bajo la cabeza de Kenyon. Al principio creí que la almohada había sido puesta allí simplemente para que su cabeza fuera un blanco más fácil. Pero ahora pienso que no, fue hecho por la misma razón por la que la caja de colchón apareció en el suelo: para que la víctima estuviera más cómoda.

Pero especulaciones como ésas, si bien tenían a Dewey obsesionado, no le satisfacían ni le producían la sensación de que «había llegado a alguna parte». Raramente un caso se resuelve gracias a «bonitas teorías». Él confiaba en los hechos, «sudados y maldecidos». La cantidad de hechos que investigar y comprobar así como el plan fijado para obtenerlos, aseguraban sudores a mares, ya que se trataba de seguir y controlar centenares de personas, entre ellas, todos los antiguos empleados de River Valley, todos los amigos y familiares, todos aquellos con quienes el señor Clutter había concertado negocios, grandes o pequeños…, un viaje a paso de tortuga en su pasado. Porque, como Dewey les dijo a sus compañeros:

—Hay que proseguir hasta que conozcamos a los Clutter mejor de lo que ellos mismos llegaron jamás a conocerse. Hasta que veamos un punto de contacto entre lo que encontramos aquella mañana de domingo y algo que sucedió quizá cinco años atrás. La conexión. Tiene que haber una. Tiene que haberla.

La esposa de Dewey dormitaba, pero se despertó otra vez cuando él volvió a levantarse de la cama. Oyó todavía cómo contestaba de nuevo al teléfono, y de la habitación contigua donde dormían los niños, le pareció que salían sollozos.

—¿Paul?

Por lo general Paul no se alteraba por nada ni podía decirse que fuera un niño molesto ni que tuviera nada de llorón. Andaba demasiado ocupado cavando túneles en el patio de la casa o haciendo prácticas para llegar a ser «el corredor más veloz de Finney County». Pero aquella mañana, a la hora del desayuno, rompió a llorar. Su madre no tuvo que preguntarle por qué; sabía muy bien que, aunque el pequeño sólo captaba a medias las razones del movimiento que había a su alrededor, se sentía amenazado: por aquel teléfono obsesionante, por los desconocidos que llamaban a la puerta, por los ojos de su padre, cansados y llenos de preocupación. Ella, entonces, se dirigió a Paul para reconfortarle. Su hermano, tres años mayor, le ayudó:

—Paul —le dijo—. Tranquilízate, ahora cálmate y mañana te enseñaré a jugar al póquer.

Dewey estaba en la cocina. Marie, que iba en su busca, se lo encontró allí, esperando a que el café se colara y con las fotografías del escenario del delito desparramadas ante sí, como manchas macabras en la mesa de la cocina, que estropeaban el efecto de las bonitas frutas estampadas sobre el hule. (En una ocasión él le había ofrecido enseñarle las fotos y ella había rehusado diciendo: «Quiero recordar a Bonnie tal como era…, a todos ellos».) Dewey propuso:

—Quizá sería mejor que los niños estuvieran con mi madre.

Su madre, viuda, no vivía muy lejos, en una casa que a ella le parecía demasiado grande y silenciosa; los nietos eran siempre bien venidos.

—Por unos pocos días. Hasta…, bueno…, hasta…

—Alvin, ¿crees que alguna vez volveremos a llevar una vida normal? —preguntó la señora Dewey.

Su vida normal era ésta: los dos trabajaban, la señora Dewey como secretaria en una oficina, y se repartían los quehaceres domésticos, turnándose en la cocina y en las limpiezas. («Cuando Alvin era sheriff, me consta que algunos se burlaban de él y decían: “¡Mira, mira! ¡Ahí va el sheriff Dewey! ¡Todo un machote! Lleva una seis balas automática. ¡Pero en cuanto llega a casa, deja el arma y se pone el delantal!”») Por entonces, estaban ahorrando para construir una casa en un terreno de cerca de diez hectáreas que Dewey había comprado en 1951, varios kilómetros al norte de Garden City. Si hacía buen tiempo y especialmente cuando los días eran cálidos y el trigo estaba crecido y amarillo, le gustaba llegarse hasta allí en el coche y probar puntería (disparar a los cuervos, a latas de conserva) o vagar con la imaginación por la casa que soñaba tener, por el jardín que soñaba cultivar y bajo los árboles que aún no había plantado. Tenía la seguridad de que algún día, en aquella llanura sin sombra alguna, se alzaría su propio oasis de robles y olmos.

Algún día, si Dios quiere.

La fe en Dios y el ritual que esta fe requería (ir a la iglesia todos los domingos, rezar antes de las comidas y antes de irse a acostar) constituían una importante parte de la existencia de Dewey.

—No entiendo cómo nadie puede sentarse a la mesa sin sentir deseos de bendecirla —dijo una vez la señora Dewey—. A veces, cuando vuelvo a casa después del trabajo, bueno, pues estoy cansada. Pero siempre hay café sobre el hornillo y a veces carne en el congelador. Los chicos encienden fuego para hacer la carne, charlamos, nos contamos unos a otros cómo fue nuestra jornada y cuando la cena está dispuesta, me doy cuenta de que tengo muy buenos motivos para sentirme feliz y agradecida. Y por eso digo entonces: Gracias, Señor. Y no lo digo sólo porque debo, sino porque siento necesidad de hacerlo.

—Alvin, contéstame —dijo ahora la señora Dewey—. ¿Crees que alguna vez volveremos a llevar una vida normal?

Iba a contestar, pero el teléfono le detuvo.

El viejo Chevrolet salió de Kansas City el 21 de noviembre sábado por la noche. El equipaje iba atado al guardabarros y al techo. El portaequipajes no se podía cerrar de tan cargado y atestado que iba. En el interior del coche, sobre el asiento posterior, había dos aparatos de televisión uno encima de otro. Los pasajeros viajaban estrechos: Dick, al volante, y Perry abrazado a su vieja guitarra Gibson, la más amada de sus posesiones. En cuanto a los demás bienes de Perry (una maleta de cartón, una radio portátil gris, marca Zenith, un bidón de cinco litros de extracto de root beer, —temía no encontrar en México su bebida favorita—, y dos grandes cajas conteniendo libros, manuscritos y recuerdos queridos). ¡Y cómo se había puesto Dick! Había maldecido las cajas, dándoles de puntapiés, diciendo que sólo eran «doscientos kilos de asquerosa porquería». Las dos cajas formaban parte también del desorden del interior del coche.

Hacia la medianoche, cruzaron la frontera de Oklahoma. Perry contento y feliz de haber salido de Kansas, logró por fin despreocuparse del todo. Ahora era cierto: estaban en camino. En camino para no volver jamás. Sin remordimientos por lo que a él se refería, ya que no dejaba nada atrás, nadie que se preguntara con profundo interés qué viento se lo habría llevado. No podía decirse lo mismo de Dick, porque quedaban todos aquellos que él pretendía querer: tres hijos, una madre, un padre, un hermano. Personas a quienes no se había atrevido a confiar sus planes, ni a decir adiós, a pesar de que no esperaba volver a verlos, por lo menos en esta vida.

«Enlace Clutter-English celebrado el sábado». Este titular, aparecido en la página de notas de sociedad del Telegram, de Garden City del 23 de noviembre, sorprendió a muchos lectores. Al parecer, Beverly, la segunda de las dos hijas del señor Clutter, se había casado con el señor Vere Edward English, el joven estudiante de biología con el que hacía tiempo estaba prometida. La señorita Clutter había lucido vestido blanco y la ceremonia se había celebrado con toda pompa («La señora de Leonard Cowan actuó de solista y la señora de Howard Blanchard, de organista»), en «la Primera Iglesia Metodista», aquella misma iglesia donde tres días antes la novia había llorado, como era de rigor, a sus padres, a su hermano y a su hermana menor. Pero, sin embargo, según el Telegram: «Vere y Beverly tenían planeado casarse por Navidades. Las participaciones estaban ya impresas y el padre de la novia había reservado la iglesia. Debido a la inesperada tragedia y dado que la mayoría de parientes se hallaban por ello reunidos, venidos de lugares distantes, la joven pareja decidió celebrar su boda el sábado.”

Celebrada la boda, todos los Clutter se dispersaron. El lunes, día en que los últimos de ellos abandonaron Garden City, el Telegram publicó en su primera plana una carta escrita por el señor Howard Fox de Oregón, Illinois, hermano de Bonnie Clutter. La carta después de agradecer al vecindario el haber abierto sus «casas y corazones» a la desconsolada familia, se transformaba en un ruego. «En esta comunidad (se refería a Garden City) hay muchos resentimientos. He oído decir incluso y en más de una ocasión, que cuando se encuentre al asesino ha de colgársele del árbol más cercano. No permitamos que ésos sean nuestros sentimientos. El daño está ya hecho y acabar con otra vida en nada podrá cambiarlo. Sepamos perdonar según la voluntad de Dios. No estaría bien que alimentáramos rencor en nuestros corazones. Al autor de este acto, le será muy difícil vivir con su conciencia. Sólo obtendrá la paz de espíritu cuando recurra a Dios en busca de perdón. No seamos sus obstáculos; por el contrario, roguemos para que encuentre la paz.”

El auto estaba aparcado en un promontorio donde Perry y Dick habían decidido hacer un alto. Era mediodía. Dick recorría el panorama con unos prismáticos. Montañas. Gavilanes revoloteando en un cielo blanco. Una polvorienta carretera que entraba y salía, serpenteando, de un polvoriento pueblecito blanco. Aquél era su segundo día en México y hasta el momento todo le había parecido magnífico, hasta la comida. (En aquel instante se estaba comiendo una tortilla fría y aceitosa.) Habían cruzado la frontera por Laredo en Texas, la mañana del 23 de noviembre, y dormido su primera noche en un prostíbulo de San Luis de Potosí. Estaban ahora a trescientos kilómetros al norte de su próximo destino, México capital.

—¿Sabes qué estoy pensando? —preguntó Perry—. Pues que nosotros dos debemos de tener algo anormal. Para hacer lo que hicimos.

—¿Hicimos qué?

—Lo de por allá.

Dick dejó caer los prismáticos en su funda de piel, un lujoso estuche que lucía las iniciales H. W. C. Estaba harto. Harto hasta el cansancio. ¿Por qué demonios no podría tener Perry la boca cerrada? ¡Cristo Jesús! ¿De qué servía sacar a relucir aquella historia cada dos por tres? Era verdaderamente insoportable. Ahora que habían llegado a una especie de acuerdo de no mencionar el condenado asunto, más aún. Había que olvidarlo y basta.

—La gente capaz de hacer algo así debe de tener algo anormal —insistió Perry.

—No hablarás por mí, rico —dijo Dick—. Yo soy un tipo normal.

Y Dick estaba convencido de lo que decía. Se creía tan equilibrado, tan cuerdo como el que más. Sólo que quizás un poco más listo que la mayoría. Pero Perry… Había, al parecer de Dick, «algo anormal» en el pequeño Perry. Y se quedaba corto. En la primavera anterior, cuando compartían la misma celda en la Penitenciaría del Estado de Texas, se había familiarizado con muchas de las peculiaridades menores de Perry: con lo «tan crío» que podía ser, siempre mojando la cama y llorando en sueños («Papá, te he buscado por todas partes, ¿dónde estás, papa?») y siempre «pasándose horas sentado chupándose el pulgar y meditando frente a sus presuntas guías de tesoros». Lo que sólo era una parte, porque había otras. En ciertas cosas, Perry nada tenía de crío «le ponía a uno los pelos de punta». Por ejemplo, tenía un mal genio infernal. Podía ponerse fuera de sí «más de prisa que un indio borracho». Pero lo malo era que nadie se apercibía de ello. «Puede que estuviera a punto de matarte, pero nadie podría decirlo, ni mirándole ni escuchándolo», dijo Dick una vez. Por violenta que fuera su cólera interior, Perry no dejaba de ser exteriormente aquel hombre duro y frío de ojos serenos un poco soñolientos. Hubo un tiempo en que Dick creyó poder controlar, poder regular la temperatura de aquellas súbitas fiebres heladas que daban sudores y escalofríos a su amigo. Se había equivocado y la consecuencia del descubrimiento fue sentirse inseguro con Perry, del todo desorientado. En realidad lo natural era que le tuviera miedo y no acertaba a adivinar por qué no se lo tenía.

—Muy dentro de mí —prosiguió Perry—, en lo más profundo, nunca creí que podría hacerlo. Una cosa así.

—Y aquel negro, ¿qué? —comentó Dick.

Silencio. Dick se dio cuenta de que Perry se había quedado mirándole. Hacía una semana que, en Kansas City, Perry se había comprado unas gafas oscuras de última moda con varillas plateadas y cristales espejados. A Dick no le gustaban. Le había dicho a Perry que le daba vergüenza que le vieran «con alguien que llevaba semejante pijotería». En realidad, lo que le irritaba eran los cristales espejados: no resultaba muy tranquilizador tener los ojos de Perry escondidos tras el misterio de aquellas superficies coloreadas y reflectoras.

—Pero con un negro —respondió Perry— es distinto.

Aquel comentario, la reluctancia con que había sido pronunciado, hizo que Dick preguntara:

—¿O es que no lo mataste? ¿O no fue como me dijiste?

Era una pregunta importante porque su interés en Perry, su valoración de las características y posibilidades de Perry, tuvieron origen en esa historia que un día le contó de cómo se cargó a un negro, dándole golpes hasta dejarlo tieso.

—Pues claro que lo maté. Sólo que… un negro no es lo mismo. —Luego añadió—: ¿Sabes lo que me roe el cerebro? ¿De lo otro? Que no me lo creo…, que no creo que nadie pueda salirse con tanta facilidad de una cosa así. Porque no veo cómo puede ser. Hacer lo que hicimos. Y tener la seguridad cien por cien de que no va a pasarnos nada. Eso es lo que me pudre la sangre…, que no me puedo quitar de la cabeza que va a pasarnos algo.

Aunque de niño había frecuentado la iglesia, Dick no se había inclinado nunca a creer en Dios ni se dejaba turbar por supersticiones. A diferencia de Perry, no tenía la certeza de que un espejo roto significara siete años de mala suerte, ni que contemplar la luna nueva a través de un cristal presagiara desgracias. Pero Perry, con sus agudas e irritantes intuiciones, había dado de lleno en una de las recurrentes dudas de Dick. También Dick pasaba por momentos en que aquella pregunta le daba vueltas por la cabeza: ¿Será posible…, serían ellos dos capaces «ante Dios, de salir con bien de una cosa como ésa»? De pronto le dijo a Perry:

—Y ahora basta. Cállate.

Inmediatamente puso el motor en marcha y sacó el coche del promontorio dando marcha atrás. Frente a él, en la polvorienta carretera, vio un perro que trotaba bajo el cálido sol.

Montañas. Gavilanes revoloteando en un cielo blanco.

Cuando Perry le preguntó a Dick: «¿Sabes qué estoy pensando?», sabía que iniciaba una conversación que a Dick iba a gustarle muy poco y que por esa razón él mismo hubiera preferido evitar. Estaba de acuerdo con Dick: ¿Por qué seguir hablando de ello? Pero no siempre lograba reprimirse. Tenía lapsus de debilidad, momentos en que «recordaba cosas» (una luz azulada que explotaba en una habitación oscura, los ojos de cristal de un oso de peluche), en que unas voces, ciertas palabras empezaban a darle vueltas por la cabeza («¡Oh, no! ¡Oh, se lo ruego! ¡No! ¡No! ¡No! ¡No! ¡No! ¡No lo haga! ¡Oh, se lo ruego, no lo haga, se lo ruego!»), volvía a oír ciertos ruidos (un dólar de plata rodando por el suelo, el pisar de unas botas en una escalera de madera y el sonido de las respiraciones, el jadeo, las frenéticas aspiraciones de aire de un hombre con la tráquea partida).

Cuando Perry dijo: «Pienso que nosotros dos debemos de tener algo anormal», estaba admitiendo algo que a él mismo «no le gustaba admitir». Después de todo, era «doloroso» imaginar que uno podía ser «un anormal», especialmente si de ser anormal uno no tenía la culpa sino que era «algo con lo que ya se nació». No había más que fijarse en su propia familia. En lo que había venido a parar. La madre, una alcohólica que murió ahogada en uno de sus vómitos. De sus hijos, dos muchachos y dos niñas, sólo la hija menor, Bárbara, se había asentado en una vida regular, se había casado y había empezado a crear una familia. Fern, la otra hija, se tiró ventana abajo de un hotel de San Francisco. (Perry «trató siempre de creer que había resbalado» porque a Fern, él la había querido mucho. Era una «persona tan estupenda», con tanto sentido «artístico», una «formidable» bailarina y además sabía cantar bien. «Sólo que hubiera tenido una pizca de suerte, en el físico suyo y todo lo demás, hubiera podido hacer carrera, llegar a ser alguien». Era triste pensar que se había subido a la cornisa de una ventana para arrojarse desde un decimoquinto piso.) Y luego Jimmy, el hijo mayor, Jimmy que al fin había impulsado a su mujer al suicidio para el día siguiente suicidarse también él.

Después oyó cómo Dick decía: «No hablarás por mí, rico. Yo soy un tipo normal». ¿No sería aquella respuesta un sarcasmo? Pero no importaba, mejor pasarlo por alto. «Muy dentro de mí —había proseguido Perry—, en lo más profundo, nunca creí que podría llegar a hacerlo. Una cosa así.”

E inmediatamente cayó en cuenta de su error: Dick iba naturalmente a contestarle con una pregunta. «Y aquel negro, ¿qué?”

Cuando le contó a Dick aquel cuento fue porque ansiaba la amistad de Dick, ansiaba que Dick le «respetara», que le considerara tan «duro», tan «masculino» como él a su vez consideraba a Dick. Y fue así como un día, comentando un artículo que ambos habían leído en el Reader’s Digest, titulado «¿Qué tal detective es usted?» («Cuando tenga que esperar en el dentista o en una estación de ferrocarril, trate de estudiar los signos reveladores de la gente que le rodee. Observe cómo anda, por ejemplo. Andar con las piernas rígidas puede revelar una personalidad igualmente rígida, inflexible; andar bamboleándose, falta de decisión»), Perry había dicho:

—Yo he sido siempre un formidable detective para apreciar el carácter de las personas; si no fuera así, hoy estaría ya muerto. Lo mismo que si no pudiera distinguir de quién puedo fiarme. Nunca se puede estar totalmente seguro. Pero he llegado a la conclusión de que de ti puedo fiarme, Dick. Y lo verás porque ahora mismo me voy a poner en tus manos. Te voy a decir algo que nunca conté a nadie. Ni siquiera a Willie-Jay. Que una vez me cargué a un tío —y entonces Perry vio a medida que proseguía, que el interés de Dick crecía y que realmente le escuchaba—. Fue hace un par de veranos. Allí en Las Vegas. Yo vivía en aquella vieja pensión… que había sido en otros tiempos un burdel de lujo. Pero del lujo no quedaba nada. Era una casa que debieron derribar diez años atrás, de todos modos, ya se estaba cayendo a pedazos por sí sola. Las habitaciones más baratas eran las del ático que era donde estaba la mía. Y la de aquel negro también. Se llamaba King y estaba de paso. Estábamos allá arriba los dos solos…, solos más un millón de cucarachas [17]. King ya no era joven precisamente, pero como había trabajado en carreteras y en otras cosas así, al aire libre, tenía un físico respetable. Llevaba gafas y leía todo el tiempo. Nunca cerraba su puerta. Cada vez que yo tenía que pasar por allí lo veía siempre tendido y en cueros. Estaba sin empleo y decía que tenía unos ahorros del último que tuvo y que ahora quería quedarse todo el día tumbado en la cama leyendo, abanicándose y bebiendo cerveza. Leía tebeos e historietas del Oeste: nada, pura basura. Era un buen tipo. Algunas veces bebíamos una cerveza juntos y un día hasta me prestó diez dólares. No tenía motivo alguno para hacerle ningún daño. Pero una noche, que estábamos sentados allá arriba en el ático y hacía tanto calor que no se podía dormir, le dije:

»—Anda, King, vamos a dar una vuelta por ahí en el coche.

»Yo tenía por entonces un viejo coche que había desmontado, le había trucado el motor y lo había pintado de color plata…, lo llamaba “Espectro de Plata”. Fuimos a dar una vuelta muy larga. Llegamos hasta el desierto. Por allá hacía fresco. Paramos el coche y nos bebimos algunas cervezas más. King salió del coche y yo le seguí. No se dio cuenta de que yo había cogido la cadena aquella, una cadena de bicicleta que siempre tenía debajo de mi asiento. Lo cierto es que no tenía ninguna intención de hacerlo hasta que lo hice. Le di en la cara. Las gafas se le rompieron. Seguí dándole. Después no sentí nada especial. Lo dejé allí y nunca oí una palabra sobre eso. Puede que nadie lo haya encontrado. Sólo los buitres.

Había algo de verdad en aquello, Perry, efectivamente, había conocido en las circunstancias descritas a un negro llamado King. Pero si el hombre estaba por entonces muerto, no era por obra de Perry: él nunca alzó la mano contra él. Si fuera por él, King estaría todavía tumbado en algún lugar, abanicándose y consumiendo cerveza.

—¿O es que no lo mataste? ¿O es que no fue como me dijiste? —había preguntado entonces Dick.

Perry, como mentiroso, dejaba mucho que desear: no era ni astuto ni fecundo. Pero cuando contaba un cuento, generalmente sabía mantenerlo, por lo cual comentó:

—Pues claro que lo maté… Sólo que… un negro no es lo mismo. —Y luego había agregado—: ¿Sabes lo que me roe el cerebro? ¿De lo otro? Que no me lo creo…, que no creo que nadie pueda salirse así, con tanta facilidad, de una cosa como ésa.

Y sospechaba que Dick tampoco. Porque Dick estaba también cargado de ciertas aprensiones místico-morales de Perry. Por lo menos en gran parte. Así que dijo:

—Y ahora basta. Cállate.

El coche se puso en marcha. Delante, a una treintena de metros, un perro trotaba a un lado de la carretera. Dick tomó de pronto aquella dirección. Era un vulgar perro viejo, sarnoso y de huesos frágiles. El encontronazo cuando el coche lo embistió no fue mucho mayor que el que hubiera producido un pájaro. Pero Dick se sintió satisfecho:

—¡Bravo! —exclamó.

Eso era lo que decía siempre después de haber atropellado a un perro, cosa que no dejaba nunca de hacer si se le presentaba la ocasión.

—¡Bravo! ¡Le dimos de pleno!

Pasó la fiesta de Acción de Gracias y la temporada del faisán llegó a su fin pero no llegaba a desvanecerse el soleado veranillo con su serie de días límpidos y claros. El último de los periodistas forasteros, convencido de que el caso no iba a resolverse nunca, se fue de Garden City. Pero la gente de Finney County, o por lo menos los parroquianos asiduos del mejor punto de reunión de Holcom, el Café Hartman, no lo consideraba de ningún modo cerrado.

—Desde la desgracia, hemos trabajado todo cuanto podíamos —ccomentó la señora Hartman, paseando la mirada en torno de sus bien aparejados dominios, cuyos huecos enteramente estaban ocupados por granjeros, braceros y mozos de campo con olor a tabaco que se bebían su café, de pie o recostados.

—No son más que un hatajo de viejas —añadió Clare, la prima de la señora Hartman y encargada de la estafeta, que casualmente estaba allí—. Si fuera primavera y tuviesen trabajo que hacer, no andarían por acá. Pero el grano ya se ha recogido, el invierno está en camino y el único quehacer que tienen es sentarse aquí y espantarse los unos a los otros. ¿Conoce a Bill Brown, el del Telegram? ¿Vio qué artículo de fondo escribió? ¿Ese que tituló «otro delito»? Decía: «Ya es tiempo de que cada cual sepa contener su lengua». Porque ése es también un crimen…, eso de contar mentiras puras. Pero ¿qué cosa quiere esperar? Mire a su alrededor. Serpientes de cascabel. Sabandijas. Traficantes de chismes. ¿Acaso ve algo más? ¡Ja, ja! ¡Y un cuerno!

Uno de los rumores originados en el Café Hartman se refería a Taylor Jones, el granjero cuya propiedad limitaba con la hacienda de River Valley. Según opinión de buena parte de la clientela del café, Jones y su familia, y no los Clutter, eran las víctimas que el asesino en realidad buscaba.

—Sena más lógico —argumentaba uno de los que sostenían tal punto de vista—. Taylor Jones es un hombre mucho más rico de lo que Clutter nunca fue. Ahora bien, supongamos que el tipo que lo hizo no era nadie de la zona. Supongamos que fuera un asesino a sueldo y que sólo le dieran instrucciones de cómo llegar a la casa. Bueno, pues podrían ser muy fácil que cometiera un error (que tomara una carretera por otra) y que viniera a parar a casa de Herb en vez de a casa de los Taylor.

La «Teoría Jones» fue enormemente difundida…, especialmente a los Jones, familia digna y sensata que no se dejó perturbar lo más mínimo por ella.

Una barra de snach para comidas, unas pocas mesas, una especie de trastienda que albergaba las parrillas, una nevera y una radio. No había más en el café Hartman.

—Pero a nuestros clientes les gusta —aseguraba la propietaria—. Por fuerza. No tienen otro sitio adonde ir. A menos que viajen quince kilómetros en una dirección o veinticinco en la otra. También hay que reconocerlo, éste es un lugar simpático y el café muy bueno desde que Mabel vino a trabajar aquí —Mabel era la señora Helm—. Porque después de la tragedia yo le dije: «Mabel, ahora que te has quedado sin trabajo, ¿por qué no te vienes y me echas una mano en el café? Me ayudas a preparar comidas, a servir en el bar». Así es como fue… lo único malo es que el que entra aquí no deja de molestarla con sus preguntas. Sobre la tragedia. Pero Mabel no es como mi prima Myrt. Es tímida. Y además no sabe nada especial. Nada que ya todo el mundo no sepa.

Pero, en general, la congregación seguía sospechando que Mabel Helm sabía un par de cosas que no decía. Y desde luego, que era así. Dewey había tenido varias conversaciones con ella y le hizo prometer que sobre cuanto hablaran había de mantener total silencio. Especialmente, tenía que guardarse muy mucho de mencionar que había echado de menos la radio y que habían encontrado el reloj de Nancy en el zapato de la niña. Y por eso le contestó a la esposa de Archibald William Warren-Browne:

—Cualquiera que lea los diarios sabe tanto como yo. Más, porque yo no los leo ni me queda tiempo para leerlos.

Cuadrada, rechoncha, en sus cuarenta, una inglesa con una jerga tan de la alta sociedad que su inglés resultaba poco menos que incomprensible, la esposa de Archibald William Warren-Browne no se parecía en nada a los demás parroquianos del café, de modo que en aquel ambiente ella era como un pavo real en un corral de patos. En cierta ocasión, explicándole a un conocido por qué ella y su esposo habían abandonado «las posesiones de familia en el norte de Inglaterra», cambiando su morada hereditaria («el más encantadoor, el más remoníísimo de los prioratos de solera») por una vieja granja que nada tenía de «remonísima», allá por las llanuras de la Kansas occidental, la señora Warren-Browne dijo:

—Por el fisco, amiga mía. Los impuestos de las herencias. Enoormes, criminales. El fisco nos sacó de Inglaterra. Sí, hará un año que salimos de Inglaterra. Sin lamentaciones. Ni una. Nos encanta esto. Lo adoramos. Aunque, claro, es muy diferente de nuestra otra vida de allá. La clase de vida que siempre conocimos. París y Roma. Monte. Londres. Ocasionalmente me acuerdo de Londres. ¡Oh, pero no es que lo eche de menos! Aquella prisa de siempre, sin un taaxi libre en toda la ciudad, pendiente a toda hora de cómo uno viste, de la elegancia. No, positivamente no. Nos encanta esto. Supongo que ciertas personas, las que conocieron nuestro pasado y la clase de vida que fue la nuestra, lo que alternábamos, se preguntarán si no nos sentimos un poquitín solos, por aquí, rodeados de trigales. Era en el Oeste donde pensábamos instalarnos. En Wyoming o en Nevada: la vraie chose. Esperábamos que una vez allá, también a nosotros nos tocara un poco de petróleo.

»Pero cuando íbamos de viaje, nos detuvimos en Garden City a visitar a unos amigos, amigos de unos amigos. Y en realidad no pudieron ser más amables. Insistieron en que nos quedáramos. Y nosotros pensamos. Bueno, ¿y por qué no? ¿Por qué no arrendar un pedacito de tierra y poner un rancho de caballos? ¿O una granja agrícola? Todavía no hemos decidido si nos dedicaremos a los animales o a la agricultura. El doctor Austin nos preguntó si el lugar no nos resultaba demasiado tranquilo, quizá. De ninguna manera. A decir verdad, nunca me había visto en un bullicio por el estilo. Con más ruido que un bombardeo aéreo. Silbido de trenes. Coyootes. Monstruos que aúúllan toda la santa noche. Un alboroto infernal. Y desde la historia de los asesinatos estoy que no vivo. Como tantas otras cosas que me tienen en vilo. Nuestra casa… es una vieja caja de ruidos. Pero le aclaro, no es que me queje de nada. En realidad es una casa con toda clase de comodidades, toodo lo que se requiere en la vida moderna. Pero… ¡Oh…, cómo toóse y cómo gruuñe! Cuando oscurece, cuando comienza ese viento, ese odiooso viento de la pradera, se oyen los gemidos más aterradores, quiero decir, si una es un poco impresionable, no puede menos que imaginar… bobadas. ¡Santo Dios! ¡Esa pobre familia! No, no habíamos sido presentados. Yo vi una vez al señor Clutter, en el Edificio Federal.

A principios de diciembre, en el transcurso de una misma tarde, dos de los parroquianos más asiduos del café, anunciaron que habían decidido marcharse de allí para cambiar no sólo de lugar sino de estado. El primero fue un aparcero que trabajaba para Lester McCoy, conocido terrateniente y hombre de negocios de Kansas.

—He ido a hablar con el señor McCoy —dijo—. He intentado explicarle lo que pasa por acá. Que no hay persona que duerma en Holcomb. Mi mujer no consigue dormir y no me deja dormir a mí. Así que le dije al señor McCoy que el puesto me agrada, pero con todo esto será mejor que empiece a buscar otro hombre. Contando con que nosotros nos mudamos. Allá para el este del estado de Colorado. Quizá entonces pueda descansar.

El segundo en anunciar que se iba fue la mujer de Hideo Ashida que pasó por el café con tres de sus cuatro hijos de sonrosadas mejillas. Los puso en fila frente a la barra del bar y le dijo a la señora Hartman:

—Déle a Bruce una bolsa de rosetas. Bobby quiere una Coca-Cola. ¿Y Bonnie Jean? Ya sabemos cómo te sientes Bonnie Jean, pero anda, toma tú también algo.

Bonnie Jean negó con la cabeza y la señora Ashida dijo:

—Bonnie Jean está un poco triste. No quiere marcharse de aquí. Dejar este colegio y todos sus amigos.

—Anda, vamos —le dijo sonriendo la señora Hartman a Bonnie Jean—. No tienes por qué estar triste, hijita. Después de todo, pasar de Holcomb a Garden City es mejorar, allí hay más niños…

—Es que usted no comprende —dijo Bonnie Jean—. Es que mi papá nos lleva lejos. A Nebraska.

Bess Hartman se quedó mirando a la madre como esperando que negara lo que había dicho la niña.

—Es cierto, Bess —dijo la señora Ashida.

—No sé qué decir —contestó la señora Hartman en un tono que quería ser indignado, atónito y desesperado a la vez.

Los Ashida formaban parte de la comunidad de Holcomb y todos los apreciaban porque eran una familia simpática y alegre aunque no por eso menos trabajadora y llena de amabilidad y generosidades para con todo el mundo, a pesar de que no tenían muchos medios con qué serlo.

—Hace mucho tiempo que veníamos hablando sobre eso —añadió la señora Ashida—. Hideo cree que nos puede ir mejor en otra parte.

—¿Y para cuándo piensan marcharse? —comentó la señora Hartman.

—En cuanto lo hayamos vendido todo. Aunque, de todos modos, no será antes de Navidades. Porque nos hemos puesto de acuerdo con el dentista para lo del regalo de Navidad de Hideo. Yo y los niños pensamos regalarle tres dientes de oro para Navidad.

La señora Hartman suspiró:

—No sé qué decir. Sólo que quisiera que no se fueran de aquí. Así, dejándonos —volvió a suspirar—. Es como si nos fuéramos a quedar sin nadie. De una manera o de otra.

—Pero ¿es que se cree usted que yo quiero marcharme? —exclamó la señora Ashida—. Por lo que respecta a la gente éste es el mejor lugar en que hemos vivido. Pero Hideo, él es el hombre y dice que en Nebraska tendremos una granja mejor. Y voy a decirle a usted una cosa, Bess —la señora Ashida intentó fruncir el ceño, pero su rostro regordete, redondo y liso, no se lo permitió—: Hemos tenido más de una discusión por ese motivo hasta que una noche fui y dije: «Muy bien. Tú eres quien manda, vayámonos». Después de lo que les sucedió a Herb y a su familia me da la impresión de que aquí todo se ha acabado. Personalmente, hablo. Para mí. Así que dejé de discutir y le dije: Está bien. —Metió y sacó la mano en la bolsa de rosetas de Bruce—. Caramba, que no puedo borrármelo de la cabeza. Yo apreciaba mucho a Herb. ¿Sabía usted que yo fui una de las últimas personas que les vio con vida? ¡Ah, ja! Los niños y yo. Estuvimos en una reunión del club 4-H en Garden City y al terminar él nos llevó a casa en el coche. La última cosa que le dije a Herb fue que no podía imaginármelo nunca asustado. Que cualquiera que fuera la circunstancia en que se viera, creía que siempre sabría salir con éxito.

Pensativa, mordisqueó una roseta, tomó un sorbo de la Coca-Cola de Bobby y añadió:

—Es extraño, pero yo apostaría a que no tuvo miedo. Como quiera que fuese, yo apostaría que hasta el último momento él no creyó que pudiera estarle ocurriendo de veras. Porque una cosa así no podía suceder. Y menos a él.

El sol estaba quemando. Una pequeña embarcación estaba anclada en un mar tranquilo. Era el Estrellita con cuatro personas a bordo: Dick, Perry, un joven mexicano y Otto, un acaudalado alemán de mediana edad.

—Otra vez, por favor —pidió Otto.

Y Perry, rasgueando su guitarra, cantó con voz ronca un poco velada, una canción de las Montañas Smoky:

En este mundo; boy, mientras estamos vivos

algunos dicen de nosotros lo peor que pueden decir

pero cuando estemos muertos y dentro de nuestras cajas

vendrán a deslizar flores en nuestra mano.

Querrías tú darme flores ahora,

mientras aún estoy viviendo…

Una semana en Ciudad de México y después él y Dick habían continuado hacia el sur: Cuernavaca, Taxco, Acapulco. Y fue en Acapulco, en una tasca con tocadiscos automático, donde conocieron al velludo y simpático Otto. Dick lo había «abordado». Pero el caballero, un abogado de Hamburgo, que estaba de vacaciones, «ya tenía un amigo», un muchacho de Acapulco que se llamaba a sí mismo el Cowboy.

—Demostró ser un tipo de fiar —declaró Perry una vez refiriéndose al Cow-boy—. Pérfido como Judas, de algún modo, pero ¡oh, caramba, un tipo divertido! Un pillo de siete suelas. A Dick le gustaba también. Nos entendíamos maravillosamente.

El Cow-boy encontró para los tatuados viajeros a la deriva, habitación en casa de un tío suyo, se empeñó en mejorar el español de Perry y compartió con ellos los beneficios de su relación con el turista de Hamburgo, en cuya compañía y a cuyas expensas bebían, comían y se pagaban mujeres. Parecía que el anfitrión sentía bien empleados sus pesos aunque sólo fuera en saborear los chistes de Dick. Cada día, Otto alquilaba el Estrellita, una embarcación de pesca de alta mar y los cuatro amigos recorrían la costa con anzuelos. El Cowboy capitaneaba el barco, Otto dibujaba y pescaba, Perry preparaba los anzuelos, soñaba, cantaba y, a veces, también pescaba. Dick no hacía nada… sólo gemir, indiferente a todo, quejarse del balanceo, drogándose de sol, siempre tumbado como una lagartija a la hora de la siesta.

—Esto sí que es vida. La clase de vida como debe ser.

Perry hablaba así, pero sabía que aquello no podía continuar y que estaba destinado a concluir precisamente aquel mismo día. Al día siguiente, Otto se volvía a Alemania y Perry y Dick se irían en su coche a Ciudad de México… A instancias de Dick.

—Claro que sí, rico —había dicho cuando debatían sobre el asunto—. Es estupendo y todo eso. Con el sol sobre tu espalda. Pero la pasta se nos va volando. Y cuando nos hayamos vendido el coche, ¿qué nos quedará?

La contestación era que muy poco, porque por entonces ya se habían gastado casi toda la suma adquirida el día de Kansas City, con la efervescencia de los cheques sin fondos. Se habían vendido la cámara, los gemelos, los aparatos de televisión. También le habían vendido a un policía de Ciudad de México, con el que Dick había hecho amistad, unos prismáticos y una radio portátil gris marca Zenith.

—Lo que vamos a hacer es regresar a Ciudad de México, vender el coche y yo quizás encuentre allí empleo en algún garaje. De cualquier modo, es mejor irnos para allá. Más oportunidades. Cristo, y seguro que podría echar mano de aquella Inés.

Inés era una prostituta que había abordado a Dick en los escalones del Palacio de Bellas Artes de Ciudad de México (la visita formaba parte de un recorrido turístico para complacer a Perry). Tenía dieciocho años y Dick le había prometido casarse con ella. Claro que también se lo había prometido a María, una cincuentona viuda de un «banquero mexicano muy prominente». La había encontrado en un bar y a la mañana siguiente ella le había pagado el equivalente a siete dólares.

—Entonces, ¿qué dices? —le preguntó a Perry—. Vendemos el auto, buscamos trabajo y nos guardamos la pasta. Y vemos qué pasa.

Como si Perry no pudiera predecir exactamente lo que iba a pasar. Por el viejo Chevrolet les darían dos o trescientos dólares. Dick, si lo conocía bien y ahora sí que lo conocía, se lo gastaría inmediatamente en vodka y mujeres.

Mientras Perry cantaba, Otto trazó un rápido bosquejo en su cuaderno de dibujo. La semejanza no era desdeñable y el artista había captado una expresión no demasiado frecuente del semblante de su modelo: aquella cierta malicia, una divertida malicia pueril que remitía a la imagen de un pervertido cupido que llevara las flechas envenenadas. Estaba desnudo hasta la cintura. (A Perry le daba «vergüenza» quitarse los pantalones, le daba «vergüenza» ponerse el traje de baño porque temía que la vista de sus piernas lisiadas diera aprensión a la gente, así que, a pesar de sus fantasías de vida submarina, y toda su charla sobre inmersiones, no se había metido en el agua ni una sola vez. Otto reprodujo unos cuantos tatuajes que adornaban el supermusculoso pecho, los brazos y las pequeñas manos algo femeninas aunque callosas del modelo. El cuaderno de dibujo que Otto le dio a Perry como regalo de despedida, contenía varios «estudios de desnudo» de Dick.)

Otto cerró el cuaderno, Perry dejó su guitarra y el Cow-boy levó anclas y puso el motor en marcha. Era la hora de regresar. Estaban a quince kilómetros de la costa y el agua empezaba a ponerse oscura.

Perry insistió en que Dick se pusiera a pescar:

—Puede que no tenga otra oportunidad —dijo.

—¿Qué oportunidad?

—De atrapar uno de los gordos.

—Jesús, me viene uno de esos puñeteros ahora —contestó Dick—. Me encuentro mal.

Dick sufría con frecuencia fuertes dolores de cabeza, intensos como jaquecas («uno de esos puñeteros»). Suponía que eran consecuencia de su accidente de coche.

—Por favor, rico. Procura estar muy, muy quieto.

Momentos después, Dick olvidó sus dolores. Se puso de pie gritando excitadísimo. También Otto y el Cow-boy gritaban. Perry había pescado uno de los «gordos». Una aguja de mar de tres metros que brincaba por el aire, volvía a caer en el mar, se arqueaba como el arco iris, se hundía, descendía a las profundidades dando grandes sacudidas a la caña de pescar, se debatía, volaba, caía, emergía. Una hora y parte de otra transcurrió antes de que los cuatro hombres, bañados en sudor, consiguieran, haciendo girar el carrete, introducirla en la barca.

Hay un viejo, con una antigua cámara fotográfica de madera que anda siempre por el puerto de Acapulco y cuando el Estrellita ancló, Otto le encargó seis fotografías de Perry posando junto a su presa. Desde el punto de vista técnico, el trabajo del viejo fotógrafo resultó más bien deficiente: copias oscuras y con rayas de luz. No obstante eran fotografías buenas, más que nada por la expresión de Perry, su gesto de absoluta satisfacción, de beatitud como si por fin, y como en uno de sus sueños, un gran pájaro amarillo lo hubiera transportado al paraíso.

Una tarde de diciembre Paul Helm podaba aquel recuadro de miscelánea floral que había dado a Bonnie Clutter derecho a ser socia del Círculo de Plantas y Jardines de Garden City. Era una melancólica tarea porque le recordaba otra tarde en que había hecho lo mismo. Aquel día en que Kenyon fue a ayudarle y resultó ser la última vez que lo vio con vida. A Kenyon, a Nancy y a todos. Las semanas transcurridas desde entonces no habían sido fáciles para Helm. Andaba «mal de salud» (peor de lo que pensaba, ya que le quedaban cuatro meses de vida) y estaba preocupado por muchas cosas a la vez. Su trabajo, por nombrar una. Se preguntaba si el empleo le duraría mucho. Nadie parecía saberlo con certeza pero tenía entendido que las «niñas», Beverly y Eveanna, tenían intención de vender la propiedad…, aunque había oído que uno de los parroquianos decía en el café:

—Nadie va a comprarles la finca, por lo menos hasta que el misterio se aclare.

No «hacía ningún bien» pensarlo…, imaginar allí extraños cultivando «nuestra tierra».

A Helm le dolía, sufría por la memoria de Herb. Él solía decir que aquel lugar «siempre debía ser para un hombre de su familia». En cierta ocasión, Herb le había dicho:

—Espero que aquí habrá siempre un Clutter y también un Helm.

Sólo había transcurrido un año desde que Herb había pronunciado aquella frase. ¿Y qué iba a hacer ahora él, Señor, si la propiedad se vendía? Se sentía «demasiado viejo para tratar de encajar en un lugar diferente».

Pero aún necesitaba trabajar y, además, quería hacerlo. No era de la clase de personas que se quitan los zapatos y se quedan acurrucados junto a la estufa. También era cierto que ahora estarse en la finca le tenía intranquilo: la casa cerrada, el caballo de Nancy que vagaba perdido por los campos, el dulzón aroma de las manzanas que, desprendidas, iban pudriéndose bajo los manzanos y la ausencia casi total de ruidos… Kenyon que llamaba a Nancy al teléfono, el silbido de Herb, su alegre «Buenos días, Paul». Él y Herb se «entendían maravillosamente»… nunca se cruzó una palabra brusca entre ellos. ¿Por qué, entonces, los hombres del sheriff seguían interrogándole? ¿Es que pensaban que tenía algo que ocultar? Quizá no debió mencionar nunca a aquellos mexicanos. Le había referido a Al Dewey que, a eso de las cuatro del sábado 14 de noviembre, el día de los asesinatos, un par de mexicanos, uno con bigote y el otro con marcas de viruela, se habían presentado en la finca River Valley. El señor Helm los había visto llamar a la puerta «del despacho», luego vio salir a Herb y hablar con ellos en el prado del césped y, aproximadamente diez minutos después, observó que los forasteros «enfurruñados» se alejaban. El señor Helm supuso que habrían venido en busca de trabajo y que les habían dicho que no lo había. Desgraciadamente, aunque le hicieron repetir muchas veces su versión de los acontecimientos de aquel día, no habló del incidente hasta dos semanas después porque, según le explicó a Dewey, simplemente, acababa de recordarlo. Pero Dewey y alguno de los otros investigadores parecían no creer su versión y se comportaban como si fuera una historia que se había inventado para confundirles. Preferían creer a Bob Johnson, el agente de seguros, que se pasó toda la tarde del sábado hablando con el señor Clutter en el despacho de éste y que decía estar «positivamente seguro» de que desde las dos hasta las seis y diez, él había sido la única visita de Herb. El señor Helm se mostraba igualmente rotundo: mexicanos, un bigote, marcas de viruela, las cuatro de la tarde. Herb les hubiera dicho que él decía la verdad, les hubiese convencido de que él, Paul Helm, era un hombre que «rezaba sus oraciones y se ganaba su pan». Pero Herb se había ido para siempre.

Para siempre. Y Bonnie también. La ventana de su habitación daba al jardín y a veces, generalmente cuando «pasaba por un mal momento», el señor Helm la había visto allí, durante largas horas, contemplando el jardín, como si lo que viese le encantara. («Cuando era niña —le dijo una vez a una amiga— creía firmemente que los árboles y las flores eran como los pájaros o las personas. Que pensaban cosas y hablaban entre sí. Y que nosotros podíamos oírlos si lo intentábamos realmente. Sólo había que dejar la cabeza vacía de todos los demás ruidos. Quedarse muy quieto y escuchar intensamente. A veces, todavía ahora lo sigo creyendo. Lo que ocurre es que nunca se consigue estar lo suficientemente quieto…»)

Recordando a Bonnie en la ventana, Helm alzó la vista como esperando verla, su espíritu tras los cristales. Si efectivamente la hubiese visto, no se hubiera quedado tan estupefacto como viendo lo que vio: una mano descorriendo la cortina y unos ojos escrutadores que le miraban.

—Pero —según contó después—, el sol pegaba en aquel lado de la casa.

Y hacía ondular los cristales de las ventanas, alterando con el reflejo lo que había detrás y en el tiempo que tardaba el señor Helm en llevarse la mano a los ojos, usándola de pantalla, las cortinas volvían a estar corridas, la ventana desierta.

—Mis ojos ya no ven muy bien y me pregunto si no me habrían jugado una mala pasada —recordaba después—. Pero no. Tenía la seguridad de que no. Tenía la seguridad de que no se trataba de un fantasma. Porque yo no creo en fantasmas. Entonces, ¿quién podía ser? Husmeando por allá dentro, donde nadie está autorizado a entrar más que la policía… ¿Y cómo había conseguido entrar? Con todo cerrado a cal y canto como si la radio hubiese anunciado tornado. Eso es lo que me intrigaba. Pero no tenía ganas de descubrirlo, por lo menos no por mi cuenta. Interrumpí lo que estaba haciendo y me fui campo atraviesa hasta Holcomb. En cuanto llegué, telefoneé al sheriff Robinson. Le dije que alguien andaba dando vueltas por la casa de los Clutter. Bueno, llegaron en un santiamén. Policía del estado. El sheriff y los suyos. Los del KBI. Al Dewey. Y justo cuando estaban rodeando la casa, como preparándose para la acción, se abrió la puerta principal.

Por ella salió una persona que ninguno de los presentes había visto jamás, un hombre de unos treinta y cinco años, de ojos apagados, pelo alborotado, que llevaba una pistolera con una pistola de calibre 38.

—Supongo que todos los que allí estábamos tuvimos la misma idea: éste era él, el que había llegado y quien los había matado —continuó el señor Helm—. No hizo movimiento alguno. Se quedó quieto. Parpadeando. Le quitaron el arma y empezaron a hacerle preguntas.

El hombre se llamaba Adrian, Jonathan Daniel Adrian. Iba de camino hacia Nuevo México y en el presente no tenía dirección alguna. ¿Con qué intenciones se había introducido en casa de los Clutter y, además, cómo lo había hecho? Les explicó cómo. (Había levantado la tapa de un pozo y se había deslizado por la tubería que daba al sótano.) En cuanto al porqué, había leído lo ocurrido allí y sintió curiosidad por ver qué aspecto tenía aquello.

—Y entonces —según recordaba el señor Helm el episodio— alguien le preguntó si viajaba haciendo autostop. «¿Hacer autostop hasta Nuevo México? No», contestó. Tenía coche. Y estaba aparcado en la avenida, un poco más allá. Así que todos fueron para ver el coche. Cuando encontraron lo que llevaba en él, uno de los hombres, quizás Al Dewey, le dijo, a ese Jonathan Daniel Adrian: «Muy bien, señor, parece que tenemos algunas cosas de que hablar». Porque dentro del coche lo que encontraron era un fusil calibre 12. Y un cuchillo de caza.

Una habitación de hotel en la Ciudad de México. En la habitación, una horrible cómoda moderna con un espejo de color lavanda que tenía insertado en una esquina un aviso impreso de la Dirección:

Su día termina a las 2 de la tarde

En otras palabras, los huéspedes tenían que desalojar la habitación a la hora fijada o pagar un día más de alojamiento, lujo que los actuales ocupantes no estaban dispuestos a considerar. Les hubiese gustado saber más bien cómo conseguir la suma que ya debían. Pues todo había sucedido como Perry había pronosticado: Dick había vendido el coche y, al cabo de tres días, el dinero (algo menos de doscientos dólares) se había esfumado. Al cuarto día, Dick partió en busca de un trabajo honrado y esa noche le anunció a Perry:

—¡Maldita sea! ¿Sabes cuál es la paga? ¿Qué salario dan? ¿A un mecánico especialista? Dos dólares al día. ¡México! Ya tengo bastante, rico. Hay que largarse de aquí. Volver a los Estados Unidos. No, esta vez no voy a escuchar nada. Ni brillantes, ni tesoros enterrados. Anda, despierta, enano. Los cofres de oro no existen. Ni los barcos hundidos. Y aún si los hubiera… demonios, ni siquiera sabes nadar.

Y al día siguiente, pidiéndole dinero prestado a la más rica de sus dos novias, la viuda del banquero, Dick compró dos billetes de autobús de modo que, pasando por San Diego, conseguirían llegar hasta Barstow, California.

—Desde allí —declaró—, caminaremos.

Perry hubiera podido decidir, por supuesto, quedarse él solo en México dejando que Dick se marchara a donde diablos quisiera. ¿Por qué no? ¿No había sido siempre un «solitario», sin ningún «amigo de verdad» (exceptuando el «inteligente» Willie-Jay de ojos y cabellos grises)? Pero le daba pánico separarse de Dick. Sólo pensarlo y se sentía enfermar como si tuviera que «saltar de un tren que va a ciento cincuenta por hora». La raíz de su temor, o eso es lo que él parecía creer, era una nueva y supersticiosa convicción de que «lo que tuviera que suceder» no sucedería en tanto que él y Dick «permanecieran juntos». Y luego, además, la severidad de aquel «despierta» de Dick, la agresividad con que Dick había expuesto su parecer, hasta entonces ocultado, sobre los sueños y esperanzas de Perry. Aquella perversidad clara y franca, había fascinado a Perry y aunque también le había dolido y decepcionado consiguió reavivar aquella primitiva confianza suya en Dick, en el duro, en el «absolutamente masculino», en el activo, el pragmático y el decidido Dick por el que estaba dispuesto a dejarse dominar. Y así, desde el alba de una fría mañana de primeros de diciembre en la capital de México, Perry deambulaba por aquella habitación de hotel sin calefacción, reuniendo y embalando sus pertenencias, para no despertar a las dos siluetas dormidas en una de las dos camas gemelas de la habitación: Dick y la más joven de sus novias, Inés.

Por una de sus pertenencias ya no tenía que preocuparse. En la última noche pasada en Acapulco, un ladrón le robó su guitarra Gibson desapareciendo con ella de un café del puerto donde él, Otto, Dick y el Cow-boy se estaban dando un adiós altamente alcohólico. A Perry le había amargado mucho perder su guitarra. Se sentía, según dijo posteriormente, «verdaderamente amargado y deprimido»:

—Cuando se tiene una guitarra tanto tiempo, como yo, a la que has encerado y sacado brillo, a la que has adaptado tu voz, a la que has tratado como a la chica con la que vas en serio… bueno, pasa a ser algo sagrado.

Pero si la guitarra robada había dejado así de ser una pertenencia, lo demás no. Como ahora él y Dick viajarían a pie o en autostop, era evidente que no podían llevar consigo más que alguna camisa y algún par de calcetines. El resto de sus ropas tendría que ser enviado y, en realidad, Perry había llenado ya una caja de cartón (con, además de varias prendas sucias, dos pares de botas, uno con suelas que dejaban la huella de unas Cat’s Paw y el otro con unas suelas a rombos) y lo dirigió a su nombre, Lista de Correos, Las Vegas, Nevada. Por no tener una «dirección fija».

Pero el problema mayor, causa de dolores de cabeza, era qué hacer con sus adorados recuerdos, las dos cajas de zapatos llenas de libros, mapas, cartas amarillentas, canciones líricas, poesías y los más insólitos souvenirs (tirantes y cinturón de piel de serpiente de cascabel de Nevada que él mismo había matado, un netsuke [18] con un dibujo erótico comprado en Kyoto, un árbol enano petrificado, también del Japón, la zarpa de un oso de Alaska). Probablemente la mejor solución, por lo menos la mejor que podía divisar Perry, era dejárselo todo a «Jesús». El «Jesús» a que se refería servía en el bar al otro lado de la calle, frente al hotel, que era, según Perry, muy simpático [19] y sin duda una persona que le enviaría las cajas en cuanto se le dijera que lo hiciera. (Pensaba pedirlas, en cuanto contara con una «dirección fija».)

Además, había algunas cosas demasiado preciosas como para correr el riesgo de perderlas; mientras los amantes pasaban el tiempo dormitando y faltaba un tiempo para las dos de la tarde, Perry ojeaba cartas, fotografías, recortes de periódico seleccionando entre ellos los recuerdos que portaría consigo. Entre ellos, había una composición deficientemente escrita a máquina titulada Historia de la vida de mi hijo. El autor del manuscrito era el padre de Perry quien, para ayudar a su hijo a obtener la libertad bajo palabra en la Penitenciaría del Estado de Kansas, la escribió el mes de diciembre del año anterior y la envió por correo al Parole Board del Estado de Kansas. Era un documento que Perry había leído cientos de veces y nunca con indiferencia.

Infancia. Conténtame decir que, a mi ver, fue a la misma vez buena y mala. Sí, el nacimiento de Perry fue normal. Sano sí. Y pude cuidar de él como Dios manda hasta que resultó que mi mujer era una borracha perdida cuando mis hijos estaban en edad de ir a la escuela. De natural alegre, sí y no, muy serio. Si se le maltrata, nunca lo olvida. Yo cumplo siempre mi promesa y le enseñé a hacer lo propio. Mi mujer era distinto. Vivíamos en el campo. Todos nosotros somos gente de vida al aire libre. Les enseñé a mis hijos la regla de oro: Vive y deja vivir, y muchas veces mis hijos iban y uno le decía a otro que algo estaba mal hecho y el culpable lo confesaba siempre y se adelantaba a recibir una paliza. Y prometía que hora sería bueno y que haría su deber rápidamente y de buena voluntad para poder irse a jugar. Siempre se lavaban ellos mismos, lo primero que hacían en la mañana, se ponían ropa limpia, yo era muy estricto en esto y en lo del hacer maldades al prójimo y si alguno de los otros niños se comportaba mal con ellos, yo no les dejaba volver a jugar juntos. Mientras estuvimos todos unidos, mis hijos fueron como una seda. Todo empezó cuando mi mujer quiso marcharse a la ciudad y hacer una vida de perdida y se fue de casa. Yo la dejé marchar y le dije adiós cuando fue y cogió el coche y me dejó allí plantado (esto fue durante la depresión). Mis hijos lloraban a voz en cuello. Ella no hacía más que maldecirlos en diciendo que encima luego se fugarían para reunirse conmigo. Estaba como loca y me dijo que haría que los chavales me odiaran, cosa que consiguió, menos de Perry. Por amor a mis hijos yo fui luego, al cabo de varios meses y sin saberlo mi mujer, a buscarlos y los encontré en San Francisco. Traté de verlos en la escuela. Mi mujer había dado orden a la maestra de que no me dejara verlos. Pero me las arreglé para ver cómo jugaban en el patio del colegio y me quedé estupefacto cuando oí que me decían: «Mamá nos ha dicho que no te hablemos». Todos menos Perry. Él era distinto. Me echó los brazos al cuello y quería irse conmigo en ese mismo momento. Yo le dije No. Pero al terminar la clase, se fue derecho a casa de mi abogado Rinso Turco. Le volví a llevar el chaval a su madre y me fui de la ciudad. Perry me dijo luego que su madre le dijo que se buscara dónde estar. Estando mis hijos con ella, andaban sueltos por cualquier lado y tengo entendido que Perry se metió en un lío. Yo quería que ella pidiera el divorcio, cosa que hizo después de un año o así. Ella bebía, andaba de juerga y vivía con un jovenzuelo. Yo impugné el divorcio y me fue concedida la custodia de los hijos. Me llevé a Perry a casa a vivir conmigo. A los demás los interné en asilo porque no podía tenerlos a todos y como tienen sangre india, la Asistencia Social se hizo cargo de ellos como pedí.

Todo eso era durante la depresión. Yo trabajaba en el WPA [20] y el salario era muy pequeño. Yo tenía entonces un poco de tierra y una casita. Perry y yo vivíamos en paz los dos juntos. Me dolía no estar con mis otros hijos porque a ellos los quería también. Por eso empecé a deambular de acá para allá, para olvidarlo todo. Ganaba para nosotros dos. Me vendí la casita y nos pusimos a vivir en una «casa rodante». Perry iba a la escuela cuando podía. No le gustaba mucho, la verdad. Pero él aprende en seguida y nunca tiene cuestiones con los demás. Sólo cuando a aquel Abusón le dio por meterse con él. Era pequeño, achaparrado y nuevo en el colegio, así empezaron a hacerle la vida imposible. Vieron que estaba dispuesto a luchar por sus derechos. Porque así es como yo he educado a mis hijos. Les dije siempre, no empezar una pelea porque si lo hacéis en cuanto me entere os doy fuerte. Pero si son los otros quienes empiezan, haced lo que podáis. Un día, un chaval más mayor que él, en la escuela, fue corriendo y le pegó, y ante su sorpresa, Perry lo tiró al suelo y le dio una buena tunda. Yo le había enseñado un poco de lucha. En tiempos yo hice boxeo y lucha. La directora del colegio y los demás chavales vieron la pelea. La directora tenía debilidad por el Abusón aquel. Ver cómo mi pequeño Perry le daba una paliza, era más de lo que ella podía soportar. Después de aquello, Perry se hizo el amo de la escuela, el jefe de los chavales. Si alguno molestaba a otro más pequeño, Perry zanjaba la cuestión en un instante, hasta aquel Abusón le tenía miedo a Perry y había de portarse bien. Pero todo aquello le molestó a la directora y me vino con quejas, de que si Perry se peleaba en el colegio. Le dije que ya estaba al tanto de todo y que no pensaba permitir que a mi hijo le dieran palizas chavales el doble de mayores. Y también le pregunté cómo era que permitía que el Abusón les pegara a los otros. Le dije que a Perry le correspondía defenderse, que él nunca había empezado una sola riña y que yo iba a meterme en el asunto. Le dije que a mi hijo le querían todos los vecinos y los chavales. Y también que iba a llevarme a mi hijo del colegio cuanto antes y que nos iríamos a vivir a otro estado. Lo cual hice. Perry no es un ángel y se ha comportado de mala manera más de una vez, tantas como cualquier otro chaval. Lo que está bien, bien está y lo que está mal, está mal. Yo no le defiendo por lo que ha hecho de malo. Si hizo mal que lo pague, porque quien manda es la ley y él ahora ya lo sabe.

Juventud. En la segunda guerra, Perry se enroló en la Marina Mercante. Yo me fui a Alaska y más tarde, nos reunimos allí. Yo cazaba pieles y Perry trabajaba con la Comisión de Carreteras de Alaska el primer año y después encontró empleo en ferrocarriles por un tiempo. No lograba encontrar el trabajo que a él le hubiera gustado hacer. Sí, me entregaba algunos dólares de vez en cuando, siempre que los tenía. También un mes, cuando estaba en la guerra de Corea, me envió 30 dólares. Allí se tiró toda la guerra y al final vino con permiso a Seattle, Washington. Con menciones, que yo sepa. Tiene facilidad para la mecánica. Tractores, niveladores, grúas, tractores-pala, tractores de todas clases son su ideal. Por la experiencia que tiene los sabe manejar bien. Un poco imprudente, corre como un loco con las motos y los autos. Pero desde que ha comprobado los peligros que la velocidad trae y se rompió las piernas y se lesionó la cadera, ya no corre tanto, seguro que no.

Diversiones-Aficiones. Sí, ha salido con varias chicas, pero cuando veía que una le hacía algo o se burlaba, la dejaba. Nunca se ha casado, nunca, que yo sepa. Mis problemas con su madre han hecho que desconfiara y le asustara el matrimonio, quizá. Yo soy un hombre sobrio y por lo que sé a Perry tampoco le gustaba beber. Perry se parece mucho a mí. Le gusta la compañía de la gente decente, la que vive fuera de la ciudad, le gusto yo, estar solo y prefiere trabajar por su cuenta. Igual que yo. Yo sé hacer de todo un poco y lo mismo Perry. Le enseñé a ganarse la vida trabajando por su cuenta. Yo sé guisar y lo mismo él, sólo guisar para uno mismo. Cocer pan, etc…, cazar, pescar, poner trampas y muchas cosas más. Como ya he dicho, a Perry le gusta trabajar solo y si tiene la suerte de hacerlo en algo que le guste, que le digan cómo quieren que lo haga y ya lo pueden dejar solo: pone todo su orgullo en llevar a cabo su tarea. Si el jefe valora su trabajo, se desvivirá por él. Pero cuidado con hacerse el matón con él. Hay que decirle a las buenas cómo se quiere que haga las cosas. Es muy quisquilloso, se le ofende muy pronto, igual como a mí. Yo he dejado unos cuantos empleos y Perry lo mismo, por culpa de jefes que me trataban mal. Perry no tiene una gran instrucción ni tampoco yo, que sólo he hecho el segundo libro. Pero no crean por esto que no somos listos. Yo he aprendido por mi cuenta y lo mismo él. Trabajo de cuello duro no nos va ni a Perry ni a mí. Pero para trabajos de exterior, nos pintamos solos y si se presenta algo que no sepamos hacer, en diciéndonos cómo, en un par de días lo aprendemos, un trabajo o cómo funciona una máquina. De libros nada… pero de cosas que se aprenden con la experiencia, los dos las aprendemos en seguida si queremos. Primero tiene que gustarnos, claro. Pero ahora él es un inválido y casi de mediana edad. Perry sabe que ahora los contratadores de trabajo no lo quieren, los tullidos no pueden trabajar con máquinas pesadas. Se da cuenta ahora, empieza a pensar en un modo de trabajar siguiendo mi camino. Estoy seguro de que es cierto. Creo que la velocidad ya no le atrae. Me doy cuenta por las cartas que me escribe. Escribe: «Ten cuidado, papá. No conduzcas si tienes sueño, es mejor parar y descansar al lado de la carretera un rato». Son las mismas palabras que antes le decía yo. Ahora me las dice él a mí. Ha aprendido la lección.

A mi parecer, Perry ha aprendido una lección que nunca olvidará. La libertad es todo para él y no le volverán a ver entre rejas nuevamente. Estoy seguro de que será así. He notado grandes cambios en su modo de hablar. Me dijo que lamentaba de veras lo que había hecho. También sé que le da vergüenza de que los que le conocen sepan que ha estado entre rejas y no lo dirá. Me pidió que no les dijera a sus amigos en dónde estaba. Cuando me escribió y me dijo que estaba entre rejas, le contesté que te sirva de lección, que me alegraba de que hubiera sido así, ya que podía haberle ido todavía peor, que podían haberle pegado un tiro. Le dije también que se tomara la estancia entre rejas sin pesar. Tú te lo has buscado. Tenías que saber lo que te hacías. Nunca te he enseñado a robar a los demás, así que no me protestes por lo mal que lo pasas en la cárcel. Pórtate bien, y me prometió que lo haría. Supongo y deseo que sea un buen preso.

De verdad que pienso que ninguno le convencerá de que robe otra vez. La ley manda, eso lo sabe. El ama su libertad.

Yo sé muy bien que Perry tiene buen corazón si es bien tratado. Pero si se le trata mal, es como ir contra una sierra circular. Un amigo suyo puede confiarle cualquier cantidad de dinero. Hará lo que el amigo le diga, no le robaría a un amigo un céntimo. Antes de que esto sucediera no le había robado nunca nada a nadie. Y sinceramente deseo que viva el resto de su vida como un hombre honesto. Sí, robó junto con otros siendo chaval. Pregúntenle no más si yo fui un buen padre para él y qué tal madre fue la suya cuando estaba en San Francisco. Perry sabe lo que le conviene. Lo entiende muy bien cuando le castigan. No es ningún tonto. Sabe muy bien que la vida es demasiado corta y demasiado agradable para pasársela en la sombra.

Parientes. Una hermana Bobo casada y yo su padre, somos los únicos familiares vivos de Perry. Bobo y su marido se ganan la vida solos. Tienen su casa y yo también me arreglo solo. Hace dos años me vendí mi casa de Alaska y espero que el año próximo volveré a tener otra. He denunciado la localización de varias minas y espero sacar alguna cosa. Además, no he dejado de buscar oro. También me han pedido que escriba un libro artístico sobre la talla de la madera y sobre el famoso «Trapper’s Den Lodge» que construí en Alaska, y que todos los turistas que iban en coche para Anchorage conocían, cosa que quizás haga. Compartiré todo lo que tengo con Perry. Si yo tengo comida, él también la tendrá. Mientras esté vivo. Y cuando muera, tengo un seguro de vida que le dará dinero, así que podrá empezar una nueva VIDA cuando esté libre. Para en caso de que yo esté muerto entonces.

Esta biografía lograba siempre despertar en él una serie de emociones: autocompasión la primera, amor y odio juntos al principio, pero con aumento del segundo al final. La mayor parte de los recuerdos que afloraban lo hacían sin proponérselo él, aunque no todos en realidad, aquella primera parte de su vida que Perry podía recordar era un tesoro precioso, un período compuesto de aplauso y esplendor. Tenía quizás entonces tres años y se veía, con sus hermanas y su hermano mayor, sentado en la tribuna de un rodeo. En el ruedo una esbelta joven, india cherokee, montaba un caballo salvaje, un «indómito potro» y sus cabellos ondulaban al viento como los de una bailarina de flamenco. Se llamaba Flo Buckskin y era artista profesional del rodeo, «la campeona del caballo salvaje». Y su marido Tex John Smith también: en ocasión de una gira de rodeo por el oeste del país, aquella espléndida india y el apuesto cow-boy irlandés se conocieron. Se casaron y tuvieron aquellos cuatro hijos que ahora están sentados en la tribuna. (Y Perry podía recordar muchos otros espectáculos del rodeo, podía ver a su padre haciendo piruetas en un círculo de lazos que giraban veloces y a su madre con ajorcas de plata incrustadas de turquesas tintineando en sus muñecas cabalgando a desesperada velocidad en arriesgadas evoluciones que estremecían a su hijo menor y ponían en pie al público de todas las ciudades desde Texas a Oregón que aplaudía con frenético entusiasmo.)

Hasta que Perry cumplió cinco años, la compañía «Tex y Flo» continuó exhibiendo su espectáculo de rodeo. Como forma de vida no puede decirse que fuera «un lecho de rosas» contaba una vez Perry:

—Nosotros seis metidos en un camión viejo, viajábamos, dormíamos en él, a veces, vivíamos de gachas, chocolatinas y leche condensada. Hawks era la marca de la leche condensada que fue lo que me enfermó de los riñones, el azúcar que contenía, por eso siempre mojaba la cama.

Pero no es que fuera tampoco una existencia totalmente desdichada, especialmente para los chiquillos, orgullosos de sus padres de quienes admiraban su espectacularidad y valentía… sin duda una existencia más feliz que la que luego siguió. Porque Tex y Flo, obligados ambos por sus achaques a abandonar aquel ritmo de vida, se establecieron en Reno, Nevada. Se peleaban siempre y Flo empezó a «darse al whisky» y luego, cuando Perry tenía seis años, se fue a San Francisco llevándose consigo a los hijos. Fue exactamente como el padre lo había escrito: «Yo la dejé marchar cuando se fue y cogió el coche y me dejó allí plantado (esto fue durante la depresión). Mis hijos lloraban a voz en cuello. Ella no hacía más que maldecirlos en diciendo que encima luego se fugarían para reunirse conmigo». Y en verdad, durante el curso de los tres años siguientes, Perry se escapó en varias oportunidades dispuesto a encontrar al padre que había perdido, aprendiendo a «despreciarla». El licor le había tornado la cara fofa, había hinchado el cuerpo de la que fue ágil y flexible muchacha cherokee, le había «agriado el alma», afilado la lengua hasta la perfidia y disuelto hasta tal punto la dignidad que ni siquiera le importaba preguntar el nombre de los ocasionales estibadores, conductores de tranvía y otros tipos por el estilo que aceptaban lo que ella podía ofrecerles sin cargo (lo único que pedía era que primero bebieran con ella y bailaran al son de un fonógrafo de manivela).

Por consiguiente, como recordaba Perry:

—Siempre pensaba en papá, deseando que apareciera y me rescatara y me acuerdo como si fuera ahora del día en que volví a verle. En el patio del colegio. Fue como cuando la maza de béisbol pega de lleno en la pelota. Como Di Maggio. Sólo que papá no quiso ayudarme. Me dijo que me portara bien, me abrazó y se fue. Poco después mi madre me puso en un orfelinato católico. Aquel en que las Viudas Negras me estaban siempre encima. Me pegaban. Porque mojaba la cama. Esta es una de las razones por las que detesto a las monjas. Y a Dios. Y a la religión. Pero luego descubrí que había gente más cruel. Porque un par de meses después, me echaron del orfelinato y ella (su madre) me puso en un sitio peor: un asilo de niños de la Salvation Army. También allí me odiaban por mojar la cama. Y por ser medio indio. Había una asistente que me llamaba «negro» y decía que no existía diferencia alguna entre negros e indios. ¡Oh, Jesús! El mismo diablo encarnado. Lo que solía hacer era meterme en una bañera con agua helada, me metía y me tenía agarrado hasta que me ponía azul, casi ahogado. Pero descubrieron a la muy bruja, porque enfermé de pulmonía. Por poco no lo cuento. Estuve hospitalizado dos meses. Fue cuando estaba tan enfermo que papá volvió. Y cuando me recuperé me llevó con él.

Durante casi un año, padre e hijo vivieron juntos en la casa que tenían cerca de Reno y Perry iba a la escuela.

—Terminé el tercer grado —contaba Perry—, y fue el último. No volví nunca más. Porque aquel verano papá construyó una especie de rudimentaria roulotte que la llamamos «casa coche». Tenía dos literas y un espacio para la cocina. La cocina funcionaba bien, se podía guisar todo. Nos cocíamos el pan. Yo preparaba conservas: manzanas en compota, mermelada de manzanas silvestres. Así que durante los seis años que siguieron fuimos deambulando por todo el país, sin nunca establecernos en ninguna parte por mucho tiempo. Si nos quedábamos demasiado tiempo en algún lugar, la gente empezaba a mirar a papá como a un bicho raro y yo no lo podía soportar, me destrozaba verlo. Porque entonces yo adoraba a mi padre. A pesar de que a veces era muy duro conmigo. Tiránico como el diablo. Pero entonces lo quería mucho. Así que siempre estaba contento cuando nos volvíamos a poner en marcha.

Estuvieron recorriendo Wyoming, Idaho, Oregón y hasta Alaska. En Alaska, Tex le enseñó a su hijo a soñar con el oro, a buscarlo en los arenosos lechos de los riachuelos de aguanieve y también fue allí, donde Perry aprendió a usar el fusil, a desollar un oso, a seguir las huellas de los lobos y los ciervos.

—¡Cristo, hacía frío! —podía recordar Perry—. Papá y yo dormíamos pegados uno a otro, envueltos en mantas y pieles de oso. Por la mañana, antes del alba, yo preparaba el desayuno a toda marcha, galletas, jarabe, carne frita y nos poníamos en marcha para ganarnos la jornada. Todo hubiera sido perfecto si yo no hubiese crecido: cuanto mayor me hacía, menos admiraba a mi padre. En algunas cosas, lo sabía todo; en otras no sabía nada. Materias enteras de las que casi ignoraba su existencia. De las que no entendía una letra. Como que yo supiera tocar la armónica la primera vez que se me venía una a la mano. Y también la guitarra. Esa gran facilidad musical innata que yo tenía, papá no podía reconocerla. Ni le importaba. Me gustaba también leer. Mejorar mi vocabulario. Quería componer canciones. Dibujar. Pero nunca tuve ningún aliento de él ni de nadie. Muchas noches, en la cama, me quedaba despierto, en parte tratando de controlar mi vejiga y en parte porque no podía dejar de pensar. Y cuando hacía tanto frío que casi no podía respirar, pensaba en las Hawaii. En una película que había visto. De Dorothy Lamour. Quería irme allí. Allí donde estaba el sol, donde todo lo que se llevaba encima eran hierbas y flores.

Llevando encima muchas cosas más, Perry, una suave noche de 1945, durante la guerra, se hallaba en el estudio de un tatuador de Honolulu, haciéndose dibujar en su antebrazo izquierdo una serpiente y un puñal. Había llegado allí por el siguiente camino; una riña con su padre, un viaje en autostop desde Anchorage hasta Seattle, una visita a las oficinas de reclutamiento de la Marina Mercante.

—Pero nunca lo hubiera hecho de haber sabido lo que me esperaba —comentó Perry una vez—. No me ha importado nunca trabajar y estaba contento de ser marinero, ver puertos y así. Pero los maricas del barco no me dejaban en paz. Tenía dieciséis años y era pequeño. Sabía arreglármelas, claro. Pero muchos maricas no son afeminados, sabe. Caray, he conocido maricas capaces de tirar por la ventana una mesa de billar. Y un piano detrás. Esa clase de chicas te la pueden hacer pasar morada, sobre todo si se junta una pareja dispuesta a meterse contigo y tú no eres más que un chaval. Hasta puede darte ganas de matarte. Años después, cuando hice el servicio y me destinaron a Corea, tuve el mismo problema. Tuve un buen historial, mejor que nadie: me dieron Estrella de Bronce. Pero nunca ascendí. Después de cuatro años de luchar en toda aquella cochina guerra de Corea, por lo menos tenían que haberme hecho cabo. Pero no, ¿sabe por qué? Porque el sargento que teníamos era una bestia de marica. Y yo no me dejaba. Jesús, no puedo con eso. No puedo soportarlo. Pero…, yo no sé. Por otra parte, con otros maricas me he entendido muy bien. Y en realidad, el mejor amigo que he tenido, sensible e inteligente, resultó que era marica.

En el lapso transcurrido entre el abandono de la Marina Mercante y la entrada en filas, Perry había hecho las paces con su padre que, cuando su hijo le dejó, se mudó a Nevada y luego a Alaska nuevamente. En 1952, el año en que Perry terminaba su servicio militar, el padre se hallaba totalmente dedicado a los planes que le llevarían a terminar sus viajes de un sitio a otro para siempre.

—A papá le había entrado la fiebre —contaba Perry—. Me escribió que se había comprado una tierra en la autopista, a la salida de Anchorage. Quería hacer un parador de caza para turistas. «Trapper’s Den Lodge», se iba a llamar. Y me pidió que me fuera para allá cuanto antes para ayudarle a construirlo. Estaba convencido de que íbamos a hacer una fortuna. Bueno, estando todavía en el servicio, destinado en Fort Lewis, me compré una motocicleta (muertecicletas tendrían que llamarlas) y en cuanto me licenciaron me fui a Alaska. No llegué más allá que a Bellingham, justo en la frontera del estado. Llovía. La moto patinó.

El patinazo aplazó un año la reunión de padre e hijo. Operación quirúrgica y recuperación requirieron seis meses de aquel año y el resto lo ocupó convaleciendo en la casa que un indio joven, leñador y pescador, tenía en el bosque cerca de Bellingham.

—Joe James. Él y su mujer me tomaron cariño. Si bien casi no había diferencia de edades (era sólo de dos o tres años) me tuvieron en su casa y me trataron como si fuera uno de sus hijos. Lo que en este caso era estupendo porque cuidaban muy bien de los chicos y los adoraban. Tenían cuatro entonces y con el tiempo serían siete. Fueron muy buenos conmigo Joe y su familia. Yo caminaba con muletas y no podía hacer casi nada. Nada más que estarme sentado. Así fue que para ocuparme en algo y también ser útil, comencé aquello que se convirtió en una especie de escuela. Los alumnos eran los hijos de Joe y algunos de sus amigos y dábamos clase en la sala. Les enseñaba a tocar la armónica y la guitarra. A dibujar. Y a escribir. Todos dicen siempre que yo tengo una caligrafía muy bonita. Es verdad y es porque una vez compré un libro que decía cómo había que escribir y estuve practicando hasta que conseguí escribir como en el libro. Además leíamos cuentos y los chiquillos leían por turno y yo les corregía. Era divertido. A mí me encantan los críos. Los niños pequeños. Pero llegó la primavera. Me hacía daño andar pero ya podía hacerlo. Y papá todavía me estaba esperando.

Esperaba pero no ociosamente. Cuando Perry llegó al lugar donde se habría de construir el parador de caza, su padre, trabajando él solo, había dado ya fin a la tarea más pesada: había allanado el terreno, cortado los troncos necesarios, tallado y transportado vagones enteros de roca del país.

—El parador no se empezó a construir hasta que llegué yo. Lo hicimos todo nosotros solos, piedra a piedra. Solamente y muy de vez en cuando, venía un indio que nos ayudaba. Papá se comportaba como un maníaco. Pasara lo que pasase, con tempestad de nieve, temporales, viento que partiera los árboles en dos, nosotros seguíamos firmes allí. El día que terminamos el techo, papá bailó encima, gritando y riendo, una auténtica fiesta de fin de obra. Bueno, quedó algo extraordinario. Con capacidad para alojar a veinte personas. En el comedor había una gran chimenea. Y había un bar: el «Totem Pole Cocktail Lounge», donde yo divertiría a los clientes. Cantando y así. Lo inauguramos en los finales del año 1953.

Pero los esperados cazadores no llegaron y los turistas, los pocos que pasaban de vez en cuando por la autopista, se paraban a fotografiar la increíble rusticidad del «Trapper’s Den Lodge», pero rara vez a pasar la noche.

—Por un tiempo quisimos engañarnos, pensando que el parador se impondría. Papá intentó poner algo más como atracción. Hizo un «Jardín de los Recuerdos» con un «Pozo de los Deseos». Llenó la autopista con carteles indicadores. Pero nada de todo aquello nos trajo un centavo. Cuando papá reconoció el hecho, cuando vio que no servía para nada, que no habíamos hecho sino malgastar trabajo y dinero, empezó a tomarla contra mí. A maltratarme. Con rencor. Decía que yo no había cumplido la parte que me correspondía del trabajo. No era culpa suya como tampoco mía. En una situación como aquélla, sin dinero y con poca comida, no podíamos hacer más que atacarnos los nervios el uno al otro. Llegó un momento en que nos moríamos de hambre. Por eso todo se vino abajo. Por una galleta. Aparentemente. Papá me arrancó una galleta de la mano y dijo que yo comía demasiado, que era un codicioso y egoísta de mierda y que lo mejor que podía hacer era largarme porque él no quería saber nada más de mí. Siguió repitiéndolo hasta que no pude más. Mis manos lo cogieron por la garganta. Mis manos… eran mis manos, pero no yo quien las controlaba. Querían despedazarlo. Pero papá sabe escabullirse, es un buen luchador. Así que se desprendió de mí y corrió a buscar su fusil. Regresó apuntándome y dijo:

»—Mírame bien, Perry, porque ésta es la última cosa viva que vas a ver.

»Yo me quedé donde estaba y él tiro del gatillo. Y volvió a tirar. Y cuando se dio cuenta de que el fusil ni siquiera estaba cargado empezó a llorar. Se sentó en el suelo lloriqueando como una criatura. Entonces vi que ya no estaba furioso contra él. Lo sentía por él. Por nosotros dos. Pero no servía de nada, no había nada que yo pudiera decir. Salí a caminar un rato. Era en abril, pero el bosque todavía estaba lleno de nieve. Caminé hasta que casi fue de noche. De regreso, encontré el parador a oscuras y todas las puertas cerradas con llave. Y todas mis cosas estaban allí afuera, tiradas sobre la nieve. Donde papá las había arrojado. Libros. Ropa. Todo. Lo dejé allí. Excepto mi guitarra. Cogí mi guitarra y me fui hacia la autopista. Sin un dólar en el bolsillo. A eso de medianoche, un camión se detuvo para recogerme y llevarme. El conductor me preguntó adonde iba y yo le contesté: “Dónde vaya usted, voy yo.” Después de pasarse varias semanas refugiado en casa de la familia James, Perry se decidió por un destino: Worcester, Massachussetts, ciudad natal de un “compinche del ejército”, porque pensó que él le recibiría bien y le ayudaría a encontrar “un empleo bien retribuido”. Diferentes desvíos prolongaron aquel viaje al este: lavó platos en un restaurante de Omaha, vendió gasolina en un garaje de Oklahoma, trabajó un mes en un rancho de Texas. En julio de 1955, había llegado en su marcha de emigración hacia Worcester, a Phillipsburg, una pequeña ciudad de Kansas y allí el “hado” bajo la forma de una «mala compañía», se interpuso en su camino.

—Se llamaba Smith igual que yo. Ni siquiera recuerdo su nombre de pila. Alguien que me encontré en alguna parte, que tenía coche y que me dijo que podía llevarme hasta Chicago. Así que cuando atravesábamos Texas, llegamos a ese Phillipsburg y paramos el coche para mirar el mapa. Creo que era domingo. Las tiendas estaban cerradas. Las calles desiertas. Mi amigo, mi bendito amigo, mira alrededor y va y se le ocurre una idea.

La idea era robo con escalo de un edificio vecino, la «Chandler Sales Company». A Perry le pareció bien. Entraron en el local desierto y se llevaron varios objetos de la oficina (máquinas de escribir, de calcular). La cosa no hubiera trascendido si unos días después los ladrones no se hubieran pasado una luz roja en la pequeña ciudad de Saint Joseph, Missouri.

—Los trastos estaban todavía en el coche y el policía que nos hizo parar preguntó de dónde los habíamos cogido. Hizo una breve comprobación y, como dijeron, nos «devolvieron» a Phillipsburg, Kansas. Donde tienen una cárcel de verdad bonita. Para el que le gusten las cárceles, claro.

En veinticuatro horas, Perry y su amigo habían encontrado una ventana abierta, huido por ella, robado un coche y se dirigían en dirección noroeste hacia McCook, Nebraska.

—Poco después el señor Smith y yo nos separábamos. No sé qué se ha hecho de él. Los dos figurábamos en la lista de malhechores reclamados por el FBI. Pero, que yo sepa, a él nunca lo pescaron.

Una húmeda tarde del siguiente noviembre, un autobús depositaba a Perry en Worcester, pequeña ciudad industrial de Massachussets, de empinadas calles, que tan pronto suben como bajan y que en el mejor de los días parecen inhóspitas y hostiles.

—Encontré la casa donde debía de vivir mi amigo. Mi compañero de armas en Corea. Pero los demás inquilinos me dijeron que había marchado hacía seis meses y que no tenían ni idea de dónde estaba viviendo. Una gran desilusión, el fin del mundo y todo eso. Vi una tienda de vinos y licores y entré y me compré un par de litros de vino tinto. Volví a la estación de autobuses y me senté a beberme el vino y a calentarme un poco. Lo estaba pasando muy bien hasta que vino un tipo y me arrestó por vagancia.

La policía lo inscribió como «Bob Turner», nombre que adoptó porque el suyo figuraba en las listas del FBI. Se pasó catorce días en la cárcel, le cobraron diez dólares de multa y se fue de Worcester otra húmeda tarde de noviembre.

—Me fui a Nueva York y tomé una habitación en un hotel de la Octava Avenida —dijo Perry—. Cerca de la calle cuarenta y dos. Por fin encontré un empleo nocturno. Para hacer de todo un poco en un local de trastos tragaperras. Allí mismo en la Cuarenta y dos, junto a un autoservicio. Que era donde iba a comer cuando comía. En tres meses que viví allí no salí prácticamente nunca de Broadway. Por una razón, porque no tenía la ropa apropiada. Sólo tenía aquellas ropas del Oeste: tejanos y botas. Pero en la Cuarenta y dos a nadie le importa, allí todo cae bien, sea lo que fuera. En toda mi vida junta no he conocido tantos fenómenos humanos como allí.

Pasó todo el invierno en aquel horrible barrio de neón, respirando aire con olor a rosetas, a fritura de perros calientes y a naranjada. Pero luego, una espléndida mañana de marzo, al filo de la primavera, «dos del FBI de mierda me despertaron. Me arrestaron en el hotel. ¡Púa! Me mandaron de extradición. Otra vez a Kansas. A Phillipsburg. A la misma bonita prisión».

—«Me ataron bien a la cruz: hurto, fuga de la cárcel, robo de coche. Me colgaron de cinco a diez años. En Lansing. Cuando hacía un tiempo que estaba allí, escribí a mi padre. Dándole la noticia. Y escribí a Bárbara, mi hermana. Ahora, con los años son los últimos que me quedan. Jimmy, un suicida. Fern, desde una ventana. Mi madre, muerta. Hacía ocho años que estaba muerta. Todos muertos menos papá y Bárbara.

Una carta de Bárbara se encontraba entre el hatillo de material seleccionado que Perry prefirió llevar consigo en lugar de dejarlo en la capital de México. La carta, escrita con una letra de muy fácil lectura, estaba fechada el 28 de abril de 1958, época en que hacía dos años que Perry estaba en la cárcel:

Queridísimo hermano:

Hoy hemos recibido tu segunda carta y perdona que no te haya escrito antes. El tiempo aquí, igual que ahí, va poniéndose más caluroso y tengo esa pereza que da la primavera, pero voy a ver de sacudírmela y hacer lo que pueda. Tu primera carta me preocupó mucho, como puedes imaginarte pero no es ésa la razón de que tarde tanto en contestarte. La verdad es que los niños ni me dejan tiempo para nada y nunca puedo encontrar el momento de sentarme, concentrarme en una carta como algunas veces hubiera querido hacer. Donnie ha aprendido a abrir las puertas, a subirse en las sillas y en los demás muebles de modo que siempre estoy pendiente de que no se me caiga.

De vez en cuando puedo dejar a los niños jugando en el patio, pero siempre acabo yendo con ellos por temor de que se hagan daño si no los vigilo. Pero no hay nada que siempre dure y sé que voy a sentir que llegue el momento de que empiecen a correr por la calle sin saber dónde paran. Te envío unos datos por si te interesan:

  Altura Peso Número
de pie
Freddie 92,5 cm 12 kg 21
Baby 95 cm 13,25 kg 22
Donnie 86 cm 11,70 kg 18

Puedes darte cuenta de que Donnie es un niño muy grandote para los quince meses que tiene. Tiene ya dieciséis dientes y un carácter muy alegre: no hay quien no esté fascinado con él. Viste la misma talla que Baby y Freddie, sólo que los pantalones todavía le resultan demasiado largos.

Voy a escribir una carta muy larga, así que posiblemente tendré que hacer muchas interrupciones como la de ahora que es la hora del baño de Donnie (Baby y Freddie se bañaron hoy por la mañana porque hace más bien frío y los he tenido en casa. En seguida vuelvo…).

De mi escribir a máquina, no voy a mentir. No soy ninguna mecanógrafa. Empleo de uno a cinco dedos y aunque me las arreglo, cuando ayudo a Fred en sus asuntos, lo que me lleva a mí una hora, a otra persona le llevaría sólo quince minutos. En serio, no tengo ni el tiempo ni la voluntad de aprender como un profesional. Pero me parece magnífico ver que tú no lo has dejado y eres ahora un buen mecanógrafo. No me cabe duda de que todos nosotros teníamos gran facilidad para las cosas (Jimmy, Fern, tú y yo) y que estábamos dotados de una innata tendencia artística, entre otras cosas. Hasta papá y mamá eran artistas.

Honestamente creo que ninguno de nosotros puede echarle la culpa a nadie de lo que hayamos hecho con nuestras vidas particulares. Está comprobado que a los siete años cada uno de nosotros ha alcanzado la edad de la razón, lo que quiere decir que a esa edad comprendemos y sabemos distinguir la diferencia entre lo bueno y lo malo. Desde luego el ambiente juega un papel importante en nuestras vidas como el convento en la mía, y yo estoy contenta de esa influencia que tuve. En el caso de Jimmy, él era el más fuerte de todos nosotros. Recuerdo cómo trabajaba y además iba a la escuela cuando nadie le obligaba a hacerlo y por su propia VOLUNTAD decidió hacerse alguien. Nosotros nunca sabremos las razones de lo que sucedió después, por qué hizo lo que hizo, pero aún me causa dolor pensarlo. Fue una lástima tan grande… Tenemos muy poca fuerza sobre la debilidad de nuestra humana naturaleza y eso vale también para Fern y para centenares de individuos, incluidos nosotros, porque todos nosotros tenemos debilidades. En tu caso no sé cuál será tu debilidad, pero sí sé que NO ES NINGUNA VERGÜENZA TENER LA CARA SUCIA, LA VERGÜENZA ES NO LAVÁRSELA NUNCA.

Con toda sinceridad y por todo el afecto que te tengo Perry, ahora mi único hermano y el tío de mis hijos, no puedo decir ni pensar que tu actitud para con nuestro padre y tu encarcelamiento sean buenos ni positivos. Si te enoja que lo diga, será mejor que no lo haga ya que me he dado cuenta que ninguno de nosotros sabe aceptar las críticas y es natural experimentar cierto resentimiento hacia aquel que nos censura algo, por lo cual estoy preparada a que ocurra una de las dos cosas: a) no tener más noticias tuyas, o b) recibir una carta en la que me digas exactamente qué piensas de mí.

Espero equivocarme y deseo de corazón que reflexiones sobre lo que te digo en esta carta y que trates de comprender cómo piensan los demás. Comprende, por favor, que no soy una autoridad ni me jacto de gran inteligencia o cultura, sino que creo ser una persona normal con capacidad de razonar y voluntad de vivir mi vida según las leyes de Dios y de los hombres. También yo he «caído» a veces, como es normal, porque, como dije, soy humana y tengo también debilidades humanas, pero lo importante es, repito que NO ES NINGUNA VERGÜENZA TENER LA CARA SUCIA, LA VERGÜENZA ES NO LAVÁRSELA NUNCA. Nadie se da tanta cuenta de mis propios defectos y errores como yo misma, así que no te aburro más con ello.

Pero lo más importante de todo esto es que papá no es responsable de tus malas ni de tus buenas acciones. Lo que tú hayas hecho, bueno o malo, es cosa tuya. Por lo que yo personalmente sé, has vivido tu vida tal cual como has querido, sin preocuparte de las circunstancias ni de las personas que te querían, y podías hacer sufrir. Tanto si te das cuenta como si no, tu encarcelamiento presente es embarazoso para mí así como para papá, no por lo que hiciste, sino porque no has dado muestras de ningún SINCERO arrepentimiento ni pareces demostrar respeto alguno por la ley, por las personas ni por nada. Tu carta sostiene que la culpa de todos tus problemas la tiene otro pero nunca tú. Admito sin reservas que eres inteligente, que tu vocabulario es excelente y creo que puedes hacer lo que te propongas y hacerlo bien. Pero ¿estás dispuesto a trabajar y a realizar un esfuerzo honrado para alcanzar lo que deseas? Ninguna cosa importante se obtiene con facilidad. Estoy segura de que esto ya lo has oído otras muchas veces, pero oírlo una más no te hará mal.

Si quieres que te diga la verdad de papá, tiene el corazón destrozado por culpa tuya. Daría cualquier cosa por sacarte de ahí y poder tener otra vez a su hijo…, pero yo me temo que con esto sólo conseguiría que tú le hicieses aún más daño si pudieras. No se encuentra bien, está envejeciendo y, como él dice, ya no está para saltar a la comba. Se ha equivocado algunas veces y lo reconoce. Pero sea como fuese compartió su vida y cuanto poseía contigo, cosa que no haría con nadie más. Y no es que yo diga que le debes gratitud eterna ni que le debes la vida pero sí que le debes RESPETO y DECORO. Personalmente, yo me siento orgullosa de papá. Le quiero, le respeto por ser mi padre y sólo lamento que haya preferido ser un lobo solitario en compañía de su hijo y que ahora en lugar de vivir con nosotros y compartir nuestro cariño, esté por ahí viviendo solo en una roulotte, suspirando, ansiando que vuelvas tú, su hijo. Estoy preocupada por él y cuando digo yo, quiero decir también mi marido porque mi marido respeta a nuestro padre. Porque es un HOMBRE. Verdad es que papá no ha tenido una educación muy extensa, pero en el colegio sólo aprendemos a reconocer las palabras y a escribirlas; pero la aplicación de esas palabras a la vida real es algo que sólo la VIDA y la EXPERIENCIA nos pueden enseñar. Papá ha vivido y tú demuestras ignorancia llamándole inculto e incapaz de entender «el significado científico, etc…» de los problemas de la vida. Una madre es la única que puede curar la pupa de su nene con un beso, explica esto científicamente.

Siento decirte estas cosas tan rudamente, pero creo que es mi deber decirte lo que pienso. Lamento que esta carta tenga que ser censurada (por las autoridades de la cárcel) y sinceramente espero que esta carta no te perjudique en tu posible libertad, pero creo que debes saber y hacerte responsable del terrible daño que has hecho. Papá es ahora la persona más importante, puesto que yo tengo mi familia, pero tú eres el único a quien papá quiere, es decir «su familia».

El sabe que yo le quiero, por supuesto, pero no existe una gran unión entre nosotros dos, como ya sabes.

De tu reclusión no hay por qué estar orgulloso y deberás aceptarla o soportarla, pero no con tu actitud de tomar a todos los demás como estúpidos, ignorantes e incapaces de comprender. Tú eres un ser humano con una voluntad libre. Lo cual te coloca en otro nivel con respecto a los animales. Pero si vives tu vida sin respeto ni compasión por tus semejantes, serás como un animal: «ojo por ojo y diente por diente». La felicidad y la tranquilidad de conciencia no se obtienen viviendo así.

En cuanto a la responsabilidad, nadie realmente la desea, pero todos somos responsables de la comunidad en que vivimos y de sus leyes. Cuando llega el momento de asumir la responsabilidad de un hogar, de unos hijos, de un negocio, entonces se establece la diferencia entre niños y hombres. Seguro que te podrás imaginar la confusión que reinaría en el mundo si todos dijeran: «Quiero ser un individuo sin responsabilidades, poder expresar lo que pienso libremente y hacer lo que yo quiera». Somos libres de hacer y decir lo que individualmente queremos, siempre que esta libertad de palabra y acción no perjudique al prójimo.

Piensa en todo esto, Perry. Posees una inteligencia superior a lo normal, pero tu modo de razonar es un poco torcido. Quizá sea producto de la cárcel. Sea como fuere, recuerda que tú y solamente tú eres el responsable. Y que eres tú y solamente tú quien ha de superar este período de tu vida. Esperando tener pronto noticias tuyas, con afecto y plegarias, tu hermana y tu cuñado.

Bárbara, Frederic y familia.

Al conservar esta carta entre su colección particular de tesoros, a Perry no le movía el afecto. Ni mucho menos. «Despreciaba» a Bárbara y precisamente le estuvo diciendo a Dick: «Lo único que de veras lamento es que la mierda de mi hermana no hubiera estado también en la casa aquella». (Dick se había reído y confesó un resentimiento análogo: «No me quito de la cabeza qué divertido si mi segunda mujer hubiera estado allí también. Ella y toda la mierda de su familia».) No; valoraba la carta sólo porque su amigo de cárcel el superinteligente Willie-Jay había escrito para él un «muy sentido» análisis que ocupaba dos páginas escritas a máquina a un espacio, con el título «Impresiones que yo saqué de la carta» en la parte superior.

IMPRESIONES QUE YO SAQUÉ DE LA CARTA

1) Al empezar la carta, ella había decidido que debía ser una piadosa demostración de los principios cristianos. Es decir, que en contestación a tu carta que, al parecer, le resultó irritante, quería presentar la otra mejilla esperando así despertar tu remordimiento por la carta anterior y ponerte a la defensiva para la próxima.

Sin embargo, pocas personas son capaces de demostrar un principio de ética común cuando su deliberación está envenenada de emociones. Tu hermana demuestra su fracaso porque a medida que la carta avanza, la razón deja paso al impulso. Los conceptos son correctos productos lúcidos de la inteligencia, pero no de una inteligencia imparcial, impersonal. Es una mente impulsada emotivamente por el recuerdo y la frustración; por consiguiente, por muy sabias que sus amonestaciones sean, fracasan en su propósito de inspirar una decisión, a no ser la decisión de devolverle la jugada zahiriéndola tú a tu vez en la próxima carta. Dando así comienzo a un ciclo que sólo puede culminar en una cólera y una angustia aún mayores.

2) Es una carta tonta, producto del error humano. Ni la carta que tú le escribiste ni esta contestación de ella logran su objetivo.

Tu carta era un intento de explicar tu forma de considerar la vida y por la cual estás necesariamente influido. Estaba fatalmente destinada a no ser comprendida o a ser tomada textualmente porque tus ideas son opuestas al convencionalismo. ¿Y qué puede haber más convencional que un ama de casa con tres hijos, que vive «entregada» a su familia? Nada más natural que no pueda aceptar a una persona anticonvencional. Hay, en el convencionalismo, una dosis considerable de hipocresía. Toda persona que piense, se da cuenta de esta paradoja, pero cuando hay que tratar con gentes convencionales se sale con ventaja tratándolas como si no fueran hipócritas. No es cuestión de fidelidad a los propios conceptos, es cuestión de compromiso para poder seguir siendo un individuo sin la constante amenaza de las presiones convencionales. Su carta falla porque tu hermana no logró concebir la profundidad de tu problema, no podía intuir las presiones ejercidas sobre ti por el ambiente, la frustración intelectual y una creciente tendencia al aislacionismo.

3) Ella siente que:

a) Tú tiendes demasiado a la autoconmiseración.

b) Eres demasiado calculador.

c) No te mereces una carta de ocho páginas, que escribió interrumpiendo sus deberes de madre.

4) En la página tercera escribe: «Sinceramente sostengo que ninguno de nosotros puede echar la culpa a nadie, etc»., reivindicando así a aquellos que tuvieron influencia sobre ella en los años formativos. Pero ¿es ésa toda la verdad? Es mujer y madre. Respetable y con una posición más o menos segura. Es fácil no hacer caso de la lluvia si se posee un impermeable. Pero ¿qué pasaría si en vez de esto tuviera que ganarse la vida fuera de su casa? ¿Tendría tantas ganas de ser indulgente para con las personas de su pasado? Desde luego que no. Nada es tan común como creer que los demás tienen parte de culpa de nuestros fracasos, del mismo modo que es también una reacción corriente olvidarnos de aquellos que han tenido algo que ver en nuestros éxitos.

5) Tu hermana respeta a tu padre. También le duele el hecho de que te prefiera a ti. Sus celos toman una forma sutil en la carta. Entre líneas se lee una pregunta: “Quiero a papá y he tratado de vivir de modo que él pudiera sentirse orgulloso de su hija. Pero he tenido que contentarme con las migajas de su cariño: es a ti a quien él quiere, ¿por qué?”

Está claro que con el paso de los años la figura de tu padre ha sido grandemente mejorada a los ojos de tu hermana, gracias a la correspondencia y a la naturaleza emotiva de tu hermana. Perfilando una imagen que justifica la opinión que tiene de él: un pobre diablo con la cruz de un hijo ingrato a cuestas sobre el que él ha derramado afectos y cuidados para ser, a cambio, tratado de modo infame por ese hijo.

En la página 7 dice que lamenta que la carta haya de pasar por censura. Pero honestamente, no lamenta nada. Le encanta que pase por las manos de un censor. Inconscientemente la ha escrito con el censor en la cabeza, esperando convencerle de la idea de que la familia Smith es una familia de bien: «Por favor, no nos juzgue a todos por Perry.”

En cuanto a la madre que cura de un beso la pupa de su nene es una forma femenina de sarcasmo.

6) Tú le escribiste porque:

a) A tu manera la aprecias.

b) Sentiste necesidad de este contacto con el mundo exterior.

c) Te puede ser útil.

Prognosis: La correspondencia entra tu hermana y tú no puede servir para nada más que para cumplir una mera función social. Mantén la temática de tus cartas dentro del radio de su comprensión. No le descubras tus conclusiones personales. No la pongas a la defensiva ni permitas que ella te ponga a la defensiva a ti. Respeta las limitaciones que le impiden comprender tus objetivos y recuerda que es sensible a las críticas contra tu padre. Sé consecuente en tu actitud hacia ella y no hagas nada que pueda aumentar su impresión de que tú eres débil, no porque necesites su buena disposición sino porque podrías recibir otras cartas como ésta que sólo pueden servir para aumentar tus ya peligrosos instintos antisociales.

A medida que Perry continuaba sacando y escogiendo el montón de material que consideraba demasiado querido para separarse de él, éste se iba haciendo más alto y vacilante. Pero ¿qué podía hacer? No podía arriesgarse a perder la medalla de bronce ganada en la guerra de Corea ni su título de bachiller (concedido por la Junta de Educación de Leavenworth County como resultado de haber terminado en prisión sus estudios, tanto tiempo abandonados). Tampoco quería correr el riesgo de perder un sobre amarillento hinchado de fotografías: principalmente de él mismo, que iban desde el retrato de un guapo muchachito de cuando estaba en la Marina Mercante (y en cuyo dorso había escrito «16 años. Joven, despreocupado, irresponsable e inocente») hasta las recientes fotos de Acapulco. Y había, además, medio centenar de otras menudencias que tenía decidido llevarse consigo, entre ellas sus mapas de tesoros, el cuaderno de dibujo de Otto y dos cuadernos más, el más grueso de los cuales era su diccionario personal, una miscelánea de palabras sin orden alfabético que a él le parecían «bonitas» o «útiles» o por lo menos «dignas de recordar». (Página de ejemplo: Tanotoico = parecido a la muerte. Eutanasia = muerte sin dolor. Políglota = que sabe muchos idiomas. Punición = castigo. Nesciencia = ignorancia. Facineroso = perverso. Hagiofobia = temor morboso de las cosas y lugares santos. Lapidícolo = que vive debajo de las piedras, como ciertos insectos ciegos. Dispatía = carencia de simpatía, de calor humano. Pseudofilósofo = persona que quiere hacerse pasar por filósofo. Antropofagia = comer carne cruda, rito de ciertas tribus salvajes. Depredar = pillar, saquear, hacer presa de. Afrodisíaco = droga o similar que excita el deseo sexual. Megalodáctilo = que tiene dedos anormalmente grandes. Nictofobia = miedo de la noche y de la oscuridad.)

En la cubierta del segundo cuaderno, aquella caligrafía de que tan orgulloso estaba, rica en rizos y adornos femeninos, anunciaba su contenido: «Diario Intimo de Perry Edward Smith». Título impropio, pues no se trataba de un diario, sino más bien de una antología que recogía hechos oscuros («Cada quince años Marte se acerca un poco más. El 1958 es un año cercano»), poesías y citas literarias («Nadie es una isla que se baste a sí mismo») y pasajes de diarios y libros, parafraseados o copiados. Ejemplo:

Mis conocidos son muchos, mis amigos pocos. Los que realmente me conocen, menos aún.

Oído en la publicidad de un nuevo veneno para las ratas a la venta. «Extremadamente eficaz, inodoro, insípido, absorbido por completo por el organismo y del que no se puede hallar trazas en el cadáver».

Si te llaman a hacer un discurso: «No me acuerdo de lo que iba a decir ni que me maten… No creo que nunca jamás en mi vida haya habido tantas personas responsables de que yo esté tan, tan contento. Es un momento único y maravilloso por el que me siento en deuda. ¡Gracias!».

Leído interesante artículo en el número de febrero del «De hombre a hombre»: «Me abrí camino a navajazos hasta un abismo de diamantes».

Es casi imposible que un hombre que goce de libertad con todas sus prerrogativas, se haga cargo de lo que significa estar privado de ella. Palabras de Erle Stanley Gardner.

¿Qué es la vida? Es el brillo de una luciérnaga en la noche. Es el hálito de un búfalo en invierno. Es la breve sombra que atraviesa la hierba y se pierde en el ocaso. Dicho por Jefe Pata-de-gallo, jefe indio de los Blackfoot.

La última anotación estaba escrita en tinta roja y decorada por una orla de estrellas de tinta verde. El antologista quiso subrayar su «significado íntimo». «Un hálito de búfalo en invierno» expresaba exactamente su concepto de la vida. ¿Por qué preocuparse? ¿Es que había algo, acaso, por lo que valiera la pena sudar? El nombre no era nada, una niebla, una sombra absorbida por las sombras.

Pero diablos, no hay más remedio que preocuparse, maquinar, comerse las uñas frente a los avisos de las pensiones: Su día termina a las 2 de la tarde.

—¿Dick? ¿Me oyes? —dijo Perry—. Es casi la una.

Dick estaba despierto. Algo más que despierto. Inés y él estaban haciendo el amor. Dick, como recitando un rosario, susurraba sin cesar:

—¿Te gusta, pequeña? ¿Te gusta?

Pero Inés, sin dejar de fumar su cigarrillo, seguía callada. La noche anterior, a eso de la medianoche, cuando Dick la llevó a la habitación y le dijo a Perry que iba a dormir allí, Perry, aunque desaprobándolo, había consentido. Pero si imaginaban que su conducta resultaba excitante para él o algo más que «molesta», estaban en un error. Sin embargo, Perry lo sentía por Inés. Era «tan boba»… Creía de verdad que Dick quería casarse con ella y no tenía ni idea de que pensaba marcharse de México aquella misma tarde.

—¿Te gusta, pequeña? ¿Te gusta?

—Por el amor de Dios, Dick —soltó Perry—. Apúrate, ¿quieres? Nuestro día termina a las dos.

Era sábado. Se acercaba Navidad y el tráfico avanzaba pesadamente por la calle Mayor. Dewey, atrapado en su coche levantó la vista para mirar las guirnaldas de acebo que colgaban cruzando la calle, gala de colgaduras de verdor con campanitas de papel escarlata de adorno, y entonces recordó que no había comprado ningún regalo para su mujer ni para sus hijos. Automáticamente, su cerebro rechazaba todo lo que no estuviera relacionado con el caso Clutter. Marie y muchos de sus amigos empezaban a preocuparse por su total obsesión.

Un íntimo amigo suyo, el joven abogado Clifford R. Hope hijo, le había dicho claramente:

—¿Te das cuenta de lo que te ocurre, Al? ¿Te das cuenta de que no hablas de otra cosa?

—Claro —había contestado Dewey—. Es que no pienso en otra cosa. Y puede que, comentando una y otra vez lo mismo, se me ocurra algo que antes no se me había ocurrido. Verlo desde distinto ángulo. O quizá seas quien lo vea. Mira, Cliff, ¿te imaginas lo que puede resultar de mi vida, si este asunto queda entre los «casos no resueltos»? Irán pasando los años y yo iré siguiendo una y otra pista y cada vez que, en cualquier parte del país, se cometa un delito que tenga algún punto en común con éste, alguna similitud, tendré que volcarme en él para comprobar si existe alguna conexión. Pero no es sólo eso. La verdad es que he llegado a conocer a Herb y a su familia mejor de lo que nunca se conocieron ellos. Su memoria me persigue. Y diría que ya no dejará de ser así. Hasta que sepa lo que sucedió.

La total dedicación de Dewey a aquel rompecabezas la había convertido en una persona de lo más distraída. Aquella misma mañana, Marie le había pedido por favor, por favor, sí… por favor, que no olvidara… Pero no podía recordar de qué se trataba, o mejor dicho, ni se acordó hasta que, librándose del tráfico de una jornada de compras y yendo por la carretera 50 hacia Holcomb a toda velocidad, pasó por delante del establecimiento veterinario del doctor I. E. Dale. Pues claro. Su mujer le había pedido que sobre todo no se olvidara de recoger a Pete, el gato. Pete era un gato macho atigrado, de más de siete kilos, personaje famoso en la fauna de Garden City, popular por combatividad, causa de su actual hospitalización: había perdido la batalla contra un bóxer, con heridas que requerían puntos y antibióticos. Dado de alta por el doctor Dale, Pete se instaló en el asiento delantero del coche de su dueño y no dejó de ronronear en todo el camino hasta llegar a Holcomb.

El destino del detective era aquel día River Valley, pero antes quiso tomar algo caliente, un café, y paró en el Café Hartman.

—¡Hola, mozo!, ¿qué puedo servirle? —dijo la señora Hartman.

—Un café solo.

Le sirvió una taza, y le preguntó:

—¿Me equivoco? ¿O ha perdido usted mucho peso?

—Algo.

La verdad era que en las últimas tres semanas, Dewey había perdido diez kilos. Parecía como si un amigo entrado en carnes le hubiese prestado la ropa. La cara, que no solía traicionar su profesión, ahora la traicionaba menos que nunca: diríase la de un asceta absorto en profundas meditaciones espirituales.

—¿Cómo se encuentra?

—Pues bien.

—Es que tiene usted un aspecto terrible.

Indiscutiblemente. Pero no peor que el de los demás miembros del KBI, los agentes Duntz, Church y Nye. Desde luego, estaba él todavía en mejor forma que Harold Nye quien, a pesar de la gripe y la fiebre, no dejaba de prestar servicio.

Entre otras cosas, estos cuatro hombres agotados habían tenido que «comprobar» algo así como setecientos soplos y rumores. Por ejemplo, Dewey, había pasado dos largas y postradoras jornadas tratando de seguir las huellas de aquel par de fantasmas mexicanos que Paul Helm juraba que habían visitado a Clutter la tarde de su asesinato.

—¿Quiere otra taza, Alvin?

—Creo que no, gracias.

Pero la mujer tenía ya la cafetera en la mano:

—Obsequio de la casa, sheriff. Por la cara, parece que lo necesita.

En una mesa de rincón, dos braceros bigotudos jugaban a las damas. Uno se levantó y se acercó a la barra donde Dewey estaba sentado. Le dijo:

—¿Es verdad lo que me han dicho?

—Depende de lo que sea.

—¿De ese tipo que pescaron? ¿El que andaba rondando por la casa de los Clutter? Que fue él quien lo hizo. Eso es lo que me han dicho.

—Creo que le han dicho mal, hombre. Sí, eso creo.

Si bien el pasado de Jonathan Daniel Adrian, que estaba en la cárcel por tenencia ilícita de armas, contaba con un período de tiempo de internación en el hospital psiquiátrico del estado en Topeka, los datos recogidos por los detectives indicaban que, en relación con el caso Clutter, él sólo era culpable de una inoportuna curiosidad.

—Y si no lo es, ¿por qué diablos no prenden al culpable? Tengo la casa llena de mujeres que no se atreven a ir al retrete solas.

Dewey estaba acostumbrado ya a esta clase de insultos, era una rutina que formaba parte de su vida. Se bebió la segunda taza de café, suspiró y sonrió.

—Carajo, que no le veo la gracia, ¿sabe? De veras, ¿por qué no arrestan a alguno? Para eso le pagan.

—Refrena tu lengua —dijo la señora Hartman—. Navegamos todos en el mismo bote. Alvin hace más de lo que puede.

Dewey le guiño el ojo.

—Y usted que lo diga. Y muchas gracias por el café.

El bracero aguardó hasta que su presa hubiera llegado a la puerta, entonces disparó a modo de despedida la siguiente descarga:

—Si alguna vez se le ocurre volver a presentarse para que lo elijamos sheriff, olvídese de mi voto. Porque no va a tenerlo.

—Refrena tu lengua —repitió la señora Hartman.

Entre River Valley y el Café Hartman había dos kilómetros y Dewey decidió hacerlos a pie. Le agradaba caminar por los trigales. Un par de veces a la semana, acostumbraba a dar un largo paseo por su terreno, aquel adorado trozo de pradera donde siempre había deseado construirse una casa, plantar árboles y, con el tiempo, recibir a sus tataranietos. Ese era el sueño del que últimamente su mujer se había despedido. Le había dicho que ella ya no quería irse a vivir sola «allá lejos en el campo». Dewey sabía que aunque atrapara a los asesinos al día siguiente, Marie ya no cambiaría de opinión, porque una vez un horrible destino se había abatido sobre unos amigos suyos que vivían en el campo en una casa solitaria.

Desde luego, los Clutter no eran las primeras personas asesinadas en Finney County ni siquiera en Holcomb. Los más antiguos miembros de aquella reducida comunidad podían recordar cierto «hecho salvaje» acaecido unos cuarenta años atrás: el asesinato Hefner. La señora Sadie Truitt, la septuagenaria cartera de la vecindad, madre de la actual encargada de correos, Clare, era la más ducha en relatar este acontecimiento.

—Fue en agosto de 1920. Hacía un calor infernal. Un tipo llamado Tunif trabajaba en el rancho de Finnup. Walter Tunif. Tenía un coche que resultó ser robado. Y se descubrió que era un prófugo de Fort Bliss, de allí de Texas. Era un bribón, sin duda, y mucha gente sospechaba de él. Así que una noche el sheriff, entonces era sheriff Orlie Hefner. Un cantante de primera. ¿No sabe que ahora es miembro del Coro Celestial? Una noche va y toma el caballo y se llega al rancho de Finnup para hacerle a Tunif unas cuantas preguntas directas. El tres de agosto. Un calor infernal. El resultado fue que Walter Tunif le disparó directo al corazón. El pobrecillo Orlie estaba muerto antes de tocar el suelo. El diablo que lo había hecho, se largó de allí con uno de los caballos de Finnup y se fue hacia el este a lo largo del río. Corrió el rumor y todos los hombres de los contornos se juntaron, armados. A la mañana siguiente lo cogieron, a ese Walter Tunif. No tuvo tiempo de decir ni «¡Hola!» Porque los hombres estaban un poco iracundos. Hicieron fuego y basta.

El primer contacto de Dewey con el crimen en Finney County tuvo lugar en 1947. El incidente consta en los archivos como sigue: «John Carlyle Polk, indio creek, de 32 años, residente en Muskogee, Oklahoma, mató a la mujer blanca Mary Kay Finley, de cuarenta años de edad, camarera, con residencia en Garden City. Polk la golpeó hasta matarla con la cuello de una botella de cerveza rota, en una habitación del hotel Copeladn de Garden City, Kansas, el 9-5-47». La escueta descripción de un caso resuelto inmediatamente. De los otros tres asesinatos cuya investigación había llevado Dewey, dos eran igualmente claros (un par de obreros que trabajaban en las vías habían robado y dado muerte a un granjero el 11-1-52; un marido borracho había golpeado a su esposa hasta matarla, el 17-6-56), pero el tercer caso, como lo describió Dewey en cierta conversación, no dejó de tener algunos toques originales:

—Todo empezó en Stevens Park. Donde hay una plataforma para la banda y bajo la plataforma un retrete de hombres. Bien, este tipo, Mooney, estaba dando un paseo por el parque. Venía de algún lugar de Carolina del Norte, sólo un forastero que pasaba por la ciudad. Pues bien, fue al excusado público y alguien le siguió, un muchacho de por aquí, Wilmer Lee Stebbins de veinte años. Luego, Wilmer Lee declaró siempre que el señor Mooney le había hecho una proposición contra natura y que por eso fue que robó al señor Mooney, lo derribó y le golpeó la cabeza contra el suelo de cemento. Pero para la conducta que siguió a continuación no había explicación posible. Primero enterró el cadáver a unos tres kilómetros al noroeste de Garden City. Al día siguiente lo desenterró y lo volvió a enterrar a veinte kilómetros en la dirección opuesta. Y bien, siguió así desenterrándolo y enterrándolo sin cansarse. Wilmer Lee era como un perro con un hueso, sin querer dejar descansar en paz el cadáver del pobre señor Mooney. Finalmente cavó una fosa de más: alguien le vio.

Antes del caso Clutter, los cuatro citados constituían el caudal de experiencias de Dewey en materia de asesinato y, parangonados con el que ahora se enfrentaba, eran como el chubasco que precede al huracán.

Dewey metió la llave en la cerradura de la puerta principal de la casa de los Clutter. El interior de la casa estaba caluroso porque no se había ventilado y las habitaciones de piso reluciente, con olor de cera perfumada de limón, parecían sólo temporalmente deshabitadas, como si fuera domingo y la familia fuese a regresar de un momento a otro de la iglesia. Las herederas, la señora English y la señora de Jarchow, se habían llevado un camión de mudanzas lleno de muebles y ropas; no obstante, aquella atmósfera de casa habitada no se había perdido aún. En la sala, la partitura de Comin’ thro’ the rye se veía en el atril del piano abierto. En el recibidor un sombrero tejano gris manchado de sudor, el de Herb, colgaba del perchero. Arriba en la habitación de Kenyon, en el estante que había sobre la cama, los cristales de las gafas del muchacho muerto brillaban al reflejo de la luz.

El detective pasó de una habitación a otra. Muchas veces había recorrido aquella casa, a decir verdad casi a diario, y en cierto sentido, podría decirse que visitar aquella casa le complacía porque, en contraste con el bullicio de la suya y del despacho del sheriff, era un lugar lleno de paz. Los teléfonos todavía con los cables cortados, permanecían silenciosos. La inmensa quietud de la pradera lo envolvía. Alvin se sentaba en la mecedora de Herb y mientras se mecía, pensaba. Algunas de sus conclusiones eran inamovibles: creía que la muerte de Herb Clutter había sido el principal objetivo del criminal, el motivo una especie de odio psicópata o posiblemente una combinación de odio y latrocinio. Creía también que los crímenes se habían cometido con toda tranquilidad en el lapso de dos horas entre la entrada de los asesinos en la casa y su salida. (El médico forense, doctor Robert Fenton, había observado una notable diferencia entre las temperaturas de los cuerpos de las víctimas y, basándose en ello, tenía la teoría de que el orden de los asesinatos era: la señora Clutter, Nancy, Kenyon y el señor Clutter.) En esta suposición se basaba su convicción de que los Clutter conocían perfectamente a aquel que los había asesinado.

Durante su visita Dewey se detuvo ante una ventana del piso superior. Algo a poca distancia le llamó la atención: un espantapájaros en medio del rastrojo de trigo. El espantapájaros llevaba una gorra de caza de hombre y un vestido de cretona floreada, descolorido por el sol. (¿Un vestido viejo de Bonnie?) El viento jugueteaba con la falda y hacía oscilar el espantapájaros, como una criatura solitaria bailando en el frío campo de diciembre. Y a Dewey aquello le recordó el sueño de Marie. Una de aquellas mañanas su mujer le había servido un chapucero desayuno a base de huevos con azúcar y café con sal, diciendo que la culpa de todo la tenía «un estúpido sueño», pero un sueño que la luz del día no había logrado disipar.

—Era tan real, Alvin —le dijo—, tan real como esta cocina. Yo estaba aquí. Aquí en la cocina. Estaba haciendo la cena y de pronto Bonnie entró por la puerta. Llevaba un jersey de angora azul y estaba deliciosa y encantadora y yo le decía: «Oh, Bonnie… querida Bonnie… ¡No te había visto desde que ocurrió aquella cosa terrible!» Pero ella no contestaba, sólo me miraba de aquel modo suyo y yo no sabía qué más decir. Dadas las circunstancias. Al fin dije: «Querida, ven a ver la cena que le preparo a Alvin: sopa de quingombó. Con gambas y cangrejos. La tengo ya casi a punto. Anda, ven, querida, pruébala». Pero no quiso. Se quedó en la puerta mirándome. Y luego… no sé cómo contártelo exactamente. Bueno… cerró los ojos, comenzó a mover la cabeza, muy lentamente, y a retorcerse las manos, muy lentamente, y a gemir o susurrar algo. No podía entender lo que decía. Pero se me partía el corazón. Nunca he tenido tanta lástima de nadie y la abracé, diciéndole: «Por favor, Bonnie, no hagas eso, querida. Por favor, no lo hagas. Si alguien estaba preparado para presentarse ante Dios eras tú, Bonnie». Pero no la podía consolar. Movía la cabeza, se retorcía las manos y entonces entendí lo que decía. Decía: «Morir asesinado. Morir asesinado. No. No. No hay nada peor. Nada peor que eso. Nada».

Era pleno mediodía en el desierto Mojave. Perry, sentado en una maleta de paja, tocaba la armónica. Dick, de pie al borde de la negra superficie de la autopista, la carretera 66, tenía los ojos fijos en la inmaculada vacuidad como si creyera que el fervor de su mirada podía hacer que los automovilistas se materializasen. Pocos lo hacían y ninguno se paraba a recoger a los autostopistas. Un conductor de camión que se dirigía a Needles, California, se ofreció a llevarles, pero Dick declinó la oferta. No era la clase de «carruaje» que él y Perry querían. Lo que esperaban era algún solitario viajero con un coche decente y el billetero repleto: un desconocido que robar, estrangular y abandonar en el desierto.

En el desierto el sonido suele preceder a la visión. Dick oyó las débiles vibraciones de un auto que se avecinaba, todavía invisible. Perry lo oyó también: se metió la armónica en el bolsillo, tomó la maleta de paja (ésta, su único equipaje, se combaba cediendo a la presión de los souvenirs de Perry a los que se habían sumado tres camisas, cinco pares de calcetines blancos, una caja de aspirinas, una botella de tequila, un par de tijeras, una máquina de afeitar y una lima para las uñas, el resto de sus efectos personales habían sido dejados o prestados al camarero mexicano o expedidos a Las Vegas), y se fue junto a Dick al borde de la carretera. Se quedaron observando. Por fin apareció el coche y fue creciendo de tamaño hasta convertirse en un Dodge sedán azul con un solo pasajero, y hombre calvo y descarnado. Perfecto. Dick alzó la mano y le hizo seña. El Dodge redujo velocidad y Dick obsequió al ocupante con una amplia sonrisa. El coche casi llegó a pararse pero no paró del todo. El conductor se asomó a la ventanilla y los miró de arriba a abajo. Evidentemente le produjeron una impresión alarmante. (Después de un viaje de cincuenta horas en autobús desde la Ciudad de México hasta Barstow, en California, además de medio día atravesando el Mojave, los dos autostopistas se habían convertido en dos polvorientos barbudos.) El coche aceleró la marcha y continuó a gran velocidad. Dick se llevó las manos a la boca en forma de altavoz y gritó tan fuerte como pudo:

—¡Has tenido una suerte de mierda, puerco!

Luego rio y se puso la maleta al hombro. Nada podía encolerizarle en aquellos momentos porque como más tarde mencionó «se sentía demasiado feliz de verse otra vez en su vieja y querida USA». De todos modos, otro hombre en otro coche aparecería por allí.

Perry volvió a sacar su armónica (suya desde el día anterior en que la había robado en una tienda de Barstow) e hizo sonar las primeras notas de lo que se había convertido en su «música de marcha», una de las canciones favoritas de Perry que le había enseñado a Dick con sus cinco estrofas. Marcando el paso, uno al lado de otro, se balanceaban por la autopista cantando: «Mis ojos han visto la gloria del Dios que ha de venir; estaba destruyendo la vendimia de las uvas de la ira.”

En el silencio del desierto, se lanzaban sus voces duras y jóvenes: —¡Gloria! ¡Gloria! ¡Aleluya! ¡Gloria! ¡Gloria! ¡Aleluya!