La noche de su liberación del manicomio, trastornado y bajo los efectos de una pequeña dosis de marihuana, Sinisterra bajó del barrio La Candelaria hacia la Plaza de Bolívar, por el céntrico sector colonial de Bogotá. Hacía frío y llovía sobre el centro de la ciudad. Las luces amarillas de las viejas casonas se reflejaban en los charcos de agua de las estrechas calles, produciendo una atmósfera extraña y fantasmal. Melenudo, barbado y cabizbajo, Sinisterra caminaba sin saber adonde se dirigía ni por qué, más por la necesidad animal de calentar el cuerpo para soportar los rigores del clima que con el propósito concreto de llegar a algún lugar. Así cruzó la Plaza de Bolívar y bajó por la Calle Once hasta la zona comercial de la Carrera Décima. El olor a comida lo hizo acercarse a una lonchería y comenzó a salivar frente a una mujer que asaba hamburguesas y chorizos detrás de un cristal que la protegía de la calle. Como un perro hambriento Sinisterra ingresó al local y se abalanzó sobre las carnes y los panes colocados en el mostrador. No alcanzó a engullir completa la primera hamburguesa cuando un fuerte golpe en la nuca le hizo perder el conocimiento.

Despertó en la calle, en el andén, con un punzante dolor de cabeza. Un hombrecillo calvo y rechoncho, armado con un garrote, vociferaba insultos desde el interior de la cafetería. Al principio el dolor de cabeza le impidió levantarse. Luego de unos minutos, poco a poco, logró incorporarse y apoyar una mano en la pared para sostenerse. Entonces un hombre que lo observaba fijamente se acercó y le habló con amabilidad.

—Déjeme ayudarlo.

Lo cogió del brazo y lo condujo despacio hasta una pequeña tienda que quedaba volteando la esquina, sobre la Carrera Décima.

—Siéntese aquí y espéreme.

El hombre saludó a la dueña y habló unos instantes con ella señalando a Sinisterra. La mujer asintió y puso sobre un plato unas rodajas de salchichón, pan, papas fritas y una gaseosa. El hombre puso el plato frente a Sinisterra.

—Vamos hombre, coma algo.

Sinisterra tragó atropelladamente sin levantar la cabeza del plato. El hombre volvió a dirigirse a la mujer y regresó a la mesa con una botella de aguardiente.

—Hace frío, un trago no nos viene mal.

Bebió de un sorbo la copa de aguardiente y la llenó de nuevo sin mirar a Sinisterra, quien continuaba concentrado en el plato de comida.

—¿Sabe una cosa?, usted y yo nos parecemos en algo.

—…

—Yo también estoy solo, abandonado, sin familia.

—…

—Por eso cuando lo vi ahí, en el piso, recién golpeado, sentí que yo era usted.

—…

—¿Comprende lo que le digo?

—…

—Yo sé que usted me entiende aunque no me pueda responder.

—…

—Yo era usted, yo estaba allá, al otro lado, y necesitaba ayuda.

—…

—Lo que hice fue darme una mano a mí mismo.

—…

—Me he recogido y me he brindado un plato de comida.

—…

Sinisterra terminó de comer y se quedó inmóvil mirando la mesa. Ocasionalmente levantaba los ojos, observaba al hombre cara a cara y bajaba de nuevo la cabeza. El hombre, por su parte, llenaba las dos copas, bebía de la suya y luego de la que correspondía a Sinisterra, y volvía a servir.

—Por fin tengo la posibilidad de ayudarme.

—…

—Me encontré y no me pienso abandonar.

—…

—Muchas veces he presentido este encuentro. Regreso a mi casa y, de pronto, intuyo que estoy cerca, por ahí arrojado en un rincón, y que necesito ayuda.

—…

—Pero no doy conmigo. Busco y busco por las calles cercanas pero ninguno de los vagabundos con los que tropiezo soy yo.

—…

—Hoy fue distinto.

—…

—No me estaba buscando. Sólo lo vi a los ojos y me reconocí en su mirada. Supe enseguida que era yo.

—…

—Es la primera vez que el encuentro sucede conmigo de este lado.

—…

—Sí, amigo, como lo oye. Ya nos hemos encontrado antes, pero usted acá y yo allá, del otro lado, alucinado, atrapado en La Zona.

El hombre seguía sirviendo y bebiendo en las dos copas. La botella había sido consumida hasta la mitad. Sinisterra miró la calle y su mirada se perdió en los pequeños juegos de luces del agua estancada en el pavimento.

—De ese lado se sufre más, lo sé.

—…

—Uno intenta salir y no puede.

—…

—La Zona es poderosa e intensa. Irresistible e impredecible.

—…

—La primera vez que entré demoré una semana en salir. Me encontraron unos vecinos debajo de un puente, cerca a mi casa.

—…

—Fue horrible, amigo. Uno piensa al principio que lo más difícil es soportar la alucinación y el desconcierto, la incapacidad de llegar a la realidad. No. Lo más difícil es volver, aguantar, seguir viviendo después como si nada.

—…

—Lo peor es que uno entra sin darse cuenta, al voltear una esquina o al mirarse en el espejo en la mañana.

—…

—La Zona está en cualquier parte, ronda la ciudad sin que lo sepamos.

—…

—Es inquietante, amigo.

Sinisterra levantó los ojos y miró el pedazo de cielo que se alcanzaba a divisar desde su asiento. Había cesado de llover. Sólo se escuchaba el tráfico trepidante de la Carrera Décima.

—La Zona nos domina, nos arrastra…

—…

—Si ya hemos entrado en ella, estamos perdidos… No somos dueños de nosotros mismos…

—…

—Muchos no pueden salir y permanecen allí el resto de sus vidas.

—…

—Uno queda atrapado y cuesta trabajo regresar.

El hombre sirvió las últimas dos copas. Su voz se oía ahora gangosa y distante, y sus ojos, inyectados en sangre, se movían torpemente de un lado a otro.

—La segunda vez que entré fue peor.

—…

—Iba caminando por la calle, en una noche como ésta, cuando el mareo me…

La mujer de la tienda se acercó a la mesa, recogió el plato y la botella de gaseosa, miró a contraluz la botella de aguardiente, la recogió también con las dos copas, y por último depositó un papel sobre la mesa con una cifra garabateada a lápiz.

—La cuenta. Voy a cerrar.

—No me haga esto…

—Lo siento, tengo que cerrar.

—Cómo así…

—Ya es hora.

—No joda…

El hombre sacó la billetera a regañadientes, esculcó entre unos pocos billetes, eligió dos de ellos y los depositó sobre el pedazo de papel.

—Gracias.

Hubo un silencio largo. La mujer se fue hacia el mostrador.

El hombre miró a Sinisterra a los ojos y alcanzó a susurrar:

—Y vi el fin de la ciudad, amigo, una especie de cataclismo que derrumbaba edificaciones y abría zanjas enormes en las avenidas…

No alcanzó a terminar. Se desplomó sobre la mesa y quedó enterrado en un sueño profundo.

Sinisterra salió a la calle como un autómata y comenzó a caminar. El tráfico y la multitud habían disminuido. Vagos, pordioseros, gamines y recicladores de basura empezaban a tomarse las calles y los andenes. Caminó una cuadra y media y se detuvo frente a un cafetín que permanecía abierto. Dos jóvenes, seguramente universitarios por los libros y los cuadernos que estaban sobre sus rodillas, discutían sentados a una mesa que daba a la calle. Estaban tomando cerveza y, de vez en cuando, entre sorbo y sorbo, cogían de una cesta que estaba frente a ellos una arepa, un poco de papas fritas, un pedazo de morcilla. Sinisterra se ubicó cerca, pero en la parte de afuera, en el andén, y se concentró en la comida y en las botellas de cerveza. Seguía hambriento y lo peor era que una sed implacable lo obligaba a menudo a pasarse la lengua por la comisura de los labios.

—Este país va para una revolución, estoy seguro. La gente ya no aguanta más.

—No es tan fácil.

—Los ricos no quieren perder sus privilegios y el pueblo ya no aguanta más. Esto es una olla a presión. En cualquier momento nos estalla en las manos.

—Yo no digo que el país vaya bien, lo que me molesta es el esquema de análisis de la gente que se llama de izquierda.

—No, pues, se me volvió fascista el hombre.

—No sea simplista.

—Uno está de un lado o del otro, no hay más.

—Eso es reduccionismo.

—A ver el intelectual, ¿cómo ve entonces usted la vaina?

—No me pida ahora que le explique mi posición en una frase.

—Hágale, no le dé miedo.

—Mire, la mutación social, sobre todo en las grandes ciudades, ha producido desplazamientos y metamorfosis que ya no se pueden abarcar con los esquemas tradicionales: lucha de clases, rico-pobre, injusticia social… En la política ha ocurrido algo similar. Hace treinta años nuestros padres eran liberales, conservadores o de izquierda. Pero esos nombres, conservador o liberal, son insuficientes para explicar el fenómeno político contemporáneo, donde aparecen movimientos fuertes como los partidos homosexuales, los partidos ecologistas o los partidos religiosos. ¿Sí o no?

—Qué le digo…

—Entonces, desde los esquemas tradicionales, un homosexual ecologista, ¿es conservador o liberal? Una lesbiana mística, ¿es liberal o de izquierda? Regina 11, la hechicera espiritista con gran respaldo popular que llegó hasta el Senado de la República, ¿es de izquierda o de derecha?

—Eh…

—Las preguntas no se pueden responder porque subrayan es la incapacidad de los esquemas tradicionales para abarcar una nueva realidad.

—No sé…

Sinisterra se recostó contra la pared que tenía cerca y siguió mirando la comida y las cervezas como una bestia a punto de lanzarse sobre su presa.

—Socialmente es igual, los esquemas tradicionales no son suficientes para explicar lo que está sucediendo: empresarios y financistas prósperos que en la noche son travestís y salen en busca de amores efímeros, niños adinerados que suelen amanecerse en los caserones de los cordones de miseria de Bogotá fumando bazuco…

—Pero es que usted ve todo tan raro…

—Entonces, un travesti místico con cuenta en Miami, ¿es un burgués opresor o un proletario oprimido? Un abogado con apartamento en el norte de Bogotá, en el mejor sector, que sin embargo tres días a la semana amanece en los expendios de bazuco del sur de la ciudad, en el peor sector, en medio de sus propios excrementos después de fumar hasta la saciedad papeletas de bazuco, ¿es un arribista despreciable que vive en la riqueza y la comodidad, o un drogadicto miserable víctima del sistema?

—Para serle sincero…

—Ni una cosa ni la otra. Lo que ha ocurrido es que la realidad es móvil, fluctuante, y los esquemas fijos, inmóviles. No podemos hablar de una dinámica desde una estática.

Sinisterra no aguantó más. Se arrojó sobre la mesa, bebió atragantado lo que quedaba en las botellas, tomó la comida que estaba en la cesta y, antes de cualquier reprimenda por parte de los jóvenes o de los dueños del local, emprendió una carrera loca y desordenada por el andén oriental de la Carrera Décima. Llegó hasta la venta de artesanías del Pasaje Rivas, dio media vuelta y se acurrucó al fondo de un callejón estrecho. Allí, agazapado como un roedor, comenzó a devorar las pocas viandas que acababa de robar.

Unos minutos después, masticando aún el último bocado de comida, regresó a la Carrera Décima. Caminó, esta vez por la acera occidental, en línea recta hacia el norte. Cruzó la Avenida Jiménez, sintiendo a cada paso cómo un viento frío y helado que bajaba de las montañas cortaba su piel y le invadía de hielo los pulmones, maltratándole también la boca y la garganta. En la Calle Dieciocho unas mujeres paradas frente a unos ruinosos hoteles de mala reputación le silbaron y le gritaron algunas obscenidades. Sinisterra bajó por esa calle sin saber por qué, trastornado, en busca de algo que ni siquiera sospechaba, mirando sin observar, oyendo sin escuchar. Atravesó el grupo de prostitutas que fumaba marihuana en la esquina de la Carrera Once y entró de lleno en la cuadra de burdeles y bares malolientes que llegaba hasta la Carrera Trece. Mujeres gordas y delgadas, viejas y jóvenes, paradas en las entradas o sentadas en escalinatas que conducían a habitaciones miserables en segundos o terceros pisos, conversaban o fumaban tristemente con la mirada depositada en la nada. Sinisterra llegó a la Avenida Caracas sin llamar la atención, como un vagabundo más extraviado en la noche bogotana, y volteó a la derecha. Al llegar a la Calle Veinte un grupo de travestís que había tomado posesión de toda la esquina, incluida la acera norte, le impidió el paso. No tuvo problema. Saltó el separador de la avenida, caminó hasta la estación de gasolina de la Calle Veintidós, y bajó hacia el occidente, con las montañas a su espalda. Una prostituta joven, casi una niña, se asustó al verlo acercarse. Sinisterra la miró a los ojos y sintió un escalofrío que le recorrió la espalda y los brazos. Un relámpago de lucidez invadió por un instante su cerebro, y al fondo, escondido y difuso entre las tinieblas de su memoria atrofiada, divisó un rostro de mujer que había amado. La expresión de la muchacha lo condujo, en fracciones de segundo, a una vida pasada y remota que no podía recordar. Pero fue sólo eso: una experiencia fugaz e inatrapable. Siguió su camino unas cuadras más abajo y volteó a la derecha, en pleno corazón del barrio Santa Fe, recorriendo palmo a palmo las viejas casas aristocráticas convertidas en talleres de mecánica, burdeles baratos y expendios de comida, hasta llegar a la larga pared blanca que delimita el costado sur del Cementerio Central.

Se detuvo frente a la puerta metálica y divisó del otro lado los corredores de tumbas y los panteones de las familias adineradas de Bogotá. Y de pronto, sin entender lo que sucedía, comenzó a perder movilidad en sus brazos y en sus piernas. Su cuerpo ingresó poco a poco en una realidad de goma, en una atmósfera gelatinosa que lo obligaba a moverse con torpeza e ineptitud. Se agarró con fuerza de las varillas de hierro de la puerta del cementerio y sacudió la cabeza como para despejar el aturdimiento que lo embargaba. No pudo. La sensación se hizo cada vez más poderosa y lo obligó a colocar las rodillas sobre el piso de cemento. De lejos Sinisterra daba la impresión de un penitente que procuraba entablar algún diálogo con las almas de sus muertos. Entonces, de forma misteriosa, su cerebro le trajo las frases del hombre de la tienda.

La Zona es poderosa e intensa. Irresistible e impredecible.

Lo peor es que uno entra sin darse cuenta, al voltear una esquina o al mirarse en el espejo en la mañana.

La Zona está en cualquier parte, ronda la ciudad sin que lo sepamos.

Si ya hemos entrado en ella, estamos perdidos… No somos dueños de nosotros mismos…

En efecto, había perdido el dominio de sí y el cuerpo no le respondía. Agarrado a las varillas metálicas como si de ese gesto dependiera su salvación, abrió los ojos y levantó el rostro hacia el cielo. Y las nubes se abrieron de par en par dejando ver, entre luces rojizas y anaranjadas, cuatro animales gigantescos en la inmensidad del firmamento. El primer animal era un león grande y fuerte, con la melena agitada y los ojos incandescentes; el segundo era un becerro pequeño y nervioso, que corría en busca de un poco de protección; el tercer animal tenía cara de hombre y se arrastraba sobre sus dos pies en forma repugnante; y el cuarto era un ave gigantesca que parecía un águila extendiendo sus alas como símbolo de poder y seguridad. Y después vientos enérgicos e imponentes soplaron de los cuatro puntos cardinales. Y cuatro jinetes montaban cuatro caballos que galopaban a través del viento: el primero era un caballo blanco como la nieve, el segundo era amarillo, el tercero era bermejo, brioso y feroz, y el cuarto era de un color negro oscuro que se confundía con la profundidad de la noche. Y en eso se escuchó una voz que profetizaba catástrofes y cataclismos. Sinisterra cerró los ojos y los volvió a abrir. Vio entonces un ángel que ordenaba a otros ángeles la destrucción del mundo, y lo escuchó también advertirles a sus subordinados:

—No hagáis mal a la tierra, ni al mar ni a los árboles, hasta tanto que pongamos la señal en la frente a los siervos de nuestro Dios.

Sinisterra soltó la verja del cementerio y cayó rendido al suelo. Tomó aire como si fuera a asfixiarse, cerró los ojos y los abrió despacio, con temor, siempre de cara al cielo. Y he aquí lo que vio: plagas de langostas y escorpiones destrozaban cosechas y campos sembrados, y entraban a las ciudades arrasando lo que encontraban a su paso. Y enfermedades desconocidas martirizaban a los hombres hasta dejarlos ciegos, paralíticos, sordos o lisiados. Pestes que los hacían arrastrarse por el piso como si fueran lagartos agonizantes, y que igual atacaban a hombres, mujeres, niños y ancianos. Y por todas partes se escuchaba el clamor de las oraciones y las plegarias pidiendo perdón y misericordia, y tales súplicas no eran escuchadas. Sinisterra lo supo porque enseguida vio un terremoto que derrumbaba edificios y abría calles y avenidas, produciendo pánico y desesperación en aquellos sobrevivientes que intentaban a toda costa escapar del caos y la destrucción. Cadáveres mutilados y miembros sangrantes regados entre los escombros invadían los rincones de todas las ciudades del planeta.

Sinisterra no quiso ver más. Se volteó, cerró los ojos y se arrastró con la ayuda de sus manos, intentando salir de esa pesadilla abominable. Unos metros más adelante se detuvo y se cogió la cabeza con las dos manos. No abrió los ojos y se quedó allí, boca abajo, respirando el aroma de un césped cercano.

Un reciclador que recorría el lugar con su carro de madera divisó el cuerpo de Sinisterra arrojado en el andén, y presintió, por el pelo enmarañado, la barba y las ropas en desorden, que era uno de los suyos. Se acercó con prudencia.

—Hermano, ¿se siente bien?

—…

Se agachó y removió con suavidad el hombro derecho de Sinisterra.

—Eh, hermano, ¿está bien?

—…

Le dio la vuelta y le levantó los párpados con un gesto casi cariñoso.

—Hermanito, usted lo que está es más trabado que un costal de anzuelos.

—…

—Espere le traigo un poco de aguapanela.

El hombre fue hasta el carro de madera, tomó una cantimplora y regresó al lado de Sinisterra. Le colocó una mano debajo de la nuca para levantarle la cabeza y le dio de beber como si se tratase de un herido en un campo de batalla. Sinisterra bebió a grandes sorbos de la cantimplora y reaccionó a medias a lo que estaba sucediendo a su alrededor. El hombre se irguió con una sonrisa.

—Tengo que irme… Ya va a amanecer y no he recogido nada…

—…

—Y cuidado con los verdes, hermanito… Donde lo vean así se lo cargan a la comisaría…

—…

El hombre siguió su camino, husmeando en las canecas y en las bolsas de basura depositadas junto a los postes de la luz.

Se escuchaba el canto matutino de los pájaros. Sinisterra se recostó contra la pared del cementerio y se dejó llevar por un sueño que contenía muchas horas de fatiga.