Pasas la página y lees con cuidado fijándote en los adjetivos, en las expresiones de admiración, en la alabanza abierta o en la crítica soterrada. Te das cuenta de inmediato de que el periodista pretende insinuarle al lector que la acción de la policía fue tangencial, marginal, de una importancia breve y fugaz. Cierras el periódico y miras por la ventana. La lluvia golpea los cristales con persistencia y distorsiona las imágenes de la ciudad allá atrás, al fondo, como si las edificaciones, las calles, el cielo y los árboles se deshicieran lentamente en la paleta de un pintor. Piensas en esta mierda de trabajo, en la angustia, el riesgo, el sinsentido… Quisieras cambiar de oficio, dedicarte a otra cosa, porque tú, Leonardo Sinisterra, sueñas, te ves al final de tus días viejo y sabio, rodeado de libros y buenos amigos. Te dices que quieres volver a la universidad y terminar Antropología. Saber de razas, pueblos lejanos, conductas que son constantes en la especie aunque se cambie de tiempo y de geografía. Cómo te gustaría viajar y aprehender paisajes y rostros insospechados. Ir lejos, donde te veas obligado a conocer esas zonas de ti mismo que ahora ignoras —aunque las sospechas—, esas facetas que presientes están en el fondo de ti y no pueden salir a flote porque las circunstancias externas no lo permiten, porque el afuera elige un determinado adentro. Sí, viajar no para ver el mundo, sino para observar en detalle los otros Leonardos Sinisterras que viven a tu lado y te acompañan sin que tú sepas realmente cómo son, qué gustos y preferencias tienen. Te sientes como un hombre solo que vive encerrado en su casa y desconoce la calidad de vecinos que lo rodean.

Te colocas la gabardina y abandonas la oficina. Sales a caminar un rato. Alcanzas la Calle Diecinueve y bajas desde la Carrera Tercera observando las vitrinas, la gente, la lluvia tenue y ligera cruzando el aire enrarecido. Gamines desharrapados, vagos con miradas de lunáticos, vendedores ambulantes, artesanos… Allí, detrás de esos ojos pequeños y duros, una historia de golpes y ultrajes, de violencias consecutivas, de noches de lágrimas y dolor. Aquí, a la izquierda, esa boca torcida, ese gesto de angustia indica años de necesidad, de falta de oportunidades, una vida llegando a altas horas de la noche, levantándose temprano, a la madrugada, con el estómago y la esperanza vacíos. Esta mujer que contempla la vitrina de ropa masculina con detenimiento: sueña con reunir el dinero para comprarle el mejor vestido al hombre que quiere, para demostrarle la capacidad de entrega y sacrificio que la impulsó desde un comienzo a amarlo. Este artesano que se queda mirándote: la expresión de la marihuana, piensas, una juventud invertida en la búsqueda de otros mundos, en salir de aquí y conquistar una nueva estadía en el presente, entrar a la vida por otra puerta, el anhelo de lo otro, de un nuevo tiempo, un nuevo rostro, un nuevo cuerpo… De pronto detienes tu caminata y contemplas un grupo de muchachos raperos que bailan y cantan en la esquina de la Carrera Quinta. Mueven sus cuerpos con agilidad, convulsionando, girando, golpeando el asfalto con furia y convicción. Sus voces cuelgan en el aire, se distorsionan, producen ritmos entrecortados, enuncian una Ciudad caótica rodeada de crímenes y vejaciones, marginada y desadaptación a un sistema corrupto y repugnante. Miras a esos muchachos con admiración: hay en su baile y en palabras una fuerza que te conmueve hondamente. Recuerdas sobre todo el valor, el arrojo de pararse ahí, en medio de ciudad, a gritar una forma de pensar. Recuerdas, entonces, frase que escuchaste una vez: «Los jóvenes, aunque estén equivocados, tienen la razón».

Sigues bajando por la Calle Diecinueve. Antes de llegar a la Carrera Séptima entras a un pequeño local y te tomas un café. Hace frío. Piensas en el aire helado que recorría aquella vieja pensión en la que viviste cuando eras apenas un muchacho. Y esa sensación te recuerda a su vez una imagen que solías mirar desde la ventana de tu pequeña habitación en los días de frío: abajo, en el patio de la pensión, una anciana sacaba un asiento y se quedaba inmóvil, impertérrita contemplando la pared que quedaba frente a ella. El asiento miserable, el vestido ajado de la vieja y su expresión de melancolía te eran repulsivos. La escena te desagradaba porque creías estar viendo a tu propia conciencia ensimismada, detenida en el tiempo. No sabías por qué esa vieja, desde el primer día en que entraste a la pensión para conocer la alcoba que arrendaban, te dio la impresión de ser una fotografía perfecta de tu interioridad. No había duda, si lo que llevabas adentro hubiera tomado una figura humana, esa figura hubiera sido la de esa anciana decrépita que en las noches recorría los pasadizos de la pensión mientras escupía a los lados y preguntaba con su voz cavernosa y masculina: ¿ha llegado la hora, verdad? La pregunta, en un comienzo, te fue incomprensible. No obstante, a medida que te ibas familiarizando con las costumbres de la casa, te enteraste de que la mujer interrogaba a cualquiera con el que tropezara si ya había llegado el momento oportuno de morir. La única diferencia entre ella y tu conciencia era que esta última se preguntaba lo mismo pero callada, a solas, en el vasto abandono de las cuatro paredes de ese primer cuarto arrendado.

Bueno, te dices, basta de nostalgia. Pagas el café y caminas por la Carrera Octava hacia el restaurante de Pepillo.

Cruzas la entrada del local y el viejo andaluz se queda mirándote con un gesto de pesar, de auténtica conmiseración No entiendes esa expresión en el rostro del español y así se lo haces saber.

—¿Dónde estabas hace media hora? —te pregunta Pepillo.

—Por ahí, caminando.

—¿No has escuchado las noticias de la radio?

—Hombre, no.

—Han degollado otra prostituta. Abajo, en la Avenida Caracas.

—No puede ser.

—Prácticamente le separaron la cabeza del tronco. Deben estar buscándote por todas partes.

Sales a la calle y tomas un taxi. El tráfico bogotano te exaspera. Por un instante piensas en sacar la pistola y abrirte paso a disparos, reventando neumáticos, quebrando vidrios a izquierda y derecha. Al final el taxista te deja frente a la comisaría.

González te está esperando con la información preparada. Las mismas características de los crímenes anteriores: cuchillo, degollación, sin huellas, sin testigos. Cabe la posibilidad de que sea un psicópata que, leyendo el periódico o enterándose por las noticias radiales o televisivas, haya decidido continuar con los asesinatos luego de la muerte de su antecesor González adivina tu pensamiento.

—Sí, yo pensé igual.

—¿Y?

—No, es imposible.

—¿Por qué?

—La víctima es Cáncer. Esa información, claro, no salió a los medios de comunicación. Es imposible que una persona, excepto usted, jefe, o yo, conozca lo de la secuencia astrológica. La víctima fue elegida para continuar la ronda de sacrificios.

—No puede ser.

—Estamos otra vez en cero, jefe.

—Es imposible. No hay pistas ni testigos, nada.

—¿Y entonces, jefe?

—Tenemos a El Apóstol.

—Ese tipo está chiflado.

—Es la única salida. Tú encárgate de entrevistar a los conocidos de la víctima, los vecinos del sector donde ocurrió el crimen, en fin, lo de rutina.

—Sí, jefe.

Enseguida, sin perder tiempo, vas a la cárcel donde ha sido recluido El Apóstol. Por la forma como te miran los guardias sabes que están enterados del asesinato. Se sonríen, se dan codazos, se hablan en voz baja. La sorna de los tipos te da igual, no te afecta. Tienes en la cabeza tantas ideas cruzándote a alta velocidad que la actitud de estos idiotas te tiene sin cuidado.

Quince minutos después se abre la puerta de un salón pequeño donde te han conducido, un salón dispuesto para los interrogatorios, y entra El Apóstol con las esposas puestas. Le indicas al guardia que se retire.

—Siéntese.

El Apóstol se sienta despacio y te mira directo a los ojos.

—¿Sabe por qué lo he hecho venir?

—No tengo ni idea.

—¿No ha escuchado radio hoy?

—No.

—Mataron otra prostituta. La degollaron.

El Apóstol inclina la cabeza, suspira, pero no dice nada. Tú vigilas sus reacciones.

—Voy a ser sincero. No tengo pistas ni testigos. No me explico por qué continúa la lista de crímenes si el asesino está muerto. Sólo lo tengo a usted. Necesito de su ayuda.

—«No me dejes, Señor, no te alejes de mi lado. Corre a auxiliarme, corre, Señor, salvación mía».

—¿Cómo?

—Estoy recordando uno de los Salmos. Su forma de hablar me recordó una plegaria, una solicitud de ayuda.

—La estoy necesitando.

—¿Qué signo es la víctima?

—Cáncer.

El Apóstol levanta la cabeza y mira el techo unos segundos. Después, pausadamente, la baja y vuelve a mirarte pero notas que la agresividad acostumbrada ha desaparecido. Te mira con candor, como un padre afectuoso miraría a un hijo en un momento de dolor y confusión.

—El Astrólogo pertenecía a una secta religiosa. Desconozco de qué secta se trataba. Creo que ellos ordenaron los crímenes. La forma, es decir la idea de los signos en secuencia, fue una idea de él que luego la secta aprobó e hizo suya. Ellos están detrás de esto. Por eso le indiqué desde un comienzo que no se preocupara sólo por un quién, por una identidad. Lo que sí me sorprende es que hayan atacado tan rápido. Debe ser una demostración de poderío, un alarde de fuerza.

—¿No sabe nada de ellos?

—No. Seguí a El Astrólogo varias veces pero nunca lo pude averiguar.

—Gracias.

—Yo ahora tengo otra misión. Predicar la palabra de Dios en la cárcel. Tal vez usted pueda dar con ellos y exterminarlos.

—Investigaré por ahora.

De regreso a la oficina conversas con González y deciden comenzar a examinar las distintas sectas, registrando con especial cuidado aquéllas donde se perciba una alta dosis de sectarismo y superstición. Preparas el informe respectivo, adivinando, de antemano, la cara de tu jefe y los demás superiores cuando se enteren de que los asesinatos de prostitutas corresponden a sacrificios ejecutados por una secta religiosa desconocida. Solicitas también en el informe dos carros oficiales (uno para ti y otro para González), explicando la ayuda que los vehículos prestarán en caso de pesquisas nocturnas, seguimientos o vigilancias prolongadas. Subrayas el presupuesto que se necesita para gasolina, aceite y, en caso de urgencia, mantenimiento o reparación. Dejas el informe con la secretaria y prefieres largarte para evitar el acostumbrado sermón salpicado de amenazas, gritos e insultos.

A los dos días, en efecto, te autorizan continuar con la investigación y te otorgan los dos automóviles. Para entonces González y tú tienen las sectas de Bogotá registradas y clasificadas. Le dejas a González las sectas fundamentalistas no cristianas (budistas, judías, musulmanas, hindúes y demás) y te quedas con la lista de sectas cristianas, intuyendo que el odio y el encono manifestados por El Apóstol se deban en el fondo a resentimientos con respecto a creencias cristianas similares.

Comienzas esa misma noche a investigar la Iglesia Cristiana Vegetariana, con sede principal en el barrio Teusaquillo, acreditado sector residencial en los años cuarenta y ahora venido a menos. Detienes tu flamante Renault 6 en la esquina de la calle donde está la sede y te pones a observar a las personas que entran y salen de ella. Los minutos pasan y pasan. No percibes nada anormal. A las once de la noche cierran la entrada que da a la calle y apagan las luces de la primera planta. A las once y media apagan las luces del segundo piso y la edificación queda muerta, rodeada por la oscuridad y el silencio. Prendes el radio y sintonizas en la banda de A.M. el programa de medianoche La hora del misterio. La voz con eco del presentador se escucha acompañada de tambores y notas musicales lúgubres y sombrías:

Señoras y señores, ha llegado «La hora del misterio», el momento de comunicarnos con lo oculto, con los secretos que rondan la existencia. Nosotros, habitantes de lo extraño, tenemos cada medianoche aquí una cita para compartir nuestras experiencias y visitar esos caminos que los hombres normales y vulgares no se atreven a recorrer. Somos seres de otra especie, pertenecientes a una raza que siente fascinación por otras dimensiones y otras magnitudes de la vida. (Tambores). Y aquí, siempre a las doce de la noche, para servirles, su vampiro fiel, su amigo insomne, el negro Urrutia. (Violines lúgubres). Para esta noche, como les prometí en el programa de ayer, tenemos el testimonio asombroso de un hombre que fue raptado por una nave extraterrestre y llevado a Saturno. Pasado un año regresó al planeta con un curioso mensaje para la humanidad. Así que, queridos radioescuchas, prepárense, porque en un segundo estamos con Julio Iregui, el mensajero de Saturno. (Piano y sintetizador sombríos).

Bueno, aquí estamos, con todo preparado para conocer la increíble historia de Julio Iregui, el hombre que visitó Saturno. Estamos en comunicación. Aló, ¿señor Iregui?

—Sí, cómo no.

—Aquí, el negro Urrutia y sus amigos de «La hora del misterio».

—Buenas noches a usted y a los oyentes.

—¿Cómo ha estado?

—Pues bien, gracias.

—¿Escucha usted el programa?

—Sí, cómo no.

—¿Sufre de insomnio?

—Sí, hace años. Su programa es una gran compañía.

—Creo, si no estoy mal, que es usted abogado, ¿verdad?

—Sí, cómo no, pero nunca he ejercido.

—¿Por qué señor Iregui?

—Me gusta el campo. Tengo una finca en las cercanías del pueblo de Pitalito, en el departamento del Huila.

—Un bello lugar.

—Sí, cómo no. De lo mejor.

—Bueno, señor Iregui, nuestros oyentes estarán ansiosos por escuchar su historia. Cuéntenos, ¿cómo fue eso de su viaje a Saturno?

—Pues sí, como le venía diciendo, yo tengo una tierra a veinte minutos de Pitalito. Una noche de abril del año noventa, una noche de aguacero y de fuertes ventiscas, yo iba de regreso a la finca en un jeep Toyota que tengo. Serían las once de la noche. Seguía lloviendo. De pronto una luz poderosísima inundó el campo a pocos metros de la carretera. Detuve el jeep y me quedé mirando esa luz sin entender muy bien de qué se trataba. Pensé que era un helicóptero en una maniobra de emergencia, pero la potencia de la luz era excesiva. Yo nunca había visto nada igual. En un principio me quedé dentro del jeep. El aguacero y el viento me intimidaban. Después de dos o tres minutos no pude evitar la curiosidad. Me coloqué una chaqueta impermeable que llevo siempre en la parte trasera del carro y bajé para observar mejor de qué se trataba.

—Discúlpeme, señor Iregui, ¿no sintió usted miedo?

—Al principio sí, un poco.

—Es natural, claro. En semejantes circunstancias…

—Luego desapareció el miedo y me sentí invadido por la curiosidad y por la intuición de que algo positivo iba a ocurrir. No sé cómo transmitir esa sensación: una especie de voz interna me anunciaba que algo maravilloso sucedería.

—Señor Iregui, aquí en este programa estamos acostumbrados a lo inexplicable. Continúe por favor.

—La luz se hizo cada vez más fuerte y vi entonces un platillo volador de unos diez metros de diámetro que descendía hasta posarse sobre el prado. Yo estaba a unos veinte metros de distancia, perplejo, mudo de asombro. Y una extraña felicidad se apoderó de mí, una alegría sin límites que no sé de dónde provenía. Crucé la cerca y caminé por el potrero hasta quedar a unos cinco metros del platillo. Una luz azulada me rodeó el cuerpo y caí en un sueño profundo. Quiero insistir en que las sensaciones eran positivas y agradables. Yo me dormí con una impresión como de amor, de infinita bondad alrededor mío.

—Increíble, señor Iregui, increíble. Vamos con unos mensajes comerciales y con la voz de Roberto Carlos en «Tú ya no estás conmigo». Luego volveremos aquí, a «La hora del misterio», con la segunda parte de esta extraordinaria historia de un colombiano que fue raptado por los habitantes de Saturno.

(Mensajes comerciales sobre las gotas afrodisíacas «Potensex» y sobre el «Centro Médico Naturista Gólgota». Enseguida la canción de Roberto Carlos y, de nuevo, música de tambores lejanos.)

—Son las doce y veinte minutos. Están ustedes con su servidor, el negro Urrutia, en «La hora del misterio», hoy con un sorprendente testimonio de un abogado colombiano que fue raptado por seres del planeta Saturno. Continuamos con la historia de este viajero interplanetario. Adelante, señor Iregui.

—Como les venía diciendo, fui dormido por una luz azul que salía de la nave y me inundaba el cuerpo. Cuando desperté estaba como en una camilla de enfermería, en un cuarto computarizado lleno de luces y aparatos para mí desconocidos. Se me comunicó telepáticamente, en mi idioma, en castellano, que la nave estaba próxima a llegar al sexto planeta de nuestro sistema en el orden de las distancias al sol. Y en efecto, minutos después vi en una pantalla cómo nos acercábamos a las tres zonas principales del anillo que rodea el planeta, y vi también varios de los satélites que giran alrededor suyo.

—Discúlpeme, señor Iregui. Mientras tanto, según creo, usted fue reportado como desaparecido.

—Sí, es correcto. Mi señora esposa y mis dos hijos se pusieron en contacto con la policía y con el ejército, y creyeron al comienzo que había sido secuestrado por la guerrilla o por delincuentes comunes. Las semanas pasaron y no llegó el comunicado exigiendo el rescate. Entonces me reportaron como desaparecido y mis dos hijos urdieron la hipótesis de que se trataba de una desaparición ejecutada por los organismos de seguridad del Estado. Como yo me había manifestado en varias reuniones de agricultores y ganaderos en contra de los grupos rurales de autodefensa, mis hijos creyeron que mi asesinato y posterior desaparición del cuerpo era una velada amenaza para aquellos que decidieran continuar apoyando mis ideas.

—Y usted, claro, ni formas de mandar un mensaje desde Saturno.

—Claro, ni formas, cómo…

—Señor Iregui, vamos ahora a lo del mensaje. Estos seres le dieron unas indicaciones para que usted las transmitiera a sus congéneres. ¿Cuáles fueron esas indicaciones?

—El mensaje es muy simple, muy sencillo, y por su sencillez es justamente tan complejo. Ellos me dijeron este planeta, la Tierra, como tantos otros, es un organismo vivo, un todo completo con diferentes niveles de vida que se equilibran entre sí. Esos niveles de vida tienen leyes y equilibrio por medio de las cuales se mantiene una armonía que garantiza la permanencia de los mismos. Nosotros, los humanos, hemos alterado esas leyes y por tanto la permanencia de la vida en el planeta está ame Ellos dicen que nosotros somos algo así como células cancerígenas, elementos altamente destructivos y éticamente muy inferiores a las demás especies. En consecuencia, nuestra aniquilación y exterminio son indispensables para que el planeta recupere su antigua estabilidad. Por eso ellos, los hombres de Saturno, trajeron el sida y cerca de diez virus más que ya están minando a la humanidad a gran velocidad, colaboran en las guerras y en las masacres, asesoran a los grupos terroristas, promueven la intolerancia y el fanatismo religiosos, en fin, contribuyen con lo que agilice nuestra propia destrucción.

—Caray, señor Iregui, un poco apocalíptica la cosa.

—Sí, así es.

—Pues mientras llega una hora tan terrible, vamos a unos mensajes comerciales, luego la magnífica voz de Palito Ortega en «Prometimos no llorar» y volvemos enseguida con ustedes.

(La voz del anunciante proclama las ventajas de las pantimedias «Body». «Para que usted, caballero, en un momento especial, se las regale a su esposa, a su novia, a su amiga, a su amante, a su compañera» dice la voz con seguridad y aplomo. También, con tono intimista y seductor, avisa la creación de la nueva agencia matrimonial «Tu media manzana». Entran las voces de Palito Ortega y una mujer en «Prometimos no llorar».)

—Son las doce y cuarenta minutos de la noche. Soy el negro Urrutia en «La hora del misterio». Vamos ahora a que nuestros radioescuchas conversen con el señor Julio Iregui, un abogado colombiano que, por cuestiones del azar, se convirtió en un viajero celestial. Adelante, llamen ustedes a nuestro número de siempre, el 2263907, y pregunten lo que deseen. Aló, sí, ¿con quién hablo?

—Buenas noches, soy Maruja Gómez, del barrio Candelaria la Nueva.

—Doña Maruja, el señor Iregui la escucha. ‘

—Gracias, yo quisiera preguntarle, señor Iregui, ¿cómo son los atardeceres en Saturno? ¿Son bonitos? ¿Tienen varios colores así como aquí?

—La verdad es que yo siempre estuve en una ciudadela cubierta, donde las luces eran reguladas por una computadora, y sólo vi el cielo, directamente, una vez. En el momento del despegue, señora Gómez, cuando volvíamos a la Tierra. Me sorprendió su color azul petróleo, oscuro, y unos espesos gases tornasolados detrás de los cuales se adivinaba la grandeza del anillo que caracteriza a este planeta.

—Aquí, en «La hora del misterio», la hora mágica, la hora para lo extraño y desconocido, tenemos otra llamada. Sí, aló, lo escuchamos…

—…No puedo decir mi nombre. Pertenezco a un grupo terrorista. Quiero saber cómo hago para ponerme en contacto con estos seres y recibir armamento y asesoría. Estoy de acuerdo con ellos: esta mierda hay que mandarla a volar en mil pedazos.

—Adelante, señor Iregui, respóndale aquí a nuestro amigo el terrorista.

—Bueno, sí, debo ser sincero y confesar que no tengo ni idea de cómo volver a propiciar un acercamiento con ellos. Yo supongo que si su organización es importante y significativa, ellos se encargarán de buscarlos y ayudarlos en su misión destructiva. Lo que sí sé es que tienen miles de agentes e intermediarios trabajando para ellos en la tierra. No es necesario que se presenten ellos directamente.

—Vamos con la siguiente llamada. ¿Aló? ¿Quién habla?

—Mi nombre es Samantha. Soy transexual y llamo desde el barrio Santa Fe. Dígame, señor Iregui, ¿en Saturno hay homosexuales, travestís o transexuales? ¿Cómo hago para entrar en contacto con ellas y avisarles que una quiere abandonar este planeta?

—No puedo responder a su pregunta con precisión. Yo estuve aislado en un centro de investigaciones especiales y no fui testigo de la vida cotidiana de este planeta. Como ya dije antes, no sé cómo volver a comunicarme con ellos. Lamento no poder ayudarle.

—Son las doce y cincuenta y cinco minutos de la noche. Soy el negro Urrutia…

Apagas el radio, te frotas las manos para calentarlas un poco y decides irte a dormir. No ves nada raro ni sospechoso en la casa que vigilas atentamente. Enciendes el motor y conduces el carro por la Avenida Caracas hacia el sur. Llegas a la Calle Veinticuatro, aminoras la marcha y te fijas en los rostros de prostitutas y travestís que caminan por los andenes esperando la caída de un cliente. Te parece increíble que haya un grupo de fanáticos religiosos encargado de exterminarlos. Y otros, como El Apóstol, pensando en exterminar a los exterminadores. Así es el país, piensas con tristeza, ésa es nuestra forma de sentirnos colombianos, negando y aniquilando al que está a nuestro lado. Aceleras el carro.

A la mañana siguiente te levantas temprano y le escribes una carta a Isabel, quien, piensas, debe encontrarse inquieta después de dos meses largos de silencio por parte tuya. Es la única persona a la que estás ligado afectivamente y la recuerdas, la anhelas, la sueñas acariciándote y diciéndote al oído frases llenas de cariño y ternura. Comienzas.

Querida Isabel,

no te había escrito antes porque estoy investigando un caso de asesinato de prostitutas en el centro de la ciudad. Parece que se trata de sectas religiosas en labores de «limpieza social». Es algo de no creer.

Perdona la tardanza en contestar pero no he tenido ni tiempo ni ganas. No me siento bien. Mi energía interna se debilita y veo que me estoy precipitando a un agujero sin salida. No puedo evitarlo. Anoche he tenido pesadillas y no sé si continuar con la investigación. Qué lástima que no seamos ricos. Me gustaría que vinieras a verme, aunque fuera un fin de semana, y caminar y mostrarte los lugares donde he sido más feliz y más desgraciado, y en donde está enterrada mi juventud y mi alegría de vivir. Como puedes ver, Isabel, no estoy en el estado de ánimo ideal para escribir cartas. Y yo que quería enviarte un poco de alegría.

Pienso cada vez más en ti. A veces me veo a tu lado, por fin juntos y yo retirado de este trabajo que, para serte sincero, cada vez me gusta menos. Cambiaría de empleo e intentaría volver a la universidad y estudiar Antropología. Tengo derecho a cambiar mi vida.

Escríbeme mucho, Isabel, déjame saber de tus planes y expectativas. Si conociste a alguien y piensas que lo nuestro no te satisface, no importa, no te preocupes. Dímelo y ya está. Ser amigos, buenos amigos, no es menos que estar enamorados. Para mí tu amistad es ya una gran oportunidad.

Te extraño.

Tuyo,

Leo

Dejas la carta en la oficina de correos y te diriges a la comisaría. Al entrar, González te muestra el periódico y te señala un artículo en la segunda página.

—Échele un vistazo, jefe —te dice con amabilidad.

Lees.

UN PAPÁ QUE MATABA PROSTITUTAS

Capturado el asesino colombiano más buscado en E.U.

Miami. (Reuter). Un padre de familia fue arrestado bajo sospecha de ser el presunto «Estrangulador de la Calle Ocho», que acechaba a las prostitutas que frecuentan esa vía en Miami, informó ayer la policía.

Hernando Cardona, de treinta y cuatro años y de origen colombiano, padre de dos hijos pero separado de su esposa, confesó haber sido el autor de seis de los homicidios de meretrices, dijo el portavoz policial Luis A. Díaz.

El domingo pasado las autoridades formularon seis acusaciones de homicidio en primer grado contra Cardona, un vendedor de enciclopedias de filosofía.

Los investigadores dijeron que vincularon a Cardona a cinco de las seis víctimas mediante pruebas genéticas de ácido desoxirribonucleico (ADN).

«El reconocido detective Mike Conde que investigaba la serie de asesinatos recibió un golpe de suerte cuando una prostituta se escapó de Cardona después de ser atada, golpeada y agredida sexualmente», dijo Díaz. Agregó que la mujer fue llevada por el sujeto a su apartamento, pero ella se escapó cuando él salió.

«Las muestras de ADN tomadas de la víctima la semana pasada, coincidieron con las que se recogieron de las prostitutas asesinadas», señaló Díaz.

«El sospechoso, encarcelado y acusado de agresión, confesó luego los asesinatos y también se hallaron pruebas adicionales en su apartamento», agregó.

«Proporcionó una confesión detallada y admitió haber recogido a las víctimas en la calle» dijo Díaz. «Se las llevaba a su apartamento, sostenía relaciones con ellas y las estrangulaba allí. El hombre esperaba hasta las primeras horas de la madrugada para abandonar los cadáveres en las zonas residenciales al lado de la Calle Ocho, que es una de las arterias más conocidas de Miami», anotó un vendedor de incienso del sector y uno de los principales testigos en este caso.

—Nuestro caso es bien distinto —le dices a González.

—Estoy averiguando si el hombre pertenece a una secta religiosa en particular. No está de más.

—¿Qué es esto? —preguntas al ver una carpeta sobre tu escritorio.

—El estudio psiquiátrico que pidió, jefe. Se lo trajo Marta de la Sección de Apoyo.

Abres la carpeta. Una nota de Marta:

Leonardo: este artículo es lo más cercano que encontré a lo que tú me solicitaste. Es del doctor Joseph Satten la Clínica Menninger de Topeka, Kansas, y fue publicado en The American Journal of Psychiatry (julio 1960) y escrito en colaboración con otros médicos. Lo publicaron luego de examinar cuatro criminales: un soldado que mutiló y descuartizó a una prostituta, un obrero que estranguló a un muchacho de catorce años cuando éste se negó a aceptar sus avances sexuales, un cabo del ejercito que mató a bastonazos a otro joven porque imaginó que se burlaba de él y un empleado de hospital que ahogó a una niña de nueve años metiéndole la cabeza bajo el agua Espero que te sea útil.

Te sirves un café, te sientas cómodamente detrás de tu escritorio y comienzas a leer.

A pesar de la violencia como elemento integrante de sus vidas, los pacientes han formado imágenes de sí mismo como físicamente inferiores, débiles e inadaptados. Su historial pone de manifiesto un grave índice de inhibición sexual. Para todos ellos la mujer adulta es una criatura amenazadora y en dos de los casos existe una clara y declarada perversión sexual. Ellos también en su infancia sintieron angustia ante el pensamiento de que pudieran considerarlos «niñas», poco desarrollados físicamente o enfermizos.

En los cuatro casos existen pruebas de estados alterados de conciencia en el pasado y con frecuencia relacionados con los arranques de violencia. Dos de los hombres presentan estados parecidos a un trance disociativo en los que se verifica un comportamiento incoherente y violento, mientras los otros dos presentan episodios amnésicos menos graves y quizá menos completos. En los momentos de auténtica violencia, con frecuencia se sienten separados o disociados de si mismos, como si estuvieran contemplando a otra persona…

Sigues leyendo sin poner mucha atención en la lectura. El psiquiatra se adentra en una hipótesis psicoanalítica según la cual exponer el niño a estímulos abrumadores antes de que sea capaz de dominarlos, viene estrechamente ligado a que resulten serios trastornos del dominio de los impulsos. Los asesinos, según parece, fueron objeto de violencia durante su infancia. Tú buscas otra cosa. El crimen como ritual, el pensamiento mágico y religioso expresado en el sacrificio, datos sobre una neorreligiosidad urbana que anhela el exterminio del otro por su diferencia… Sin embargo, vuelves a concentrarte en la última parte del artículo.

Los casos descritos tenían predisposición marcada a graves faltas de contacto con la realidad y a una debilidad extrema del dominio sobre sus impulsos durante los períodos de particular tensión y desorganización. En tales momentos, un simple conocido o incluso un desconocido podía perder fácilmente su significación real y asumir una identidad en la inconsciente imaginación traumática. El viejo conflicto resurgía y la agresividad asumía rápidamente proporciones homicidas.

Cuando se dan tales delitos absurdos, pueden explicarse como resultado final de un período de creciente tensión y de desorganización en el asesino, iniciado antes de que se produzca el contacto con la víctima, la cual, pasando a formar parte del conflicto inconsciente del asesino, pone involuntariamente en movimiento su potencial homicida.

Cierras la carpeta y te distraes mirando por la ventana. Entra González.

—Listo —te dice con la respiración agitada.

—¿Qué sucede?

—El tipo de Miami.

—¿Qué pasa con él?

—Pertenece a una secta que se llama CFM.

—¿Qué diablos es eso?

—Cristianos de Final de Milenio, una secta que busca preparar a la humanidad para recibir a Cristo en la Navidad de 1999. Son de un radicalismo exagerado. Han propuesto leyes para la pena de muerte a drogadictos, alcohólicos y prostitutas. Su jefe es un antiguo sacerdote homosexual que aborrece a las mujeres. La secta es sólo de hombres. ¿Se imagina, jefe? Nos encaja perfecto.

—Sí… Tienen una sede aquí en el centro. En el barrio Lourdes.

—Eso dice el informe.

—Es de las que nos falta por revisar.

—Sí.

—Manos a la obra. Primero revisaremos dos sedes de dos sectas que tengo pendientes y luego les hacemos una visita en la tarde.

Y añades con voz amistosa:

—Buen trabajo, González, buen trabajo.

—No fue nada, jefe. Una intuición.

—Bien, vamos.

—Sí, jefe.

Tú y González llegan a la casa donde laboran los adeptos del BEB, los Buscadores de la Eterna Bondad. Percibes en esta gente las mismas miserias y mezquindades —incluso agrandadas— que en el resto. El director, un hombre barbado que sin duda ha descubierto una imagen agradable similar a la de Cristo (que lo beneficia para timar a los ingenuos), les «regala» a González y a ti la revista Apuntes de los Iluminados, y les explica que la revista tiene un cómodo precio de dos mil pesos, pues, según explica, «el dinero es la suprema bondad que nos permite levantarnos del fango animal al que obliga la pobreza». Sacas el dinero y compras una revista, devolviéndole la otra. La ojeas por encima y piensas en los ghettos, en los grupos de poder, en el fascismo segregacionista que margina al que no es igual. La misma historia en todas partes: el espíritu gregario que intenta autolegitimarse al sentirse con un destino manifiesto, depositario de una verdad que lo hace superior a sus semejantes. Reglas y más reglas absurdas que, en el fondo, lo que buscan es ahorrar el trabajo de una solidaridad desde lo disímil, de una auténtica empatía con el otro desde la diferencia. Sientes asco por ese perverso concepto de espiritualidad, y sales a la calle.

La siguiente sede es la Secta Cristiana Curativa. A la entrada ves una fila de cojos, paralíticos, ciegos, leprosos y cientos de enfermos que aguardan una oportunidad para pertenecer al grupo de cincuenta personas que el Maestro Pedro sana cada día. Entras con González por una puerta distinta a la puerta de los enfermos y te tropiezas con un galpón gigantesco donde miles de personas, con la Biblia en la mano, escuchan al Maestro Pedro vociferar en una especie de trance.

Señor, este cuerpo te pertenece, es tuyo, Dios mío, saca la inmundicia, saca el síntoma de corrupción, sácalo ahora mismo, saca el espíritu inmundo. Espíritu dañino, ¡fuera!, en el nombre de Jesús de Nazaret. Poder de Dios, ¡desciende! Mi alma invoca tu poder, Padre amado. ¡Fuera el espíritu de putrefacción! ¡Fuera! En el nombre de Jesús, fuera el signo de descomposición, de infección, de enfermedad. ¡Suelta ese cuerpo! ¡Vete de ahí! Poder de Dios, ¡desciende!…

El maestro Pedro cambia los tonos de voz. A veces grita con ímpetu y desesperación, casi llegando al llanto emocionado, subiendo la entonación al máximo, y a veces cambia la velocidad, el tono se hace grave, como una caricia, como un secreto de amor murmurado en la intimidad del lecho. Regula los ritmos de su discurso según el efecto que va viendo en su auditorio, y es esa regulación la que va atrapando a los feligreses como en una red, la que va produciendo en la multitud un adormecimiento hipnótico.

Señor: es la hora poderosa, es la hora gloriosa. Señor: tu pueblo necesita milagros y señales de tu amor infinito. Hay poder en el nombre de Jesucristo, su amor desciende y limpia tu cuerpo, oyente, te purifica, viaja dentro de ti hasta dejarte puro y virginal. Dios nos visita, está aquí, lo siento, y viene a liberarnos de la enfermedad. Dios dice: «Es mi casa». ¿Qué es la casa de Dios? Nuestro propio cuerpo, hermanos, nuestra carne, nuestras vísceras… Poder de Dios, ¡desciende! ¡Obra, Padre mío! ¡Ahora mismo destruimos el poder del mal!… Si, Dios me dice que los cuerpos comienzan a sanar, comienzan a estar libres…

Sientes mareo. La gente, febril, agita las Biblias al ritmo de la voz del Maestro Pedro. No hay aire. El calor es insoportable. Con un gesto le indicas a González que salgan a la calle. Él, con la frente bañada en sudor, afirma con alivio.

En la calle respiras profundo. González mira hacia abajo embrutecido, como si estuviera a punto de desmayarse. Dice:

—Me duele la cabeza…

—Vamos a tomar algo —respondes con la respiración entrecortada.

Entran a una cafetería cercana y se sientan a una mesa. Pides dos refrescos. Descansas unos minutos con la cabeza entre las manos.

—No son ellos —le dices en voz baja a González.

—Por qué…

—No creo que sanen pordioseros, mendigos, prostitutas, gamines, y luego salgan a matarlos.

—Cierto, jefe.

—Esta noche visitaremos la sede de los Cristianos de Final de Milenio. Los vigilaremos antes de tomar una decisión. Es mejor no ponerlos sobre aviso. Te recojo a las diez.

—Sí, jefe.

Alcanzas a pasar por la Iglesia de los Pobres y conversas un rato con Zelia. «Sin rencores» te dice ella con una sonrisa. Le cuentas tus sospechas y las de González, explicándole en qué va la investigación. La vieja te mira con preocupación y te advierte del peligro que corres con los Cristianos de Final de Milenio.

—Viven acosando a mi gente —te dice con un gesto de enfado—. Los amenazan, los golpean, los intimidan. Se rumora que ellos y algunos de ustedes, los de la policía, conforman los grupos de «limpieza social» del centro de la ciudad. Yo creo que es verdad.

Escuchas con atención lo que dice la vieja y al final te despides de ella amablemente.

A las diez en punto te detienes frente a la casa donde vive González con sus padres y lo ves en la puerta esperándote, enfundado en una chaqueta gruesa para protegerse del frío. Van a la sede de la secta, parquean el carro diagonal a la entrada principal, apagan las luces y comienzan a vigilar con González cualquier movimiento. Varios automóviles entran y salen de la casa. González anota los números de las placas. A las once y media la agitación cesa, las luces de las dos plantas se apagan y todo parece indicar que en la casa sólo queda un guardia encargado de custodiar la edificación. A las doce en punto prendes el radio y le ofreces un cigarrillo a González. La música de tambores y la voz del negro Urrutia te producen una sensación de placidez y bienestar en medio del frío y las ganas de dormir.

…dicho que no podía dormir. ¿Cómo era eso?

—Mire, yo me levantaba cada dos horas, más o menos, asfixiado, con un dolor en el pecho como si me estuvieran taladrando el esternón. Era una cosa horrible, yo me sentía morir.

—Y en la mañana amanecía bien.

—Exacto. Se me quitaba el dolor así, sin saber cómo, y volvía en las horas de la noche.

—¿Dice usted que esta señora lo curó con unos conjuros semanales?

—Mire, eso hay gente incrédula, yo sé, que piensan que estas cosas son habladurías y mentiras. Yo estoy seguro de que esta mujer tiene poderes extraños. Ella me aseguró que mi antigua esposa, como ya le conté, me estaba rezando. Sí señor, así era, porque después de las consultas y los conjuros yo me mejoré. No volví a sentir nada.

—¿Por qué dice usted que esta mujer tiene poderes extraños?

—Mire, ella me quitaba la camisa y me recostaba en una camilla de su consultorio. Cerraba las cortinas, ponía música religiosa y oraba en voz alta. Se frotaba las manos y me las colocaba sobre el pecho. Uno sentía que ella tenía poderes. Antes de que las manos rozaran siquiera mi piel yo sentía un fuerte calor desde la garganta hasta el ombligo, una especie de ardor interno que me quemaba, como si me hubiera bebido un vaso de aguardiente o una taza de agua hirviendo.

—¿No volvió a recaer en sus dolencias?

—No señor. Ahora me siento muy bien.

—Gracias por llamar y darnos su testimonio en el programa.

—De nada.

—Continuamos escuchando las confesiones de los oyentes que quieren participar en nuestro programa. El tema de hoy: magia, embrujos, hechizos, filtros o bebedizos, conjuros, sanaciones milagrosas, en fin, manifestaciones de fuerzas superiores que afectan el cuerpo o la psique. Soy el negro Urrutia en su programa predilecto de la medianoche, «La hora del misterio». ¿Aló? ¿Si? Lo escucho.

—Buenas noches señor Urrutia.

—Buenas noches mi querido amigo. ¿Cuál es su nombre?

—Adolfo Hernández, del barrio La Perseverancia.

—¿Sufre de insomnio, Adolfo?

—Hace años. Menos mal descubrí su programa.

—¿Lo escucha a menudo?

—Todas las noches. Es una gran compañía. Lástima que no sea más largo.

—Le cuento que les vamos a dar buenas noticias a los radioescuchas insomnes como usted que quieren que el programa se prolongue. Estamos esperando a ver qué deciden las directivas.

—Sería lo mejor que nos podría pasar. Además los temas son inagotables.

—Claro que sí. Bueno, Adolfo, cuéntenos, ¿ha vivido usted en carne propia los efectos de la magia o la brujería?

—Por supuesto. Una experiencia muy dura, por cierto.

—Adelante, escuchamos.

—Esto comenzó en el año ochenta y ocho. Yo estaba en el departamento del Guaviare, al sur del país, cerca al Amazonas, trabajando en Miraflores en una finquita en recolección de hoja de coca. No hay problema si digo esto al aire, ¿no?

—No se preocupe. Aquí no hay censura.

—Sí, porque imagínese, esos departamentos están sembrados con coca y allá es algo normal, pero cuando uno afirma tales verdades aquí, en la capital, lo miran como si fuera un criminal.

—Tranquilo, puede decir lo que quiera.

—Le venía contando que yo administraba una finca de coca a quince minutos de Miraflores. Ahora no sé, pero en ese entonces, hace siete años, unas comunidades indígenas llegaban a las haciendas a pedir trabajo en la recolección de hoja de coca. Ese año yo contraté como a unos cuarenta indígenas, entre hombres y mujeres, de diferentes congregaciones. Fueron pasando los días y las cosas iban bien. Pero resulta que entre esta gente iba una muchacha de unos dieciocho años, alta, esbelta, mitad india mitad blanca, con el pelo largo negro, los ojos rasgados y oscuros, una piel canela rara en esa zona, mejor dicho, para qué sigo señor Urrutia. Parecía una diosa de la selva. Me enamoré perdidamente de esa mujer y la hice mía. Le propuse que se quedara en la hacienda a vivir conmigo y ella aceptó.

—¿Se casó con ella?

—No se acostumbra por allá.

—Se fueron a vivir juntos.

—Sí señor. El problema era que cada dos meses yo tenía que venir a Bogotá a rendirle cuentas al dueño y a encargar lo que hiciera falta para la finca. La noche antes de viajar ella me bañó en un agua de hierbas, me cogió el sexo y recitó en su lengua largas frases que yo no entendí. Lo tomé como un ritual de despedida entre parejas de recién casados o algo así. No, se trataba de un hechizo que no comprendí. Vine a Bogotá, hice mis vueltas y me regresé pronto, pues no quería dejarla sola en un lugar tan peligroso. La historia se repitió varias veces. Ella me rezaba, yo viajaba, apresuraba mis diligencias en Bogotá y me regresaba apenas podía hacerlo. Resulta que como al sexto viaje, es decir un año después, a mí se me ocurrió coquetearle a una secretaria del patrón y la convencí para que saliéramos una noche. La vaina terminó en un motel y yo no pude acostarme con ella. No funcioné. Pasé una vergüenza horrible. Me regresé a Miraflores pensativo, dudando ya, porque eso nunca me había sucedido. Al siguiente viaje llamé a una amiga, nos vimos en una discoteca y cuando llegué al motel me sucedió lo mismo. Era una vaina rarísima. Estaba excitadísimo, con muchas ganas, y no funcionaba. Y me di cuenta de que la india me tenía hechizado.

—Perdón, Adolfo, que lo interrumpa. Eso es lo que llaman estar ligado, ¿verdad?

—Sí señor, es un infierno porque uno le coge fastidio a la persona que lo ligó.

—Claro, es natural. ¿Cómo se liberó?

—Averigüé por todo Miraflores hasta que una señora me explicó que un hechizo de indios sólo lo puede desbaratar un indio. Fui a un caserío indígena a una hora de la finca donde trabajaba y un chamán de esa tribu me desligó con un rito especial. Me aconsejó que me alejara de esa mujer porque tenía otros poderes para hacerme daño. Yo le obedecí. Me vine para Bogotá, entregué las cuentas en orden y busqué otro trabajo. No volví por allá.

—¿Cómo se siente ahora?

—Muy bien.

—Ajá, ¿eso significa que sí funciona?

—Sí señor, de maravilla.

—Pues Adolfo, la sudó usted, como dicen. Así que, aquí está Carlitos Vives, y esto es «La gota fría».

(Suena el vallenato hasta su última nota. Pausa. Una voz grave de mujer, con música de fondo, anuncia: «No crea en brujas, pero que las hay las hay. Mariluz Ordóñez: experta en ciencias ocultas. ¿Tiene influencias negativas en suerte, amor o negocios? ¿Todo le sale mal? ¿Su mujer lo abandonó por otro, no tiene plata o se siente enfermo? Venga y visíteme. Exorcismos, conjuros, tarot, pactos, tabaco. Ética, seriedad y cumplimiento». Y en seguida la voz indica un número telefónico y una dirección. Pausa. Un hombre sereno comienza un aviso rápido e inquietante: «Busco dama. Soy un caballero de treinta y ocho años, serio, soltero, bien parecido y solvente. Me siento solo. Deseo conocer una mujer buena, hogareña, cariñosa, entre veinticinco y treinta años. Preferiblemente peludita. Fines serios». Y deja un apartado aéreo para las interesadas. Pausa. Se escucha una voz gruesa y varonil: «Parasicólogos mentalistas le ayudan a superar sus dificultades. Astrología y lectura de tarot. Perfumes para el amor. Expertos en solucionar problemas de infidelidad. No nos diga nada, nosotros le adivinamos a qué viene usted. ¡Triunfamos donde los demás han fracasado!». Deja el anunciante una dirección y un teléfono. Pausa. Entra la voz del negro Urrutia.)

—Queridos oyentes, estamos de regreso en «La hora del misterio», la mejor hora de la noche. Hemos escuchado testimonios impresionantes de personas que han sido embrujadas en algún momento de su vida. No sea tímido, llámenos y cuéntenos su experiencia. Vamos con otro participante, ¿aló?, ¿con quién?

—Mi nombre es Alberto Duque, del barrio La Soledad.

—¿Nos escucha a menudo, Alberto?

—Casi siempre.

—¿Quiere participar esta noche en el programa?

—Sí, acabo de escuchar el relato del señor Adolfo Hernández y recordé una historia que me sucedió hace unos cinco años.

—¿Qué hace usted, Alberto?

—Soy ingeniero de sistemas.

—Le gustan los temas de misterio…

—Soy un aficionado a los ovnis y a los libros y reí sobre la reencarnación. Vidas pasadas y cosas así…

—Qué bien. Alberto, la audiencia de «La hora del misterio» desea escucharlo. Adelante.

—Gracias… Mi historia comenzó hace unos cinco años, cuando yo estaba en último semestre en la universidad. Decidimos con unos amigos ir a un burdel a divertirnos. Había varias mujeres trabajando allí y nosotros bebíamos, bailábamos con ellas y conversábamos animadamente en un ambiente amigable. Estábamos alegres porque habíamos terminado clases y entrábamos al semestre de tesis. Era un acontecimiento que ameritaba una celebración. Estábamos reunidos alrededor de una mesa y nos hacíamos chistes y bromas pesadas como buenos camaradas que éramos. En un descuido de ellos yo me alejé del grupo y me dirigí al fondo del salón en busca de un baño para orinar. Fue entonces, lo recuerdo bien, cuando me tropecé con ella. Una mulata alta, de caderas y muslos anchos y fuertes, los senos voluminosos y los rasgos de la cara finos y delicados. Me quedé frío, como si hubiera visto un fantasma, y no supe qué hacer ni qué decir. Ella me miró directo a los ojos y me pidió un cigarrillo. Se lo di y recuperé la seguridad y la confianza. Le dije que me esperara porque iba al baño, que si a mi regreso la veía acompañada me suicidaría ahí mismo, en medio del salón. Ella se rió y me dijo que me esperaba. Fui, oriné, me lavé la cara, volví a su lado y la cogí de la mano para ir a presentársela a mis compañeros. Se quedaron paralizados cuando me vieron llegar con ella, con la boca abierta y muertos de la envidia. Las otras muchachas que estaban con nosotros no tenían ni la belleza ni la elegancia de esta mulata. Para no alargarle mucho la historia, señor Urrutia, le cuento que nos enamoramos apasionadamente. No me importó siquiera que ella continuara en ese lugar. Comencé a trabajar y nos veíamos en un apartamento pequeño que había arrendado. Pasaba conmigo los fines de semana y era una persona dulce y necesitada de cariño. Yo le entregué lo que tenía y lo que era. Compartí a su lado un año y procuré convertirme en su mejor amigo. Pero no sé qué me sucedió y empecé a obsesionarme con su cuerpo, con sus caricias, con sus besos. Quería que nadie le hablara, que nadie pudiera tener acceso a ella, que no la miraran cuando se contoneaba por la calle, que no se sentaran a su lado en los buses; mejor dicho, me fui enloqueciendo sin darme cuenta. Vinieron a sumarse, además, unas pesadillas en las cuales ella me abandonaba para irse con otro, o se iba de la ciudad y yo no podía retenerla a mi lado o simplemente enfermaba y moría. Me levantaba de esas pesadillas a altas horas de la noche bañado en sudor y con fiebres elevadas que me impedían diferenciar con certeza la frontera entre el sueño y la vigilia. No se imagina el infierno que fue eso, señor Urrutia.

—Por sus descripciones uno se hace una idea. Suena terrible, realmente.

—Aún siento escalofríos recordándolo. Me había prometido a mí mismo olvidar… olvidar…

—No se preocupe, Alberto. No le dé tanta importancia a un suceso que ya superó.

—Tengo dudas, señor Urrutia, instantes de flaqueza, de debilidad, en los que creo que voy a recaer.

—Los instantes de duda también son pasajeros. No se angustie así, Alberto. Más bien cuéntenos cómo salió, cómo recuperó su salud mental y física.

—Mi hermano se dio cuenta de que yo estaba al borde del suicidio y me llevó donde una psicoanalista. Estuve con ella seis meses y las cosas empeoraron. No daba señales de mejoría. Lo contrario, a medida que pasaban los días yo estaba peor.

—Es lo que hemos dicho aquí en mil oportunidades. La ciencia es sólo una parte, y más allá, ¿qué?

—Sí señor, yo necesitaba otra forma de tratar el problema. Acudí desesperado, medio loco, a un amigo de infancia con el que había crecido y le conté en detalle mi vida al lado de esa mujer. Si no hubiera sido por él yo no estaría ahora participando en su programa. Él me salvó la vida.

—¿Por qué? ¿A dónde lo llevó?

—Él averiguó que esta mujer era de Pizarro, un pequeño poblado del departamento del Chocó, en la costa del océano Pacífico. Viajó hasta allá, consultó con las mujeres viejas del pueblo los síntomas que yo tenía y ellas se rieron.

—¿Se rieron?

—Sí, señor Urrutia. Parece que allá esa práctica es normal. La usan las mujeres con sus hombres para impedir que las abandonen. El problema es que si uno no es de la misma cultura puede incluso morir.

—Continúe, Alberto, por favor.

—Ellas le indicaron un brujo negro que vivía en la selva, a dos horas de camino a pie. Le dijeron qué él era el único que podía salvarme. Mi amigo vino por mí a Bogotá y, a las malas, casi obligándome, me llevó a ese perdido municipio. Quiero aclararle, señor Urrutia, que bajo los efectos de ese maleficio uno pierde la voluntad, uno no es dueño de sus actos. Yo no podía separarme de esa mujer, era una fuerza superior, un lazo secreto y casi indestructible. Por esa razón mi amigo me llevó dopado, bajo una fuerte dosis de calmantes.

—Increíble, Alberto. Cuando usted despertó ya estaba en Pizarro.

—Así fue. Mi amigo me condujo a la choza del brujo y este hombre me tuvo doce horas en un jergón de tablas mientras rezaba en su lengua una letanía misteriosa y bailaba a mi alrededor sacudiendo con ambas manos unas pulseras de caracoles y conchas de mar. Ah, se me olvidó contar que, antes del ritual, el anciano preparó un brebaje con hierbas y raíces, y me lo dio a beber en una vasija de barro. El líquido me puso en una especie de trance donde se mezclaban imágenes de mi niñez con imágenes de mi relación con esta mulata.

—¿Era una pócima de hierbas alucinógenas?

—Creo que sí. Yo, al menos, aluciné, sí.

—Después, ¿qué pasó?

—En el ritual las imágenes correspondientes a esta mujer fueron desapareciendo una a una y me quedé sólo con las imágenes agradables y positivas de mi vida. Era como si hubieran borrado una parte dañina de mi existencia. Yo sentí que éso había sido posible gracias a las oraciones y a los ritmos producidos por el viejo hechicero. Yo sentía su presencia como limpia y cristalina, casi que podría decir angelical.

—¿El ritual duró las doce horas seguidas?

—No, señor Urrutia, duró cinco horas. Luego caí en un sueño profundo. El anciano me tapó con una manta y me dejó descansar. Mi amigo, que esperaba mientras tanto afuera, en la parte exterior de la choza, me contó más tarde que dormí siete horas sin despertarme. Cuando lo hice me sentí como un hombre nuevo, era como si hubiera llegado a otro mundo. Comí y bebí abundantemente en el pueblo antes de regresar a Bogotá. Estaba, eso sí, débil y cansado.

—¿No volvió a ver a la mulata, Alberto?

—No. Mi amigo fue por mis cosas al apartamento y me mudé a la casa de mis padres por un tiempo. Me recuperé en pocas semanas, me afeité, me corté el cabello y conseguí un nuevo empleo. Me dediqué a construir una nueva vida. Aunque, como ya le confesé, tengo miedo de recaer.

—Impresionante, Alberto, realmente impresionante. Gracias por haber llamado y haber participado en el programa. Su testimonio es una enseñanza y una voz de alerta que puede ayudar a muchos. Bueno, vamos con la última llamada de esta noche. ¿Aló? ¿Con quién hablo?

—No quiero dar mi nombre.

—No se preocupe, respetamos su anonimato.

—Mire, hombre, yo llamo a sentar mi protesta por estas pendejadas. No me creo ni una palabra de lo que han dicho estos fulanos. Se la fumaron verde.

—Está en su derecho, señor oyente.

—Esto es pura basura, una cantidad de gente desocupada, ociosa y con la cabeza enferma de estupideces. En lugar de promover estas supercherías deberían hacer un programa cultural e informativo. El pueblo lo que necesita es educación.

—Respetamos su opinión, pero no la compartimos. Programas culturales hay muchos. En cambio programas sobre lo desconocido, sobre aquello que escapa a la comprensión racional y científica, sólo hay uno: éste, «La hora del misterio», una hora dedicada a sondear los caminos de lo oculto. Por otra parte, mi querido crítico, le recomendamos que si no le gusta el programa no lo sintonice. Gire el dial y ya está. Hay otras emisoras a su servicio. Vamos con unos mensajes comerciales y ya volvemos a despedirnos…

Le bajas el volumen al radio. Dos autos llegan y parquean frente a la casa que vigilas. Cerca de siete hombres con abrigos y chaquetas desaparecen en el interior de la sede del CFM. Miras a González y está dormido, con la cabeza recostada en el vidrio y las manos entre la chaqueta. Los minutos pasan. Miras el reloj: la una de la madrugada. González sigue hundido en un sueño profundo. Palpas la pistola y bajas del carro sin hacer ruido. Prefieres investigar solo y dejar que González siga descansando.

Te acercas cautelosamente a la casa. Pegado a la pared rodeas el jardín y buscas una puerta trasera. Comienza a llover. Encuentras una puerta metálica y notas enseguida que está asegurada desde adentro. Revisas las ventanas de la primera planta, siempre pendiente de no ser visto ni escuchado. Cuando compruebas que puertas y ventanas están cerradas y que no tienes por dónde penetrar a la casa, rompes con suavidad uno de los vidrios de la parte posterior, deslizas la mano y abres la ventana para conquistar la primera planta. El ruido de la lluvia te favorece. Entras, desenfundas la pistola y revisas el cargador. No hay luces prendidas. Caminas con precaución, con los sentidos alerta, revisando cada una de las dependencias y los salones sin hallar indicios de los hombres. Desde la mitad de la escalera atisbas el segundo piso. Sólo se escucha el golpeteo de la lluvia contra las tejas del techo. Regresas a la primera planta y vuelves a mirar cada una de las dependencias que la constituyen. Por fin, antes de ingresar a una pequeña cocina, en la parte posterior, tus ojos se detienen en una puerta baja de madera que da la impresión de ser una alacena o un guardarropa. La abres despacio y una breve luz que viene de muy abajo insinúa entre sombras una escalera descendente que parece conducir a un sótano o refugio interno. Escuchas voces de hombres, pero el ruido de la lluvia te impide precisar las palabras. Avanzas unos cuantos escalones y quedas parapetado detrás de un muro de ladrillo, justo en un rellano de la escalera, antes de que ésta tome una curva hacia la derecha y desemboque en el tramo final. Ahora las voces se definen. Los participantes de la reunión parecen debatir sentados alrededor de una mesa, iluminados por una luz tenue.

—…y hay que controlarlo. No podemos dejarlo así.

—Estoy de acuerdo.

—Yo también. El tipo puede convertirse en un elemento peligroso.

—Yo no opino lo mismo. Matarlo ahora es un lío, Abre sospechas, dudas, los medios ensancharían la noticia y hablarían de una organización peligrosa que lo eliminó justo cuando iba a descubrirlos. Medio mundo sabe, además, lo que el tipo está investigando.

—¿Entonces qué? ¿Nos cruzamos de brazos y esperamos que dé con nosotros?

—No estoy diciendo eso. Lo sacamos del camino, eso es todo, Pero no lo asesinamos.

—No sé, yo preferiría eliminarlo.

—Has olvidado una cosa. El tipo tiene un ayudante, un subalterno que le colabora en la investigación. Qué, ¿nos lo cargamos también? Es absurdo. Despertaría muchas sospechas.

Te quedas inmóvil. Acabas de descubrir que están hablando de ti y de González. Te pones atento e intentas escudriñar las voces y reconocer en ellas particularidades que te permitan individualizarlas.

—Tenemos que llegar a un acuerdo —dice una voz gruesa, de hombre viejo acostumbrado al mando—. Creo que es mejor mover nuestras influencias en la policía y sacar el tipo a un lado. El ayudante es lo de menos. Buscamos que lo asciendan y ya está. En un mes no se acordará de nada.

—Sí, es lo mejor —dice una voz neutra y calmada—. Prefiero que usemos la inteligencia y no la fuerza. No nos conviene llamar la atención.

—En este punto estoy de acuerdo con ustedes —dice un hombre de voz aflautada, excesivamente aguda—. Pero olvidan que hay un testigo en la cárcel. Él fue el que puso al policía sobre nuestra pista. Y según informaciones que tengo ése fue el tipo que se cargó a El Astrólogo. A él sí hay que eliminarlo.

—Tienes toda la razón —dice una voz con acento extranjero—. Estando en la cárcel es sencillo. Se puede pretextar una riña cualquiera, una pelea cotidiana entre presos —reconoces el acento: norteamericano.

—Definamos rápido —dice el de la voz gruesa—. Yo propongo hacer a un lado al policía, ascender o comprar a su ayudante y pagar para que asesinen al tipo ése de la cárcel. ¿Quién vota a favor de esta propuesta?… Tres… Cuatro… Cinco… Listo. Somos mayoría. Es lo que se hará.

—Quiero saber si los sacrificios continúan hasta llegar a doce —pregunta el del acento gringo.

—Lo definimos la sesión pasada —contesta el de la voz gruesa—. Eso te pasa por no asistir a las reuniones.

—Ya les expliqué por qué no pude venir. Estaba arreglando lo de Miami. Allí también necesitamos una limpieza —se disculpa el hombre.

—Sí, continúan —sigue el viejo que parece tener un cierto liderazgo—. Decidimos que son un buen escarmiento.

—Bueno, nos pondremos en contacto para decidir la próxima reunión —dice el de la voz neutra—. Seguiremos…

Subes las escaleras rápido pero sin hacer ruido. Cruzas uno de los salones, sales a través de la ventana por la que entraste, la cierras con suavidad y te diriges al auto. El aguacero arrecia. González, inexplicablemente, se ha ido. Entras al carro y aguardas la salida de los hombres. Varias preguntas se amontonan en tu cabeza. ¿Habrán capturado a González? ¿Tendrían vigías que no alcanzaste a percibir y ellos, al penetrar tú en la casa, habrán asesinado a González y se lo habrán llevado para desaparecer el cadáver? ¿Se sentiría enfermo y se iría a su casa al darse cuenta de que tú no estabas? ¿Estará en los alrededores vigilando? ¿Tal vez revisando de cerca los autos de ellos? Tus preguntas se interrumpen. Los hombres salen, ingresan rápidamente en los automóviles para resguardarse del frío y de la lluvia, y desaparecen calle abajo. Esperas un posible retorno de González. Nada… Media hora más tarde prendes el carro y te largas en medio de la lluvia en busca de una taza de café, un cigarrillo y el calor de tu manta militar.

A la mañana siguiente llegas temprano a la oficina y preguntas por González. La secretaria, sin responder a tu pregunta, te informa que el jefe está esperándote. Abres la puerta y te anuncias con prudencia.

—Siga… Siga y siéntese, por favor —te dice con seriedad.

Obedeces. El hombre deja el estilógrafo con el que ha estado firmando unos papeles, ordena dos o tres cosas en el escritorio, se recuesta en su asiento con aire de superioridad y te mira fijamente.

—Mire, Leonardo, voy a hablarle no como Superior suyo, sino como amigo —recuerdas de inmediato la conversación de anoche y te preparas para lo peor—. Lamento anunciarle que está suspendido de la Institución. Son órdenes que vienen de arriba y yo tengo que cumplirlas. Usted conoce el procedimiento… ¿La causa? Ellos alegan que ya van siete víctimas y no hay resultados. No hay capturas importantes, no hay sospechosos, no hay operativos, no tenemos nada que mostrar a los medios de comunicación, a la ciudadanía y al gobierno, que cada día nos presiona más. Otra cosa: la historia ésa de la secta y las pugnas religiosas ha desbordado la copa. Usted debe comprender, eso suena muy disparatado, es una historia traída de los cabellos, un informe inverosímil. Además, ¿qué pruebas hay para creer eso? Ninguna, hombre.

El tono es amigable, paternal, inteligentemente estudiado. Tú no dices nada, no respondes. Sabes que cualquier intento de defensa es inútil. Las órdenes ya han sido emitidas. Estás fuera del caso.

—Aquí hay un cheque más una generosa indemnización. Le recomiendo un descanso, tómese un tiempo y cambie de oficio. Esta investigación lo ha trastornado. Usted es un tipo valioso, puede estudiar y ejercer una buena profesión. Si necesita recomendaciones, tengo órdenes de dar las mejores referencias sobre usted. Aquí está la renuncia. Fírmela, por favor.

Firmas sin decir nada. Coges el cheque y te levantas para salir de allí cuanto antes.

—Una última cosa. No intente reanudar su contacto con González. Ha sido trasladado y por la importancia de la investigación que dirigirá tiene órdenes de guardar un absoluto aislamiento con la Institución o con alguno de sus miembros. Sé que ayer se dispersaron durante una vigilancia. Así fue mejor. No se preocupe por él.

Sales. Caminas al azar, sin saber muy bien qué hacer, con quién conversar, qué pensar. Llegas a San Victorino sin proponértelo conscientemente. Te pierdes por los pasillos, deambulas con las manos entre los bolsillos del pantalón hasta llegar a la sección de carnes. El olor de la carne de res y de cerdo te recuerda inevitablemente el olor que sentiste al entrar en la habitación donde El Apóstol había acuchillado a El Astrólogo, luego de que éste había a su vez apuñalado al travestí: un olor a sangre, a vísceras abiertas, a flujos y líquidos en descomposición. En el aire avinagrado ves la cantidad de moscas pendientes de los hígados sobre las mesas, las cabezas de marrano, las patas de res colgando de los ganchos, los charcos de sangre y de fragmentos de intestinos abultados en el piso. Desde el fondo de las casetas hombres gruesos y rechonchos con los delantales manchados de rojo intenso y los cuchillos en el aire te sonríen y te invitan a detenerte para que contemples a tu gusto los fragmentos de los cuerpos animales expuestos. Sigues derecho y llegas a la sección de carne de pescado. El olor se hace más penetrante y te recuerda el de los cuartos miserables de los burdeles de la Calle Dieciocho: el olor a sudor y sexo rancio acumulado en las sábanas sucias donde decenas de cuerpos anónimos han disfrutado fugaces instantes de placer. En ese olor, piensas, se confunden la repugnancia y la voluptuosidad, las ganas de vomitar y la excitación sexual. Continúas hasta llegar al fondo, donde te esperan las aves listas para el sacrificio, con las patas amarradas, vivas e impotentes para escapar. Esa imagen de pollos, patos y gallinas agitando las alas para arrastrarse por el piso te deprime y te obliga a recapacitar sobre tu propia degradación. Te pareces a esos animales indefensos que se contorsionan con el pico abierto y la mirada nerviosa por el piso de cemento. Te sientes igual: impotente, esperando el instante en que una mano desconocida aparezca de las sombras para quebrarte el cuello. Sientes mareo y te comienza a doler la cabeza. Sales del mercado y caminas unas cuadras hasta llegar a tu departamento. Ingieres dos pastillas para dormir y te recuestas con la manta sobre tus piernas.

Despiertas, entreabres los ojos y te das cuenta de que ya es de noche. Te quedas así un rato, en posición fetal, llegando a la vigilia poco a poco. Después te sientas, te frotas los ojos y miras el reloj: las doce y media. Prendes el radio que está sobre la mesa de noche y sintonizas el programa del negro Urrutia. Lo escuchas con los ojos cerrados y la mente atontada aún por el efecto de las pastillas.

…y la gente que trabajaba en el hospital seguramente estaba involucrada en esta operación tan monstruosa.

—¿Puso usted las demandas correspondientes?

—Sí señor, claro.

—Es increíble. Vamos con otro testimonio. Sí, ¿aló?

—Buenas noches, señor Urrutia.

—Buenas. Cuéntenos su caso, adelante.

—Mi nombre no importa. Tengo cincuenta y cinco años. Hace dos años fui al Seguro Social por un problema de unos cálculos en los riñones. Estaba sufriendo de dolores insoportables que me impedían caminar. El médico me dio cita y me dijo unos días después que tenía que operarme. Todo fue tan rápido… En resumidas cuentas, sin una justificación médica, me sacaron un riñón y seguramente lo vendieron ahí en el mismo hospital.

—¿Y demandó usted?

—Sí señor. También fui a Sisori y expuse mi caso.

—Discúlpeme, ¿qué es Sisori?

—«Sociedad de Individuos con un Solo Riñón». La mayoría de estas personas han sido robadas y estafadas por médicos y enfermeras inescrupulosos que conforman esta grotesca y espantosa organización.

—Increíble. Gracias por su testimonio. Estamos esta noche en «La hora del misterio» investigando una realidad asombrosa: la conformación de mafias y bandas secretas dedicadas al tráfico y venta de órganos humanos. Si usted ha sido víctima de estos carniceros, de estos comerciantes de lo humano, llámenos y cuéntenos. Tal vez impida que a otro ser le suceda lo mismo. Tenemos otra llamada, ¿aló?

—Si, buenas…

—Cuéntenos su caso, por favor.

—Yo también, como las personas anteriores, prefiero no dar mi nombre. Es por seguridad, para impedir amenazas y cosas así. Hace cuatro años tuve que ir de urgencia al hospital por una apendicitis. Cuando desperté de la operación estaba ciego. No sólo me sacaron la apéndice, sino las dos córneas y un testículo.

—¿Un testículo?

—Imagínese… El izquierdo.

—Caray, cuánto lo siento. Gracias por llamar. Otra llamada, ¿aló?

—Buenas noches, señor Urrutia.

—Buenas noches. La escucha la audiencia nocturna de «La hora del misterio».

—Mi historia es todavía peor que las anteriores. Tengo diecinueve años. Hace dos años cogí un taxi. Eran como las diez de la noche. Yo trabajaba de día y validaba el bachillerato nocturno. El conductor comenzó a fumar y me sentí mareada, con ganas de vomitar. Era escopolamina.

—Popularmente llamada «burundanga».

—Sí señor. Perdí el conocimiento. Dos días después amanecí en los potreros de la Calle Veintiséis, cerca al Aeropuerto. Me dolía la espalda terriblemente. Estaba atontada y sin memoria. Para resumirle: cuando me drogaron me llevaron a un lugar secreto, me operaron y me sacaron un riñón. Y se aprovecharon de mi estado y me violaron.

—O sea que le robaron un riñón y, de paso, le robaron también su virginidad.

—No señor. Sólo el riñón. Yo no era virgen.

—Ah, menos mal. De todos modos gracias por confiar en nosotros y contarnos su historia… Queridos oyentes, ustedes mismos lo han oído. En Bogotá ya no se puede salir a la calle. El nivel de inseguridad es tan grande que a uno ya no le roban el dinero o el reloj, sino lo operan en cualquier potrero para robarle un ojo o un riñón. Vamos con un poco de alegría en medio de este infierno. Esto es de los hermanos Zuleta, y dice así…

Das la vuelta en la cama y vuelves a dormirte.

En la mañana te levantas con dolor de cabeza de tanto dormir. Tomas una ducha fría para despabilarte y bebes a grandes sorbos una taza llena de café oscuro.

Vas al banco temprano a cobrar el cheque que te han dado. Has tomado una decisión: no quieres ese dinero contigo. Te sentirías vendido. Piensas en el rostro de María Ortega, la quinta víctima, con los labios protuberantes y el cabello ensortijado, y te dices que no quieres sentirte unido a los miserables que la mataron. La situación es difícil, cierto, estás en una encrucijada, pero aún te queda un poco de decencia. Sin embargo, no les dejarás tampoco ese dinero.

Tienes que esperar dos horas y media en el banco. La suma es muy alta y el gerente hace llamadas telefónicas, comprueba aquí y allá, da órdenes a los cajeros, revisa tu documentación y al fin te entrega la suma en efectivo. Metes los fajos de los billetes en los bolsillos de tu chaqueta, en la camisa y en los bolsillos del pantalón. El dinero restante lo llevas en un sobre bajo el brazo. El gerente te mira con los ojos abiertos, nervioso y angustiado.

Bajas por una de las calles cercanas a San Victorino sintiendo el peso de los billetes a ambos lados de tu cuerpo. Los ladronzuelos del sector te miran y se hacen a un lado. Tu reputación de policía te protege contra un posible atraco. Te sonríes. Si los tipos supieran que llevas semejante suma de dinero contigo, que ya no eres policía y que ni tienes siquiera autorización para portar armas… Antes de salir de tu oficina tuviste que dejar tu pistola y el salvoconducto especial que te acompañó durante los últimos años.

Llegas donde Zelia y le cuentas lo sucedido sin ocultarle ni el más mínimo detalle. La vieja te sirve un trago y te escucha asintiendo a cada afirmación tuya, como diciendo «sí, no me asombra, yo te lo advertí». Para rematar la escena te abres la chaqueta, te pones de pie y colocas el dinero sobre la mesa.

—No me digas nada. Es tuyo y punto. Úsalo como quieras.

—¿Y tú, Leo?

—No sé. Voy a tomarme unos días. Necesito pensar.

—Si en algo te puedo servir…

—Lo sé, gracias.

Le das un beso en la mejilla y sales a la calle. No bien cruzas la esquina una camioneta frena justo a tu lado. Tres gigantes fornidos se abalanzan rápidamente sobre ti. Golpeas al azar, sin alcanzar a tomar posición, pero es imposible controlar la embestida. Te inmovilizan los brazos atrás con fuerza y te introducen en la camioneta. Te sujetan las muñecas y los tobillos con esposas y te dejan en el piso boca abajo. No ves nada. Sólo sientes el rodar de las llantas de la camioneta.

Algo te inquieta y te disgusta: no haber alcanzado a responder el golpe, no haber tenido tiempo de actuar. Piensas que si llega a presentarse una segunda oportunidad, si llegas a salir con vida de esta trampa, no te esconderás ni huirás como un animal perseguido. No es ése tu estilo. Atacarás, intentarás destruir esta organización, aunque en ello tengas que dejar el pellejo. Cierras la boca con fuerza, apretando las mandíbulas hasta hacerlas crujir, y procuras acostumbrarte a la impotencia.

Y ahora tu historia me conmueve, me siento golpeado muy adentro, en lo más íntimo de la escritura. Pero es aquí cuando debo abandonarte. Mi vínculo contigo ha concluido.