Ahora vienes a dar conmigo, hermano, hecho una mierda, jodido, y me toca a mí contar esta parte de tu historia. Yo, que no tengo pretensiones de artista ni escritor, que no soy más que un hombrecito desocupado con un destino miserable. Pero me esforzaré, hermano, haré lo mejor que pueda para que el lector sienta la presencia de tu desgracia.
Llegas a un manicomio en las afueras de la ciudad y te encierran en una celda con una pequeña ventana que te permite divisar a lo lejos el cielo y las montañas. Una vez al día te bajan a un salón subterráneo y te someten a sesiones de electrochoques. Te inyectan también, cada mañana, un líquido amarillo que desconoces. Comienzas a perder memoria, no sabes qué día es, dónde estás, cuánto tiempo llevas en ese lugar. Te dejan suelto con los demás enfermos en el patio y te pasas las horas por ahí, de un lado para el otro, recostado contra un muro tomando sol o acurrucado en un rincón mirando el vacío. Tenaz, hermano. La figura que comienzas a coger da miedo. El pelo largo y despeinado, la barba sin afeitar, la mirada alucinada y los gestos animales que te acompañan indican el largo viaje en el que te encuentras. Sólo comes una vez al día. Estás flaco y continuamente cansado. Así pasa el tiempo. Ya no son necesarios ni los electrochoques ni el líquido amarillo. Nadie se preocupa por ti. Te dejan suelto en el día, caminando por el patio en busca de los rayos del sol.
Eso desde afuera, hermano, porque desde adentro la cosa es más jodida. Al principio veías escenas de tu infancia: la calle donde te la pasabas jugando con los vecinos, tu pupitre en el colegio, las galletas que preparaba la abuela los domingos, el aburrimiento en la clase de matemáticas de la señorita Córdoba en cuarto de primaria, en fin, cosas así que te iban llegando como bombardeos, como si estuvieras contemplando un álbum de tu infancia y tuvieras la oportunidad de adentrarte en cada una de las fotografías. Luego pasaste a un recuerdo de tus quince años en el que te demoraste días enteros, atrapado en él como si no pudieras salir de esa película que era tu vida misma.
Tenías quince años y te habías citado con Álvarez, tu mejor amigo del colegio, para ir a una calle de putas y divertirse un rato. Ninguno de los dos había ido nunca. Álvarez llegó puntual a la cita. Se había puesto un saco de su padre que lo hacía ver mayor. Contaron el dinero que habían ahorrado con tanto esfuerzo. Cogieron el bus haciéndose chistes mutuamente y soñando cada uno por su cuenta la hembrita que dentro de poco tendría entre sus brazos. Chévere, me gusta verte en ese recuerdo, a medio camino entre la adolescencia y la primera juventud, al lado de Álvarez, que era un amigo de ésos que sólo se tienen en esa edad. Siempre he sentido un gran respeto por la camaradería juvenil, por esa especie de hermandad que se forma entre los cachorros de una manada. Es una edad bacana, en la que ya está en juego todo lo que será la edad adulta. Y tú y Álvarez parecen intuirlo, porque en medio de las risas y los empujones se quedan por segundos serios, contemplativos, como si supieran sin saberlo que están en un momento crucial de la vida.
Se bajan en la esquina de la Calle Sexta y entran al putiadero más vistoso, con carteles luminosos en la fachada. Se sientan a la barra y piden media botella de brandy, serios, montándola de duros. Las hembritas pasan a su lado en vestido de baño, en ropa interior o minifaldas o vestiditos ajustados. Tetas y culos a un metro de distancia, al alcance de la mano. Qué felicidad, hermano. Uno con quince años ahí, con la verga parada, comiéndoselas a todas mentalmente. Ahora tú, Leo, comprendes la expresión «del putas», claro, que significa estar en el paraíso. Porque es una expresión adolescente y para un adolescente el paraíso es un putiadero.
Las hembritas se ríen y les coquetean cuando pasan. Álvarez le pone el ojo a una sardina monita, con cara de niña buena y bondadosa. Le ofrece un trago, charlan y se ríen, y de un momento a otro lo coge de la mano y lo lleva a la pista a bailar con ella. Álvarez no puede quitarse de la boca una sonrisa de plenitud, sabe que el lunes llegará al colegio y tendrá a los del equipo de fútbol muertos de la envidia escuchándolo. Tú, mientras tanto, miras a las parejas bailar, un poco ido, englobado, sin saber muy bien qué hacer. La voz que te llega desde atrás te coge desprevenido y con la guardia abajo.
—¿Me invitas un trago?
Ojos negros, boca carnosa, diecisiete o dieciocho años, acento de la Costa Atlántica. Te parece mentira que te esté hablando a ti.
—Sí, claro…
—¿Cómo te llamas?
—Leonardo… ¿Y tú?
—Yuly.
—¿De dónde eres?
—De La Guajira.
—Se te nota.
—¿Por qué?
—No sé, la forma de hablar, el físico.
—¿El físico?
—Sí, el color de tu piel, los ojos…
—¿Tú eres de aquí?
—Sí, de Bogotá.
—Cachaco.
—Qué vaina…
—¿Estás estudiando?
—Estoy en quinto bachillerato. Termino el próximo año —mientes con frescura, creyéndote tú mismo lo que dices.
—Yo sólo hice hasta tercero.
Yuly se voltea y su cabellera produce un giro inquietante y vistoso. Las candongas grandes y plateadas la hacen ver aún más hermosa. Sigue conversando contigo tranquila y descomplicada, como si fueran viejos amigos.
—¿Tienes novia?
—¿Yo?… No.
—¿Tenías?
—Terminamos.
—¿Y eso?
—La familia de ella se mudó para Medellín y tuvo que irse con ellos.
Las mentiras te fluyen con una naturalidad que no habías experimentado. Inventas una vida a cada segundo, sobre la marcha, sin saber por qué.
—Tú, ¿tienes novio?
—Cómo se te ocurre… Con este trabajo…
—No le veo nada de malo.
—Eso dices… No tendrías una novia aquí.
—Según…
—Según qué…
—Si nos quisiéramos mucho…
—Si la quisieras no le permitirías acostarse con otros por dinero.
—Cambiemos de tema.
—¿Por qué?
—No tiene sentido que hablemos así. Nos amargamos el rato.
¿Quieres bailar?
—Bueno, vamos.
Yuly se te pega al cuerpo lentamente, como acoplándose, como haciéndose una parte de ti. Recuesta su cabeza en tu hombro y sientes su melena abundante acariciándote la mejilla. Te concentras en mantener el ritmo de tus pies. Te preocupa que ella se dé cuenta de que no eres diestro en esto del baile. La pieza se termina. La coges de la mano y regresas a la barra. Álvarez no deja de sonreír abrazado a la hembrita que lo acompaña y te pregunta con el rostro radiante.
—Entonces qué, Leíto, ¿nos hacemos los cuatro en una mesa?
—Listo —respondes con seguridad.
Piden una botella de brandy y el mesero los ubica en un rincón, cerca a la pista de baile. Te separas de la mesa para poder hablar con Yuly sin que los demás escuchen.
—¿Cuánto tiempo llevas aquí?
—Cinco meses.
—¿Te va bien?
—Pues ahí.
—¿Vives sola?
—Compartimos un apartamento en Kennedy con otras dos compañeras. Qué es esto, ¿un interrogatorio?
—Curiosidad… ¿De qué más habla uno en este lugar?
—Pues de nosotros… ¿Cómo te caigo?
—Tú sabes…
—No, no sé.
—Me gustas mucho. Eres dulce, me recuerdas a mi mejor amiga en el colegio.
—¿De verdad?
—Sí, de verdad.
—¿Y no quieres entrar conmigo?
La pregunta que temías aparece por fin. Sabes que no eres capaz de confesarle tu virginidad: la vergüenza te impediría actuar con decisión. Pero por otro lado Yuly te excita como nadie hasta ahora lo había hecho. Su sonrisa, su mirada coqueta, su acento costeño que parece una caricia te embriagan y te producen pensamientos lujuriosos, escenas sexuales que cruzan tu cabeza como fotografías salidas de una revista pornográfica barata. Decides lanzarte al abismo y dejarte iniciar por esta mujercita que te mira sin dejar de sonreír.
—¿Cuánto cobras?
—Dos mil y la pieza.
—¿Cuánto es la pieza?
—Trescientos pesos.
Te quedan tres mil pesos. Justo.
—Listo. Entremos.
Ella te coge de la mano y te conduce al fondo, donde están las habitaciones. Cierra la puerta —después de haber hablado con una portera que le entrega un condón y medio rollo de papel higiénico—, te da un beso en la boca y comienza a desvestirse. Te desvistes tú también y le acaricias las tetas grandes y paradas, el sexo peludo y voluminoso, el culo grande y protuberante. No te la habías imaginado así de buena, tan hembra, tan mujer. Ella te quita los calzoncillos y te coloca el condón. Se recuesta, te abre las piernas y separa los brazos esperando que te inclines sobre su cuerpo. Así lo haces y ella misma te coge y te ayuda a meterlo con suavidad. Le agradeces en silencio esa ayuda y te mueves con lentitud mientras la besas y le dices, palabras cariñosas al oído. Estás feliz, hermano. Es tu primera vez. Te sientes al fin un hombre completo.
De pronto Yuly te abraza más fuerte, te agarra del pelo con las manos temblorosas y estalla en un llanto ahogado. Detienes el movimiento de tus caderas y ya vas a retirarte cuando ella te dice:
—No, no lo saques.
—¿Qué te pasa?
—Hacía tiempo que nadie me trataba con tanta ternura. Siento que me estoy enamorando de ti… Ven, amor, síguelo haciendo…
Yuly mueve sus caderas rítmicamente y tú sientes en el fondo de tu cuerpo esa cadencia amorosa, como sí las olas del mar llegaran hasta ciertas orillas de tu carne y volvieran a regresarse. No puedes contenerte más tiempo y te derramas abrazándote al cuerpo de Yuly con potencia, con ganas, disfrutando las oleadas de placer que te recorren la espalda.
Esperas unos minutos con tu cara rozando la cara de Yuly, te levantas, te quitas el condón y lo arrojas en el pequeño bote de basura del baño. Te lavas la cara y regresas al lado de ella. Yuly comienza a hablar en voz baja mientras te acaricia las piernas con delicadeza.
—No sé qué me pasó… Me siento tan sola y deprimida en esta ciudad. A veces se me ocurre lanzarme debajo de un bus o algo así. Tú no sabes lo que es estar en este agujero.
—Me imagino.
—No, no te imaginas. No puedes. Cada noche lo mismo: el ruido, el trago, los hombres encima tuyo como bestias, el maltrato, el desprecio… Empiezas a sentirte sucia, te bañas varias veces al día, lloras cuando ves una muchacha sana por ahí con su novio… Para qué te aburro…
—No seas tonta, cuéntame…
—Para qué…
—Me gusta que te desahogues conmigo.
—Después te largas como todos, vuelves a tu vida decente, te olvidas y ya está.
—No seas tan dura.
—Yo soy una cosa pasajera en tu vida. Una diversión y un motivo de vergüenza…
—No seas así.
—¿Quieres que me encariñe contigo, que te tenga confianza y que sueñe con tus besos?… ¿Para qué?… Para después quedar tirada con una desilusión más en la vida. No, prefiero quedarme así como estoy.
—Lo siento… Mejor me voy…
Te vistes en silencio, triste por la atmósfera que se respira en la habitación, pero feliz también por haber logrado tu primera experiencia sexual. Esas dos impresiones contrarias te desconciertan y no sabes cómo manejarlas. Terminas de vestirte y te volteas para despedirte. Y es ahí cuando ves la escena que te destroza, que nunca podrás olvidar. Yuly se ha acercado a la única ventana que tiene la alcoba y, de pie, desnuda, con el rostro pegado al vidrio y los brazos abiertos, como recién crucificada, gime y se ahoga en pequeños ataques de llanto. Te quedas quieto, hermano, paralizado, marcado a tus quince años por esta escena de dolor humano que siempre llevarás dentro de ti como una marca, como un tatuaje imborrable de la miseria humana.
Es en este recuerdo que te quedas atrapado días enteros, revisándolo, buscando en él algo que se te debió pasar y que seguramente determinó muchas de las acciones de tu vida. Una y otra vez vuelves a él y sientes en esa imagen de Yuly (atravesada por la luz nocturna de la ciudad) el abandono, la orfandad, la profunda incomunicación de esta mujercita que se putea para sobrevivir. Duro, hermano. Has sido iniciado no sólo en la sexualidad, sino en la crueldad de la vida que insiste en golpear a aquellos que ya, de hecho, nacen pisoteados y descuartizados.
Continúas desplazándote por tu pasado sin reconocer tu presente. No sabes que estás en un manicomio y no sabes ni el día ni el año. Sólo viajas y Viajas hacia atrás.
El siguiente recuerdo en el que te detienes es una cita con Irma, la primera mujer de la que te enamoraste. Te encuentras con ella en la Plaza de Bolívar y caminan juntos cogidos de la mano hasta una cafetería donde suelen reunirse. Irma va alegre, se nota contenta y entusiasta. Piden ambos un café y una tajada de pastel. Ella inicia la conversación.
—Leo, necesito hablar en serio contigo.
—Cómo así…
—Pues mira, yo he pensado mucho y nosotros ya nos conocemos bastante. Es hora de definir nuestra situación, ¿no te parece?
—¿Me estás hablando de casarnos?
—No necesariamente. Podemos irnos a vivir juntos y vamos probando.
En ese instante la actitud de Irma te cabrea, te inunda por dentro de rabia e indignación. Sientes que te están amarrando, que te colocan alrededor cercas y muros para impedir tu escapada. Te comprendo, hermano. Todas son iguales: administran su vagina como un negocio que tarde o temprano les dará la seguridad soñada, la estabilidad económica y una imagen social provechosa. Las hembritas, viejo, que te convierten en un certificado de depósito a término fijo, con intereses incluidos. Pero bueno, aquí no importa lo que piense un anónimo desempleado callejero como yo, sino lo que te pasa a ti. Te quedas callado, mirando el mostrador de la cafetería.
—¿Qué te pasa?
—Nada…
—¿Estás de mal genio?
—No. No es eso…
—¿Entonces?
—Nada, estoy pensando…
—¿Pensando qué?
—En lo que me acabas de decir.
—¿Y?
—No sé… No es una decisión fácil.
—¿Tienes dudas sobre mí?
—No es eso, Irma.
—Carajo, ¿entonces qué es?
Y ahí lo decides. Listo, a la mierda, que se joda, que se vaya con su cuento de ama de casa para otra parte. Es cierto que la has querido con sinceridad, pero ahora, de un momento a otro, ya no sientes nada, ni siquiera compasión. Sólo quieres que se marche y que te deje en paz.
—Leo, mírame a la cara. ¿Qué diablos te pasa?
—Tengo otra mujer.
—¿Qué?
—La conocí hace poco. Hemos salido un par de veces y me siento bien con ella.
—¿Por qué no me habías dicho?
—Iba a hacerlo en estos días.
—¿Te acostaste con ella?
—No importa.
—A mí sí me importa… Contéstame.
—No… Casi…
—¿La quieres?
—Siento por ella… Sí.
—No hay más que hablar. No me vuelvas a llamar ni me busques. No quiero saber nada de ti.
Irma sale a la calle y la ves irse por el andén oriental de la Carrera Séptima. No te afecta haber mentido ni la partida de Irma así, ofendida y avergonzada. Es otra cosa lo que sientes por dentro: una señal, un aviso, la intuición de que estás hecho para vivir solo. Te has reconocido como un hombre que disfruta y goza el estar solo. Hay personas que están diseñadas para vivir en pareja. Muy bien, que lo hagan. Pero tú, por ejemplo, acabas de descubrir que te gusta la compañía sólo cuando es ocasional, cuando la alternas con tus ratos de exilio y lejanía. La conversación obligatoria cada día y la presencia constante de otro ser no las soportarías. La sola idea te repugna.
Finalmente te quedas suspendido en varios recuerdos mezclados de tu relación con Isabel. La primera noche que te acostaste con ella, la tarde que lloró en tu hombro la muerte de su madre, el día en que abortó de común acuerdo contigo en un consultorio frío e impersonal de Chapinero, la madrugada en que viste amanecer sobre los cerros de Bogotá abrazado a su cuerpo y le explicaste que te gustaba vivir solo, que nunca te casarías, y ella te respondió: «No importa, vivimos en sitios separados». Cómo la quisiste entonces, qué deseos los que tuviste de agradecerle esa comprensión, ese respeto, esa ausencia de recriminaciones. Y ahora la ves despidiéndose de ti en el aeropuerto y sientes caer por tus mejillas sus lágrimas, y vuelven a confundirse otra vez tus recuerdos de ella como si fueran películas diversas proyectadas en una misma pantalla.
Después de los recuerdos entremezclados de Isabel te quedas en un limbo que se va prolongando indefinidamente. Estás amnésico, hermano, eres cualquiera, la nada te está ganando la batalla. Duermes en la celda asignada, comes una vez al día como un autómata, sin saborear, sin reconocer los alimentos, y tu único aseo es la ducha semanal con desinfectante ordenada por la administración del manicomio. Eres otro. Si tuvieras la oportunidad de verte en un espejo y compararte con tu imagen anterior, no te reconocerías. El pelo largo y sucio, las ojeras profundas, las arrugas ligeras que surcan tu rostro producto de una inanición implacable, la larga barba en desorden y los dientes carcomidos y amarillos te convierten en la acostumbrada imagen de un demente citadino. Los feos te mandaron al otro lado de la línea, viejo, y de allí no es fácil el retorno.
Una noche te sacan de la celda, te cambian de ropa, te introducen en la misma camioneta en que llegaste y dos horas más tarde te dejan tirado en el Parque de los Periodistas, en la parte alta del centro de la ciudad, muy cerca de las montañas. Al principio te quedas sentado en un banco como un maniquí en una vitrina nocturna, mirando a los transeúntes pasar. Pero el frío te obliga a moverte. Caminas hacia el sur, introduciéndote en el antiguo barrio colonial de La Candelaria con las manos en las axilas para protegerlas del aire húmedo y helado. En una pequeña plazoleta tropiezas con cuatro jóvenes reunidos alrededor de una grabadora. Te hacen gestos de que te acerques. Lo haces y, sin decirte nada, te pasan un cigarrillo. Fumas reconociendo allá en el fondo, en una memoria somática inconsciente, el placer de esa acción. Con una diferencia, viejo. Lo que te acaban de dar no es tabaco, sino bareta, un barillo de esperancita laverde, pura cannabis punto rojo cultivada en la Sierra Nevada de Santa Marta. Qué envidia. La plaza de pronto adquiere una tonalidad impresionante, matices de diversos colores van y vienen por entre las formas arquitectónicas y conforman figuras fantasmagóricas. La música de la grabadora entra en tu cuerpo y viaja por tus venas iluminándolas como si fueran tubos de neón. Es una lástima que no tengas ni idea de qué es lo que estás escuchando. Se trata de la reina, hermano: Janis Joplin cantando Piece of my heart. No puedes evitarlo y te recuestas en la pared buscando un punto de apoyo para no caer. Si estos mancitos supieran que están torciendo un tira que ahora tiene un tornillo suelto se cagarían de la risa, se sentirían en una película de bajo presupuesto. Pero no, les importa un culo quién eres y siguen en su traba frescos, como si nada. Viene una pausa eterna, un silencio que se desparrama en el aire y en seguida se escucha las primeras notas de Summertime. La voz de la reina entra como un himno traído de otro mundo, como una caricia, como una invocación mágica, como un amuleto que nos protegerá en medio del desastre, como lluvia, como fuego, como un pájaro suspendido en la mitad de su vuelo, como un idioma irreconocible, como palabras milagrosas, como conjuros, como una lengua sagrada, como puro verbo esencial en su más casto origen. Me emociona este momento de tu historia. Tú en una esquina de la ciudad antigua, hecho pedazos, trabado y con frío consolándote con una canción que desconoces.
Caen las primeras gotas de un fuerte aguacero. Los cuatro drogos cogen su grabadora y te dejan solo en la plaza.
Este es también el momento de mi partida. Hasta luego, viejo, que los dioses se apiaden de ti y se acuerden de tu miseria, porque sólo ellos podrán rescatarte de los infiernos de esta ciudad que se complace en llevarnos por el camino del desperdicio, la penuria y la desdicha.