Leonardo Sinisterra, antiguo inspector de la policía para casos especiales del Distrito Capital, caminó por la ciudad durante semanas sin reconocer nada a su alrededor, durmió a la entrada de almacenes, iglesias y en bodegas y casas abandonadas, comió lo que le regalaron en cafeterías y restaurantes populares, soportó golpizas en enfrentamientos con gamines y bandas de otros vagabundos, no se cambió de ropa, no se afeitó, no se bañó, no se cortó las uñas y por eso sus manos parecían un par de garras, y, por último, no pronunció palabra y, al menos por un tiempo, olvidó cómo se llamaban el mundo y él mismo. No obstante, su mirada, que atravesaba las personas y los objetos sin detenerse en ellos, comenzó a cambiar y fue adquiriendo poco a poco una apariencia humana. Destellos de una vida pasada fueron surgiendo en esas largas caminatas urbanas: rostros de mujeres, sensaciones, voces, miedos y alegrías fueron llegando a la superficie y conformaron las primeras piezas de un largo rompecabezas. Y en la medida en que Leonardo Sinisterra fue abriéndose paso por entre esos primeros recuerdos e inició la recuperación de su pasado, fue también, en forma simultánea, reconociendo las circunstancias en las que se encontraba. Vio en los vidrios de los almacenes su figura salvaje y tomó conciencia de su anormal condición. Se cortó el cabello y la barba con un pedazo de vidrio afilado, se bañó en un parqueadero donde un muchacho, apiadado, le prestó una manguera con la que estaba lavando unos automóviles, pidió ropa y zapatos de casa en casa hasta que al fin, en un taller de mecánica, le regalaron un overol de trabajo y unos zapatos viejos, y se cortó las uñas de manos y pies con una lámina de metal que encontró en un potrero baldío. Así fue como Sinisterra comenzó el rescate de su humanidad. Pasó de demente alucinado a mendigo ocasional y luego desempeñó trabajos diarios de limpieza en bodegas y estaciones de gasolina. Pero su memoria seguía trastornada y un gran porcentaje de su vida estaba enterrado en unas tinieblas inescrutables.
Una noche cualquiera, buscando un buen lugar donde dormir, se internó sin querer en la calle del Cartucho, donde decenas de basureros y recicladores descansaban al lado de sus carretas de madera. Fogatas encendidas aquí y allá producían un juego de luces y sombras en medio de un aire enrarecido. Siluetas humanas con plásticos y cobijas sobre los hombros cambiaban a veces de sitio buscando un rincón más acogedor. Sintió que llegaba a otro planeta habitado por una raza desconocida. No se atrevió en un principio a pasar la noche allí por miedo a ser rechazado y prefirió buscar una construcción abandonada en las callejuelas cercanas. Caminó unos metros y entró en una casa vieja y en apariencia vacía donde se acumulaban desperdicios de la plaza de mercado de la Carrera Once. Cruzando el patio se tropezó con una serie de compartimentos en serie, como calabozos sin barrotes alineados en la hondura de un muro. Se acercó y detalló a unos individuos en cuclillas, con los pantalones abajo, defecando y fumando compulsivamente, una tras otra, varias papeletas de bazuco amontonadas en el piso. El olor de la droga se mezclaba con el olor a orina, materias fecales recientes y basuras regadas entre los escombros. Dio media vuelta y volvió a la calle del Cartucho. Colocó unos cartones sobre una tira de plástico, alejado unos cuarenta metros de los demás, e hizo allí su precaria guarida. Ésa fue su primera noche cerca de la tribu.
Con el paso del tiempo Sinisterra fue percibiendo en su interior una necesidad de grupo, de colectividad. Bien fuera por el mero placer de tener con quien hablar y compartir, o por la sensación, cada vez mayor, de buscar refugio y protección, o por ambos, lo cierto era que pertenecer a un clan de individuos semejantes, con los mismos sufrimientos y carencias, lo reconfortaba y le impedía extraviarse en sus fantasmas y tormentos. Esa fue la razón por la cual construyó su carro de madera con ayuda de dos basureros que le demostraron una cierta solidaridad e ingresó a la comunidad de recolectores de basura del Cartucho.
La familiaridad con la basura lo puso en contacto con un mundo desconocido: lo perecedero, lo efímero, lo que una sociedad usa y desecha para ir en busca de nuevos objetos para usar. El círculo vicioso de los apegos y los consumos se le fue revelando con mayor claridad en la medida en que escrutaba y aventuraba entre los ahora viejos elementos inservibles. Al ver pedazos rotos de muñecos, bracitos y piernas de plástico que aparecían a veces entre papeles y residuos de metal, no podía no pensar en la caducidad de sus miembros y su carne, en el destino que le esperaba a su cuerpo. Las reflexiones sobre la muerte se le fueron haciendo familiares. Preguntó a sus compañeros si les ocurrían estados de ánimo similares y ellos asintieron contándole anécdotas y circunstancias en las cuales, inevitablemente, iban surgiendo esas ideas. Una tarde leyó en un fragmento de periódico una noticia breve que le llamó la atención. Decía así:
El lunes 29 de mayo, a las once y cincuenta minutos, la mitad de Almacenes El Rey fue destruida por una contundente explosión. Catorce personas murieron y siete quedaron gravemente heridas. La radio dijo en la tarde que el número total de heridos superaba los veinticinco. Los bomberos tuvieron que hacerle frente a un fuego tenaz y perseverante por más de dos horas.
Mientras tanto, la camioneta de la policía identificada con el número 1204, que patrullaba la zona distraídamente, fue avisada de un atraco a mano armada al Banco Social por parte de un individuo vestido de payaso. La persona que telefoneó no se identificó. Aseguró que se trataba del mismo hombre que había puesto la bomba en el famoso almacén capitalino. El hombre fue alcanzado a cuatro cuadras de allí, y en el momento en que intentó una fuga desesperada los policías lo acribillaron sin piedad. El maletín que portaba, en cuya parte exterior se podía leer una inscripción que decía ReCrear-Payasos Profesionales, fue abierto más tarde en la Estación Cuarenta de Policía. En él se encontraron tres millones de pesos, un revólver de juguete y un libro de chistes para niños.
Guardó el recorte y lo releía de cuando en vez, identificándose misteriosamente con el protagonista de la noticia, el bandido-payaso que terminaba con el cuerpo agujereado. De esta forma coleccionó diversos artículos o noticias que le impresionaban, convencido de que esta práctica lo iba a llevar a la recuperación total de su memoria. La lectura le murmuraba a veces imágenes de esa vida que con tanto anhelo deseaba recobrar. A la luz de las fogatas nocturnas se recostaba en su carro de madera y leía y leía intentando capturar esa identidad que el pasado le había arrebatado. Una cosa sorprendía a sus compañeros y era que Sinisterra tenía conocimiento de un vocabulario amplio y educado. Cuando uno de ellos necesitaba explicaciones sobre el significado de una palabra, acudía a él. Sinisterra no comprendía muy bien el mecanismo por medio del cual recordaba esos significados, pero siempre terminaba dando ejemplos, sinónimos y comparaciones adecuadas sobre un sustantivo o un adverbio. Sus compañeros cercanos, que conocían de su amnesia, urdieron la hipótesis de una vida pasada llena de lujos, buenos colegios, reuniones sociales y viajes al exterior. Se divertían imaginando situaciones o posibilidades: hijo de un banquero prestante al que sin duda habían presionado mediante su secuestro para exigir una cuantiosa suma de dinero, o familiar de un diplomático extranjero que había sufrido un accidente, o el nieto consentido de una viuda rica que había recibido un golpe en la cabeza, quedando por ahí a merced de los delincuentes y al amparo de los transeúntes. Sinisterra se sonreía cuando escuchaba las historias de sus amigos y les agradecía su empeño en colaborar en la búsqueda de esa persona que se había ido de su interior. Lo cierto era que el Ministro, como lo habían bautizado en el Cartucho, vivía escindido. Uno era el lenguaje que usaba para hablar, contaminado de una jerga incomprensible para alguien que no perteneciera al medio, y otro el lenguaje que reservaba para sus lecturas. Así, al lado de expresiones como «boletiarse», «parcero» o «chichipato», convivían en su cerebro palabras como «acrimonia», «prístino» o «coadyuvar». Sin darse cuenta, en esa división coexistían, milagrosamente, su pasado y su presente.
Uno de los recortes de periódico se convirtió en su texto preferido y solía releerlo dos o tres veces por semana, sin que por ello se perdiera la placidez y la belleza de la primera lectura. Se trataba de un texto breve de un prosista japonés que firmaba como Yusén Tendó, cuyo ritmo lo impactaba y lo sobrecogía, y que había sido publicado en un aparte de una sección cultural. Cuando estaba solo lo leía en voz alta para apropiarse mejor de la ondulación de esas imágenes que lo hundían en un vértigo de delectación y serenidad. El siguiente era el texto:
EL MERCADER Y LOS PORTALES
Oscuramente escondidos en los entretiempos dé un viaje silencioso y sin sentido, los portales yacen como estatuas del pasado a las cuales se ha dejado sin nombre y muestran su imponencia a través de los plintos y las espiras que aguardan la mirada cómplice de un caminante perdido. Han quedado allí, solos, y no saben de las sonrisas que habitan en la Costa de Marfil, de las promesas de Burundi, de la pálida piel de las muchachas de Birmania o de los adolescentes que entregan su virginidad en las sórdidas playas de Ghana. Ellos, los solitarios, los inamovibles, ignoran que el mundo teje acontecimientos más esporádicos y más poderosos que los sueños del mármol. Desconocen también el trabajo asombroso de los herreros nocturnos, las palabras que pronuncian los joyeros en las bodegas clandestinas de Nueva Delhi, la luz incandescente que sorprende a los amantes en los cuartos de alquiler y el aroma exquisito que dejan los kiwis, los marabúes, las avutardas y los tragones cuando recién aparecen las primeras pisadas del atardecer. Los portales no saben que el tiempo, como un hilo de invisibles efectos, escribe infatigable el devenir de los hombres y sus vanas esperanzas.
Él, después de haber recorrido las singulares costumbres de los países donde la niebla se estanca meses enteros en las praderas y donde el viento murmura secretos en los desiertos, se sentaba junto a ellos a vender sus telas y sus bebedizos, esperando que la rueda interminable de la multitud se detuviera un instante y que alguien, tal vez tembloroso y dubitativo, se acercara a comprarle uno de los objetos que constituían su mágica mercadería. A veces llovía y entonces se arrodillaba junto a las columnas para protegerse del sonido vertiginoso que producía el agua al caer sobre las gárgolas de metal y de granate. No eran buenas tardes aquéllas. La lluvia traía a su memoria legiones de recuerdos y aunque los portales se inclinaban para darle su abrigo, no alcanzaban sin embargo a soportar el peso de su nostalgia y la terrible lucidez que se extendía a lo largo de sus dolencias. Entonces se levantaba, reunía en una sola escarcela su mísero negocio y, comenzaba a caminar hacia los puertos, donde la lluvia no maltrata las visiones del pasado. Así, en esas tardes de continuas evocaciones, los portales quedaban allá, en la ciudad, como dioses extraviados bajo las cúpulas de los templos.
Ahora la sirena del barco suena por última vez y la multitud se reúne en el muelle para despedir a los viajeros. El mercader, de pie sobre la proa y con las manos colocadas sobre la amurada de estribor, levanta meditabundo la mirada y contempla los portales con gratitud. Sabe que algo de él se queda entre ellos y que nadie podrá descifrar jamás los ilegibles secretos que habitan en sus materiales milenarios.
Aparte de esos fugaces destellos que en ocasiones llegaban a su memoria en medio de la lectura, Sinisterra seguía padeciendo una amnesia que no daba signos de disminuir o desaparecer. Necesitaba de otros estímulos que pusieran en movimiento esa máquina de remembranzas y evocaciones que se empeñaba en permanecer atrofiada. Esos estímulos llegaron la noche de un viernes, cerca de la una de la madrugada.
La calle del Cartucho estaba en calma. Dos o tres fogatas continuaban encendidas débilmente. La mayoría de los recicladores dormía. Sólo unos pocos, reunidos en pequeños grupos y conversando en voz baja, bebían aguardiente o fumaban marihuana. Una camioneta con vidrios oscuros se detuvo al final de la calle. Los que aún estaban despiertos quedaron suspendidos, con los ojos clavados en las placas oficiales del auto, y de inmediato reaccionaron: alertaron a gritos a los que descansaban o dormían, corrieron entre cuerpos y carros de madera despertando a los que seguían sumidos en un sueño profundo y emprendieron la escapada por la parte de arriba del callejón. Cuatro individuos fuertemente armados descendieron de la camioneta y comenzaron a disparar sobre los que no habían alcanzado a huir o a protegerse. Disparaban a izquierda y derecha, apuntando a cualquier individuo, mujer u hombre, que emergiera de las sombras, como si se tratara de un juego de tiro al blanco donde triunfa aquel que más cuerpos derribe. Sinisterra, agazapado dentro de su carro de madera, contuvo la respiración y permaneció inmóvil. No dio señales de vida hasta que sintió a los hombres retroceder. Los disparos habían cesado e imaginó que los asesinos ya se encontrarían de regreso en el automóvil que los esperaba. Era un cálculo errado. Se irguió y justo cuando asomaba la cabeza y el pecho se tropezó frente a frente con el último de los hombres que, cubriendo a sus amigos con una metralleta, caminaba hacia atrás mirando a ambos lados para evitar sorpresas. Sinisterra y él se miraron un segundo a los ojos, aterrados, embrujado cada uno en la imagen del otro, y Sinisterra esperó que el hombre lo encañonara y disparara. Pero González no pudo hacerlo. Detrás de la barba y el aspecto primitivo que tenía enfrente, reconoció las facciones y la mirada amable y cordial de su antiguo jefe. Sinisterra, por su parte, recordó de pronto y violentamente todo su pasado. Fue como una tormeta, como una catástrofe cerebral que lo obligó a cogerse la cabeza con ambas manos. Sintió que llegaba al mundo por segunda vez, que nacía de nuevo en medio del asombro, la sorpresa y el miedo.
González bajó la metralleta, dio media vuelta y corrió hasta alcanzar la camioneta que lo aguardaba con el motor encendido.
Sinisterra se recostó en el interior de su carro de madera y tomó aire a grandes bocanadas, como si temiera ahogarse o perder el sentido. Se tranquilizó y después de unos minutos logró por fin esbozar una primera sonrisa. Sí, era cierto que su historia le parecía una pesadilla, una macabra fábula impregnada de dolor y sufrimiento. Pero había recobrado la memoria, ahora sabía quién era y por qué se encontraba en ese lugar, y eso le producía una inmensa alegría.
Media hora más tarde comenzaron a volver los recicladores que habían eludido la matanza. Contaron los muertos y los arrumaron contra una pared para enterrarlos al día siguiente. Sinisterra colaboró en el transporte de los cadáveres y en apaciguar los ánimos de dos mujeres sobrevivientes que continuaban bajo el efecto de un shock nervioso. Sus compañeros se le acercaban y le decían: «Te salvaste de milagro, Ministro», o «A qué santo te encomendaste, hermano», y le reiteraban su aprecio con un abrazo o un apretón de manos. Eran gestos rápidos, poco solemnes, pero auténticos y significativos. Al fin y al cabo esa era su gente ahora, su familia, lo único que tenía, y no le parecía poca cosa.
Dejó decantar unos días los sentimientos encontrados que lo embargaban. Quería tomar decisiones tranquilo, sin apresurarse. Sabía que un error podía costarle, esta vez sí, la vida. No se escaparía dos veces de las garras de la Secta. Pensó, ideó, imaginó, hizo y deshizo proyectos hasta que diseñó un plan que lo dejó satisfecho. Y decidió descansar y reunir a la mañana siguiente a los principales líderes del Cartucho. Se hizo cerca a una de las fogatas para disfrutar del calor, acercó un radio viejo que había conseguido semanas atrás y sintonizó el programa del negro Urrutia. Venía soñando con escucharlo de nuevo desde la noche de la matanza. Eso también hacía parte de su vida recobrada y conformaba un recuerdo agradable y divertido. Reconoció en seguida la voz del «vampiro insomne».
El programa se refería a la proliferación de grupos satánicos. Le gustaba la forma como el negro Urrutia descubría la otra Bogotá, la mágica e insólita ciudad de la mentalidad popular, no la urbe de los centros comerciales del norte que imitaba las costumbres estadounidenses.
Sinisterra apagó el radio con una sonrisa dibujada en los labios y se dio media vuelta para dormir.
Los acontecimientos de los días siguientes se presentaron rápidos, acumulándose unos tras otros sin darle tiempo a grandes reflexiones ni prolongados análisis. Tuvo que vivir atropelladamente, pasando de una acción a otra con agilidad y prontitud. De eso se trataba: había llegado el momento de actuar y de prepararse para sobrevivir. No permitiría que la Secta, en unión con los organismos de seguridad, los asesinaran a él y a sus amigos como a perros callejeros.
Reunió a los jefes principales del Cartucho y les propuso armarse. Si ellos estaban de acuerdo él haría los contactos con células de guerrilla urbana y conseguiría metralletas y revólveres para contraatacar en caso de una nueva «limpieza». Los líderes aceptaron con la condición de que no se presentaran venganzas aisladas o retaliaciones que sólo generarían más persecuciones y mayor violencia. Las armas se tendrían y se utilizarían sólo en estricta y legítima defensa. Era una condición lúcida y sensata.
Sinisterra se contactó con dirigentes guerrilleros de las FARC (Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia) y del ELN (Ejército de Liberación Nacional), y les expuso la situación de los recicladores del Cartucho. Estaban inermes e indefensos ante la voluntad de exterminio por parte del Estado. Si la guerrilla se fijaba en ellos, tendrían en el centro de la ciudad un brazo armado que podía ser utilizado oportunamente. Explicó que la posición del Cartucho era estratégica por su cercanía a las distintas edificaciones del Gobierno. Los movimientos insurgentes no fueron indiferentes a sus ideas y le dijeron que se pondrían en contacto con él.
En efecto, dos días más tarde un joven lo buscó y le indicó un hotel en San Victorino. «Es un extranjero. El hombre les entregará las armas que necesiten» murmuró en voz baja el muchacho. Sinisterra volvió a reunir a los jefes y decidieron pasar a recoger las armas en tres cuadrillas diferentes, con distancia de quince minutos entre cada una. Así se hizo. El hombre del hotel, un israelita que apenas entendía el castellano, bajaba a un garaje revólveres, pistolas, metralletas y municiones en pequeñas cajas que los recicladores camuflaban al fondo de sus carros entre plásticos y cartones sucios. La operación se cumplió sin tropiezos.
Sinisterra se encargó del entrenamiento militar de lo que se llamó el «escuadrón por la vida», constituido por recicladores jóvenes y arriesgados cuya misión era proteger las vidas del resto de sus compañeros en caso de un nuevo intento de matanza. Sinisterra sabía que González dudaría, se arrepentiría, tendría remordimientos de conciencia, pero al fin pactaría y les informaría a los de la Secta que él, Leonardo Sinisterra, estaba con vida, y no era conveniente dejar un testigo de semejantes dimensiones suelto y con posibilidades de convertirse en un peligroso enemigo. González era el típico escalador, el hombre que sueña con alcanzar mejores posiciones gracias a sus méritos y a su constancia y tenacidad. Siempre había sido débil de carácter, sumiso, obediente y temeroso de rebelarse en contra de un sistema que, tarde o temprano, trabajaría para él y para su comodidad personal. Pero esta vez se llevaría una sorpresa. Él, Sinisterra, no se quedaría esperando en el papel de cordero sacrificial. Si González quería una felicitación por parte de sus superiores, un ascenso y un aumento de sueldo, no sería a costa suya, pegándole un tiro en la nuca para ir después en busca de un reconocimiento y una gratificación. Esta vez le iba a costar más trabajo y tendría que arriesgar el pellejo.
Cuando el «escuadrón por la vida» estaba entrenado y sabía las instrucciones de memoria, Sinisterra se acercó una tarde a la guarida de Zelia. Revisó primero los alrededores y notó que el viejo caserón donde funcionaba la iglesia no estaba vigilado ni acordonado por detectives disfrazados de vendedores ambulantes o parroquianos bonachones.
Zelia no podía creer la historia que Sinisterra le estaba contando. Se preguntó si el antiguo detective no sería ahora un mitómano nervioso y audaz que inventaba aventuras, creyéndoselas él mismo. Mas fue el tono de su voz y su mirada cálida y amigable lo que finalmente terminó convenciéndola de la autenticidad del relato de su viejo amigo.
—Te lo he contado no para que me compadezcas, o para que me regreses el dinero que doné para tu Iglesia. Quiero darte la dirección de Isabel. Escríbele, Zelia, por favor, y explícale lo sucedido. Dile que yo la sigo amando y que si salgo con vida de ésta, la buscaré para rehacer mi vida a su lado. No te pido más. ¿Me harás ese favor?
—Claro, Leo, ni más faltaba.
—Gracias.
—¿No quieres que pase por tu departamento y revise cómo están las cosas?
—Lo deben tener vigilado. Ellos saben que no tengo familia. Sería el primer lugar donde yo aparecería en caso de recobrar algo de cordura.
—Mejor me quedo quieta. No vaya a ser que la cojan con nosotros.
—Aquí está la dirección de Isabel. ¿Me juras que le vas a escribir la verdad tal y como yo te la he contado hoy?
—Te lo juro.
—Una cosa más. ¿Qué signo era la última víctima?
—Sagitario.
—O sea que se cumplió el círculo.
—Así parece.
—Gracias de nuevo Zelia. Adiós.
—Adiós Leo.
La entrevista con Zelia lo había tranquilizado. Necesitaba en lo más íntimo de sus afectos que Isabel supiera la razón de su ausencia y que no había dejado de amarla ni de anhelarla a su lado, No le importaba morir en su enfrentamiento con la gente de la Secta, siempre y cuando Isabel estuviera enterada de la fuerza y la dignidad de su pasión por ella. Cumplido ese deber, su única preocupación era repeler con éxito el siguiente ataque de González y sus hombres. Por eso revisó mil veces las azoteas del sector donde había colocado dos francotiradores de las seis de la tarde a las seis de la mañana; repitió hasta el cansancio el plan de cerrar los posibles puntos de salida del automóvil en el que llegarían los asesinos; les advirtió por enésima vez a los dos individuos que estaban a la entrada del callejón que era preciso disparar apenas se bajaran del auto para impedir, en la medida de lo posible, que ellos alcanzaran a matar siquiera una persona. Estaba nervioso, tenía que reconocerlo. Quería que la emboscada saliera perfecta y que ninguno de los matones escapara con vida. La defensa estaba preparada y tuvo que contenerse, calmarse y esperar que los criminales aparecieran. Aunque exteriormente aparentara paciencia y tranquilidad, por dentro vivía alerta, atento, con los sentidos despiertos y pendiente de la más mínima irregularidad, Seguía cumpliendo con su trabajo, pero tenía el arma cargada y sin seguro en un costado de su carro de madera, lista para sacarla en caso de urgencia. Llegaba a las cinco de la tarde al callejón y alistaba a los hombres, las armas, los escondites y volvía a repetir las órdenes para cada individuo, Así vivió durante semanas, como un animal al acecho, hasta que una noche, a las dos de la madrugada, se escuchó el ruido de un motor.
Cogió el revólver en seguida y gritó a las mujeres y los niños, que dormían en la parte alta del callejón, que doblaran la esquina y se refugiaran. Miró hacia arriba y vio a los francotiradores en posición. Corrió entonces por uno de los callejones laterales y dio la vuelta para impedir la fuga de la camioneta que había llegado. Todo sucedió en cuestión de segundos. Cuatro hombres con chaquetas de cuero bajaron con las metralletas listas y no alcanzaron a dar dos pasos cuando fueron recibidos, a ambos lados de la camioneta, por ráfagas de fusil y ametralladora. Al mismo tiempo los dos francotiradores, desde arriba, dispararon sobre los neumáticos y los reventaron. El chofer intentó dar reversa y escapar, pero Sinisterra, ágil como un gato, apareció por la parte de atrás y se lanzó cerca de la ventanilla del conductor y le descerrajó un tiro en la cabeza. El plan se había cumplido a la perfección. Los tipos no habían podido disparar ni una vez sus armas. El factor sorpresa había sido definitivo.
Sinisterra se concentró en los cadáveres. Como lo esperaba, González estaba entre ellos. Los recogió con dos de sus hombres de confianza, los introdujo en la parte de atrás de la camioneta y arrastraron el carro con los cuerpos adentro tres calles más abajo, cerca de la Avenida Caracas. Allí los dejaron, como si fueran muñecos de trapo escupiendo sangre por la boca. Antes de regresar, para asegurarse, Sinisterra les disparó en la nuca uno por uno, con frialdad, sin sentir odio ni compasión. No pensaba dejar testigos, eso era todo.
La noticia de los policías asesinados cobardemente en el centro de la ciudad fue registrada en diarios y noticieros de televisión. El DAS (Departamento Administrativo de Seguridad) y los servicios especiales de inteligencia dijeron que ya tenían pistas y que semejante crimen no quedaría en la impunidad. Le pidieron a la ciudadanía solidaridad y apoyo porque, según ellos, lo que estaba en juego era la solidez de las instituciones de defensa del Estado. La acción fue considerada un atentado a la Nación y una vergüenza más que empañaba la conciencia de los colombianos. Fueron entrevistados políticos de conducta moral intachable, hubo debates públicos sobre la situación de violencia en el país y la Iglesia emitió un comunicado en el que condenaba el salvaje asesinato de unos servidores públicos que habían muerto en el fiel cumplimiento de su deber.
La verdad es que Sinisterra no había contemplado las dimensiones de un posible escándalo. La Secta había capitalizado el golpe y lo había convertido en un punto a su favor. Ahora tenían licencia para exterminar y destruir a cualquiera que se pusiera en su camino. Sus sospechas se vieron confirmadas por la fuerte represión que empezó a imperar en la ciudad. No obstante, Sinisterra sabía que una masacre generalizada se acercaba. No se contentarían hasta regresar el golpe. La muerte de El Apóstol en la Cárcel Modelo de Bogotá fue un aviso claro y concluyente. Le cortaron el cuello mientras dormía y los periódicos expusieron la hipótesis de venganzas entre mafias dentro de la prisión. Lo cierto era que se trataba de una advertencia y Sinisterra entendió que la Secta ya estaba enterada de su protagonismo en el Cartucho. No le preocupaba tanto su seguridad personal como la muerte inútil de recicladores inocentes. Convocó de nuevo a los jefes y les explicó la situación. Se decidió que los ancianos y varias de las familias se trasladaran a la Ciudadela de Cartón, un barrio de basureros que funcionaba en un potrero en las afueras de la ciudad. Era una medida preventiva. Los hombres solos, sin mujer ni hijos, se quedarían y continuarían trabajando normalmente. Decidieron también que se reforzaría el grupo de defensa y se doblaría la guardia de doce a veinticuatro horas.
Los organismos de segundad estaban al tanto de cualquier movimiento que se presentara en el Cartucho y los cambios ejecutados no pasaron desapercibidos En consecuencia, no atacaron el Cartucho, que era prácticamente un fortín. Llegaron una noche a la Ciudadela de Cartón en cinco camionetas blindadas y masacraron familia desarmadas de recicladores. Dispararon a quemarropa sobre niños y mujeres, quemaron las míseras viviendas que encontraron a su paso y al término de la orgía de sangre y destrucción buscaron un poco de diversión, amputaron dedos y orejas de las víctimas en medio de chistes carcajadas. Sobrevivieron siete personas de cincuenta y cuatro que conformaban el grupo de base. Los medios de comunicación emitieron una nota breve y fugaz sobre ajusticiamientos entre bandas del crimen organizado en el sur de la ciudad.
En el entierro de las víctimas en fosas comunes del Cementerio del Sur, los jefes del Cartucho le pidieron a Sinisterra que se retirara de la colectividad de recicladores. Habían enterrado las armas y preferían volver a su situación anterior. Sinisterra entendió lo que le estaban solicitando y no se ofendió por ello. Antes bien, le pareció sensato y comprensible dado el punto al que había llegado el enfrentamiento. Había sido un iluso y un irresponsable. Promover una lucha de vagabundos y desharrapados en contra de instituciones militares estatales era un completo disparate. Ese mismo día cogió las dos o tres cosas que poseía, hizo una mochila que se echó al hombro y se despidió de la tribu No sabía qué iba a hacer ni dónde iba a vivir Era seguro que la Secta se enteraría de su partida y al menos por un tiempo, dejaría en paz a la gente del Cartucho.
Caminó hasta el Parque Nacional y cuando llegó la noche tendió un plástico sobre uno de los bancos de cemento y se recostó a descansar. Extrajo de la mochila su viejo radio de pilas y sintonizó el programa del negro Urrutia. Necesitaba dejar de pensar en armas y en matanzas. Colocó el radio cerca de su oído, dejó el revólver entre la mochila, cargado y a la mano, se recogió en posición fetal buscando un poco de calor e intentó concentrarse en las voces que llegaban a él a través del aparato.
—… parece mentira y sucedió de esa manera.
—Gracias por llamar. Estimados radioescuchas, acaba de llegar al estudio el profesor Wilson Echeverry, experto profesional en terapia regresiva, hipnosis y vidas anteriores. Es para mí un orgullo contar con la colaboración de un médico tan prestigioso en el programa. Buenas noches, doctor.
—Buenas noches a todos los oyentes.
—Tengo entendido que usted estudió medicina y se especializó en psiquiatría.
—Me gradué de médico, sí, y luego viajé a los Estados Unidos, a Austin, donde estudié psiquiatría.
—Regresó al país, creo, y dirigió un hospital psiquiátrico por lapso de dos años. ¿Estoy en lo cierto?
—Así es. Estuve a cargo de este hospital rural e intenté mejorar las condiciones de vida de los enfermos, pero la realidad destruyó los altos objetivos que me había propuesto.
—¿Por qué habla de esa manera, doctor? ¿Tan mala fue la experiencia?
—La experiencia fue doble. Por un lado, lo que corresponde al hospital propiamente dicho (los enfermos y la gente que trabajaba allí día y noche sólo en busca de alcanzar unos ideales médicos para servir a un país que tanto lo necesita) fue una experiencia extraordinaria que me hizo mejor como ser humano. Cuando digo mejor me refiero a que me convertí en una persona más solidaria, más comprensiva, más dada a compartir con los otros. Como bien se sabe, la educación de un médico tiende hacia la insensibilidad, hacia la lejanía con respecto al paciente. Yo aprendí a ir perdiendo esa distancia… Por otro lado tenía que administrar una institución del Estado. Esa fue la dosis de infierno. Me tropecé con la burocracia estatal, con los políticos oportunistas y con los innumerables funcionarios corruptos que atracan el erario público en detrimento de las clases necesitadas. Eso no lo soporté y me vi en la imperiosa obligación de renunciar. Como puede suponer, el hospital siguió en déficit, cada día más pobre y miserable, hasta que, según me enteré hace unos meses, lo cerraron del todo. Ahora es una edificación ruinosa inundada de insectos y ratones.
—Parece una metáfora del país.
—Usted lo ha dicho.
—Escucha uno tantas veces la misma historia…
—Lo grave es que he terminado por creer que el poder de los corruptos es invencible en este país. Aunque luchemos y multipliquemos nuestros esfuerzos, siempre estarán ahí, reproduciéndose como las ratas.
—Doctor, qué panorama… Cambiemos de tema para no amargarnos la noche. Dígame, ¿cuándo comenzó a sospechar que lo de las vidas anteriores se perfilaba como un asunto que había que tomar en serio?
—Hace cinco años experimenté con terapia regresiva y, en dos o tres casos, mis pacientes no se remontaban a circunstancias vividas, digamos, durante la adolescencia o la niñez, sino a décadas remotas en las cuales ellos poseían otro rostro, otra clase social, en fin, otra vida diferente. Una situación muy difícil de manejar.
—¿Por qué doctor?
—Iba en contravía de lo enunciado por la comunidad científica internacional. Tenía que elegir entre mantener mi reputación como psiquiatra serio y responsable, o lanzarme a investigar las evidencias de un mundo extraño y fascinante.
—Optó por lo segundo.
—Por supuesto, considero que ése era mi deber.
—Doctor, ¿por qué no nos cuenta cuáles fueron sus primeros casos de regresiones a vidas pasadas?
—La primera vez me sucedió con un paciente hombre, de unos cuarenta años. Tenía complicaciones en sus relaciones sentimentales y yo quería precisar las circunstancias exactas en las cuales este individuo había sufrido por primera vez un abandono afectivo. A lo largo de las consultas fue muy difícil delimitarlo y por eso decidí acudir a la hipnosis. En la primera sesión le dije que se remontara a ese instante en particular, cuando él se había sentido solo, abandonado, huérfano afectivamente. Y ocurrió lo inesperado: el paciente comenzó a hablar de una calle de París a finales del siglo XIX. Narraba la arquitectura, los vestidos, las costumbres, la situación política y una infinidad de detalles más. Me sorprendió que los nombres en francés los pronunciaba sin acento, como si fuera su lengua natal. Fue impresionante. Yo no sabía qué hacer.
—No estaba contemplado en sus planes.
—Claro que no.
—¿No había leído nada al respecto?
—Jamás. Yo sólo leía casos reseñados en publicaciones académicas, y algo similar era considerado como superchería o simplemente tema de religiones orientales.
—Volviendo al caso de su paciente, ¿por qué se remontó a una calle parisina en esa época en particular? ¿Qué fue lo que vio allí?
—Era una escena que respondía a la pregunta que yo le había formulado. Un hombre joven atendía en su lecho de muerte a su amada, enferma de tuberculosis. El hombre era un pintor menor, miembro del grupo de pintores impresionistas que intentaban cambiar la técnica y el concepto de belleza de la pintura europea de esos años. Su obra giraba en torno a una serie de retratos que él había hecho de una obrera llamada Marie Duval. El rostro y el cuerpo de esta mujer lo habían obsesionado hasta el punto de retratarla en un sinnúmero de posiciones, en lugares internos y externos, y en cada una de las horas del día. Esa obsesión se convirtió muy pronto en un amor desmesurado, en una pasión incontenible. Ahora ella moría en sus brazos, dejándolo vacío y sin deseos de vivir. El recuerdo perturbaba su vida actual y la influía subterráneamente, sin que él fuera consciente de ello.
—Qué interesante, doctor. ¿El paciente al fin se curó?
—Yo decidí llevar los recuerdos al plano consciente y hay una especie de tranquilidad, de reposo cuando sabemos que la muerte no es el fin de todo, sino un paso más, un elemento en el proceso. Reconocer en la muerte un tránsito hacia otro estado genera un gran alivio. Mejoran de inmediato nuestras relaciones con el entorno.
—¿Recuerda usted otro caso en especial entre los muchos que han llegado a su consultorio?
—Tengo predilección por la historia de una joven que llegó a mi buscando explicación a una obsesión que la estaba llevando a la locura. La fijación que la atormentaba consistía en un placer desmesurado al estar cerca a un cadáver, no importaba si el cadáver era de un hombre o de una mujer. La fijación la llevó a entrar en cementerios y en funerarias, siempre buscando la cercanía con los cuerpos de los difuntos. Investigué primero si se trataba de una necrofilia. No. Parecía una obsesión que venía de un recuerdo muy antiguo que ella no podía recordar conscientemente, y que no obstante estaba ahí, trabajando por debajo, muy adentro. Le propuse que intentáramos con hipnosis y ella aceptó. La conduje a través de la adolescencia y la niñez hasta llegar a los recuerdos más remotos. No encontré nada relevante. Entonces dejé la orden abierta y le dije que se remontara al día exacto en el cual el cuerpo humano en forma de cadáver se le había revelado como un elemento encantador y atractivo. Ella comenzó a visualizar una sesión en un cementerio en el año 1510. Cinco discípulos escuchaban a su maestro disertar sobre los misterios del cuerpo humano. El anciano, con un ataúd abierto frente a sí, señalaba con una vara músculos y miembros, como si se encontrara en un salón de clase a plena luz del día. En las siguientes sesiones con mi paciente comenzamos a descubrir una historia maravillosa. Ella siempre se veía en esas reuniones clandestinas como la única mujer, lo que indicaba que seguía existiendo una afinidad de sexo entre su vida de ahora y su vida en la primera década del siglo dieciséis. En efecto, ella era la única discípula mujer que tenía el viejo maestro, quien, aparte de sus lecciones de anatomía, enseñaba también a su alumna pintura y escultura. Ese hombre era nada menos que Leonardo da Vinci pocos años antes de su muerte. En las sesiones con mi paciente me enteré de cómo caminaba Leonardo, de su forma de vestir, de su humor, de sus ataques de melancolía. Ella evocaba esas imágenes con el amor de un estudiante que ve en su maestro un ejemplo de sabiduría y equilibrio intelectual. Fue para mí una experiencia inolvidable.
—Como en el caso anterior, ¿ella mejoró?
—De ahí en adelante supo el origen de su obsesión, se tranquilizó y su vida se normalizó. Ahora me dice que en los entierros no puede evitar una sonrisa. Los recuerdos de su vida pasada son para ella, claro, agradables y plácidos.
—Doctor Echeverry, ¿hay problema si nuestros oyentes llaman y conversan con usted brevemente?
—Será un placer.
—Unos mensajes comerciales y enseguida recibiremos las llamadas…
Sinisterra apagó el radio y se sentó con los sentidos alerta. Cogió el revólver y miró hacia los costados del parque intentando hallar en las sombras el origen de los ruidos que acababa de escuchar. Dos siluetas parecían esconderse detrás de los arbustos. Se agachó y rodeó con precaución la zona verde donde había visto las dos siluetas. Sabía que podía tratarse de vagabundos como él. Algo le decía que no, que se trataba del primer acercamiento de la Secta luego de los sucesos del Cartucho. Lo tenían vigilado y habían esperado hasta tenerlo así, desprotegido y sin la ayuda de sus compañeros. Sus reflexiones se confirmaron al ser recibido con dos disparos que, por fortuna, pasaron de largo sin herirlo. Abrió fuego sobre las siluetas y, por los gemidos y los gritos de dolor, supo que había dado en el blanco. Se acercó con cautela y vio los dos cuerpos en el piso. Recogió las armas, las introdujo en la mochila y salió del parque intuyendo que era perseguido. No veía a nadie, no escuchaba ruidos cerca de sí, pero una especie de olfato, de sexto sentido animal le indicaba que estaba siendo vigilado y que la muerte de los dos sabuesos no quedaría sin venganza. Corrió por las calles sin detenerse a confirmar sus sospechas, cruzó avenidas y barrios residenciales, pequeños parques y zonas públicas hasta que, rendido de cansancio, se detuvo en un callejón mal iluminado. Tomó aire y miró hacia atrás. Nada. Pensó que los había perdido y que habían sido incapaces de seguir su correría caótica y desordenada. Se sentó en una pared de ladrillo que protegía un modesto jardín de una casa de familia. Entonces escuchó el ruido del motor de un automóvil que se acercaba. Intentó huir hacia el lado opuesto pero un ruido similar lo detuvo. Lo tenían cercado. Había llegado el ajuste de cuentas por parte de la Secta. No tenía cómo escapar. El ruido de ambos vehículos se acercaba. Sintió su respiración agitada y un sudor frío le humedeció la frente y las sienes. No quería morir masacrado de esa manera. Se arrodilló, cargó su revólver y revisó las dos armas que les había sustraído a los hombres del parque. Por lo menos, se dijo, era necesario morir con una mínima dignidad.
Misteriosamente, su mirada se detuvo en una circunferencia que tenía justo frente a sí, a dos pasos de distancia. El círculo en medio del pavimento parecía contemplarlo como si fuera un inmenso ojo metálico que quisiera comunicarle un mensaje secreto. Reaccionó con rapidez y abrió la alcantarilla con la ayuda de los cañones de las armas que acababa de revisar. Una escalerilla de acero se perdía en la profundidad de un agujero inescrutable. No lo pensó dos veces, agarró la mochila y las armas, colocó la tapa metálica en su sitio y descendió por la escalerilla, tanteando a cada paso para reconocer la llegada a piso firme. Arriba se escuchaba una algarabía confusa, gritos de mando y voces de alerta. Por fin su pie derecho tocó una superficie de cemento. Muy cerca, tal vez a un metro de distancia, había una corriente de aguas negras. Lo supo por el sonido del empuje de las aguas y por el olor fétido y nauseabundo que enrarecía la atmósfera del lugar. Caminó pegado a la pared, siguiendo el curso del agua que tenía junto a sí. Sus ojos se fueron acostumbrando a la oscuridad y pudo divisar el diseño de los conductos a diez o doce metros de distancia. Las luces nocturnas de la ciudad se filtraban a través de los estrechos huecos de las tapas de las alcantarillas, iluminando los subterráneos con ráfagas de una claridad que permitía detallar hasta las mínimas formas de los recintos. Caminó durante media hora a través de las bóvedas y los túneles, y se encontró de nuevo una escalerilla que ascendía verticalmente. Acomodó la mochila y escaló en busca de un aire limpio que ya le hacía falta en medio del hedor y la descomposición que se extendía a lo largo de las catacumbas. Empujó la tapa de la alcantarilla hacia arriba y no alcanzó a elevarla siquiera unos centímetros cuando perdió el equilibrio y se precipitó hacia abajo, golpeándose en la caída contra las paredes laterales y las estructuras de metal que servían de soporte a la vieja escalerilla. Sintió el duro choque contra el piso, perdió el aire y todo desapareció de improviso. Recobró el sentido a los pocos segundos y notó que no podía incorporarse. Se había roto la pierna derecha, el hombro izquierdo lo tenía desencajado y el brazo derecho lo tenía destrozado a la altura del codo y de la muñeca. Miró hacia arriba con la esperanza de que la tapa de la alcantarilla hubiera quedado al menos desplazada de su posición inicial, pero el movimiento no había sido suficiente como para impulsarla hacia uno de los lados. Aun así gritó, pidió ayuda con la ilusión de que alguien allá arriba escuchara sus demandas de auxilio y lo rescatara de las profundidades. Fue en vano. Se acercó a la escalerilla con el anhelo de poder ascender por tramos, con largas paradas entre un escalón y otro, pero era imposible: el dolor lo doblegaba y el cuerpo no le respondía.
Leonardo Sinisterra estuvo así, tirado en un rincón de las criptas del subsuelo de la ciudad, durante muchos días con sus noches. Tuvo accesos de pánico, lloró y suplicó un final menos aterrador y más decoroso. El hambre y la sed lo debilitaron hasta convertirlo en un cuerpo inmóvil con la mirada fija en el vacío. En sus últimos accesos de lucidez pensó en Isabel, en cuánto le hubiera gustado compartir a su lado una vida de amor y de amistad. La veía sonriente, soltándose el cabello en un atardecer rojizo acariciado por una brisa suave y delicada. Después las alucinaciones y el embrutecimiento le impidieron pensar o imaginar razonablemente. La muerte le llegó como una bendición, como un soplo de alivio que lo liberaba de una existencia que se había convertido en una pesada carga cuyo desenlace era en realidad una humillación y una tortura. Vio una luz blanca que se acercaba a él y lo cobijaba con candor y ternura. Cerró los ojos y se dejó colmar por esa luminosidad plácida y maternal.